Capítulo 8

Sarah estaba esperando en el exterior del Barclays Bank de Hills Street, cuando llegó Keith Smollett. Ella llevaba el cuello del abrigo subido hasta las orejas y parecía pálida y demacrada en la luz grisácea de noviembre. Él le dio un afectuoso abrazo y la besó en ambas mejillas.

– No te pareces mucho a un anuncio publicitario para ser una mujer a la que acaba de tocarle el bote -observó, sujetándola a la distancia de los brazos y examinándole la cara-. ¿Qué problema tienes?

– No tengo ninguno -replicó ella con brevedad-. Sólo resulta que pienso que en la vida hay algo más que dinero.

Él le sonrió, con su delgado rostro irritantemente compasivo.

– ¿No estaremos hablando de Jack, por casualidad?

– No, no hablamos de él -le espetó ella-. ¿Por qué todo el mundo supone que mi ecuanimidad depende de un canalla frívolo de dos caras cuya única ambición en la vida es dejar preñadas a todas las mujeres que conoce?

– ¡Ah!

– ¿Qué se supone que significa eso? -exigió saber ella.

– Sólo ¡ah! -Puso la mano de ella en torno a su brazo-. Entonces, ¿las cosas están bastante mal de momento? -Hizo un gesto para abarcar la calle-. ¿Hacia dónde queda el despacho de Duggan?

– Colina arriba. Y, no, las cosas no están bastante mal de momento. De momento las cosas están bastante bien. Hacía años que no me sentía tan calma ni tan controlada. -Su árida expresión desmentía las palabras. Dejó que la arrastraran a la calle.

– ¿Ni tan sola, quizá?

– Jack es un bastardo.

– Cuéntame algo que no sepa -rió Keith entre dientes.

– Está viviendo con la hija de Mathilda Gillespie.

Keith aminoró la marcha y la contempló con expresión pensativa.

– ¿Mathilda Gillespie, es decir la adorable anciana que te dejó su fortuna?

Sarah asintió con la cabeza.

– ¿Y por qué tendría que querer vivir con su hija?

– Depende de a quién escuches. Ya porque se siente culpable de que yo, su codiciosa mujer, haya privado a Joanna de su legítimo derecho de nacimiento, o ya porque la está protegiendo a ella y se está protegiendo él mismo de mis puñaladas asesinas asestadas con un cuchillo Stanley. Nadie parece dar crédito a la razón más obvia.

– ¿Que es…?

– Lujuria común y corriente. Joanna Lascelles es muy hermosa. -Señaló una puerta que estaba diez metros más adelante-. Ése es el despacho de Duggan.

Él se detuvo y la atrajo a su lado.

– Déjame aclarar esto. ¿Está diciendo la gente que has asesinado a la vieja por dinero?

– Es una de las teorías que corren por ahí -replicó ella con sequedad-. Mis pacientes están abandonándome en masa. -Las lágrimas destellaron en sus pestañas-. Es la peor de las situaciones, si quieres que te diga la verdad. Algunos de ellos incluso cruzan la calle para evitarme. -Se sonó la nariz con gesto agresivo-. Y tampoco a mis colegas les gusta mucho. Sus consultorios están a rebosar mientras que los míos están vacíos. Si esto continúa, me quedaré sin trabajo.

– Eso es absurdo -dijo él con enojo.

– No más absurdo que el hecho de que una vieja le deje todo lo que tiene a una persona prácticamente desconocida.

– Ayer hablé con Duggan por teléfono. Dijo que estaba claro que la señora Gillespie te tenía mucho cariño.

– Yo te tengo mucho cariño a tí, Keith, pero no tengo intención de dejarte todo mi dinero. -Se encogió de hombros-. Es probable que no me sorprendiera que me dejase cien libras o incluso su mordaza, pero que me haya dejado todo lo que tenía sencillamente carece de sentido. Yo no hice nada para merecerlo, excepto reír sus chistes de vez en cuando y prescribirle algunos analgésicos.

Él se encogió de hombros a su vez.

– Quizás eso fue suficiente.

Ella negó con la cabeza.

– La gente no deshereda a su familia en favor de una conocida superficial que aparece una vez por mes durante media hora. Es una completa locura. Los hombres viejos embobados con muchachas jóvenes pueden ser lo bastante estúpidos como para hacerlo, pero no las viejas endurecidas como Mathilda. Y, si tenía ese tipo de inclinación, ¿por qué no se lo dejó a Jack? Según él, la conocía tan bien como para que lo dejara pintarla desnuda.

