Brunetti volvió a su despacho, pero, en lugar de sentarse a la mesa, se acercó a la ventana. Al cabo de unos instantes, el clérigo apareció dos pisos más abajo, al pie del puente que conducía a campo San Lorenzo. Era fácil reconocerlo, incluso con este ángulo tan agudo, por la sotana. Brunetti lo vio subir lentamente la escalera del puente, sosteniéndose la sotana con las dos manos, y entonces el comisario se acordó de su abuela, que así se recogía el largo delantal que solía llevar. Al llegar a lo alto del puente, el sacerdote dejó caer la tela, apoyó una mano en el pretil y se quedó quieto un momento.
En el puente se habría condensado la humedad que estaría empapándole el bajo de la sotana. Mientras lo veía bajar por el otro lado del puente y entrar en el campo, a Brunetti le vino a la memoria una observación que había hecho Paola, después de un viaje en tren de Padua a Venecia, en el que se habían sentado frente a un mullah de larga túnica que durante todo el trayecto había estado muy ocupado pasando las cuentas de su rosario. Sus ropas estaban más blancas que la camisa de cualquier ejecutivo que Brunetti hubiera visto en su vida, y hasta la signorina Elettra habría envidiado la perfección de los pliegues de su sotana.
Cuando bajaban la escalera de la estación, mientras el mullah se alejaba hacia la izquierda caminando con elegancia, Paola dijo:
– Si ése no tuviera a una mujer que le cuidara la ropa, probablemente tendría que ponerse a trabajar para ganarse la vida.
En respuesta a la observación de Brunetti de que demostraba falta de sensibilidad multicultural, ella dijo que la mitad de los problemas y la mayor parte de la violencia del mundo se eliminarían si los hombres tuvieran que plancharse ellos la ropa.
– … frase que utilizo como síntesis de las tareas domésticas en general, que quede claro -agregó rápidamente.
¿Y quién podría no estar de acuerdo con Paola?, pensaba Brunetti. Él, al igual que la mayoría de los varones italianos, nunca había tenido que ocuparse de los trabajos de la casa, gracias a la incesante actividad de su madre, telón de fondo de su infancia, que veías todos los días, pero en el que nunca reparabas. Hasta que hizo el servicio militar, Brunetti no se enfrentó a la realidad de que ni la cama se hace sola cada mañana, ni el cuarto de baño se limpia solo. Después tuvo la buena fortuna de casarse con una mujer dotada de lo que ella llamaba «sentido de la equidad» que reconocía que, con una docencia que no le ocupaba más que unas cuantas horas a la semana, bien podía dedicar tiempo a la casa, aparte de pagar a una limpiadora para que hiciera lo que a ella menos le gustaba.
Brunetti se obligó a salir de su abstracción y, cuando la figura del sacerdote desapareció entre las casas del otro lado, volvió a su mesa. Miró el papel que estaba encima del montón, pero su mirada no tardó en vagar como las nubes que se veían sobre la iglesia de San Lorenzo. ¿Quién sabría algo de este grupo y de Leonardo Mutti, su líder? Repasó mentalmente el personal de la questura, en busca de alguien que tuviera convicciones religiosas, pero le repugnaba inducir a alguien a hacer algo que, en realidad, sería una traición. Trató de recordar a algún conocido al que pudiera considerarse creyente o que tuviera algo que ver con la Iglesia, pero no se le ocurría nadie. ¿Podía esto interpretarse como resultado de su propia falta de fe, o como señal de su intolerancia hacia los creyentes?
Marcó el número de su casa.
– Pronto -contestó Paola a la cuarta señal.
– ¿Conocemos a alguien que sea religioso?
– ¿Que forme parte de la empresa o simple creyente?
– Da lo mismo.
– Conozco a varios de la empresa, pero dudo de que quieran hablar con alguien como tú -dijo ella, siempre indiferente a su susceptibilidad-. Si te vale un simple creyente, prueba con mi madre.
