CAPÍTULO 19

¿Qué libro era aquel del que Paola solía hablar siempre que daba clase sobre Dickens? ¿Londres no-sé-qué y El no-sé-cuántos de Londres? Brunetti se horrorizó la primera vez que su mujer le leyó un pasaje, y no sólo por el relato en sí sino por la aparente complacencia con que ella lo leía. Cuando él manifestó su espanto ante la descripción de docenas de personas hacinadas en habitaciones sin ventanas y de niños que buscaban basura para revender, en un río lleno de heces, ella lo tildó de tiquismiquis. También le atribuyó ceguera de conveniencia cuando él no quiso dar crédito a los casos de sexualidad precoz y los oficios desempeñados por niños que aparecían en la novela.

Ahora, mientras leía los informes de los asistentes sociales que habían visitado el campamento de los romaníes de las afueras de Dolo en el que vivía la familia Rocich, Brunetti recordaba aquellos pasajes de Dickens. La vivienda familiar era una roulotte de 1979, sin documentación. Y, al parecer, sin elementos de calefacción.

Como había sugerido Steiner, llamar a aquello vivienda familiar era imponer los convencionalismos de una sociedad a los miembros de otra. El coche que se encontraba aparcado más cerca de la roulotte estaba registrado a nombre de Bogdan Rocich, titular de un documento de refugiado concedido por la ONU. La mujer que compartía la roulotte, poseedora también de documento de la ONU, era Ghena Michailovich, en cuyo pasaporte figuraban tres hijos, Ariana, Dusan y Xenia. En los certificados de nacimiento de los niños aparecían los nombres de la mujer y de Bogdan Rocich.

Bogdan Rocich, conocido de las autoridades por multitud de alias, tenía una larga lista de antecedentes criminales que abarcaba dieciséis años, al parecer, desde su llegada al país. Había sido arrestado por robo, atraco, tráfico de drogas, posesión de un arma, violación y embriaguez en público. Sólo había sido sentenciado por posesión de un arma: los testigos de sus otros delitos -la mayoría, sus víctimas- se habían retractado de su declaración antes de que el caso llegara a juicio. Uno de los testigos había desaparecido.

La mujer, Ghena Michailovich, nacida en la actual Bosnia, también tenía múltiples detenciones, aunque sólo por mechera y carterista. Había sido juzgada dos veces, y condenada a arresto domiciliario por ser madre de tres criaturas. También ella disponía de varios alias.

Después de leer los informes de los padres, Brunetti pasó a los documentos relacionados con los niños. Los tres eran conocidos de los servicios sociales. Por haber nacido en Italia, no existían dudas sobre su edad. Xenia, la mayor, tenía trece años; Dusan, el chico, doce. La niña muerta, Ariana, tenía once.

Después de leer la edad de la niña muerta, Brunetti dejó los papeles en la mesa, volvió la cabeza hacia la ventana y se quedó mirando el jardincito del puesto de carabinieri. Al fondo, en un ángulo, se veía un pino y, unos metros más cerca de la ventana, un frutal, en cuyas ramas asomaban hojas, todavía sin desplegar, de un verde tierno que se destacaban sobre el verde más oscuro de las agujas del pino. Al pie de los árboles la hierba nueva tenía un fulgor casi eléctrico y, junto al murete de la cerca, ya despuntaban los finos brotes de lo que serían tulipanes. Un pájaro que descendió por la izquierda se metió en la copa del pino y, al cabo de unos segundos, levantó el vuelo. Durante varios minutos, Brunetti estuvo observando cómo el pájaro venía y se iba, una y otra vez. Construía una casa.

Volvió a mirar los papeles. Los tres niños estaban inscritos en dos escuelas de Dolo, aunque eran tantas las faltas de asistencia que no podía decirse que estuvieran escolarizados.

Los informes de la escuela no indicaban el aprovechamiento académico sino que se limitaban a consignar las faltas de asistencia a clase y la no comparecencia a exámenes de fin de curso. Dusan había sido enviado a casa dos veces por haber intervenido en peleas, cuyo motivo no se especificaba. Xenia había atacado a un compañero de clase al que había fracturado la nariz, aunque el incidente tampoco había tenido consecuencias. De Ariana no se hacía mención alguna.

A su espalda se abrió la puerta y entró Steiner. Traía dos vasitos de plástico:

– Sólo tiene una bolsa de azúcar -dijo dejando el café delante de Brunetti.

– Gracias -dijo el comisario cerrando la carpeta y dejándola en la mesa, frente a sí. El café estaba un poco amargo, pero no importaba.

Steiner volvió a sentarse detrás de su escritorio. Terminó el café, estrujó el vasito y lo echó a la papelera.

– ¿Quiere hablar de lo que ha averiguado? -preguntó a Brunetti. Como para dar énfasis a la pregunta, se inclinó hacia adelante y puso la palma de la mano sobre la carpeta.

– La niña llevaba encima un anillo y un reloj -dijo Brunetti, sin especificar dónde había encontrado Rizzardi el anillo-. Las dos cosas pertenecen a un tal Giorgio Fornari, que vive en San Marco, cerca de donde fue encontrado el cadáver. He hablado con la esposa, fui a su casa, y pareció sorprenderse cuando le enseñé las joyas. Al mostrarme donde solían estar, echó en falta otro anillo y unos gemelos. Creo que estaba sinceramente sorprendida de que esos objetos hubieran sido robados.