Keith se sintió irritado de un modo irracional al abrir la puerta de Duggan, Smith and Drew y conducir a Sarah al interior. Había, pensó, algo profundamente ofensivo en que Jack Blakeney persuadiera a una pobre vieja de que se desnudara para él. Y, de todas formas, ¿por qué iba a querer hacerlo ella? No podía reconciliarse en absoluto con eso. Pero había que tener en cuenta que el atractivo de Blakeney, si existía, se perdía por completo para Keith. Prefería a las personas de tipo convencional que contaban anécdotas divertidas, pagaban sus propias bebidas y no creaban situaciones difíciles por hablar a destiempo. Se consoló con la idea de que la historia no era cierta. Pero en el fondo sabía que tenía que serlo. Lo que era de verdad perjudicial en el caso de Jack era que las mujeres sí que se quitaban la ropa para él.


La reunión se prolongó interminablemente, demorada por detalles técnicos sobre la legislación de provisión familiar de 1975 la cual, como Duggan le había advertido a Mathilda, podría darle a Joanna, como dependiente, el derecho a reclamar una provisión razonable para manutención.

– Ella hizo caso omiso de mi consejo -explicó él-, y me dio instrucciones para que redactara su testamento dejándole a usted todas sus posesiones en el momento de su muerte. Sin embargo, yo considero que a la vista de la pensión que ella le pasaba a su hija y del hecho de que la señora Lascelles no es dueña de su propio apartamento, tiene un buen argumento para solicitar manutención ante la justicia. En cuyo caso vale la pena considerar ahora, sin prejuicio, una suma global. Sugiero que en esto sigamos la opinión del abogado.

Sarah alzó la cabeza.

– Está usted precipitando un poco las cosas. Yo todavía no he dicho que esté dispuesta a aceptar el legado.

El hombre podía ser muy directo cuando quería.

– ¿Por qué no iba a estarlo?

– Por autoconservación.

– No la sigo.

– Probablemente porque usted no ha tenido un policía aparcado en los escalones de su casa durante las últimas tres semanas. Mathilda murió en circunstancias muy misteriosas y yo soy la única persona que se beneficia de su muerte. Yo diría que eso me hace bastante vulnerable, ¿no le parece?

– No si usted no estaba enterada del legado.

– ¿Y cómo demuestro yo eso, señor Duggan?

Él le dedicó su sonrisa amable.

– Déjeme que se lo diga de otra manera, doctora Blakeney, ¿cómo probará que usted no la ha matado mediante el rechazo del legado? ¿No diría todo el mundo que le entró miedo porque su intento de hacer que pareciera un suicidio no funcionó? -Hizo una pausa momentánea y prosiguió al no decir ella nada-. Y nadie la aplaudirá por su magnanimidad, ¿sabe?, porque el dinero no irá a parar a manos de la señora Lascelles ni de su hija, sino a un puñado de burros. Si acepta usted el legado al menos a ellas les quedará la posibilidad de obtener una suma global.

Sarah miró más allá de él, hacia la ventana.

– ¿Por qué lo hizo?

– Dijo que le tenía cariño.

– ¿No cuestionó usted eso? Quiero decir, ¿se le presentan normalmente y de una forma tan súbita señoras ancianas ricas diciendo que quieren hacer un nuevo testamento secreto del que no quieren que se enteren sus familias? ¿No debería de haber intentado disuadirla de ello? Podría haberse tratado de un capricho impulsivo que se nos ha echado encima porque ella murió de modo inesperado. La gente está diciendo que yo usé una influencia indebida.

Él hizo girar el lápiz entre los dedos.

– No fue nada impulsivo. Vino a verme por primera vez hace tres meses y, sí, de hecho intenté disuadirla. Yo señalé que, como regla general, es mejor dejar el dinero de la familia dentro de la familia por mucha antipatía que una persona sienta por sus hijos. Argumenté, sin ningún éxito, que ella no debía de considerar la fortuna Cavendish como suya propia sino como una especie de fideicomiso heredado que debía pasar a las generaciones sucesivas. -Se encogió de hombros-. No quiso saber nada. Así que intenté persuadirla de que primero lo comentara con usted, pero me temo que tampoco quiso saber nada de eso. Se mostró bastante intransigente respecto a que usted debía heredar pero no debía saberlo con antelación. Para que conste, y tal y como se lo he dicho a la policía, quedé convencido de que no había para nada ninguna influencia indebida.

