CAPÍTULO 22

Tal como Brunetti anticipara a Patta, habían transcurrido más de dos horas cuando él y Vianello regresaron a la questura. Al llegar al primer piso, Brunetti dijo a Vianello que podía volver a la sala de guardia y que él se encargaría de informar al vicequestore de las actividades de la tarde.

La signorina Elettra levantó la cabeza cuando el comisario entró en su despacho. Él observó en su expresión la sombra de lo sucedido horas antes. Vio el recuerdo de la brusquedad con que él le había hablado y de la irritación con que ella había reaccionado, pero enseguida vio también que la joven reparaba en su estado de ánimo, aunque él no se explicaba cómo lo notaba ni qué había que notar.

– ¿Qué sucede, dottore? -preguntó ella con sincera inquietud, disipado el recuerdo de su anterior encuentro.

– Hemos ido a hablar con los padres de la niña -explicó él, y le contó, lo más brevemente posible, lo ocurrido.

– Pobre mujer -dijo ella-. Qué horror, que te desaparezca una hija y vengan a darte esa noticia.

– Eso es lo más extraño -dijo Brunetti. Durante el regreso, el tenso silencio que había en el coche le había impedido reflexionar y hasta ahora no empezaba a considerar la reacción de los padres de la niña.

– ¿A qué se refiere?

– La niña desapareció hace casi una semana, y nadie, ni la madre, ni el padre, denunciaron su desaparición. -Repasó los detalles de la visita al campamento-. Cuando hemos llegado, el que parecía el jefe no quería dejarnos hablar con ellos. -En vista de que ella no decía nada, preguntó-: ¿Imagina, si aquí desapareciera una criatura? Vendría en todos los periódicos y las televisiones no hablarían de otra cosa. -Como ella siguiera sin responder, insistió-: ¿No le parece?

– No sé si se puede esperar que ellos reaccionen como nosotros, comisario.

– ¿Qué quiere decir?

La vio buscar las palabras.

– Creo que su actitud hacia la ley es más difusa que la nuestra.

– ¿Difusa? -preguntó Brunetti con una aspereza que lo sorprendió a él mismo. Esforzándose por suavizar la voz, añadió-: ¿Cómo, difusa?

Ella dejó por fin el bolígrafo y se apartó de la mesa. Estaba diferente, y él se preguntó si habría adelgazado, o se habría cortado el pelo o hecho alguna de las cosas que se hacen las mujeres.

– No es de extrañar que, cuando a ellos les ocurre algo, no llamen a la policía al momento, ¿verdad, comisario? -Como él no decía nada, agregó-: Es comprensible, dada la forma en que se trata a los de su comunidad.

– Nadie más que la madre ha mostrado dolor por la muerte de la niña -se permitió observar Brunetti.

– ¿Cree que lo mostrarían delante de cuatro policías? -preguntó ella con suavidad.

Él decidió cambiar de conversación.

– ¿Por qué la veo diferente, signorina?

Ella no pudo disimular que la sorprendía la pregunta.

– ¿Lo ha notado?

– Desde luego -respondió él, intrigado todavía.

Ella se levantó. Con un elegante movimiento, extendió los brazos hacia los lados, los levantó arqueándolos sobre la cabeza e inclinó el cuerpo hacia él al tiempo que extendía el brazo derecho en la misma dirección.

– He empezado a tomar lecciones -dijo, dejándole con la duda. ¿Yoga? ¿Karate? ¿Ballet?

Debía de resultar evidente su confusión, porque ella se rió y entonces dobló las rodillas, se volvió de lado con la mano derecha cerrada en torno a un algo invisible que agitaba en dirección a él.

– ¿Esgrima?

Si puede llamarse ataque a un movimiento tan elegante, ella atacó dando dos pequeños pasos hacia él, hasta tropezar con el canto de la mesa.

Entonces se abrió de pronto la puerta del despacho de Patta y apareció el vicequestore con una carpeta en la mano derecha y la mirada en el papel que sostenía con la izquierda, estampa de jefe atareado. Cuando levantó la mirada, el florete de la signorina Elettra había desaparecido y la joven se volvía hacia su jefe.

