CAPÍTULO 21

Los hombres no se movían, y los pájaros, poco a poco, reanudaron sus cantos. El aire era tibio al sol de la tarde que los envolvía. Brunetti veía los campos del otro lado de la cerca ondularse suavemente hacia un grupo de castaños: seguramente, de allí venían los trinos. Qué dulce es la vida, pensaba Brunetti.

Desvió la mirada de los árboles y observó a los hombres. Ahora eran nueve los que estaban frente a ellos. Le chocó que todos llevaran sombrero, unos sombreros sucios que quizá en otro tiempo habían sido de colores distintos, pero ahora todos tenían el mismo tono marrón apagado y polvoriento. Ninguno de los hombres iba bien rasurado. Muchos italianos de distintas edades cultivan ahora el look de la barba de varios días porque consideran que define un estilo. Brunetti nunca había tenido muy claro qué estilo se pretendía definir, sólo sabía que éste era el propósito. Estos hombres, empero, daban la impresión de que no se afeitaban por desidia o porque lo consideraban una muestra de amaneramiento. Las barbas eran más o menos pobladas y más o menos largas, pero ninguna parecía muy limpia.

Todos tenían la tez y los ojos oscuros y todos vestían pantalón de pana, jersey y chaqueta oscura. Algunos llevaban camisa. Los zapatos tenían la suela gruesa y el cuero rozado.

Steiner y el conductor vestían uniforme de carabinieri y en ellos se concentraba la atención de los hombres del campamento, que sólo concedían a Brunetti y Vianello breves miradas de curiosidad. Un golpe seco que sonó a su derecha sobresaltó a Brunetti. Miró a Steiner y vio al maresciallo volverse hacia el ruido con la mano en la culata del revólver.

Siguiendo la dirección de la mirada de Steiner, Brunetti vio a la dottoressa Pitteri asiendo todavía la empuñadura de la puerta que acababa de cerrar violentamente, y una leve sonrisa en los labios.

– No quería asustarlo, maresciallo -dijo mientras se le agriaba la sonrisa-. Le ruego que me perdone.

Steiner se volvió de nuevo hacia los hombres que tenían delante. Dejó caer la mano, pero su instintiva reacción no había pasado inadvertida. Dos de los hombres no pudieron reprimir la sonrisa, pero no sonreían a Steiner.

La dottoressa Pitteri se acercó a los hombres, que no dieron señales de reconocerla y, mucho menos, de alegrarse de verla. Ella se paró y dijo algo que Brunetti no pudo oír. Ninguno de los hombres respondió y ella volvió a hablar, ahora alzando el tono. Aunque esta vez Brunetti oyó sus palabras, no consiguió entender lo que decía. La mujer se mantenía erguida, con los pies separados, y Brunetti observó que tenía unas pantorrillas robustas y que sus pies parecían anclados en el suelo.

Entonces habló a la mujer uno de los hombres, que estaba en el lado derecho de la fila. Ella lo miró y dijo unas palabras, a las que el hombre respondió en voz lo bastante alta como para que le oyeran los policías:

– Hable italiano. Se le entiende mejor. -Tenía un acento muy marcado, pero se notaba que dominaba el italiano y hablaba con aire de autoridad, aunque no era el más viejo.

Brunetti tenía la impresión de que la mujer había afianzado más aún los pies en la tierra apisonada de delante de las caravanas. Ella mantenía los brazos colgando -había dejado el bolso en el coche-, y Brunetti vio que apretaba los puños.

– Quiero hablar con Bogdan Rocich -la oyó decir.

La cara del hombre permaneció impasible, pero Brunetti vio que dos de los otros intercambiaban una mirada y un tercero miraba de soslayo al que había hablado.

– No está -respondió el hombre.

– Está su coche -dijo ella, y el hombre volvió los ojos hacia un Mercedes de un azul descolorido que tenía una profunda abolladura en el guardabarros derecho.

– No está -repitió el hombre.

– Está su coche -dijo ella como si no le hubiera oído.

