CAPÍTULO 15

El regocijo que normalmente habría provocado en Brunetti la revelación de la relación de la signorina Elettra con el clero quedó ahogado en el recuerdo de la niña aún sin identificar. Desde hacía tiempo, Brunetti veía en la muerte de los jóvenes el robo de años, décadas, generaciones. De cada vida joven que era destruida deliberadamente, ya fuera por el crimen o por una de las muchas guerras inútiles de este mundo, él contaba los años perdidos. Su propio Gobierno había robado siglos; otros habían robado milenios, suprimiendo las alegrías que esos jóvenes podrían y deberían haber conocido. Aunque la vida les hubiera deparado también angustia y sufrimiento, habría sido vida, no el vacío que Brunetti veía abrirse después de la muerte.

Volvió a su despacho y, para distraer la espera del resultado de la autopsia, leyó más despacio los tres diarios que había comprado. Al levantar la mirada de la última página del tercero, sólo pensaba en los sesenta o más años robados a la niña que Vianello había sacado del agua.

Brunetti dobló el último periódico y lo puso encima de los otros dos que había dejado a un lado. Con la yema del dedo empujó unas motas de polvo hasta el borde de la mesa, como para hacerlas caer al suelo. Quizá tropezó, cayó al canal y se ahogó porque no sabía nadar. Aun así, como decía Paola, uno no extravía a una criatura. Esto no era una película de bebé abandonado en una bolsa de viaje en los lavabos de la estación Victoria. Esto era un caso real de una niña desaparecida pero a la que nadie echaba de menos.

Sonó el teléfono.

– Me ha parecido que debía llamarle -oyó decir a Rizzardi cuando contestó-. Le enviaré el informe, pero seguramente querrá que se lo adelante.

– Gracias -dijo Brunetti y, sin poder contenerse, añadió-: No me la quito de la cabeza.

El médico se limitó a lanzar un sonido de asentimiento, sin dejar traslucir si sentía lo mismo.

Brunetti se acercó un papel.

– Tendría diez u once años -empezó el forense, que se detuvo un momento, carraspeó y prosiguió-: Murió ahogada. Debía de llevar en el agua unas ocho horas. -Es decir, que debió de caer al canal alrededor de la medianoche, calculó Brunetti-. Quizá más. El agua no está a la misma temperatura que el aire y eso puede afectar al rigor mortis. He enviado a uno de mis hombres a tomar la temperatura del agua, y quizá pueda afinar más. -Otra pausa-. Prefiere no saber los detalles, ¿verdad, Guido?

– La verdad, no.

– Digamos, pues, que sobre la medianoche, hora más o menos. No puedo precisar más.

– Bien -dijo Brunetti, intrigado ya por la cautela que advertía en las palabras del médico. Comprendía que él debía preguntar, pedirle pormenores, pero pensó que sería preferible dejar que Rizzardi abordara a su manera lo que tanto parecía costarle decir.

– Hay señales… -empezó el forense, y se interrumpió para carraspear-. Hay señales de actividad sexual.

Estas palabras no tenían significado para Brunetti. Mejor dicho, tenían significado pero él no sabía exactamente cuál. No se le ocurría qué preguntar, ni cómo.

– No estoy hablando de violación, por lo menos, reciente sino…, hmm…, de actividad. No sé cómo llamarlo. Esa niña había practicado el sexo, aunque no poco antes de morir. No horas antes, ni siquiera días. Bastante antes, probablemente.

Brunetti trató de aferrarse a lo primero que le vino a la cabeza.

– ¿No sería mayor de lo que nos pareció?

– Quizá. Pero no mucho más de un año.

– Ah -dijo Brunetti, y esperó a que el forense prosiguiera. En vista de que no era así, preguntó-: ¿Qué más?

– Las marcas de las palmas de las manos. Había restos de un material rojizo. Y también debajo de las uñas. Dos estaban rotas; una de ellas, casi arrancada. Y las yemas de los dedos del pie izquierdo están erosionadas.

– ¿Y las rodillas?

– Una tiene una rozadura, con restos del mismo material, rojizo y áspero. Un poco mayor que las de las manos.

– ¿Y la otra?

– Debía de estar protegida por la falda. Hay una zona desgastada en la parte delantera.

– ¿Algo más? -preguntó Brunetti.

– Sí -dijo el forense, volviendo a carraspear-. Tenía un reloj en un bolsillo que llevaba cosido a las bragas. -Brunetti había oído hablar de esta práctica: pero, en aquel primer momento, no se le había ocurrido buscar debajo de la falda. Al cabo de unos momentos, Rizzardi añadió-: Y un anillo en la vagina. -Otro recurso del que Brunetti había oído hablar, y había desestimado-. Parece un anillo de matrimonio -dijo el forense con voz átona. Como Brunetti seguía sin hablar, agregó-: El reloj es de bolsillo. De oro.

