Al llegar a la calle, Brunetti torció a la derecha e, inconscientemente, emprendió el regreso por el mismo camino que había seguido al venir. Ya estaba a la mitad de la calle degli Avvocati cuando decidió tomar el vaporetto para volver a la questura. Al dar media vuelta bruscamente, advirtió un movimiento repentino a unos diez metros a su izquierda, de algo que se escondía en la esquina de la calle Pesaro. Recordando la sensación que había tenido de que alguien lo seguía desde la questura, Brunetti prescindió de toda cautela y corrió hacia la esquina.
Al llegar, distinguió a alguien -quizá una mujer- que bajaba corriendo por el otro lado del puente, torcía a la derecha y se metía por la calle dell'Albero, Brunetti cruzó el puente, bajó por la riva y, al llegar al extremo, torció a la izquierda. Se detuvo un momento para mirar por la calle de la derecha, que sabía que no tenía salida.
Oyó pasos que se alejaban y los siguió. La calle se estrechaba y, al fondo, quedaba cortada por las altas puertas metálicas de un palazzo. Durante un momento, pensó si no lo habría imaginado, pero entonces oyó ruido a su izquierda. Avanzó lentamente, mientras se desabrochaba la chaqueta para tener a mano la pistola.
Entonces lo vio, en el quicio de una puerta de la izquierda. Al principio le pareció un fardo de ropa usada o una bolsa de basura sobre la que hubieran dejado caer un jersey viejo. Se acercó y el objeto se movió, apretándose contra la puerta y luego se deslizó hacia la derecha, pegado a la pared.
Brunetti aún no estaba seguro de qué clase de criatura tenía acorralada. Se inclinó para verla mejor y entonces la figura saltó hacia él, chocando contra sus piernas. Instintivamente, Brunetti la atrapó, pero era como pretender sujetar a una anguila o una bestezuela salvaje que se debatía dando manotazos y patadas.
Ahora que, por lo menos, ya sabía con qué clase de sujeto tenía que habérselas, Brunetti lo levantó en vilo y le dio la vuelta, de modo que los pies apuntaran en dirección opuesta a sus piernas y así, quizá, causaran menos daño. Luego le rodeó el pecho con los brazos y lo atrajo hacia sí, mientras murmuraba las frases que solía decir de niño a los perros de la familia.
– Calma, calma, no voy a hacerte daño. -Unas patadas más. Brunetti oía un jadeo que, poco a poco, fue calmándose, las patadas cesaron y el cuerpo quedó inerte-. Ahora te dejaré en el suelo. Ten cuidado al poner los pies, no vayas a caerte. -La criatura permanecía muda e inmóvil-. ¿Entiendes lo que digo?
Algo que estaba dentro de la capucha de una sucia sudadera asintió, y Brunetti puso a su presa en el suelo. Notó que los pies tocaban el suelo, primero uno y luego el otro y, todavía con las manos en los brazos, sintió que el niño tensaba el cuerpo, preparándose para echar a correr. Brunetti no tuvo que esforzarse para volver a levantarlo.
– No intentes escapar. Soy más rápido que tú. -La tensión se relajó y Brunetti volvió a bajar al niño. La parte superior de la capucha le quedaba unos centímetros por encima del cinturón-. Ahora te soltaré y me apartaré de ti. -Así lo hizo y entonces dijo a la espalda de la sudadera-: Cuando quieras puedes hablarme. -No hubo respuesta-. ¿Por eso me seguías? ¿Quieres decirme algo? -La cabeza hizo un movimiento, pero podía significar cualquier cosa-. Está bien. Hablemos.
De la bocamanga de la sudadera asomó una mano pequeña y sucia que hizo seña a Brunetti de que se alejara más. Como la calle no tenía salida y él bloqueaba la entrada con el cuerpo, Brunetti retrocedió dos pasos.
– Ya estoy lejos. Ahora hablemos.
Brunetti se apoyó en la pared de una casa, cruzó los brazos y miró la pared de enfrente, pero concentrando toda su atención en el niño.
Al cabo de un minuto, o quizá más, el niño se volvió. Bajo la sombra de la capucha, Brunetti distinguía ojos, boca y poco más. Puso las manos en los bolsillos y se alejó un paso más, dejando un hueco por el que el niño podía tratar de escapar. Le vio considerar la posibilidad y descartar la idea.
El niño hundió en el bolsillo de la sudadera la mano con que había hecho la seña. Cuando la sacó, dio un paso hacia Brunetti y extendió los dedos. En la palma, Brunetti distinguió unos objetos pequeños. Lentamente, dio un paso adelante y se inclinó, para verlos mejor. Eran un anillo y un gemelo.
Brunetti se puso en cuclillas y extendió la mano hacia el niño, que dio un paso corto hacia él. Brunetti sabía que el hermano de la niña muerta tenía doce años, pero observó que no aparentaba más de ocho. El niño dejó caer los objetos en la mano que extendía Brunetti.