Sarah estaba espantada.

– Tres meses -repitió-. ¿Le ha dicho eso a la policía?

Él asintió con la cabeza.

– Ellos también estaban trabajando sobre la teoría de que se trataba de un capricho repentino.

Ella se llevó los dedos temblorosos a los labios.

– Yo casi podría demostrar que no podría haberlo sabido si ella hubiese hecho el testamento dos días antes de morir. No hay forma de que pueda demostrar ignorarlo si había estado planeándolo durante tres meses.

John Hapgood, el director del banco, se aclaró la garganta.

– A mí me parece, doctora Blakeney, que está concentrándose usted en el problema por completo equivocado. La noche en que la señora Gillespie murió era sábado, si no recuerdo mal. ¿Dónde estaba usted esa noche y qué estaba haciendo? Establezcamos si usted necesita demostrar su ignorancia respecto al legado.

– Estaba en casa, de guardia. Lo comprobé al enterarme del testamento.

– ¿Recibió alguna llamada?

– Sólo una, poco después de las ocho. No se trataba de nada serio, así que lo solucioné por teléfono.

– ¿Estaba su esposo con usted?

– No, ese fin de semana se encontraba en Stratford. No había nadie conmigo. -Le sonrió débilmente-. No soy una completa imbécil, señor Hapgood. Si tuviera una coartada ya la habría presentado, a estas alturas.

– En ese caso, pienso que debe tener más fe en la policía, doctora Blakeney. A pesar de lo que lea en los periódicos, es probable que continúe siendo la mejor del mundo.

Ella lo estudió con aire divertido.

– Puede que tenga usted razón, señor Hapgood, pero, personalmente, no tengo ninguna fe en mi capacidad para demostrar que no maté a Mathilda por su dinero, y tengo la desagradable sensación de que la policía lo sabe. -Alzó los dedos y contó un punto tras otro-. Tenía un móvil, tenía la oportunidad y proporcioné al menos la mitad de los medios. -Sus ojos destellaron-. Por si usted no lo sabía, estaba drogada con los barbitúricos que yo le prescribí, antes de que le hicieran las incisiones en las muñecas. Encima de todo eso, trabajé doce meses en un departamento de patología porque estaba considerando la carrera forense antes de convertirme en médico de cabecera, así que si alguien sabría cómo falsificar un suicidio, ésa sería yo. Ahora déme un buen argumento que pueda citar en mi defensa cuando la policía se decida a arrestarme.

Él apoyó el mentón sobre los dedos entrelazados.

– Es un problema interesante, ¿verdad? -Sus cejas blancas se juntaron en un feroz ceño fruncido-. ¿Qué estuvo haciendo ese sábado?

– Lo habitual. Jardinería, tareas domésticas. Creo que la mayor parte de ese sábado la dediqué a podar las rosas.

– ¿La vio alguien?

– ¿Qué diferencia habría si alguien me hubiese visto o no? -Hablaba con considerable irritación-. Mathilda fue asesinada en algún momento de la noche, y desde luego yo no estaba haciendo jardinería a oscuras.

– ¿Qué estaba haciendo?

«Maldiciendo a Jack. Sintiendo compasión por mí misma.»

– Estuve pintando uno de los dormitorios.

– ¿Después de trabajar en el jardín durante todo el día?

– Alguien tenía que hacerlo -replicó ella con tono cortante.

Se produjo un corto silencio.

– Resulta obvio que es usted una trabajoadicta -comentó el señor Hapgood con suavidad. Le recordaba a su esposa, siempre en movimiento, siempre inquieta, sin detenerse nunca lo bastante como para darse cuenta de adonde iba.

Sarah le dedicó una débil sonrisa.

– La mayoría de las mujeres lo somos. No podemos quitarnos de encima la responsabilidad de la casa con un simple encogimiento de hombros sólo porque queramos tener una carrera. Nos llevamos la peor parte de ambos mundos cuando nos disponemos a irrumpir en los bastiones de los hombres. -Se presionó los ojos cansados con el pulgar y el índice-. Mire, nada de esto es relevante para esta reunión. Hasta donde soy capaz de ver, Mathilda me ha puesto en una situación imposible. Haga lo que haga se me cargará con la culpa por su hija y su nieta. ¿No existe ninguna manera mediante la que yo pueda simplemente apartarme del problema y dejarlas que lo decidan luchando entre ellas?

