CAPÍTULO 26

Brunetti no tuvo que esperar mucho la llamada del dottor Calfi: el teléfono sonó sólo unos minutos después de que Vianello volviera a la sala de guardia. Brunetti levantó el teléfono y contestó dando su apellido.

– Comisario, soy Edoardo Calfi. Usted me ha pedido que le llamara. -La voz era atiplada; y el acento, lombardo, quizá milanés.

– Muchas gracias por llamar, dottore. Como le decía en mi mensaje, deseo hacerle unas preguntas acerca de unos pacientes suyos.

– ¿Qué pacientes?

– Una familia conocida como Rocich -dijo Brunetti-. Son nómadas que viven en el campamento que está cerca de Dolo.

– Sé quiénes son -dijo el médico ásperamente, y Brunetti empezó a pensar que la llamada iba a ser un fracaso. La impresión se acentuó cuando Calfi agregó-: Y no es una familia «conocida como» Rocich, comisario: es su apellido.

– Bien -dijo Brunetti, esforzándose por mantener la voz serena y afable-. ¿Podría decirme qué miembros de la familia son pacientes suyos?

– Antes me gustaría saber por qué me hace esta pregunta, comisario.

– Le hago esta pregunta, dottore, para ahorrar tiempo.

– Me temo que no le entiendo.

– Con una orden judicial, quizá podría conseguir la información de los archivos centrales del distrito, pero como se trata de preguntas que prefiero hacer a su médico personalmente, trato de comprobar si son pacientes suyos, para abreviar.

– Lo son.

– Gracias, dottore. ¿Podría decirme a qué miembros de la familia ha tratado?

– A todos.

– ¿Y son?

– El padre, la madre y los tres hijos -respondió el doctor, y Brunetti tuvo que dominar el impulso de decir que hacía que sonara como si hablara de los tres ositos.

– La información que necesito se refiere a la menor de las hijas, dottore.

– ¿Sí? -La voz del médico era cauta.

– ¿La ha estado tratando de alguna enfermedad venérea? -preguntó Brunetti como si se refiriera a una persona viva.

El médico no se dejó engañar.

– Comisario, leo los periódicos, y sé que Ariana ha muerto. ¿Por qué quiere saber si la había tratado -recalcó el pretérito- de esa clase de enfermedad?

– Porque en la autopsia se le apreciaron señales de gonorrea -dijo Brunetti con voz neutra.

– Sí; yo conocía el problema, y ella estaba en tratamiento.

Brunetti desistió de preguntar si, en su calidad de médico, no había considerado oportuno informar del «problema» a los servicios sociales.

– ¿Podría decirme cuánto tiempo llevaba en tratamiento?

– No creo que eso tenga que ver.

Brunetti tampoco lo creía, pero respondió:

– Podría ayudarnos en la investigación de su muerte, dottore.

– Varios meses -concedió el médico.

– Gracias -dijo Brunetti, conformándose con lo que se le daba y renunciando a pedir pormenores.

– Me gustaría decir unas palabras -empezó el médico.

– Adelante, dottore.

– Trato a esa familia desde hace casi un año, y me intereso mucho por ellos y por las dificultades que encuentran. -En este momento, Brunetti adivinó lo que iba a oír. El dottor Calfi era un cruzado, y Brunetti sabía que con los cruzados no tenía nada que hacer como no fuera escucharles, darles la razón en todo y tratar de conseguir de ellos lo que necesitaba.

– Estoy seguro de que son muchos los médicos que se interesan vivamente por sus pacientes -dijo Brunetti con una voz limpia de cualquier sentimiento que no fuera cordialidad y admiración.

– La vida no es fácil para ellos -dijo Calfi-. Nunca lo fue.

Brunetti emitió un sonido de asentimiento.

Durante los minutos que siguieron, Calfi enumeró los infortunios de la familia Rocich; por lo menos, la versión que ellos le habían dado. Todos, en uno u otro momento, habían sido víctimas de un trato brutal. Hasta la esposa había sido golpeada por la policía en Mestre, que le había dejado un ojo tumefacto y magulladuras a uno y otro lado del cuello. Los niños habían sufrido persecución en el colegio y temían volver. El propio Rocich no encontraba trabajo.

Cuando el médico terminó de hablar, Brunetti preguntó con voz emocionada y solidaria:

– ¿Cómo contrajo la niña la enfermedad, dottore?

