Los cuatro bajaron la escalera y salieron a la calle sin decir palabra. Se dirigieron a San Giacomo dell'Orio y cruzaron el campo. Cuando entraban en la callejuela que los llevaría a Rialto, Brunetti vio a Paola, que iba delante, mirar por encima del hombro, como para cerciorarse de que no venía detrás ninguna de las personas que habían asistido a la reunión. Al no ver a nadie, se paró, dio media vuelta y se acercó a Brunetti. Inclinó la cabeza, apoyando la frente en el pecho de él. Con la voz ahogada por la tela de la chaqueta, dijo:
– Yo soy la única que puede desear hacerme a mí misma el bien de echarme alcohol en el cuerpo. Si no me hago ese bien ahora mismo, me volveré loca. Si no tomo un trago, desfalleceré y pereceré.
Una impávida Nadia oprimió el hombro de Paola en ademán de consuelo.
– También yo deseo ese bien -dijo, y a Brunetti-: Y tú puedes hacer una obra de misericordia salvando la vida de esta mujer, y la mía, con una copa.
– Prosecco? -sugirió él.
– El cielo te lo compensará -asintió Nadia.
Brunetti estaba sorprendido. Hacía años que conocía a Nadia, casi los mismos que a Vianello. Pero el trato había sido superficial: unas frases al teléfono cuando él llamaba al marido y alguna que otra demanda de información sobre personas a las que ella podía conocer. Pero nunca había visto en ella a la persona, al ser individual, dotado de mente, espíritu y, al parecer, sentido del humor. Por más que ahora lo violentara reconocerlo, aun ante sí mismo, para él, Nadia había sido un apéndice de Vianello.
Brunetti sabía que, de vez en cuando, Paola la llamaba y salían a tomar café o a dar un paseo, pero nunca le decía de qué hablaban, o él nunca preguntaba. Y ahora, al cabo de tantos años, Nadia era una desconocida.
En lugar de ahondar en esas reflexiones, Brunetti los llevó a un bar situado a mano izquierda y pidió al camarero prosecco para cuatro. Cuando llegó el vino, prescindiendo de brindis, bebieron y dejaron las copas en el mostrador con suspiros de alivio.
– ¿Y bien? -preguntó Vianello, y nadie imaginó que la pregunta se refería a la calidad del vino.
– Todo muy balsámico -dijo Paola-, muy sentido y beatífico.
– Positivo y reconfortante -agregó Nadia-. No ha criticado a nadie, no ha hablado del pecado y sus consecuencias. Todo muy elevado.
– Dickens tiene un predicador -dijo Paola-, en Casa desolada, me parece. -Cerró los ojos de un modo que a Brunetti le era familiar de antiguo. Casi le parecía verla buscar en los miles de páginas almacenadas en su memoria. Ella abrió los ojos-. Ahora no recuerdo el nombre, pero lo que importa es que tiene subyugada a la esposa de Snagsby, el letrado, por lo que es invitado permanente en su mesa, donde no hace más que verter perogrulladas y hacer preguntas retóricas sobre la virtud y la religión. El pobre Snagsby no desea otra cosa que clavarle una estaca en el corazón, pero su mujer lo tiene tan dominado que ni siquiera se ha dado cuenta de ese deseo.
– ¿Y? -preguntó Brunetti, curioso por averiguar por qué Paola los había llevado a todos a cenar con el tal Snagsby, quienquiera que fuese.
– Existe cierto parecido genérico entre él y el hombre al que acabamos de escuchar, el hermano Leonardo, si realmente se llama así -respondió Paola, y Brunetti recordó que ni la signora Sambo ni ninguno de los presentes había mencionado el nombre del orador en toda la sesión-. Nada de lo que ha dicho es excepcional, son los mismos lugares comunes que puedes leer en los editoriales de Famiglia Cristiana -prosiguió Paola, y Brunetti se preguntó desde cuándo leía ella esta revista-. Pero son las cosas que le gusta oír a la gente, desde luego.
– ¿Por qué? -preguntó Vianello, que miró al camarero señalando las cuatro copas.
– Porque no les obligan a hacer algo -respondió Paola-. Sólo tienen que «sentir» el bien, y eso les hace suponerse acreedores al mérito de haber hecho algo. -Su voz se impregnó de desdén al añadir-: Es tan terriblemente americano.
– ¿Por qué americano? -preguntó Nadia alargando la mano hacia una de las nuevas copas que el camarero había dejado en el mostrador.
– Porque esa gente piensa que basta con sentir las cosas. Han llegado a creer que es más importante sentir que hacer, o que viene a ser lo mismo, o, en todo caso, que tan encomiable es lo uno como lo otro. ¿Qué ha dicho siempre ese fantasma de Presidente que tienen ahora? «Siento vuestro dolor.» Como si eso sirviera de algo. Hasta un cerdo se moriría de asco. -Paola tomó su copa y bebió un buen trago-. Lo único que necesitas es tener buenos sentimientos -prosiguió-. Porque los sentimientos están de moda. Y ya puedes presumir de sensibilidad. Así no tienes que «hacer» nada. Sólo exhibir tus preciosos sentimientos y la gente se romperá las manos aplaudiéndote y alabándote por tener los mismos sentimientos que tiene cualquier criatura normal.
Brunetti rara vez había visto a Paola reaccionar con tanta vehemencia.
– Bueno, bueno -dijo en tono apaciguador, tomando un sorbo de prosecco.
Ella volvió la cabeza vivamente con ojos de sorpresa. Pero entonces él la vio recapacitar y tomar otro buen trago antes de decir:
– Debe de haberme afectado el estar expuesta a tanta bondad -dijo-. Esa bondad se me sube a la cabeza y hace aflorar lo peor de mi carácter.
Todos rieron y la conversación se hizo general.
– A mí me pone nerviosa que la gente no use palabras concretas al hablar -dijo Nadia.
– Por eso nunca escucha a los políticos -dijo Vianello rodeándola con el brazo y atrayéndola hacia sí.
– ¿Es así como la seduces, Lorenzo? -preguntó Paola-. ¿Le lees una lista de palabras cada mañana?
Brunetti miró a Vianello, que dijo:
– Yo tampoco soy un gran admirador de los predicadores, y menos de los que procuran que lo que te dicen no suene a sermón.
– Pero él no predicaba, ¿verdad? -preguntó Nadia-. En realidad no.
– No -dijo Brunetti-. En absoluto. Pero me parece que no deberíamos olvidar que estaba viendo a cuatro personas desconocidas, y quizá por eso ha decidido mantenerse en un tono suave y general hasta averiguar quiénes éramos.
– ¿Y soy yo la que pasa por tener una pobre opinión de la naturaleza humana? -preguntó Paola.
– Es sólo una posibilidad -dijo Brunetti-. Me han dicho que después de la charla suele haber una colecta o, por lo menos, la gente le entrega sobres, pero esta noche no ha sido así.
– Por lo menos, mientras estábamos allí nosotros -dijo Nadia.
– Cierto -reconoció Brunetti.
– ¿Qué hacemos entonces? -preguntó Paola. Y, mirando a Brunetti, añadió-: Si me pides que vuelva, nuestro matrimonio podría estar en peligro.
– ¿Peligro, peligro? -preguntó él.
Brunetti la vio fruncir los labios mientras meditaba la respuesta.
– No tanto, supongo -admitió ella finalmente-. Aunque quizá la idea de volver me hiciera beberme a media tarde el jerez de cocinar.
– Eso ya lo haces -dijo él poniendo fin a la discusión acerca del hermano Leonardo.