– No hay nada que le impida devolvérselo a ellas en forma de regalo -dijo Duggan-, una vez que sea suyo. Pero eso sería usar el dinero de una forma muy ineficaz. Los impuestos resultarían colosales. -Le sonrió con expresión de disculpa-. También sería oponerse de forma abierta a los deseos de la señora Gillespie. Cualesquiera sean las incorrecciones o correcciones del caso, ella no quería que ni la señora Lascelles ni la señorita Lascelles heredaran sus bienes.

Keith recogió su maletín.

– ¿Hay alguna prisa para que la doctora Blakeney tome la decisión -preguntó, razonable-, o puedo sugerir que dejemos el tema en suspenso durante una o dos semanas más hasta que la policía resuelva el caso en uno u otro sentido? No puedo evitar la sensación de que a la doctora Blakeney le resultará más fácil tomar una decisión una vez se haya celebrado la vista previa.

Y así se acordó, aunque para Sarah no fue más que posponer una decisión que ya había tomado.


Keith y Sarah almorzaron en un pequeño restaurante que había al pie de la colina. Keith la contempló por encima del borde de su copa de vino.

– ¿Eso fue una actuación, o tienes de verdad miedo de que te arresten?

Sarah se encogió de hombros.

– ¿Importa eso?

Él pensó en lo profundamente que le había afectado a ella la marcha de Jack. Nunca antes se había encontrado con la amargura de Sarah.

– Por supuesto que importa -dijo sin rodeos-. Estás preocupada, así que te sugiero acompañarte ahora y aclarar las cosas con la policía. ¿Qué sentido tiene desgarrarte por algo que podría no suceder nunca?

Ella le sonrió apenas.

– Era una actuación -dijo-. Me sentía muy harta de que hablaran de mí como si no estuviera presente. Podría haber estado tan muerta como Mathilda. Es el dinero lo que los emociona.

Era injusto, pensó él. Los dos hombres se habían tomado muchas molestias para solidarizarse con Sarah en la difícil situación en que se encontraba, pero ella estaba decidida a ver a todo el mundo como enemigo. «¿Incluido él mismo?» Imposible juzgar. Hizo girar la copa dejando que las suaves luces de pared relumbraran a través del vino.

– ¿Quieres que vuelva Jack? ¿Por eso estás tan enojada? ¿O sólo estás celosa porque ha encontrado a otra?

Sarah volvió a sonreír, una sonrisa amarga que le torció un poco la boca.

– No, Keith. He tenido celos durante años. Celos de su arte, celos de sus mujeres, celos de su talento, celos de él y de su habilidad para deslumbrar a todas las personas que conoce. Lo que siento ahora no se parece en nada a los celos que experimentaba antes. Tal vez estén ahí pero, si lo están, se encuentran tan sepultados debajo de otras muchísimas emociones, que resulta difícil identificarlos.

Keith frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir con su habilidad para deslumbrar a todas las personas que conoce? Yo no puedo soportar a ese hombre, nunca he sido capaz de aguantarlo.

– Pero piensas en él. Sobre todo con irritación y enojo, supongo, pero piensas en él. ¿En cuántos hombres te detienes a pensar con la compulsión que lo haces en el caso de Jack? El policía que va tras mi pista lo expresó con bastante acierto; dijo: «Deja algo así como un vacío tras de sí». -Sostuvo la mirada de Keith-. Constituye una de las mejores descripciones que jamás haya oído de él, porque es verdad. En este momento yo vivo en un vacío y no me gusta. Por primera vez en mi vida no sé qué hacer y eso me asusta.

– En ese caso, reduce las pérdidas y formaliza la separación. Toma la decisión de volver a empezar. La incertidumbre es atemorizadora. La certidumbre nunca lo es.

Con un suspiro, ella apartó el plato a un lado.

– Hablas como mi madre. Tiene una homilía para todas las situaciones, y me pone furiosa. Intenta decirle a un condenado que la certidumbre no es atemorizadora. Dudo de que se muestre de acuerdo contigo.

Keith pidió la cuenta por señas.

– A riesgo de manchar otra vez mi cuaderno, te sugiero que vayas a dar un largo paseo junto al mar y te quites las telarañas de la cabeza. Estás permitiendo que los sentimientos enturbien tu capacidad de juicio. Hay sólo dos cosas que deben recordarse en los momentos como éste: una, fuiste tú quien le dijo a Jack que se marchara, no él a tí; y dos, tenías buenas razones para hacerlo. Por muy sola, rechazada o celosa que te sientas ahora, eso no puede afectar el problema central, a saber, que tú y Jack no os lleváis bien como marido y mujer. Mi consejo es que te busques un esposo decente que te apoye cuando lo necesites.