– Fue violada -dijo Calfi con indignación, casi como si Brunetti hubiera tratado de negarlo o, de algún modo, hubiera estado involucrado en el acto-. El padre me contó que una tarde, a última hora, cuando la niña volvía andando al campamento, un hombre que conducía un coche grande se ofreció a llevarla. Por lo menos, eso le dijo ella.

– Comprendo -dijo un muy impresionado Brunetti.

– El hombre salió de la carretera y la violó -dijo Calfi, alzando la voz airadamente.

– ¿Lo denunciaron a la policía? -preguntó un Brunetti no menos indignado.

– ¿Quién iba a creerles? -preguntó a su vez Calfi, ahora en tono de amarga impotencia.

«No muchos», pensó Brunetti, pero dijo:

– Sí, probablemente tiene razón, dottore. -En el mismo tono, preguntó-: ¿La llevaron a su consultorio?

– Al cabo de unos meses -respondió el médico, que, antes de que Brunetti pudiera preguntar por qué habían tardado tanto, explicó-: A la niña le daba vergüenza lo ocurrido y no quería que la trajeran hasta que ya no fue posible seguir ocultando los síntomas.

– Comprendo, comprendo -dijo Brunetti y luego murmuró entre dientes-: Es terrible.

– Celebro que lo vea así -dijo el médico, y Brunetti tuvo que reconocer que, efectivamente, todo aquello le parecía terrible, pero quizá no del mismo modo en que se lo parecía al doctor.

– ¿Le ha ocurrido algo similar a alguno de los otros niños? -preguntó.

– ¿Qué quiere decir con lo de «similar»? -preguntó el médico secamente.

Brunetti creyó que sería prudente evitar el tema de las enfermedades de transmisión sexual y dijo:

– Violencia por parte de los habitantes de la zona. -Y entonces decidió arriesgarse-: O de la policía.

Casi le pareció sentir cómo Calfi se calmaba al oír esto.

– Alguna vez, pero la policía prefiere ejercer la violencia con las mujeres -dijo Calfi, como si hubiera olvidado que estaba hablando con un funcionario del cuerpo.

Brunetti decidió dar por terminada la conversación antes de que se complicara, y dio las gracias al médico por su ayuda y por la información facilitada.

Con un intercambio de fórmulas de cortesía, los dos hombres se despidieron.

– Violencia con las mujeres -repitió Brunetti todavía con el teléfono en la mano. Luego colgó.

Sólo le quedaban los Fornari. Comprendía que lo más prudente era dejar que Patta decidiera si era conveniente volver a hablar con ellos, o quizá fuera preferible dejarlo al criterio del juez instructor, pero Brunetti optó por considerar la visita no como un acto de investigación sino como el intento de clarificar la probabilidad de que la niña hubiera muerto al caer desde su tejado. El signor Fornari ya debía de haber regresado de Rusia y Brunetti se preguntaba si se mostraría tan exento de curiosidad como su esposa por la niña gitana hallada muerta cerca de su casa.

Mientras caminaba por Riva degli Schiavoni, obligado a sortear tanto a los transeúntes que iban en su misma dirección como a los que venían de cara, Brunetti tenía la sensación de que alguien lo observaba. De vez en cuando, se paraba a mirar la mercancía de los tenderetes del muelle, que eran cada vez más numerosos: banderines de clubes de fútbol, gondolieri, sombreros de bufón de terciopelo acolchado, ceniceros -uno de Capri- y las inevitables góndolas de plástico. Parado frente a aquellos horrores dirigía la atención hacia uno y otro lado disimuladamente. Dejó en el mostrador la góndola que tenía en la mano y dio media vuelta rápida, pero no observó ningún movimiento furtivo entre la gente que tenía a su espalda. Pensó en tomar un vaporetto: esto obligaría a su perseguidor a abandonar el intento, pero pudo más la curiosidad, y siguió andando e incluso aflojó el paso, para facilitar la persecución.

Cruzó la Piazza y bajó por la Via XXII Marzo, torció a la derecha, pasó por Antico Martini y por delante de La Fenice. Persistía la sensación de que alguien lo observaba, pero la única vez que se detuvo y se volvió para contemplar la fachada del teatro, no vio a nadie que hubiera visto antes tras de sí. Pasó delante del Ateneo y bajó hacia la casa de los Fornari.

Llamó al timbre, dio su nombre y fue invitado a subir. Cuando llegó al último piso, Brunetti vio a Orsola Vivarini en la puerta y, al acercarse, pensó durante un momento que la mujer había enviado a recibirle a una versión de sí misma con diez años más.

– Buenos días, signora. Vengo a hacerle varias preguntas más. Es decir, si no tiene inconveniente.