El comisario los examinó. El gemelo tenía un pequeño rectángulo de lapislázuli montado en plata. Hasta Brunetti podía apreciar que la piedra roja del anillo era un trozo de vidrio. Miró al niño, que estaba observándolo.
– ¿Quién te ha enviado? -preguntó Brunetti.
– Mamma -respondió el niño con una voz muy fina.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo.
– Eres un buen chico -dijo-. Y valiente. -No sabía en qué medida lo entendía el niño, pero lo supo al verle sonreír-. Y muy listo -agregó Brunetti golpeándose la frente con el dedo, y la sonrisa se ensanchó-. ¿Qué pasó? -preguntó y, como el niño no respondiera, insistió-: ¿Qué pasó aquella noche?
– Hombre tigre -dijo el niño.
Brunetti ladeó la cabeza en señal de confusión.
– ¿Qué hombre tigre?
– En la casa -dijo el niño señalando con la mano en dirección a las casas de la izquierda de Brunetti, donde estaba el palazzo Benzon y la casa de Giorgio Fornari.
Brunetti extendió las manos con las palmas hacia arriba, el gesto universal del desconcierto.
– No sé de ningún hombre tigre -dijo-. ¿Qué hacía?
– Él nos ve. Él entra. Sin ropa. Hombre tigre. -Para ilustrar su descripción, el niño se revolvió el pelo y se pasó los dedos por los brazos, como arañándolos, primero con una mano y luego con la otra-. Tigre. Tigre malo. Mucho ruido. Ruido de tigre.
– ¿El hombre tigre te dio estas cosas? -preguntó Brunetti sosteniendo las piezas frente al niño.
El pequeño las miró, confuso.
– No, no -dijo moviendo la cabeza con energía-. Nosotros cogemos. Hombre tigre ve. -Entornó los ojos como si tratara de recordar, o de no recordar. Entonces agregó-: Ariana. Él coge a Ariana. -Para mostrar a Brunetti lo que quería decir extendió los brazos hacia adelante e hizo como si agarrara algo-. Como tú coges a mí -explicó y levantó los brazos con un cuerpo invisible suspendido entre ellos. Se quedó quieto.
Brunetti esperaba.
– Puerta. Ariana afuera -dijo haciendo ademán de empujar y abriendo las manos. Brunetti vio que lloraba.
Empezaban a dolerle las rodillas, pero siguió agachado, temiendo intimidar al niño si se ponía en pie. Le dejó llorar y, cuando se calmó, le preguntó:
– ¿Quién estaba con vosotros?
– Xenia -dijo el niño, levantando una mano al nivel de su hombro.
– ¿Vio ella al hombre tigre?
El niño asintió.
– ¿Vio lo que hizo?
El niño volvió a mover la cabeza afirmativamente.
– ¿Vuestra madre sabe esto?
Otra vez sí.
– ¿Querrá hablar conmigo?
El niño miró a Brunetti sin pestañear y movió la cabeza negativamente.
– ¿Tu padre no la dejará?
El niño se encogió de hombros.
– ¿Por qué estás en la ciudad? -preguntó Brunetti.
– Trabajo -dijo el niño, y Brunetti se quedó atónito por el empleo de esta palabra.
– ¿Dirás a tu madre que has hablado conmigo?
– Sí. Ella quiere.
– ¿Y quiere algo más? -preguntó Brunetti.
– Hombre tigre. Hombre tigre muerto -dijo el niño con vehemencia, y Brunetti pensó que no era únicamente la madre del chico quien deseaba que muriese-. Como Ariana -dijo el niño con furor de adulto.
Brunetti ya tenía bastante. Apoyó la mano en el suelo y, lentamente, se levantó. Oyó crujir la rodilla derecha. Tal como temía, el niño dio dos pasos atrás y, automáticamente, se protegió la cara con el brazo.
Brunetti se apartó aún más.
– No voy a hacerte daño. -El chico bajó el brazo-. Ahora puedes irte, si quieres. -El chico parecía no entender, y Brunetti dio media vuelta y fue hasta el extremo de la calle, que era perpendicular a la dell'Albero. -Brunetti gritó-: Ahora voy a la questura. Di a tu madre que deseo hablar con ella.
El chico ya estaba justo detrás de Brunetti, dando la vuelta a la esquina, y respondió a la petición del comisario moviendo la cabeza negativamente, sin decir nada.
Con la espalda pegada a la pared, para pasar lo más lejos posible de Brunetti, el chico salió a la calle adyacente y se alejó en dirección al puente por el que los dos habían venido corriendo.
Al llegar al pie de la escalera, el chico se detuvo, pero no miró atrás. Cuando ponía el pie en el primer peldaño, Brunetti gritó:
– Eres un buen muchacho.
El niño subió corriendo la escalera del puente y se perdió de vista al otro lado.