CAPÍTULO 24

Durante los dos días siguientes, Brunetti estuvo muy atareado redactando un informe sobre las tendencias de la delincuencia en el Véneto, cuyos datos utilizaría Patta en una conferencia que debía pronunciar en Roma dentro de dos meses. En lugar de endosar el trabajo de documentación a la signorina Elettra o a los hombres del departamento, Brunetti decidió hacerlo personalmente, y pasaba varias horas al día examinando archivos de la policía de todo el Véneto y cotejándolos con las cifras disponibles de otras provincias y países.

Repasando las estadísticas, tropezaba a menudo con estas cuatro palabras: zíngaros, romaníes, sinti, nómadas, grupos a los que pertenecían la mayoría de las personas arrestadas por determinados delitos. Robo, hurto, escalo: una y otra vez, los arrestados eran nómadas. A pesar de que no se hacía informe de los arrestos de menores, no era necesario ser un experto en los arcanos de la policía para leer entre líneas de las frecuentes justificaciones dadas para el uso de vehículos policiales en viajes al continente: «devolver menor a sus tutores», «acompañar menores a sus padres». Brunetti leyó un informe que aludía a un joven multirreincidente, que afirmaba tener sólo trece años, para evitar ser arrestado. A falta de documentos que acreditaran su edad, el juez ordenó que se le hicieran radiografías de todo el cuerpo, a fin de determinar su edad por el estado de los huesos.

Durante siglos, los nómadas habían conseguido mantenerse al margen de la sociedad, cualquiera que fuera el país en el que vivían. Siempre se habían ganado la vida haciendo de tratantes y adiestradores de caballos, hojalateros y hasta montadores de gemas, oficios que actualmente habían pasado a la historia. Pero ellos seguían viviendo de lo que llamaban gadje, porque, a sus ojos, el robo no era una actividad muy distinta del comercio. Durante la última guerra, su alienación les costó cara, y fueron asesinados en masa.

A medida que Brunetti recogía estadísticas de otras regiones, se iba definiendo un perfil. Escalo, robo, hurto: en estos casos, los miembros de los grupos nómadas eran arrestados en un número y con una frecuencia desproporcionados. Pero también había casos que denotaban la existencia de redes de prostitución -en Roma, se había dado uno especialmente abyecto-, en las que miembros de los clanes alquilaban menores a pederastas. Brunetti recordó el informe de la autopsia de la niña.

Por más que trataba de examinar la estadística del crimen objetivamente y en líneas generales, aquel caso concreto seguía inquietándolo, y la cara de la pequeña Ariana, tanto en carne y hueso como en las fotos que había dejado en el peldaño de la caravana, se le presentaba de improviso, sobre todo, en sueños. Sustrayéndose al insistente recuerdo, Brunetti se concentró en la tarea de tabular comparaciones del número de delitos, pero, al llegar al apartado de robo de vehículos, para el que no supo hallar un equivalente en Venecia, decidió abandonar la tarea por el momento.

«Vea si se puede hacer algo por la madre», le había dicho Patta. Brunetti no sabía qué se puede hacer por la madre de una niña de once años que ha muerto ahogada, y suponía que el vicequestore tampoco tendría ni idea. Pero Patta había dado la orden, y Brunetti la cumpliría.

El coche que lo llevaba esta vez pertenecía a la Squadra Mobile, pero también el conductor reconoció el nombre del campamento cuando Brunetti le dijo adónde quería ir.

– Sería más práctico poner una línea de autobuses, comisario -dijo el hombre, en el dialecto que había oído hablar a Brunetti. Aparentaba cuarenta y tantos años, tenía la tez clara y el gesto franco y relajado.

– ¿Y eso? -preguntó Brunetti.

– Vamos tan a menudo que somos como un servicio de taxis para sus críos.

– ¿Tanto van? -preguntó Brunetti observando que hoy los árboles estaban más cargados de flor y el verde era más intenso, más seguro de sí-. Mala cosa parece.

– No es asunto mío decir si está bien o mal, señor. Pero, con el tiempo, se te hace extraño.

– ¿Por qué?

– Es como si para ellos la ley fuera diferente que para los demás. -Aventuró una mirada de soslayo y, al ver que el comisario escuchaba con interés, prosiguió-: Yo tengo dos hijos, de seis y nueve años. ¿Imagina lo que ocurriría si me negara a dejarles ir a la escuela y si me los trajeran a casa por haberlos pillado robando? ¿Y eso seis veces? ¿Diez?