– Desde luego que no -dijo ella en un tono de voz demasiado alto.

Brunetti sonrió afablemente, sin denotar que hubiera observado el cambio de aspecto. Siguió a la mujer al interior del apartamento. Las flores que estaban en la mesa situada a la derecha de la puerta de entrada seguían allí, pero el agua se había evaporado y el comisario notó el primer olorcillo a podrido.

– ¿Su esposo ha regresado? -preguntó Brunetti al entrar en la habitación en la que ella lo había recibido la primera vez.

– Sí; regresó ayer -dijo ella y, volviéndose hacia su visitante, preguntó-: ¿Desea beber algo, comisario?

– No, signora, muy amable, acabo de tomar café. Muchas gracias.

Ella le señaló un sillón y Brunetti fue hacia él, pero, al ver que ella no se sentaba, permaneció de pie.

– Siéntese, por favor, comisario -dijo ella-. Avisaré a mi marido.

Él se inclinó y apoyó una mano en el respaldo del sillón. Una vez más, se acordó de su madre, y de una de sus reglas, la de que un caballero no se sienta estando de pie una señora.

Ella dio media vuelta y salió de la habitación. Brunetti se acercó a la pared del fondo, a contemplar un cuadro. Primo Potenza, pensó, de la generación de excelentes pintores que floreció en la ciudad durante la década de los cincuenta. ¿Qué se había hecho de los pintores? Al parecer, hoy en día, en las galerías todo eran instalaciones de vídeo y declaraciones políticas expresadas en cartón piedra. A uno y otro lado del cuadro, agrupadas en marcos de gran tamaño, estaban las que sin duda eran las fotos de familia. Brunetti las estudió. La estrella era la hija. Con el pelo mucho más corto, montando a caballo, practicando esquí acuático, delante de un árbol de Navidad, al lado de su madre. Años después, en verano, ya con el pelo largo, como ahora, en un muelle, con la mano apoyada en el hombro de un muchacho larguirucho, los dos en bañador, muy sonrientes y muy rubios, aunque el pelo de él, muy espeso, era más rojizo. Según la moda del momento, él tenía tatuajes de lo que parecían dibujos tribales polinesios en torno a los bíceps y las pantorrillas. A Brunetti le resultó ligeramente familiar la cara del chico y, suponiendo que era el hermano, lo atribuyó a aire de familia. La muchacha no aparecía en las dos fotos siguientes: en una, la signora Vivarini, de espaldas a la cámara, contemplaba una pintura abstracta de grandes dimensiones que Brunetti no reconoció. La mujer rodeaba con el brazo los hombros del que debía de ser el mismo muchacho. En la última foto, ella sonreía a la cámara, de la mano de un hombre de mirada franca y boca afable.

Buon giorno.

Brunetti irguió el cuerpo apartándose de las fotos y se volvió hacia la voz. El hombre que acababa de entrar -el de la foto- tenía un aspecto ligeramente descuidado, a pesar de que el traje y la corbata que llevaba parecían recién estrenados. Brunetti descubrió que el efecto se debía a las ojeras y a unos pelillos blancos que le había dejado en el mentón un mal afeitado. También el pelo, aunque bien cortado y limpio, parecía fatigado, falto de vigor para todo lo que no fuera colgar con flacidez.

El hombre sonrió y tendió la mano: el apretón era más firme que la sonrisa. Intercambiaron los nombres.

Fornari llevó a Brunetti hacia el mismo sillón y esta vez el comisario se sentó.

– Dice mi esposa que desea usted hablar del robo -empezó, cuando se hubo sentado frente a Brunetti. Sus ojos tenían el mismo azul claro que los de su hija, y Brunetti vio en sus facciones la causa de la belleza de la joven: idéntica nariz, recta y fina, dientes perfectos, labios oscuros y bien dibujados. Los ángulos de la mandíbula de ella eran más suaves, pero la fuente de su energía estaba allí.

– Sí -dijo Brunetti-. Su esposa identificó los objetos.

El hombre asintió.

– Nos gustaría aclarar las circunstancias del robo -dijo Brunetti- y tener toda la información que usted o su esposa puedan facilitarnos.

Fornari esbozó una sonrisa que se le quedó en los labios sin llegar a los ojos.

