CAPÍTULO 31

La abulia en que cayó Brunetti a su regreso del campamento gitano duró tres días, hasta que Paola le preguntó por el caso. Estaban sentados en la terraza, después de una cena que Brunetti apenas había probado. Él iba ya por la segunda copa de grappa y la botella estaba en la mesa, por si quería una tercera, que parecía lo más probable.

Poco a poco, mientras oscurecía e iba entrando el frío de la noche, él contó a Paola lo ocurrido, sin atenerse a la cronología ni a la secuencia de los hechos. Si algún orden seguía en el relato era, quizá, el de la emotividad, dejando para el final los ingredientes más fuertes: el lacerante lamento de la madre y la ferocidad de la cara del niño al hablar del hombre tigre.

Ni siquiera su última visita a los Fornari le había causado tan honda impresión.

– No querían dejarme entrar -dijo Brunetti-. Pero les dije que volvería con una orden judicial. -En respuesta a la súbita presión de la mano de ella en su brazo (ya estaba muy oscuro para distinguir sus facciones y hasta para verla mover la cabeza), él dijo-: Fue una tontería, desde luego: nadie me la habría dado. Por lo que a nosotros respecta, y a toda la magistratura, el caso está cerrado: la niña murió accidentalmente de una caída, después de robar en el apartamento de los Fornari, y punto.

– ¿Pero al fin te dejaron entrar? -preguntó ella.

– Sí. Ya sabes lo bien que miento.

– La verdad, no muy bien -dijo ella, observación que él tomó como un cumplido-. ¿Qué pasó?

– Ella estaba nerviosa, y él también. Al principio, no creí que tuvieran valor de negarlo. -Y entonces comprendió que lo decía como un cumplido.

– ¿Qué les dijiste?

– Que había hablado con uno de los gitanos del campamento, que me había dicho que Rocich había venido a verlos a la ciudad. -Recordó su propia actitud durante la conversación: el frío burócrata que trata de confirmar una información, nada más.

Brunetti estuvo un rato en silencio. Tomó un sorbo de grappa, la Tignanello que Paola le había regalado en su cumpleaños. Era excelente, pero hoy le desagradaba el sabor, y puso la copa en la mesa.

– No dio resultado -admitió-. Dijeron que no sabían quién era el tal Rocich ni por qué iba a querer hablar con ellos alguien con ese nombre. -Brunetti recordaba que la mujer era la que protestaba con más energía, mientras Fornari se limitaba a mover la cabeza negativamente, hablando sólo cuando Brunetti le hacía una pregunta directa.

Brunetti descruzó las piernas y las estiró, levantó los pies y los apoyó en el travesaño inferior de la barandilla. Entonces recordó que, cuando los niños eran pequeños, siempre tenían cerrada la puerta de la terraza y sólo los dejaban salir cuando ellos los vigilaban. Incluso ahora, cuando llevaba décadas en el apartamento, Brunetti aún evitaba asomarse a mirar a la calle, cuatro pisos más abajo.

Paola dejó pasar un rato antes de preguntar:

– ¿Tú qué crees que pasó?

Brunetti apenas había pensado en otra cosa durante los últimos días, montando y desmontando la película de los hechos, imaginándola de una manera y de otra, siempre con el recuerdo de la cara de la niña en primer término.

– La hija estaba en casa -dijo al fin-. Con el novio, probablemente, en el dormitorio. Oyeron ruido. -Cerró los ojos, tratando de visualizar la escena-. Drogado o no, el chico debió de sentirse en la obligación de ir a ver qué ocurría.

– ¿Y las rayas? -preguntó Paola de pronto-. ¿Cómo las vio el niño?

Él se volvió hacia la silueta de la cabeza que tenía a su lado, recortándose en el cielo casi oscurecido.

– No estarían en el dormitorio haciendo los deberes de cálculo, Paola. Recuerda que los padres no estaban en casa.

Le dio tiempo de imaginar la escena: el chico desnudo, recién levantado, con rayas en brazos y piernas, gritando a los niños gitanos.

– Hombre tigre -dijo Paola.

– El dormitorio de los padres tiene un balcón que da a la terraza -dijo Brunetti-. Debieron de entrar por ahí y por ahí tratarían de escapar.

– ¿Y entonces?

Aunque ella no pudo verle encogerse de hombros, lo notó por el roce de la chaqueta en el respaldo del sillón.

– Cualquiera sabe -dijo él finalmente.

– Pero el hermano dijo… -empezó Paola.