– Ahora iba a entrar a decirle que el comisario Brunetti está aquí para darle su informe, vicequestore.

– Ah, sí -dijo Patta, lanzando a Brunetti la mirada de agobio del que sólo puede hacer un breve inciso en las tareas del cargo, lo justo para atenderle-. Está bien, Brunetti -agregó finalmente-. Pase y cuénteme.

Patta puso la carpeta en la mesa de la signorina Elettra, conservando la hoja de papel en la mano y volvió a su despacho, dejando abierta la puerta, invitación para que Brunetti lo siguiera.

Brunetti trataba de adivinar cuánto tiempo le concedería Patta. Generalmente, si el vicequestore volvía a la mesa, ello quería decir que estaba dispuesto a escuchar más de un minuto o dos y deseaba estar cómodo. Si se quedaba de pie junto a la ventana, era señal de que tenía prisa, y más valía abreviar.

Hoy Patta se acercó a la mesa, dejó el papel, miró a Brunetti y puso la hoja de cara abajo. Luego dio media vuelta y se quedó apoyado en la mesa, con una mano a cada lado. Esto situaba a Brunetti en una especie de limbo táctico: por un lado, no podía sentarse estando de pie su superior, y la posibilidad de que Patta pudiera deambular hacia otro punto del despacho, le hacía dudar de dónde debía ponerse.

El comisario dio unos pasos hacia Patta; éste hoy vestía un traje gris pizarra de corte depurado, que lo hacía más alto y más esbelto. Brunetti se fijó en una pequeña insignia de oro -¿una especie de cruz?- que llevaba en la solapa.

Sustrayéndose a la distracción, Brunetti dijo:

– He ido a Dolo, como usted me pidió, vicequestore.

Patta asintió, indicio de que hoy representaba el papel de celoso guardián de la seguridad pública.

– Iban conmigo un maresciallo de carabinieri y una funcionaria de los servicios sociales que atiende a los romaníes.

Patta volvió a mover la cabeza de arriba abajo, ya fuera para indicar que seguía el relato, ya en señal de aprobación del gentilicio empleado por Brunetti.

– Al principio, el que parecía el jefe trató de impedirnos hablar con los padres, pero cuando le hicimos comprender que teníamos intención de quedarnos allí hasta conseguirlo, llamó al padre y yo le di la noticia. -Silencio de Patta-. Él ha preguntado cómo podíamos estar seguros de su identidad, y le he dado las fotos. Él las ha enseñado a la madre. Ella estaba… -Brunetti no sabía cómo describir a Patta el dolor de la madre-. Estaba desesperada. -No sabía qué podía añadir. Ésos eran los hechos.

– Lo siento -dijo Patta, para sorpresa de Brunetti.

– ¿Cómo dice, señor?

– Lo siento por la mujer -dijo Patta, muy serio-. Nadie debería perder a un hijo. -Entonces, con un brusco cambio de tono, preguntó-: ¿Y la otra mujer?

– ¿La de los servicios sociales, señor?

– No. La que usted fue a ver a su casa. Acerca de las joyas.

– La niña tuvo que haber estado en esa casa -respondió Brunetti. Al ver que Patta iba a decir algo, añadió-: Si no, ¿cómo se explica que tuviera el anillo y el reloj? -Nada más decirlo, Brunetti advirtió que daba la impresión de estar muy interesado en el caso, y añadió con indiferencia-: De otro modo, ¿cómo iba a tenerlos?

– Pero es no significa gran cosa, ¿verdad? -peguntó Patta-. Quiero decir que eso no es motivo para suponer que le ocurriera algo mientras estaba allí, salvo tropezar y caer. Mucha gente se cae del tejado.

Brunetti sabía de un solo caso, en los diez últimos años, pero se guardó de hacer la observación. Quizá los tejados eran más peligrosos en Palermo, la ciudad natal de Patta. Como la mayoría de las cosas.