– ¿Qué sería diferente? -preguntó Brunetti, aunque se hacía una idea bastante aproximada.

– Para empezar, yo los aviaría bien -dijo el conductor con una sonrisa que indicaba que por «aviarlos» él entendía una bronca y un mes sin televisión-. Y luego me quedaría sin trabajo. Eso, seguro. O se me haría tan difícil seguir que tendría que dejarlo.

A Brunetti le pareció que el hombre exageraba, pero entonces recordó casos en los que el arresto del hijo de un policía había perjudicado gravemente la carrera del padre.

– ¿Y qué se puede hacer?

– Pues, supongo que, si no los mandan a la escuela, los servicios sociales podrían quitárselos o, quizá, enviarlos a una casa de acogida, no sé…

– ¿Y cree que eso sería justo? -preguntó Brunetti.

El conductor cambió de carril con suavidad y estuvo un rato sin hablar, atento al tráfico.

– Verá, por lo que a mí y a mi familia respecta, creo que eso sería demasiado. En serio. Buscaría la manera de impedirlo. -Se quedó pensativo y dijo-: Sí, bien mirado, quizá a esa gente tampoco le gustara que les quitaran a sus hijos. -Otro silencio y entonces-: Será que no todos debemos de querer a nuestros hijos del mismo modo, ¿eh?

– Supongo que no.

– ¿Y los chicos? ¿Qué saben ellos de las cosas?

– ¿A qué se refiere? -dijo Brunetti.

– Lo que tienen es lo normal, ¿no? Quiero decir, normal para ellos. Lo único que los chicos saben de la familia es lo que ven a su alrededor. Eso es lo normal. Normal para ellos. -Dio a Brunetti tiempo de pensar y añadió-: Cuando los acompaño, se nota que los chicos quieren a su familia.

– ¿Y los padres?

– También quieren a sus hijos. Por lo menos, las madres. Eso se nota.

– ¿A pesar de que se los lleva la policía? -preguntó Brunetti.

El conductor se rió, como si le sorprendiera la pregunta.

– Eso a ellos no les importa, señor. Están contentos y los chicos también. -Lanzó una mirada a Brunetti por el espejo-. La familia siempre es la familia, ¿verdad, señor?

– Supongo que sí -dijo Brunetti-. De todos modos, si la policía le llevara a casa a sus hijos…

– Para empezar, eso no podría ocurrir. Mis hijos están en el colegio y, si no estuvieran, nosotros lo sabríamos. -Cambiando de tema bruscamente, el conductor dijo-: Yo no tengo estudios, señor, y aquí me tiene, conduciendo un coche de la policía para ganarme la vida.

– ¿No le gusta lo que hace? -preguntó Brunetti, sin saber bien cómo se había pasado de un tema a otro.

– No es que no me guste, comisario. En ocasiones como ésta, cuando puedo hablar con personas…, en fin, personas que me hablan como si yo fuera alguien, me gusta. Pero, ¿qué vida es ésta para un hombre? Llevar a la gente de un lado al otro, sabiendo que esa otra gente será siempre más importante que yo. Soy agente de policía, sí, llevo uniforme y pistola, pero lo único que voy a hacer es conducir este coche. Hasta que me jubile.

– ¿Por eso cree que es importante que sus hijos vayan a la escuela? -preguntó Brunetti.

– Exactamente. Allí reciben una educación, ellos podrán hacer algo en la vida. -Puso el intermitente y viró por la rampa de salida de la autostrada. Miró un momento a Brunetti y dijo-: Eso es lo que importa, ¿no?, que nuestros hijos puedan tener una vida mejor que la nuestra.

– Confiemos en que así sea, ¿eh?

– Sí, señor.

El agente sacó el coche de la autostrada, paró en un stop, miró a uno y otro lado y giró a la izquierda. A causa del tráfico en sentido contrario, o quizá porque ya había dicho todo lo que tenía que decir, el hombre enmudeció y Brunetti dirigió la atención al paisaje. Le era difícil comprender cómo podían los automovilistas encontrar su punto de destino. Eran tantas las cosas que, podían cambiar: los árboles y las flores brotaban y morían, los campos se araban o se segaban, los coches aparcados cambiaban de sitio. Y, si uno se perdía, era difícil pararse y, más aún, tratar de volver por donde había venido. Y, encima, la constante tensión del tráfico, con coches por todas partes, zumbando como insectos.