– El hermano -la interrumpió Brunetti-, siendo el chico, seguramente era el encargado de la operación. Y dejó morir a su hermana. -Antes de que Paola pudiera protestar, prosiguió-: Ya sé, ya sé, no fue culpa suya. Pero no hablo de lo que ocurrió realmente, sino de cómo lo vio él. Ariana iba con él y, si algo le ocurría, suya era la culpa. -Estuvo un rato en silencio y dijo-: Pero, si la arrojaban desde el tejado, él no tendría nada que reprocharse. -Rápidamente, sin darle tiempo a hacer objeciones, explicó-: Sólo trato de enfocarlo como lo vería él. -Calló, y hasta ellos llegaron los ruidos de la ciudad: pasos en la calle, la voz de un hombre desde la ventana de un piso inferior, un televisor lejano.

– Entonces, ¿por qué los Fornari parecen sentirse culpables? -preguntó Paola finalmente.

– Quizá no sea eso lo que sienten -dijo Brunetti.

– ¿Y qué puede ser si no lo que sienten?

– Miedo.

– ¿De los gitanos? -preguntó ella, sorprendida-. ¿De una especie de vendetta? -Su tono indicaba incredulidad-. Pero, por lo que has dicho, nadie, excepto la madre y el hermano, parecía muy apenado por lo ocurrido.

– Miedo de los gitanos, no -dijo Brunetti, preguntándose dónde había estado su mujer durante tantos años.

– ¿Pues de quién? -preguntó ella, sin verlo todavía.

– Del Estado. De la policía. De ser acusados y verse atrapados en el mecanismo de la justicia.

¿Qué mayor temor puede asaltar al ciudadano? Ser víctima de un robo no es nada, comparado con eso.

– Es que ellos no han hecho nada. Dices que comprobaste su declaración, que cuando llegaron a casa la niña ya había muerto. Y el padre estaba en Rusia realmente.

– No temen por sí mismos -dijo Brunetti-, sino por la hija, por lo que pudiera haber visto y no haberles dicho y que ellos no dijeron a la policía, o por lo que ella pudiera haber visto hacer a su novio. -Decidió confiarle también esta otra idea-: O lo que pudiera haber hecho ella.

La oyó aspirar bruscamente.

– Pero el niño habló del hombre tigre, no de una muchacha -dijo ella.

– Es sólo un niño, Paola. Probablemente, escapó corriendo al oír salir a alguien del dormitorio. Y dejó allí a su hermana. -Brunetti se puso en pie-. Razón de más para que se sienta culpable y razón de más para decir que el responsable fue otro. -No le satisfacía la explicación, pero se limitó a decir-: Me parece que ahora lo que más me gustaría es acostarme.

– ¿Dejándolo así? -preguntó ella, escandalizada.

– Esto no es una de tus novelas, en las que, en el último capítulo, los personajes se reúnen en la biblioteca y todo queda perfectamente explicado.

– Los libros que yo leo no son así -se indignó ella.

– La vida tampoco -dijo Brunetti extendiendo la mano para ayudarla a levantarse.

Dos días después Ariana Rocich era enterrada en San Michele, en una tumba pagada por la comune de Venecia. Nadie sabía cuál era la religión de la niña, y el funcionariado decidió darle sepultura cristiana. Brunetti y Vianello asistieron al entierro y enviaron sendas coronas, las únicas flores que llevaba el féretro.

El padre Antonin Scallon, capellán del hospital, leyó el responso ante la fosa. El roquete se confundía con las blancas rosas de las coronas. La ceremonia se celebraba en un lugar del cementerio alejado de la tumba de la madre de Brunetti, pero los árboles eran iguales.

Las flores habían caído y en la hierba no quedaba rastro de ellas, pero las ramas estaban cubiertas de brotes verdes que pronto se convertirían en las primeras hojas de la estación, y los pájaros iban y venían, atareados con sus preparativos.

El sacerdote terminó el rezo y se volvió hacia los dos hombres: no había acudido nadie más. Alzó la mano e hizo la señal de la cruz sobre la tumba, luego sobre el féretro y por último bendijo también a los dos hombres que acompañaban a la difunta en este día. Cuando el sacerdote bajó la mano, los sepultureros se acercaron desde el otro lado de la tumba y asieron las cuerdas.

Vianello dio media vuelta y se alejó por el sendero que daba a la explanada y al portone del imbarcadero. El padre Antonin cerró el libro, alzó la mano sobre el féretro que los dos hombres deslizaban hacia la tumba e hizo una señal, medio despedida, medio bendición, antes de volverse de espaldas.

Brunetti se acercó y le puso la mano en el brazo.

– Gracias, padre -dijo e, inclinándose, lo besó en las mejillas. Cogidos del brazo se alejaron, de regreso a la ciudad.

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