– Suelen trabajar en grupo -observó Brunetti.

– Ya sé, ya sé -respondió Patta, agitando una mano, como si Brunetti fuera una mosca impertinente-. Pero eso tampoco significa nada.

Como si fuera realmente una mosca, el radar de Brunetti empezó a captar en el despacho otro extraño zumbido, una emanación que partía de Patta, de sus ojos, del tono de su voz o de la forma en que los dedos de su mano derecha se movían a veces hacia aquel papel, para retroceder rápidamente hacia su costado.

Brunetti asumió un aire pensativo.

– Sin duda tiene razón, señor -dijo al fin, procurando imprimir en su aquiescencia un tono de decepción-. Pero podría ser útil hablar con ellos.

– ¿Con quiénes?

– Con los otros niños.

– Descartado -dijo Patta con voz desmesurada. Y entonces, como si compartiera la sorpresa de Brunetti ante semejante desenfreno vocal, prosiguió, con más suavidad-: Es decir, sería muy complicado: necesitaría una orden de un juez del tribunal de menores y debería acompañarle alguien de los servicios sociales. Además, necesitaría un intérprete. -Hablaba como dando el asunto por terminado, pero, después de una pausa, añadió cautamente-: Por otra parte, en primer lugar, no podría estar seguro de que fueran sus verdaderos hermanos. -Meneó la cabeza contemplando la imposibilidad de que Brunetti pudiera salvar tantos obstáculos.

– Comprendo lo que quiere decir, señor -dijo Brunetti encogiéndose de hombros con resignación, bajando la voz y venciendo la tentación de caer en la ironía o el sarcasmo. Porque comprendía realmente lo que quería decir Patta: en este asunto estaba involucrada la próspera clase media, y Patta había decidido que era preferible no investigar lo que pudiera haber ocurrido en aquel tejado.

Y Brunetti, como el caracol cuya antena tropieza con algo duro, optó por esconderse en la concha.

– No había pensado en todas esas cosas -admitió a regañadientes. Esperó unos segundos, por si Patta decidía clavar otro clavo en el ataúd y, en vista de que no era así, lo hizo él-: Además, tampoco podríamos hacer que esos niños testificaran, ¿verdad?

– Desde luego que no -convino Patta. Se apartó de la mesa y dio la vuelta hacia su sillón-. Vea si se puede hacer algo por la madre -dijo Patta, para gran satisfacción de Brunetti, ya que, para interesarse por lo que pudiera hacerse, tendría que ir a hablar con ella, ¿no?

– Ahora le dejo trabajar, señor -dijo Brunetti.

Patta estaba ya muy ocupado para contestar, y Brunetti lo dejó entregado a su quehacer.

La signorina Elettra levantó la cabeza cuando él salió del despacho de Patta.

– El vicequestore piensa que de nada serviría seguir con esto -dijo Brunetti, cuidando de dejar la puerta abierta.

Ella, mirando la puerta, le dio pie:

– ¿Y usted piensa lo mismo, comisario?

– Sí, creo que sí. La pobre criatura cayó del tejado y se ahogó. -Entonces recordó que no se habían tomado disposiciones respecto al cadáver. Ahora que Patta había dado por cerrada la investigación, habría que entregarlo a la familia, aunque en caso de muerte por accidente Brunetti ignoraba a quién correspondía hacerlo-. ¿Sería tan amable de llamar al dottor Rizzardi y preguntarle cuándo podrá entregarse el cuerpo? -Durante un momento, Brunetti pensó en acompañarlo él, pero no se sintió con ánimo-. Una mujer de los servicios sociales, la dottoressa Pitteri, no recuerdo el nombre de pila, que desde hace tiempo se ocupa de los romaníes, quizá sepa…, en fin, lo que ellos querrán hacer.

– ¿Quiere decir con la niña, comisario? -preguntó la signorina Elettra.

– Sí.

– Está bien. La llamaré y le tendré informado.

– Gracias -dijo él saliendo del despacho.

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