Tomaron otra curva. Brunetti miraba a uno y otro lado sin reconocer el sitio. Las casas desaparecieron y el mundo se tornó verde.

Al fin, el coche se detuvo frente a la verja del campamento. El conductor se apeó, la abrió, volvió al coche, cruzaron, bajó de nuevo y cerró. Si se abría con tanta facilidad, ¿de qué servía?

Dos hombres estaban sentados en la escalera de una caravana y otros tres miraban bajo el capó de un coche. Ninguno se dio por enterado de la llegada del coche de la policía, pero Brunetti observó que se habían quedado quietos como por ensalmo.

Brunetti se apeó y con una seña indicó al conductor que se quedara dentro. Se acercó a los tres hombres.

Buon giorno, signori -dijo. Uno tras otro, ellos lo miraron y volvieron a inclinarse sobre las vísceras del coche. Uno dijo algo señalando una botella de plástico que tenía un tubo insertado a través de un tapón rojo, extendió el brazo y la golpeó con el dedo, haciendo temblar el líquido que contenía. Los otros dos comentaron la acción de su compañero.

Los tres hombres irguieron el cuerpo y, como si hubieran ensayado la maniobra, se apartaron del coche simultáneamente y se dirigieron hacia las caravanas. Al cabo de un momento, Brunetti se acercó a los dos hombres que estaban sentados en la escalera. Ellos lo miraron y enseguida volvieron la cara.

Buon giorno, signori -los saludó él.

– No italiano -dijo uno, sonriendo a su amigo.

Brunetti volvió al coche de la policía. El conductor bajó el cristal y miró a Brunetti.

– ¿Sabe usted mucho de coches? -preguntó el comisario.

– Sí, señor.

– ¿Alguna irregularidad en esos coches? Me refiero a infracciones -puntualizó Brunetti señalando con la barbilla el semicírculo de vehículos que tenían delante.

El conductor se apeó. Dio dos pasos hacia los coches y los miró despacio.

– Dos tienen rotas las luces de posición traseras -dijo volviéndose hacia Brunetti-. Y los neumáticos de otros tres están prácticamente lisos. -El hombre miró a Brunetti y preguntó-: ¿Quiere más?

– Sí.

El conductor fue hasta los coches e hizo un meticuloso examen de cada uno de ellos, comprobando si los asientos traseros tenían cinturón, si los faros estaban enteros y si llevaban en lugar visible la tarjeta verde del seguro. Después volvió a donde estaba Brunetti y dijo:

– Dos no pueden circular legalmente. Uno está casi sin neumáticos y dos llevan tarjetas del seguro de hace más de tres años.

– ¿Es suficiente para que se los lleve la grúa?

– No estoy seguro, comisario. Nunca he estado en Tráfico. -Miró los coches y añadió-: Quizá sí.

– Veremos lo que se puede hacer. ¿Quién tiene jurisdicción aquí?

– La provincia de Treviso.

– Bien.

Brunetti había reflexionado con frecuencia en el significado de lo que se había dado en llamar el Activo de una persona, expresión que, generalmente, abarca los bienes inmuebles, valores, dinero y otras propiedades, es decir, cosas que uno puede ver, contar y tocar. Que él supiera, la expresión no se utilizaba para designar intangibles tales como la buena o la mala voluntad que acompañan a una persona a lo largo de la vida, el amor que da y que recibe, ni los favores que se le deben, que, en este caso concreto, eran lo que contaba.

El comisario, cuyo patrimonio económico podía cuantificarse fácilmente, disponía de vastos recursos de otro orden: ahora mismo, sin ir más lejos, podía contar con un antiguo compañero de universidad que en la actualidad era vicequestore de Treviso, por orden de quien, al cabo de treinta minutos, llegaban a la verja del campamento nómada tres grúas de la policía de Tráfico.

El conductor de Brunetti abrió la verja y las grúas entraron. De la primera saltó a tierra un agente uniformado que, sin mirar a Brunetti ni a su conductor, se acercó al primero de los tres coches denunciados. El agente introdujo el número de matrícula en un ordenador portátil, esperó que la respuesta apareciera en la pantalla y tecleó más información. Al cabo de un momento, el ordenador escupió una pequeña hoja blanca que el agente puso debajo del limpiaparabrisas del coche. Luego repitió el proceso con otros dos coches y, cuando hubo terminado, hizo una seña con la mano a los conductores de las grúas.