– Siento no poder decirle nada al respecto, comisario. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Fornari dijo-: Sólo sé lo que me ha contado mi esposa, que alguien consiguió entrar en el apartamento y se llevo esas cosas. -Volvió a sonreír, esta vez más afablemente-. Ustedes nos han devuelto lo que más valor tenia para nosotros -dijo inclinando la cabeza en señal de agradecimiento-. Las otras cosas, las que no se han recuperado, no importan. -En respuesta al gesto de Brunetti, aclaró-: Quiero decir que no tienen valor sentimental. Ni tampoco material. -Volvió a sonreír y añadió-: Lo digo para justificar nuestra reacción al robo. O falta de reacción.

Escuchando a Fornari, y observando cómo trataba de controlar sus facciones, a Brunetti le parecía que aquel hombre estaba haciendo un gran esfuerzo para aparentar falta de interés en aquel delito. Brunetti no podía adivinar cómo reaccionaría él al robo, ni aunque fuera temporal, de su anillo de matrimonio, pero dudaba de que lo aceptara con la augusta y filosófica serenidad que exhibía Fornari. El trabajo que le costaba mantener la calma se hacía más y más evidente a los ojos de Brunetti por el rítmico movimiento con que el índice de su mano derecha frotaba el terciopelo del brazo del sillón. Adelante y atrás, adelante y atrás, de pronto, un rectángulo y otra vez adelante y atrás.

– Lo comprendo -dijo Brunetti con soltura-. A no ser que se trate de algo realmente importante, la mayoría…, en fin -dijo con una sonrisa nerviosa, dando a entender que, en realidad, él no debería decir esto a un civil-, ni se molestan en denunciar un robo. -Se encogió de hombros, en señal de tolerancia de esta humana conducta.

– Creo que tiene usted razón, comisario -dijo Fornari como si la idea fuera nueva para él-. En nuestro caso, ni siquiera habíamos echado de menos esos objetos, y no sé lo que habríamos hecho, de haber sabido que alguien había entrado a robar.

– Comprendo -dijo Brunetti, y sonrió-. Me dijo su esposa que su hija estaba en casa aquella noche. -El índice de Fornari cesó en su vaivén y Brunetti lo vio unirse a los otros dedos y oprimir el brazo del sillón.

– Sí, eso me dijo Orsola -dijo Fornari después de una larga pausa-. Dijo que se asomó a su habitación antes de acostarse. -Fornari miró a Brunetti con una sonrisa crispada y preguntó-: ¿Tiene usted hijos, comisario?

– Sí. Dos adolescentes. Chico y chica.

– Entonces sabrá lo que cuesta perder la costumbre de ver si están en su cuarto por la noche. -La táctica de Fornari, aunque evidente, era inteligente, y el propio Brunetti la había utilizado más de una vez: buscar terreno común con el interlocutor y, desde allí, llevar la conversación hacia donde te convenga. O, mejor aún, alejarla de donde no te convenga.

Mientras Fornari hablaba, Brunetti consideraba la posibilidad de que la hija de Fornari supiera algo que su padre no quería que Brunetti averiguara. Asentía sin escuchar lo que el otro decía, aunque le pareció oírle empezar una frase con:

– Una vez, cuando Matteo era pequeño…

De pronto asaltó a Brunetti la tentación de hacer algo que sabía que le haría despreciarse a sí mismo, algo que, en realidad, se había prometido no hacer nunca y que, después de haberlo hecho, se había prometido no volver a hacer. Informadores los había en todas partes: la policía los tenía dentro de la Mafia; la Mafia los tenía en las altas esferas de la magistratura; el ejército estaba lleno de ellos, lo mismo que la industria, sin duda. Pero hasta ahora nadie se había propuesto infiltrarlos en el mundo de los adolescentes, en busca de información fidedigna. No preveía que pudiera existir peligro para sus hijos si les pedía información sobre los de Fornari, pero ¿acaso la esencia del peligro no estriba en que es imprevisible?

Cuando volvió a sintonizar con Fornari, éste estaba terminando el relato de una anécdota sobre uno de sus hijos, Brunetti no sabía cuál, pero sonrió, se levantó y tendió la mano.

– Supongo que todos son iguales, poco más o menos -dijo-. No dan importancia a las mismas cosas que nosotros. -Confiaba en que fuera una respuesta adecuada a lo que Fornari hubiera estado diciendo y, por su reacción, debía de serlo.

Se estrecharon las manos, Brunetti le dio las gracias por su atención, que pidió hiciera extensivas a su esposa, y salió del apartamento. Mientras bajaba la escalera, se preguntaba a cuál de sus hijos estaría dispuesto a convertir en espía y cómo se las apañaría con Paola cuando ella se enterara.

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