– Se ha ido con un amigo -explicó otro de los hombres, e iba a decir más, pero el jefe le lanzó una mirada que le hizo cerrar la boca. El portavoz dio un paso hacia la mujer y luego otro, y Brunetti quedó impresionado al ver que ella no sólo no retrocedía ni se inmutaba sino que clavaba los pies en el suelo más firmemente todavía.

Ahora el hombre estaba a menos de un paso y, sin ser alto, parecía dominarla con su estatura.

– ¿Qué quiere de él? -inquirió.

– Quiero hablar -respondió la mujer tranquilamente, y Brunetti observó que abría los puños y apuntaba al suelo con los dedos.

– Puede hablar conmigo -dijo el hombre-. Soy su hermano.

Signor Tanovic, usted no es su hermano, ni es su primo. -La voz de la mujer era serena, relajada, como si los dos se hubieran citado en un parque para charlar-. He venido a hablar con el signor Rocich.

– Le he dicho que no está. -Durante toda la conversación, su cara había permanecido impasible, como tallada en granito.

– Quizá ya haya vuelto -sugirió ella, ofreciéndole una salida-, y no se lo hayan dicho a usted.

Brunetti, que se mantenía tan impávido como el hombre, le vio considerar la posibilidad que se le ofrecía. El llamado Tanovic miró a la dottoressa Pitteri, luego recorrió con los ojos las caras de los visitantes que tenía frente a sí, dos de uniforme y dos que no podían negar que eran policías.

– Danis. -El hombre se volvió hacia el compañero del extremo izquierdo de la fila. De lo que dijo el hombre lo único que Brunetti entendió fue el nombre de «Bogdan».

Danis se alejó en silencio hacia la caravana situada detrás del Mercedes azul. Uno de los hombres encendió un cigarrillo y, en vista de que Tanovic no decía nada, otros dos lo imitaron. Nadie hablaba.

Al llegar a la caravana, Danis levantó la mano, pero, antes de que pudiera llamar a la puerta, ésta se abrió y salió un hombre que vestía como los otros. Los dos intercambiaron unas palabras y bajaron la escalera. Bogdan dejó la puerta abierta, y Brunetti vio moverse una mancha clara en el interior, lo que hizo que él mantuviera los ojos fijos en la puerta mientras los demás observaban al hombre que se acercaba a Tanovic y a la dottoressa Pitteri.

El interior de la caravana estaba oscuro, pero a Brunetti le parecía ver cerca de la puerta parte de una figura, de una silueta, humana. Sí, algo se movía allí dentro; en la parte inferior y más clara de la forma, se advertía un movimiento oscilante.

Brunetti notó que el hombre se acercaba al grupo y se paraba, no frente a la dottoressa Pitteri sino al lado del que lo había mandado llamar y que ahora dio medio paso atrás. Brunetti tendía el oído, pero los hombres hablaban en una lengua totalmente desconocida, y vio que sus compañeros los rodeaban y seguían atentamente la conversación.

Brunetti volvió a mirar hacia la puerta y vio unos dedos que se cerraban en torno al borde, para abrirla un poco más y, encima, la cara de una mujer. No distinguía claramente las facciones, sólo que era vieja, quizá la madre del que había salido de la caravana, quizá la abuela de Ariana.

La mujer se inclinó hacia adelante, siguiendo al hombre con la mirada, y Brunetti volvió a percibir el movimiento oscilante de la falda.

Cuando pareció que los hombres terminaban su deliberación, la dottoressa Pitteri dijo:

– Buenas tardes, signor Rocich -y Brunetti fijó la atención en el interpelado.

Era más bajo que los otros, y más fornido. Tenía un pelo tan espeso y negro como el de Steiner, pero lo llevaba más largo y peinado hacia atrás con gomina o brillantina. Sus enormes cejas negras casi ocultaban los ojos, que parecían oscuros, aunque era difícil adivinar el color.

Rocich daba la impresión de ser más próspero que los otros: tenía la barba cuidada y los zapatos más limpios, al igual que el cuello de la camisa que asomaba del jersey.

El hombre miró a la dottoressa Pitteri con ojos inexpresivos, que no revelaban si la conocía o era la primera vez que la veía.