Se hizo silencio, mientras Brunetti rectificaba rápidamente las conclusiones que había sacado basándose en el pelo rubio y los ojos claros de la niña. Esos rasgos le habían hecho pasar por alto la falda larga y el tono trigueño de la piel que había estado cubierta por la tira de la sandalia.

– ¿Gitana? -preguntó al médico.

– Ahora se dice romaní, Guido.

Brunetti sintió una punzada de irritación: comoquiera que ahora se diga, no hay derecho a echarlos al agua, por Dios.

– Hablemos del anillo y del reloj -dijo con forzada calma.

– El anillo tiene unas iniciales y una fecha, y el reloj parece antiguo. Tienes que levantar la tapa para ver la esfera.

– ¿Alguna inscripción dentro de la tapa?

– No lo he abierto. Lo saqué del bolsillo y lo metí en una bolsa de plástico. Es la norma, Guido.

– Lo sé, lo sé. Perdone, Ettore. -Brunetti dejó reposar la cólera y preguntó-: ¿Qué cree que le causó las marcas de las manos?

– Eso no es de mi competencia. Usted lo sabe.

– ¿Qué cree que le causó las marcas de las manos? -insistió Brunetti.

Rizzardi no habría contestado más pronto si hubiera estado esperando que le repitieran la pregunta.

– Las señales indican que resbaló por una superficie de terracota. El delantero de la chaqueta está rozado y le faltan dos botones. Y, como ya le he dicho, una parte de la falda también está rozada.

– ¿Entonces resbaló sobre el vientre?

– Eso parece. Al resbalar por el tejado, trataría de agarrarse a las tejas, es lo natural. Así se arañó las palmas de las manos y se rompió las uñas.

Brunetti, nuevamente, esperaba. Una parte de él quería que Rizzardi siguiera hablando de los detalles que podían denotar los movimientos de la niña al resbalar por el tejado desde una altana o terraza. No quería pensar en lo otro.

– ¿Qué pudo ocurrir? -preguntó Brunetti.

– Tampoco eso me incumbe a mí averiguarlo, Guido -protestó Rizzardi.

– Ya lo sé. Pero dígamelo.

Durante un momento, Brunetti temió haberse propasado y pensó que Rizzardi podía colgarle el teléfono, pero entonces le oyó decir:

– Es simple suposición, pero pudo ocurrir esto: la niña está donde no debe, entra alguien y la sorprende. Ella trata de escapar, pero si el que ha entrado es un hombre, puede cerrarle el paso hacia la puerta, suponiendo que ella haya entrado por ahí. Entonces prueba de salir por una ventana, o por la puerta de una altana o una terraza.

Mientras escuchaba, Brunetti hacía una reconstrucción de los hechos similar. Cualquier portal sin vigilancia era una invitación para las pandillas de ladrones que recorrían la ciudad. Como eran menores, no se les podía hacer nada y, si los arrestaban, eran devueltos rápidamente a la tutela de los padres o de las personas que acreditaran serlo. Y luego, con la misma rapidez, los chicos volvían al trabajo.

La clásica herramienta de acceso era el destornillador. ¿Y quién podía acusar a una niña de llevar en el bolsillo un destornillador? Una vez dentro del edificio, iban a los apartamentos que habían visto desde la calle que tenían las persianas cerradas o, si era por la noche, que no tenían luz. Nada que no fuera una puerta blindada les impedía entrar y, una vez dentro, tomar lo que quisieran, aunque, por regla general, se limitaban al dinero y las joyas de oro. Alianzas y relojes.

Mientras una parte de su mente recordaba esto, otra preparaba la lista de lo que había que hacer: mirar en el archivo si se había arrestado a una niña que coincidiera con la descripción; hacer circular la foto por la questura, enviar copias a los carabinieri; pedir a Foa que examinara los gráficos de las mareas, para tratar de calcular dónde podía haber caído ocho o diez horas antes de que la encontraran. Brunetti sabía que, probablemente, sería inútil investigar si alguien había denunciado un robo la noche de la muerte; la mayoría de los perjudicados no se molestaban en presentar denuncia y, si alguien la había sorprendido, seguramente la habría visto caer al agua, y se guardaría de informar a la policía. Así pues, habría que empezar por indagar la procedencia del anillo y el reloj.

Rizzardi callaba, y Brunetti no se había dado cuenta de en qué momento había dejado de hablar. Impaciente consigo mismo por tratar de evitar el tema que sabía que debía tocar, dijo:

– Decía que tenía señales de actividad sexual. ¿Podría ser… podría ser por el anillo?

– El anillo no le habría causado gonorrea -respondió el forense con inquietante frialdad-. Aunque el laboratorio aún no ha podido confirmarlo, no cabe duda. Tendremos los resultados dentro de unos días, pero ya podemos estar seguros.

– ¿No podría haber otro modo en que…? -empezó Brunetti dejando la frase en el aire.

– No. La infección está avanzada; y no puede haberla contraído de otro modo.