– ¿Había en la casa alguna otra cosa que valiera la pena robar?

– Nada que acostumbren a robar los gitanos -dijo Brunetti-. Es decir, los romaníes -rectificó rápidamente.

– Eso es sólo para los informes -dijo Steiner-. Aquí puede llamarlos gitanos. -Brunetti asintió-. ¿Quién más vive en la casa?

– El marido, que ahora está fuera, en Rusia, en viaje de negocios. Debe regresar pronto. Un hijo de dieciocho años, que aquella noche fue a la ópera con la madre. -Steiner alzó las cejas, pero Brunetti no se dio por enterado-. Y una hija de dieciséis años. Llegó a casa mientras estábamos allí.

– ¿Alguien más?

– La asistenta, que no vive con ellos.

Steiner echó el cuerpo hacia atrás y, con un movimiento que a Brunetti le pareció familiar, abrió un cajón lateral con un pie y apoyó en él ambos pies, cruzando los tobillos. Cruzó los brazos y apoyó la cabeza en el respaldo. Miró por la ventana hacia los árboles. Quizá también observaba al pájaro. Al cabo de un rato, dijo:

– O alguien la sorprendió, o no. O cayó, o alguien la ayudó a caer. -Contempló los árboles y el pájaro un rato más-. No podemos estar seguros; al menos, por ahora. Pero de algo sí podemos estar seguros.

– ¿De que no estaba sola? -sugirió Brunetti.

– Exactamente.

– Los otros dos han sido arrestados con ella varias veces -añadió Brunetti.

Esta vez, Steiner se llevó las dos manos a la cabeza y se la frotó vigorosamente, como si fuera la de un perro cariñoso. Cuando terminó, volvió a fijar la atención en el árbol, luego miró a Brunetti y dijo:

– Creo que aquí es donde deberíamos detenernos a reflexionar sobre las circunstancias de los hechos.

– ¿Como la de que se trata de menores? -apuntó Brunetti. Ante el gesto afirmativo de Steiner, agregó-: Y decidir quién tiene jurisdicción.

El carabiniere volvió a asentir y entonces sorprendió a Brunetti con la pregunta:

– ¿Patta es su jefe?

– Sí.

– Hmm. He trabajado para hombres como él. Imagino que estará usted acostumbrado a explicarle las cosas de un modo…, en fin, imaginativo. -Brunetti asintió-. ¿Cree que podrá convencerle para que lo encargue del caso? No es que yo crea que vayamos a conseguir mucho, pero no me gusta que haya sido una niña.

– ¿De las posibilidades que ha mencionado, se inclina por alguna? -preguntó Brunetti, recordando su pertinaz interrogatorio del forense.

Antes de responder, Steiner consultó de nuevo con los árboles y el pájaro, y dijo:

– Decíamos que o se cayó o la empujaron. Y que los otros chicos debían de estar con ella, por lo que tienen que saber si fue lo uno o lo otro.

– Habrían dicho algo -sugirió Brunetti, aunque no lo creía, y lo insinuaba sólo para ver la reacción de su interlocutor.

Steiner lanzó un bufido de incredulidad.

– No son niños que hablen con la policía, comisario. -Tras un momento de reflexión, añadió-: Ni siquiera sé si son niños que hablen con sus padres.

Brunetti replicó sin pensar:

– Si se van tres y vuelven dos, alguien tiene que hacer preguntas.

Steiner se tomó tiempo para contestar.

– Bien mirado, es probable que eso les pase continuamente. Ven a la policía y se dispersan; entran en una casa, los dueños los sorprenden, y echan a correr; alguien les ve forzar una puerta, les grita y escapan en distintas direcciones, para que sea más difícil atraparlos. Estoy convencido de que saben cuál es la mejor manera de escapar de cualquier situación.

– Esa niña no lo sabía -dijo Brunetti.

– Cierto -convino Steiner en voz baja.

Después de un momento, Brunetti dijo:

– Es raro que no nos comunicaran su desaparición.

– No tan raro -respondió Steiner-. Si bien se mira.

Se hizo un silencio, pero era un silencio de armonía de criterios y afinidad de propósitos.

– Tengo que ir a hablar con la madre -dijo Brunetti.

– Sí. -Steiner hizo una pausa y preguntó-: ¿Cómo piensa hacerlo?

– Llevaré conmigo a mi ayudante. Vianello.

– Buen elemento -comentó Steiner, para sorpresa de Brunetti.

Sin aludir a ese comentario, el comisario dijo:

– Me gustaría que nos acompañara uno de ustedes. E ir en uno de sus coches. -Steiner asintió, dando a entender que nada sería más fácil-. Creo conveniente que nos acompañe un asistente social. -Mientras decía esto, Brunetti descubrió que ya incluía en sus planes al maresciallo.

– Hablaré con mi superior -dijo Steiner.

– Y yo buscaré la manera de hablar con el mío.

Steiner se puso en pie apoyando las manos en la mesa y fue hacia la puerta.

– Tardaré unos veinte minutos en organizarlo: una lancha y un coche y alguien de servicios sociales. Los recogeremos en una lancha, digamos, dentro de media hora.

Brunetti extendió la mano, dio las gracias al maresciallo y se fue, de regreso a la questura.

Загрузка...