– ¿Qué quiere? -preguntó al fin.

– Se trata de su hija -respondió la mujer-. Ariana.

– ¿Qué pasa Ariana? -El hombre no apartaba los ojos de los de ella.

– Siento tener que decirle que su hija ha muerto en un accidente, signor Rocich.

Lentamente, él volvió los ojos hacia la caravana y, cuando los otros siguieron la dirección de su mirada, la figura de la mujer retrocedió, aunque aún se veían sus dedos asidos al borde de la puerta.

– ¿Muerta? -preguntó él y, al verla mover la cabeza afirmativamente, añadió-: ¿Cómo? ¿Coche, tráfico?

– No. Se ahogó.

Por su expresión se veía que él no entendía la palabra. La dottoressa Pitteri la repitió en tono más alto, uno de los hombres dijo algo y entonces él pareció comprender. Se miró los zapatos, la miró a ella y miró a los hombres que estaban detrás de él, primero a los de un lado y luego a los del otro. Nadie decía nada.

Al cabo de un rato, la dottoressa Pitteri dijo:

– Debo decírselo a su esposa -y dio media vuelta para dirigirse hacia la caravana.

La mano del hombre saltó como una serpiente, y se aferro a su brazo, inmovilizándola.

– Yo no quiero -dijo con voz tensa, pero no más alta que antes-. Yo digo -añadió soltándola. Brunetti vio que en la manga quedaba la huella de su mano-. Ella mía -dijo tajantemente, como para excluir toda posible discusión, y echó a andar hacia la caravana. La mujer o la hija: Brunetti se preguntaba a cuál de las dos reclamaba como suya. Probablemente, a juzgar por su entonación, a las dos.

El hombre iba hacia la caravana cuando, de pronto, se paró y volvió atrás. Encarándose con la dottoressa Pitteri dijo en tono beligerante:

– ¿Cómo saber? ¿Cómo yo seguro ella Ariana?

La mujer se volvió hacia Steiner.

– Me parece que a usted le toca contestar, maresciallo.

Brunetti vio las miradas que intercambiaban los hombres al oír el tono de su voz y cómo su atención se volvía entonces hacia el hombre de uniforme al que una mujer hablaba de este modo.

El comisario se adelantó, sacando las fotos del bolsillo. Sin decir nada, alargó el sobre al hombre, que lo abrió, sacó las fotos, miró las tres y volvió a mirarlas. Las metió en el sobre y fue de nuevo hacia la caravana. Subió la escalera.

La dottoressa Pitteri volvió al coche. Dirigiéndose a los policías, dijo:

– Creo que ya no tenemos nada que hacer aquí. -Sin esperar respuesta, subió al asiento trasero y cerró la puerta.

El jefe dio media vuelta en silencio y entró en su caravana. Los otros se dispersaron.

Brunetti se acercó a Steiner y, en voz baja, pese a que ya nadie más podía oírle, dijo:

– ¿Y ahora?

Antes de que el carabiniere pudiera responder, un lamento agudo brotó de la caravana de Rocich, que aún tenía entreabierta la puerta. Los ojos de Brunetti se volvieron hacia allí y fueron atraídos por un repentino movimiento que hubo en lo alto de la colina. El alarido había asustado a los pájaros, que giraban en bandada alrededor de los castaños, formando una aureola oscura y trémula. El grito continuaba, subiendo y bajando de intensidad, pero sin que se mitigara su desconsuelo. Con la mirada en los árboles, Brunetti recordó cómo el Dante, al arrancar una rama, oye el grito desgarrador del suicida cuyo dolor ha aumentado: «¿No queda compasión en alma alguna?»

Por tácito acuerdo, los cuatro policías volvieron al coche. Steiner y el conductor se instalaron delante y Brunetti ya iba a entrar detrás cuando la puerta de la caravana se abrió violentamente con un golpe seco que sonó como un pistoletazo.