Con una precisión que Brunetti no pudo menos que admirar, los camiones se situaron delante de los coches, dieron media vuelta e hicieron marcha atrás. Con movimientos tan sincronizados como el de los tres nómadas al apartarse del capó, los conductores engancharon los coches y volvieron a los camiones. El agente saludó a Brunetti, volvió a subir a la cabina del primer camión y cerró la puerta con un golpe seco. Los motores de los camiones zumbaron en un tono más agudo. Lentamente, la parte delantera de los coches se elevó, las grúas se pusieron en fila y salieron por la verja remolcando cada una un coche. Una vez fuera, pararon y el agente se apeó y cerró la verja. Las grúas se alejaron. La operación no había durado ni cinco minutos.

El conductor de Brunetti volvió a sentarse al volante, pero Brunetti se quedó de pie delante del coche. Al cabo de unos minutos, el que parecía el jefe del campamento abrió la puerta de la caravana y bajó la escalera. Brunetti dio unos pasos a su encuentro. Tanovic se detuvo a un metro de él.

– ¿Por qué hace eso? -preguntó agriamente señalando con un brusco movimiento de la cabeza el vacío que habían dejado los coches.

– No quiero que corran riesgos -dijo Brunetti. Y, antes de que el otro pudiera hablar, añadió-: Es peligroso desobedecer ciertas leyes.

– ¿Qué leyes desobedecemos? -preguntó el hombre con voz cargada de indignación.

– Hay que tener seguro para llevar coche -explicó Brunetti-. Y faros y cinturón de seguridad. No hacen lo que manda la policía.

– No tenían que llevarse coches -dijo el hombre con otra sacudida de la cabeza.

– Usted está aquí ahora, ¿verdad? -preguntó Brunetti-. Hablando conmigo.

El hombre agrandó los ojos al oír esto, como si él prefiriese jugar a ver quién era el más fuerte, sin hablar de las jugadas.

– Yo vengo otro rato -dijo-. Tengo trabajo ahora.

– Yo no tengo tiempo que perder -dijo Brunetti con una voz muy desagradable-. Usted me hace perder tiempo. Yo le hago perder tiempo.

El hombre no quería entrar a discutir eso.

– ¿Qué quiere?

– Hablar con signor y signora Rocich.

El hombre miraba a Brunetti como si aún esperan la respuesta a su pregunta.

Brunetti esperaba a que el otro hablara. Al entrar había visto el Mercedes azul con el guardabarros abollado. Esperó un poco más, suspiró y dio media vuelta. Se acercó al coche de la policía, se inclinó hacia la ventanilla y dijo al conductor en voz lo bastante alta como par a que el otro hombre lo oyera:

– Llame otra vez a Treviso, por favor.

– Espere, espere -oyó decir a Tanovic a su espalda-. Ya viene.

Brunetti enderezó el cuerpo. El otro se acercó a la caravana de la que había salido Rocich la última vez y golpeó con el pie el primer peldaño una, dos, tres veces. Luego retrocedió dos pasos. Brunetti se situó a su lado, el hombre sacó un telefonino del bolsillo de su chaqueta de cuero y marcó un número. Brunetti oyó sonar un teléfono dos veces y responder una voz con una palabra, en un grito. El hombre contestó con dos palabras y cortó. Se volvió hacia Brunetti con una sonrisa cargada de malicia, presentando esta acción como su jugada en la partida que pudieran tener entablada.

Se abrió la puerta de la caravana de Rocich y apareció el hombre fornido. Bajó la escalera y, al llegar abajo, se paró. Brunetti percibió la rabia que emanaba de él como el calor irradia de un horno. Pero no se le notaba en la cara, que estaba tan impenetrable como la otra vez.

Se acercó dos pasos y preguntó algo al otro hombre, que respondió con unas palabras rápidas. Rocich empezó a protestar, o eso creyó Brunetti, pero Tanovic le cortó. La discusión continuó, y Brunetti, que aparentaba no prestarle atención y en realidad sólo podía seguirla por los ademanes y los altibajos de los tonos de voz de los dos hombres, advertía el creciente furor de Rocich.