Los padres de Paola estaban en Hong Kong cuando murió la madre de Brunetti; él y Paola, de común acuerdo, decidieron no informarles, para no hacerles interrumpir lo que pasaba por ser un viaje de vacaciones. No obstante, los Falier se enteraron del fallecimiento de la signora Brunetti pero no pudieron llegar hasta el día siguiente al entierro; Brunetti los había visto y agradeció la sinceridad del pésame y el afecto con que le fue expresado.
– Claro -dijo Brunetti-. Se me había olvidado.
– Me parece que también a ella se le olvida, a veces -dijo Paola, y colgó el teléfono.
Brunetti marcó de memoria el número de casa de los condes Falier y habló con uno de los secretarios. Al cabo de unos minutos, oyó la voz de la condesa:
– Me alegra oírte, Guido. ¿En qué puedo ayudarte?
¿Acaso todos los de la familia estaban convencidos de que él no podía llamarles más que para asuntos de la policía? Sintió la tentación de mentirle diciendo que llamaba sólo para saludarla e interesarse por cómo estaban superando el jet lag, pero temió que ella no se dejara engañar, y contestó:
– Me gustaría hablar contigo.
Tras años de vacilación, Brunetti se había decidido por fin a tutear a sus suegros, pero aún no se acostumbraba. Le resultaba menos difícil con la contessa, lo que reflejaba la mayor soltura de su trato con ella en general.
– ¿Hablar de qué, Guido? -preguntó ella con interés.
– De religión -respondió Brunetti, esperando sorprenderla.
La respuesta tardó en llegar, pero fue dada con absoluta naturalidad.
– Vaya. Sí que es curioso, viniendo de ti. -Y, después, silencio.
– Es algo relacionado con una investigación -se apresuró a aclarar él, aunque no era estrictamente verdad.
– ¡Eso no tienes que jurármelo, Guido! -rió ella. Su voz se apagó un momento, como si hubiera tapado el micrófono con la mano-. Ahora tengo una visita, pero estaré disponible dentro de una hora, si te parece bien.
– Por supuesto -dijo él, alegrándose de la oportunidad de salir del despacho-. Ahí estaré.
– Perfecto -dijo ella con lo que parecía sincero agrado, y colgó.
Él habría podido quedarse a mirar papeles, abrir carpetas, poner la contraseña, en suma, despachar los documentos que fluían de un lado de la mesa al otro en una corriente que fluctuaba con las mareas del crimen. Pero no se quedó sino que salió del despacho y se encaminó hacia Riva degli Schiavoni, donde emergió a una apoteosis de gloria.
Pasaba un ferry, y Brunetti contempló los camiones que transportaba, sin que le extrañase ni lo más mínimo que camiones cargados de verduras congeladas, agua mineral y hasta queso y leche, tuvieran que hacer su ruta de reparto a bordo de un ferry.
Un rebaño de turistas que bajaba por la escalinata de la iglesia lo rodeó un momento, hasta que la corriente de la cultura los arrastró hacia el Museo Naval y el Arsenal. Brunetti, que se había parado en medio de la avalancha, siguió su estela unos metros y luego enderezó sus pasos hacia la Basílica.
A su izquierda vio un montante metálico utilizado por las embarcaciones de los ricos que podían pagar la tarifa de amarre, que tapaba las vistas a San Giorgio a los habitantes de los bajos de las casas de su derecha. Como no había barcos amarrados, Brunetti se sentó en el montante a contemplar la iglesia, el ángel y las cúpulas que se perfilaban al otro lado del canal de la Giudecca. Echó el cuerpo hacia atrás, doblando los dedos en torno al canto metálico, gratamente caliente al tacto, observó cómo la punta de la Salute dividía los dos canales y se quedó mirando los barcos que entraban y salían.
Su pantalón gris oscuro absorbía los ayos del sol y sintió calor en los muslos. Bruscamente, se puso en pie y se sacudió el calor con la mano antes de seguir hacia la Piazza.