La mujer que había estado oculta, escuchando, bajó la escalera en un vuelo y, al llegar abajo, se detuvo, como deslumbrada. Tenía en una mano el sobre arrugado y en la otra las tres fotos, que sostenía en la palma, con delicadeza, como si temiera estropearlas.

Brunetti había visto extraer de la madriguera a topos, que quedaban tan pasmados por la luz como ahora lo estaba la mujer. Pero el lamento no cesaba. Entonces ella arrojó el sobre al suelo, se dejó caer de rodillas y, echando la cabeza hacia atrás, empezó a aullar mientras, con la mano libre, se arañaba la mejilla. Brunetti, que era el que más cerca estaba, vio aparecer en su cara mus marcas rojas que parecían trazadas con lápiz.

Instintivamente, el comisario corrió hacia la mujer, le asió la mano y se la sujetó contra el costado. Él la vio hacer ademán de golpearle con la otra mano y contenerse, al recordar las fotos. Entonces, echando el cuerpo hacia atrás, ella le escupió una y otra vez, rociándole de saliva la camisa y el pantalón.

– Vosotros matáis mi niña -gritaba-. Vosotros matáis mi niña. En agua, vosotros matáis. Mi niña. -Tenía la cara contraída por el furor, y Brunetti vio que no era vieja, sino avejentada por la vida. Tenía las mejillas hundidas por falta de muelas, dos dientes mellados, el pelo reseco, mal recogido bajo el pañuelo y la piel oscura, grasienta y áspera.

De pronto, al lado de Brunetti, apareció la dottoressa Pitteri, que se inclinó sobre la mujer. Le dijo unas palabras, que repitió varias veces, siempre las mismas. Le puso la mano en el brazo al lado de la de Brunetti, e indicó con un gesto al comisario que la soltara.

Brunetti obedeció y, nada más retirar él la mano, la mujer pareció calmarse. Dejó de gritar y dobló el cuerpo, oprimiéndose el estómago con un brazo, mientras, sostenía las fotos con la otra mano. Ahora gemía y murmuraba algo que Brunetti no entendía. La dottoressa Pitteri sacó un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y lo sostuvo contra la mejilla de la mujer, sin decir nada. La madre seguía sollozando y repitiendo las mismas palabras. La dottoressa Pitteri retiró el pañuelo para abrirlo por un lado limpio, y Brunetti vio las manchas de la sangre.

Unas manos fuertes agarraron a Brunetti por los brazos y lo apartaron hacia un lado con fuerza. Él se volvió, inclinando el cuerpo en actitud defensiva, pero se irguió al ver al padre de la niña, que se acercó a las mujeres. Al llegar a su lado, Rocich asió a la dottoressa Pitteri por los brazos y Brunetti vio cómo la levantaba en vilo y la depositaba a un metro de distancia.

Volviéndose hacia su esposa, que aún sollozaba, el hombre le dijo unas palabras. Ella o no le oyó o no le hizo caso, y siguió gimiendo como un animal herido. Él se inclinó y la agarró de un brazo. Estaba tan delgada que él apenas tuvo que esforzarse para ponerla en pie.

La mujer no daba señales de verlo ni parecía saber lo que hacía. Él la puso de cara a la caravana y, con la otra mano, le dio un empujón en la espalda. Ella se tambaleó y casi cayó hacia adelante. Instintivamente, extendió los brazos para recobrar el equilibrio. Brunetti vio caer al suelo las tres fotografías. El hombre, las viera o no, siguió a su mujer y pisó una de ellas, hundiéndola en el barro. Las otras dos habían caído cara abajo.

Vieron a la mujer subir a la caravana dando traspiés. El hombre la siguió y cerró la puerta con fuerza. De nuevo, el ruido hizo que los pájaros huyeran de las ramas, batiendo las alas frenéticamente y lanzando al aire una respuesta a los gritos de la mujer, en tono más agudo.

Brunetti recogió las fotos. La que el hombre había pisado era irrecuperable, con barro incrustado en los pliegues que el zapato había marcado en ella. Él se la guardó en el bolsillo. Fue a la caravana, puso las otras dos en el último peldaño y volvió al coche.

Regresaron a Venecia en silencio.

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