El comisario cruzó los brazos y extendió sobre sus facciones una expresión de aburrimiento infinito. Se apartó de los hombres y dejó vagar la mirada por la cima de la colina y, sin bajar la cabeza, lanzó una ojeada a la caravana en la que, de nuevo, detectó movimiento, esta vez, detrás de las dos ventanas, que tenía a pocos metros de distancia. Volvió la cabeza hacia el otro lado, mirando a la carretera que discurría frente al campamento, frunció los labios con impaciencia y volvió a mirar rápidamente a la caravana, en la que ahora distinguió lo que parecían dos cabezas en las ventanas.

Tanovic volvió a su caravana. Subió la escalera, entró y cerró la puerta con suavidad, dejando a Brunetti y a Rocich frente a frente.

Signor Rocich, lamento la muerte de su hija. -El hombre escupió al suelo, pero antes volvió la cara hacia un lado-. Yo la encontré en el canal y la saqué del agua -dijo Brunetti, como si esperase que esto pudiera crear un vínculo con aquel hombre, aunque sabía que era imposible.

– ¿Qué quiere, dinero? -preguntó Rocich.

– No; quiero saber qué estaba haciendo su hija en Venecia aquella noche.

El hombre se encogió de hombros.

– ¿Usted sabía que ella estaba allí?

Rocich repitió el gesto.

Signor Rocich, ¿su hija estaba sola?

La diferencia de estatura obligó al hombre a levantar la cabeza para mirar a los ojos al policía. Y, cuando sus miradas se cruzaron, Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para dominar el impulso de dar un paso atrás, a fin de zafarse del furor casi incandescente que despedía aquel hombre. Brunetti había visto reaccionar con rabia a la gente ante la muerte de un ser querido, pero esto era diferente, porque la rabia estaba dirigida al propio Brunetti y no al destino que había acabado con la vida de la niña.

Él había dicho al jefe que deseaba hablar con el signor y la signora Rocich, pero ahora comprendía que cualquier intento de hablar con la mujer, cualquier señal de interés por ella podía provocar una reacción que Brunetti prefería no imaginar.

El hombre volvió a escupir en el suelo y luego bajó la mirada, como para ver cuánto había conseguido acercarse al zapato de Brunetti. Mientras Rocich miraba al suelo, Brunetti volvió los ojos audazmente hacia la caravana en la que ahora, detrás de la puerta, se veía media cara de mujer.

Brunetti preguntó, alzando la voz:

– ¿Tienen ustedes médico?

Evidentemente, la pregunta desconcertó a Rocich, que dijo:

– ¿Qué?

– Médico. ¿Tienen médico?

– ¿Por qué pregunta?

Brunetti adoptó un aire de irritada paciencia.

– Porque quiero saberlo. Quiero saber si tienen médico, si tienen médico de familia. -De nuevo la palabra «familia» se deslizaba en la conversación y en su pensamiento. Antes de que Rocich pudiera negarlo, Brunetti dijo-: Hay fichas, signor Rocich, pero no quiero perder más tiempo buscándolas.

– Calfi, médico de todos -respondió Rocich abarcando el campamento con un ademán.

Brunetti se tomó la innecesaria molestia de sacar la libreta y anotar el nombre del médico.

Rocich no podía dejarlo así.

– ¿Por qué quiere saber?

– Su hija estaba enferma -dijo el comisario. Y era verdad-. Y el médico de la policía quiere ver los análisis de sangre de todos ustedes.

Brunetti se preguntaba en qué medida Rocich había entendido sus palabras. Al parecer, lo suficiente para inquirir:

– ¿Por qué?

– Porque cuando compruebe los tipos de sangre, sabrá quién le contagió la enfermedad -mintió Brunetti.

La reacción de Rocich fue instintiva. Abrió mucho los ojos y volvió la cabeza rápidamente hacia la caravana, pero ya no había nadie en la puerta ni en las ventanas, como si estuviera vacía. Cuando el nómada miró de nuevo a Brunetti, su cara era inexpresiva.

– No entiendo -dijo.

– No importa si lo entiende o no -dijo Brunetti-. Pero queremos comprobarlo.

Rocich dio media vuelta, subió las escaleras de la caravana, entró y cerró la puerta. Brunetti dijo al conductor que lo llevara de vuelta a piazzale Roma.

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