Entró en el Florian y pidió un café en la barra del fondo, saludando con un movimiento de la cabeza a uno de los camareros al que conocía no sabía de qué. Eran más de las once, por lo que habría podido tomar un'ombra, pero le pareció más correcto presentarse en el palazzo oliendo a café que a vino. Pagó y, en el umbral, se detuvo un momento, preparándose para zambullirse en el mar de turistas. Pensó en la corriente del Golfo y en las frecuentes advertencias de su hija de que podía estar deteniéndose. Aparte del culto que Paola rendía a Henry James, erigido en dios tutelar, el interés de Chiara por la ecología era lo más parecido a una religión que se daba en la familia.
A veces, Brunetti se sentía alarmado por la ecuanimidad del mundo ante las crecientes pruebas del calentamiento global y sus posibles consecuencias. Después de todo, Paola y él habían conocido una buena época, pero si era cierto aunque sólo fuera una parte de lo que leía Chiara, ¿qué futuro aguardaba a sus hijos? ¿Qué futuro les aguardaba a todos? ¿Y por qué eran tan pocos los que se preocupaban por las malas noticias que se acumulaban día tras día? Pero entonces volvió la cara hacia la derecha, y la fachada de la Basílica, disipó estos pensamientos.
En Vallaresso tomó el Uno hasta Ca'Rezzonico y bajó andando hasta campo San Barnaba. En el paseo había consumido la hora. Pulsó el timbre situado al lado del portone y no tardó en oír pasos que se acercaban por el patio. La enorme puerta se abrió y él cruzó el umbral, sabiendo que allí encontraría a Luciana, que ya estaba en casa de los Falier antes de que él los conociera. ¿Podía haberse encogido tanto esta mujer desde la última vez, cuánto haría, un año, que la había visto? Le pareció que hoy tenía que agacharse un poco más para darle un beso en cada mejilla.
Él le sostenía la mano mientras ella le hacía las preguntas de ritual acerca de los niños, a las que él daba las mismas respuestas que había dado desde que nacieron: comían bien, estudiaban, estaban contentos, crecían. Brunetti se preguntaba qué sabría Luciana del calentamiento global y en qué medida le importaría.
– La contessa lo espera -dijo Luciana, haciendo que sus palabras sonaran como si la contessa estuviera esperando la Navidad. Pero enseguida volvió a las cosas realmente importantes-: ¿Seguro que los dos comen lo suficiente?
– Luciana, si comieran más de lo que comen, tendría que pedir una hipoteca sobre el apartamento y Paola tendría que dar clases particulares -dijo Brunetti, empezando una exagerada lista de lo que los chicos podían comer en un día. Ella se reía, tapándose la boca con una mano para amortiguar la carcajada.
Sin dejar de reír, la mujer lo guió por el patio y la escalera del palazzo, mientras Brunetti prolongaba la lista hasta que llegaron al corredor que conducía al estudio de la contessa. Allí la mujer se paró diciendo:
– Tengo que volver a ocuparme del almuerzo. Pero he querido verlo para asegurarme de que están bien. -Le dio una palmada en el brazo y se alejó hacia la cocina, situada en la parte de atrás del palazzo.
A Brunetti siempre le llevaba mucho tiempo recorrer este pasillo, a causa de los grabados de los Desastres de la Guerra de Goya. Aquí, el hombre, recién fusilado, todavía atado al poste; los niños, con cara de horror; los curas, como buitres preparados para alzar el vuelo, con sus cuellos largos y desguarnecidos. ¿Cómo cosas tan horribles podían ser tan bellas?
Llamó a la puerta y oyó pasos que se acercaban. Nuevamente, Brunetti tuvo la sensación de que se hallaba frente a una mujer que se había encogido de la noche a la mañana.
Se besaron. Brunetti no debía de haber disimulado la sorpresa, porque ella dijo:
– Es que llevo zapatos planos, Guido. No hay que preocuparse porque me haya convertido en una anciana menudita. Es decir, más menudita.
Él le miró los pies y vio que la contessa calzaba lo que a simple vista parecían unas bambas, pero de las que se venden en Via XXII Marzo, con franjas plateadas iridiscentes a los lados. Encima de las bambas llevaba lo que parecía un pantalón vaquero de seda negra, y un jersey rojo.
