CAPÍTULO 13

– La gente no pierde niños -dijo Paola aquella noche antes de la cena cuando él le contó los sucesos del día-. Extravían las llaves o el telefonino, pierden la cartera, o se la roban, pero no pierden a sus hijos, y menos si sólo tienen diez años. -Calló, mirando la cebolla que tenía preparada en la tabla de picar y añadió-: No puedo entenderlo, en serio. A menos que sea como en ese pasaje del evangelio de Lucas, en el que Jesús va a Jerusalén con sus padres y al regreso ellos lo pierden.

Santo Dios, esta mujer era capaz de leer cualquier cosa.

– Al cabo de tres días -prosiguió ella pelando y empezando a picar la cebolla-, lo encuentran en el templo, discutiendo con los doctores de la Ley.

– ¿Y piensas que con esta niña puede haber ocurrido algo así?

– No -respondió ella dejando el cuchillo y volviéndose a mirarlo-. Creo que prefiero no pensar en la alternativa.

– ¿Que la han matado?

Paola se agachó a sacar una sartén del armario.

– Perdona, Guido, pero no puedo hablar de esto. Por lo menos, en este momento.

– ¿Puedo ayudar? -preguntó él, esperando que ella dijera que no.

– Ponme una copa de vino y vete a leer -dijo Paola, y eso hizo él.

Meses atrás, Brunetti, espoleado por las diatribas de su esposa contra el teatro y el cine contemporáneos, que ella tachaba de franca basura, se puso a releer a los dramaturgos griegos. Al fin y al cabo, ellos fueron los padres del teatro, lo que quizá los convertía en abuelos del cine, aunque le dolía formular contra ellos semejante acusación.

Había empezado por Lisístrata -elección que Paola había aplaudido calurosamente- y seguido con la Orestíada, que le había dejado el mal sabor de boca de comprobar que ya dos mil años atrás nadie parecía capaz de comprender el significado de la justicia. Luego leyó Las nubes, con su deliciosa parodia de Sócrates, y ahora estaba con Las troyanas, en la que sin duda no se parodiaba nada ni a nadie.

Esos griegos sabían de las cosas. Sabían de la compasión y sabían más aún de la venganza. Y sabían que la diosa Fortuna danzaba sin ton ni son de un lado al otro. Y sabían que nadie es siempre afortunado.

El libro le cayó sobre el pecho y él se quedó mirando por la ventana al cielo que se oscurecía. Esta noche no podía leer lo de la muerte de Astianax, esta noche no. Cerró los ojos y la oscuridad total avivó el recuerdo de la niña muerta, el roce de la seda de su pelo en la muñeca.

Se abrió la puerta de la escalera con más ruido del que debe hacer una puerta al abrirse, y Chiara entró acompañada de su estrépito habitual. Brunetti no comprendía cómo una niña de aspecto tan delicado podía generar tanto ruido. Tropezaba con los muebles, golpeaba la mesa al dejar los libros, volvía las páginas de los libros con el tableteo de una moto scooter y siempre conseguía tintinear en el plato con el cuchillo y el tenedor.

Oyó que se paraba en la puerta y le gritó:

Ciao, angelo mio.

Ella golpeó varias veces la pared con la mano y, finalmente, se encendió la luz del rincón.

Ciao, papà. ¿Te escondes de la mamma?

Él la vio en la puerta, una versión reducida de Paola, aunque, de pronto, no parecía tan reducida. ¿Cuándo había crecido esos centímetros y por qué no lo había notado él?

– No; estaba leyendo.

– ¿A oscuras? Qué hábil.

– Verás -explicó él-, estaba leyendo y luego me he puesto a pensar en lo que había leído.

– ¿Como dicen en la escuela que debemos hacer? -preguntó ella con aire inocente, acercándose y dejándose caer en el sofá, a su lado.

– ¿Supongo que lo preguntas en broma? -dijo él ladeando el cuerpo para darle un beso.

Ella se rió.