– ¿Puede decir cuándo…? -empezó Brunetti, remiso.

Rizzardi no le dejó terminar:

– No.

Al cabo de unos momentos, Brunetti preguntó:

– ¿Algo más?

– Nada más.

– Gracias por llamar, Ettore.

– Téngame al corriente si… -empezó Rizzardi, no menos remiso.

– Sí. Desde luego -dijo Brunetti, y colgó.

Inmediatamente levantó otra vez el teléfono y marcó el número de la sala de agentes. Contestó Pucetti.

– Vaya al hospital y pida al dottor Rizzardi una bolsa con un anillo y un reloj. No olvide firmarle un recibo. Llévelos a Bocchese para que busque huellas y todo lo que pueda haber y luego tráigamelos, por favor.

– Sí, señor -dijo el joven agente.

– Antes de ir al hospital baje al laboratorio y pida a Bocchese que me envíe las fotos de la cara de la niña ahogada. Y diga al dottor Rizzardi que me gustaría ver las fotos que haya tomado él. Eso es todo.

– Sí, señor -dijo Pucetti, y colgó.

De pronto, Brunetti recordó una escena de Las troyanas: aquel griego, ¿cómo se llamaba?, Tal-no-se-cuántos *, presenta el cuerpo maltrecho del pequeño Astianacte a su abuela. Cuando los guerreros que llevan el cuerpo del niño pasan junto al río Escamandro -relata el soldado a Hécabe-, él ha hecho pasar sus aguas sobre el cadáver del niño para lavar sus heridas. ¿Y qué le dice ella? «Un niño tan pequeño os daba miedo. El miedo que llega cuando huye la razón.» Pero, de esta niña, ¿qué se podía temer?

De pronto, la impaciencia le hizo bajar al laboratorio, a pedir las fotos a Bocchese.

Antes de subir a su despacho con las fotos, Brunetti entró a pedir a Vianello que subiera con él. Por el camino, le explicó lo que le había dicho Rizzardi y lo que tenían que hacer ahora. Ya sentado a su mesa, Brunetti abrió la carpeta de las fotos que le había entregado el técnico y entonces los dos hombres volvieron a ver la cara de la niña.

Eran más de veinte fotos y en todas la niña parecía una princesa de cuento de hadas, con su aureola de pelo dorado. Pero era sólo la primera impresión, y se borraba enseguida, cuando veías los adoquines sobre los que yacía la princesa y el raído jersey de algodón grisáceo fruncido alrededor de su cuello. En una foto aparecía la punta de una bota de goma negra, otra abarcaba un escalón cubierto de musgo, con un paquete de cigarrillos arrugado en un ángulo. No vendría el príncipe.

– Tenía los ojos claros, ¿verdad? -preguntó Vianello al dejar la última foto.

– Creo que sí -respondió Brunetti.

– Debimos suponerlo, por la falda larga -dijo Vianello. Cruzó los brazos y se quedó mirando las fotos que estaban en la mesa-. De todos modos, no hay forma de saber si lo era o no -añadió.

– ¿Si era qué?

– Gitana -dijo Vianello.

Todavía con un deje de su irritación con el forense en la voz, Brunetti puntualizó:

– Rizzardi dice que hay que llamarlos romaníes.

– El doctor siempre tan correcto.

Arrepentido de su observación, Brunetti cambió de tema.

– Si nadie ha denunciado un robo -y así se lo habían confirmado aquella mañana en la sala de guardia-, será o que no lo han descubierto o que han decidido no denunciarlo.

Antes de que Brunetti pudiera seguir haciendo conjeturas, Vianello dijo:

– Ya nadie denuncia los robos.

Los dos hombres habían trabajado para la policía durante toda su vida profesional, y hacía tiempo que habían descubierto la soberana verdad que encierran las estadísticas del crimen: el número de delitos denunciados disminuye en la medida en que aumentan las dificultades y la pérdida de tiempo que conlleva su denuncia.

Como si no hubiera oído la observación de Vianello, Brunetti enunció una tercera posibilidad:

– O la sorprendieron, la asustaron y la vieron caer. -Vianello volvió la cara rápidamente y se quedó mirando por la ventana-. En fin, por desagradable que sea, no deja de ser posible.

– ¿Tenía señales en el cuerpo?

– No. Rizzardi no lo ha mencionado.

Vianello reflexionó y preguntó:

– ¿Lo dices tú o prefieres que lo diga yo?

Brunetti se encogió de hombros. Como él era el jefe, le incumbía, probablemente, dar voz a la última posibilidad.

– O la sorprendieron y la empujaron por el tejado.

Vianello asintió en silencio.

– En cualquiera de los dos últimos casos, no nos avisarán -dijo finalmente el inspector-. Así pues, ¿qué hacemos?

– Buscar la manera de identificar al dueño del reloj y del anillo e ir a hablar con él.

– Bajaré a preguntar a Foa por las mareas -dijo Vianello y con ese propósito salió del despacho.

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