Sin darle tiempo a preguntar, ella explicó:
– Hice un estiramiento en mi clase de yoga que, por lo visto, no estaba dentro de mis posibilidades y, al parecer, se me ha inflamado un tendón. Así que, durante una semana, calzado infantil y nada de yoga. -Sonrió con aire de complicidad y añadió-: Te confesaré que casi me alegro de poder descansar de tanta concentración y energía positiva. A veces es tan fatigoso que no veo el momento de llegar a casa y sentarme a tomar una taza de té. Sin duda, el yoga es muy bueno para el espíritu, pero sería mucho más cómodo quedarme sentadita leyendo a santa Teresa de Ávila, ¿no te parece?
– Nada serio, ¿verdad? -preguntó Brunetti señalando al pie con un movimiento de la barbilla, eludiendo por el momento hablar del espíritu de su madre política.
– No, ni mucho menos, pero gracias por el interés, Guido -dijo ella, conduciéndolo al tresillo situado de cara al Gran Canal. No cojeaba, sólo andaba más despacio de lo habitual en ella. Vista de espaldas, a pesar de su cabello plateado, tenía la silueta e irradiaba la energía de una mujer mucho más joven. Que Brunetti supiera, la contessa nunca se había hecho cirugía estética o, si acaso, habría sido la mejor que existe, porque las pequeñas arrugas que le rodeaban los ojos imprimían carácter, no años, en su cara.
– ¿Quieres tomar algo? ¿Café? -preguntó ella antes de que se sentaran.
– No, muchas gracias. Nada.
Ella no insistió. Dio una palmada en el sofá, donde a él le gustaba sentarse, para disfrutar de las vistas, y ella ocupó una de las butacas de altos brazos, entre los que su cuerpo casi desapareció.
– ¿Querías hablar de religión?
– Sí -respondió Brunetti-. En cierto modo.
– ¿Qué modo?
– Esta mañana he hablado con una persona a la que preocupa un joven que se encuentra bajo el influjo…, son sus palabras, no las mías, de una especie de predicador, Leonardo Mutti, de Umbria, según dicen.
Apoyando los codos en los brazos del sillón, la contessa dejó descansar la barbilla entre sus dedos entrelazados.
– Según la persona que ha hablado conmigo, este predicador es un farsante al que sólo interesa sacar dinero a la gente, incluido el joven. Él posee un apartamento y tengo entendido que quiere venderlo, para dar el dinero al predicador. -En vista de que la contessa no decía nada, prosiguió-: Dada tu religiosidad y tu… -Se interrumpió, buscando la palabra-… fe, he pensado que quizá hayas oído hablar de ese hombre.
– ¿Leonardo Mutti? -preguntó ella.
– Sí.
– ¿Puedo preguntar cuál es tu relación con todo eso? -dijo ella cortésmente.
– Conozco al hombre que me lo ha explicado. Era amigo de Sergio cuando íbamos a la escuela. No conozco al chico ni conozco a Mutti.
Ella asintió y volvió la cara, como si reflexionara sobre lo que acababa de oír. Luego miró a Brunetti y preguntó:
– Tú no crees, ¿verdad, Guido?
– ¿En Dios?
– Sí.
Durante los años de su matrimonio, la única información que él había recibido acerca de las creencias de la contessa procedía de Paola, y lo único que ésta decía era que su madre creía en Dios y que, cuando Paola era niña, oía misa con frecuencia. Para explicar su antagónica actitud respecto a la religión Paola decía únicamente que ella había tenido «buena suerte y buen juicio».
Como ése era un tema del que nunca había hablado con la contessa, Brunetti titubeó:
– No quiero ofenderte…
– ¿Diciendo que no eres creyente?
– Sí.