– Claro que es broma. ¿Para qué vas a leer si no para pensar en lo que lees? -Se recostó en el sofá y puso los pies en la mesita, al lado de los de él, haciéndolos oscilar de un lado al otro-. Pero los profes siempre están con lo mismo: «Reflexionad sobre la lectura. Estos libros deben serviros de ejemplo en la vida, para mejorarla y enriquecerla.» -Ahuecaba la voz que había perdido su cadencia veneciana para pasar a un toscano tan puro que, al oírlo, el mismo Dante hubiera aplaudido.

– ¿Y no es así?

– Tú dime cómo puede mejorar y enriquecer mi vida el libro de mates y yo te prometo quitar ahora mismo los pies de la mesa y no volver a ponerlos jamás. -Golpeó con el pie izquierdo el derecho de su padre varias veces, para recordarle la norma de Paola sobre los pies y las mesas.

– Supongo que los profesores hablan en general -empezó Brunetti.

– Eso dices siempre cuando quieres defenderlos.

– ¿Sobre todo cuando dicen una estupidez?

– Sí. Generalmente.

– ¿Dicen muchas estupideces los profesores?

Ella tardó en responder.

– No; me parece que no. La peor es la professoressa Manfredi, diría yo. -Era la de Historia, cuyas observaciones eran muy comentadas en la mesa de los Brunetti-. Pero todos sabemos que es de la Lega, y que lo único que espera de nosotros es que nos hagamos mayores de edad y votemos a favor de separarnos del resto de Italia y echar a todos los extranjeros.

– ¿Alguien presta atención a lo que dice?

– No, ni siquiera los hijos de los que votan Lega. -Chiara reflexionó un momento y agregó-: Piero Raffardi la vio un día con su marido, en unos almacenes, comprando un traje para él. El marido es un tipo bajito, bigotudo y cascarrabias que no hacía más que quejarse de lo caro que era cada traje que se probaba. Piero estaba en la cabina de al lado y, al darse cuenta de quienes eran los que hablaban, decidió quedarse a escuchar.

Brunetti imaginó la alegría del alumno al poder espiar a una profesora, y nada menos que a la Manfredi, el coco de la clase.

Chiara miró a su padre.

– ¿No vas a decir que espiar es feo? -preguntó.

– Eso ya lo sabes, no hace falta que yo te lo diga -respondió él con calma-. Aunque, dadas las circunstancias, supongo que debió de ser algo irresistible.

Se hizo un silencio, roto por los sonidos que llegaban de la cocina.

– ¿Cómo es que tú y mamá nunca nos decís lo que está bien o mal? -preguntó Chiara de pronto.

El tono de la pregunta no permitía a Brunetti adivinar su calado. Finalmente, respondió:

– Me parece que sí os lo enseñamos.

– Pues a mí no me lo parece -replicó ella-. La única vez que se lo pregunté a mamá, me citó una frase de esa estúpida Casa desolada: «Él sabe que una escoba es una escoba, y sabe que no vale mentir.» ¿Qué demonios quiere decir?

Brunetti no dejaba de admirarse de estar casado con una mujer cuyo código moral se nutría de la novela inglesa. Pero, optando por ahorrar a su hija esta reflexión, respondió:

– Supongo que quiere decir que debes hacer tu trabajo, sea el que sea, y no mentir.

– Sí, pero ¿y toda esa historia de no matar, ni desear la mujer del prójimo?

Él se hundió un poco más en el sofá mientras meditaba la respuesta.

– Bien, una forma de planteártelo es ver en todas esas cosas, esas diez cosas, ejemplos concretos del principio general.

– ¿Te refieres al principio básico de Dickens? -preguntó Chiara riendo.

– Podrías llamarlo así, imagino -admitió Brunetti-. Si haces tu trabajo, no es fácil que quieras matar al prójimo y, en tu caso, dudo de que pierdas el tiempo deseando a su mujer.

– ¿Es que no puedes hablar en serio, papá? -dijo ella en tono suplicante.

– No cuando tengo hambre -dijo Brunetti levantándose.

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