– Eso no me ofendería, Guido, ya que lo considero una actitud perfectamente lícita. -Ante la clara sorpresa de su interlocutor, añadió con una suave sonrisa que acentuaba sus arrugas-: Mira, Guido, yo he optado por creer en Dios. Pese a convincentes señales en contra de su existencia y con absoluta falta de pruebas…, en fin, de lo que en pura lógica pudieran considerarse pruebas. Siento que la fe hace más aceptable la vida y más fácil tomar ciertas decisiones y soportar ciertas pérdidas. Pero es sólo la opción que yo he elegido, y la otra opción, la de no creer, me parece totalmente legítima.
– Yo no lo veo como una elección.
– Claro que es una elección -dijo ella con la misma sonrisa, como si estuvieran hablando de sus nietos y él le hubiera repetido una de las salidas de Chiara-. A todos se nos han ofrecido las mismas señales, o la misma falta de señales, y cada cual opta por interpretarlas a su manera. Por lo tanto, es una elección.
– ¿Incluyes en esa elección el creer en la Iglesia? -no pudo menos que preguntar Brunetti, sabedor de que la posición social de los Falier a menudo los ponía en contacto con miembros de la jerarquía eclesiástica.
– Cielos, no. Tienes que estar loco para fiarte de ellos.
Él se echó a reír, meneando la cabeza en señal de perplejidad, lo que la animó a decir:
– No tienes más que verlos, Guido, tan bien arreglados, con la teja, la sotana, el alzacuellos, el hábito y el rosario. Son cosas que llaman la atención y a menudo son vistas con respeto. Estoy segura de que, si tuvieran que vestir como todo el mundo y ganarse el respeto de la gente, como todo el mundo, por su manera de actuar, a la mayoría se les enfriaría la vocación, buscarían empleo y trabajarían para ganarse la vida. Si no pudieran servirse de todo eso para hacer creer a la gente que son especiales y superiores, la mayoría perderían todo interés. -Después de una pausa, agregó-: Además, no creo que Dios se beneficie de su ayuda.
– Una opinión un tanto severa, si me lo permites -aventuró Brunetti.
– ¿Tú crees? -Ella parecía sorprendida-. Estoy segura de que algunos son excelentes personas, pero me parece que, como colectivo, vale más evitarlos. -Antes de que él pudiera hacer un comentario, añadió-: A no ser, claro está, que estés obligado a frecuentar su trato, en cuyo caso se les debe una elemental cortesía. -Él, acostumbrado a las pausas de la contessa, esperaba-: Lo que más me desagrada de ellos es su interés por el poder. Son muchos los que se dejan dominar por ese afán, y creo que eso deforma su espíritu.
– ¿Incluirías en esa categoría a un hombre como Leonardo Mutti? -preguntó Brunetti. Nunca estaba seguro de cómo debía tomar las opiniones de la contessa y se preguntaba si sus palabras habían sido el preludio de alguna revelación acerca de aquel hombre.
La mirada que ella le lanzó era calculadora, pero enseguida se suavizó.
– He oído mencionar su nombre, pero no recuerdo a quién. Cuando lo sepa, te lo diré.
– ¿No habría forma de que pudieras…?
– ¿Hacer memoria?
– Sí.
– Preguntaré a ciertas amistades que son dadas a esa clase de asociacionismo.
– ¿Con la Iglesia?
Ella tardó bastante en contestar:
– No; yo pensaba en…, ¿cómo te diría, Guido? ¿La Iglesia… paraeclesial? ¿La Iglesia que se aparta de la corriente dominante? No le has dado tratamiento ni has dicho a qué parroquia pertenece, de lo que deduzco que se mueve por los aledaños. Involucrado en… -Aquí siguió otra larga pausa, a la que ella puso fin con esta pregunta-: ¿Ese nuevo cristianismo liberal llamado religion lite?
Después de oír sus comentarios, la pregunta no sorprendió a Brunetti.
– ¿Tienes amigos en ese medio?
Ella se encogió de hombros casi imperceptiblemente.
– Conozco a personas que están interesadas en esa aproximación a… a Dios.
– Parece que lo dices con escepticismo -dijo Brunetti.
– Guido, yo pienso que la posibilidad de que se produzcan irregularidades, dicho sea en términos piadosos, crece de forma geométrica en cuanto empiezas a apartarte de las iglesias reconocidas. En ellas, por lo menos, existe el instinto de conservación, por lo que se vigilan mutuamente y tratan de cortar los peores abusos, aunque sólo sea por egoísmo.
– ¿Para no «asustar a los caballos»? -preguntó él.
– Esa expresión se refiere a la revolución sexual, Guido, como sabemos los dos -respondió ella con cierta aspereza, como si hubiera advertido que él pretendía ponerla a prueba con la metáfora-. Yo hablo de fraude. Cuando un grupo que se llama a sí mismo religión no tiene respetabilidad que perder, ni interés en preservar la fe y la confianza de sus adeptos, se abre la caja de Pandora. Y, como tú sabes, la gente está dispuesta a creer en cualquier cosa.
La pregunta había brotado de sus labios antes de que él pudiera detenerse a pensar:
– ¿Algo de lo que acabas de decir afecta a la forma en que tú y Orazio tratáis con el clero? -A fin de suavizar esta franca expresión de curiosidad, añadió-: Lo pregunto porque sé que tenéis que relacionaros con la jerarquía socialmente y, si no me equivoco, Orazio también trata con ellos profesionalmente. -Durante decenios de relación, Brunetti había averiguado muy poco acerca de las fuentes de ingresos de los Falier. Sabía que poseían casas, apartamentos y locales comerciales en la ciudad y que el conde viajaba a menudo a visitar empresas y fábricas, pero ignoraba si en sus operaciones financieras intervenía el clero.
El rostro de la contessa asumió aquella expresión de casi teatral confusión que Brunetti había observado en ella con frecuencia. Aunque nunca la había sorprendido en el momento de componerla, como quien se aplica una nueva capa de lápiz labial, al verla aparecer con aquella facilidad, pensó que debía de ser tan artificial y de quita y pon como el cosmético.
– Orazio me ha dicho siempre que cuenta más el poder que la riqueza -dijo ella-. En realidad, lo mismo decían los hombres de mi familia. -Otra de aquellas sonrisas tenues, casi vacuas. ¿Dónde había aprendido a sonreír así?-. Estoy segura de que esto quiere decir algo.
Cuando se conocieron, la primera impresión de Brunetti fue la de que la contessa no comprendía no sólo mucho de lo que se le decía sino tampoco mucho de lo que decía ella misma. Con la brillante perspicacia de la juventud, la consideró una mujer frívola, amiga de fiestas, cuya única virtud redentora era su dedicación al marido y la hija. Pero, con los años, viendo cómo personas ajenas a la familia formaban una opinión similar, empezó a prestar más atención a sus palabras y, camufladas en los tópicos y generalizaciones más manidos, encontraba observaciones incisivas y sagaces que lo dejaban atónito. Pero ahora su disfraz se había hecho tan perfecto que pocos tratarían de descubrir lo que había debajo o imaginarían siquiera que debajo hubiera algo que descubrir.
– ¿Seguro que no quieres tomar nada? -preguntó ella.
La pregunta lo sacó de su abstracción, y dijo mirando el reloj:
– No, gracias. Me parece que me iré a casa. Ya es casi la hora del almuerzo.
– Qué suerte tiene Paola de que trabajes en la ciudad, Guido. Así siempre tiene alguien para quien guisar. -El anhelo de su voz podía inducir a creer que esta mujer no deseaba sino pasar el día de cara a los fogones, cocinando para sus seres queridos y que dedicaba sus ratos libres a repasar libros de cocina, en busca de nuevos platos con los que tentarlos, cuando en realidad a Brunetti le constaba que hacía décadas que la contessa no ponía los pies en la cocina. Aunque, de todos modos, Luciana tampoco la habría dejado pasar del umbral.
Él se levantó y ella lo imitó y lo acompañó hasta la puerta del estudio, mientras le pedía que diera besos de su parte a Paola y a los niños. Él se inclinó de nuevo y la besó.
– Si me entero de algo, te lo diré -le prometió, y él se fue a casa a almorzar.