Ella rió de modo súbito.

– No hay mucha esperanza de eso. Los decentes están todos comprometidos.

– ¿Y quién tiene la culpa de eso? Tuviste tu oportunidad, pero decidiste no aprovecharla. -Le entregó una tarjeta de crédito a la camarera, la observó alejarse hacia la barra, y luego volvió su mirada hacia Sarah-. Supongo que nunca sabrás el daño que me causastes, a menos que el dolor que sientes ahora se parezca en algo al que yo sentí entonces.

Ella no respondió de inmediato.

– ¿Quién está poniéndose sentimental, ahora? -dijo al fin, pero él creyó ver humedad en sus pestañas-. Has olvidado que sólo me encontraste de verdad deseable después de haberme perdido, y que para entonces era ya demasiado tarde.

Y lo trágico es que sabía que ella tenía razón.


La puerta de Cedar House se abrió unos quince centímetros en respuesta al timbrazo de Keith. Él sonrió de modo agradable.

– ¿La señora Lascelles?

Un diminuto fruncimiento arrugó el ceño de ella.

– Sí.

– Soy el abogado de Jack Blakeney. Me han dicho que se aloja aquí.

La mujer no respondió.

– ¿Puedo entrar y hablar con él? He venido especialmente desde Londres.

– No está aquí en este momento.

– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo? Es importante. Ella se encogió de hombros Con indiferencia.

– ¿Cómo se llama usted? Le diré que ha venido.

– Keith Smollett.

Ella cerró la puerta.


Violet Orloff, parapetada tras la esquina de la casa, lo llamó por señas cuando regresaba al coche.

– De verdad espero que no vaya usted a pensar que estoy interfiriendo -dijo en voz baja-, pero no he podido evitar oír lo que decía. Ella está de un humor extraño en este momento, no querrá hablar con nadie, y si ha venido especialmente desde Londres… -Dejó el resto de la frase en suspenso.

Keith asintió con la cabeza.

– Es verdad, así que si usted puede decirme dónde está Jack, le quedaré muy agradecido.

Ella echó una nerviosa mirada de soslayo hacia la puerta de Joanna, y luego le hizo un gesto rápido hacia el sendero que rodeaba la esquina más alejada de la casa.

– En el jardín -susurró-. En el cenador. Está usándolo como estudio. -Sacudió la cabeza-. Pero no le diga a ella que yo se lo dije. Yo pensaba que la lengua de Mathilda era maliciosa, pero la de Joanna… -alzó los ojos al cielo-, llama homosexual al señor Blakeney. -Ella le hizo un gesto para que se marchara-. Ahora, dése prisa, o ella lo verá hablando conmigo y Duncan se pondrá furioso. Tiene mucho miedo, ¿sabe?

Algo perplejo por el excéntrico comportamiento, Keith le dio las gracias con un gesto y siguió el mismo sendero que Sarah había recorrido con Ruth. A pesar del frío, las puertas del cenador se hallaban abiertas y pudo oír a una mujer que cantaba una canción de Cole Porter al aproximarse a través del césped. La voz era inconfundible, rica y obsesionante, con un simple acompañamiento de piano.

Every time you say goodbye, I die a little,

Every time you say goodbye, I wonder why a little,

Why the gods above me, who must be in the know,

Think so little of me they allow you to go…

Keith se detuvo en la entrada.

– ¿Desde cuando eres tú un fan de Cleo Laine, Jack? Pensaba que era Sarah la aficionada. -Pulsó el botón de eyección de la grabadora y sacó la cinta para leer la letra manuscrita en la etiqueta frontal-. Bueno, bueno. A menos que esté muy equivocado, ésta es la que yo le grabé antes de que os casarais. ¿Sabe ella que la tienes tú?

Jack lo estudió a través de ojos entrecerrados. Estaba a punto de decirle que se tranquilizara, respuesta que por costumbre daba a las invariables observaciones críticas de Smollett, cuando se lo pensó mejor. Por una vez, se sintió complacido de ver al pomposo bastardo. De hecho, admitió para sí, se sentía tan condenadamente complacido como para cambiar el hábito de los últimos seis años y recibirlo como amigo en lugar de como a un íncubo rompematrimonios. Metió el pincel en un jarro con trementina y se limpió las manos con la parte frontal del jersey, presentándole una palma manchada de pintura como ofrenda de paz.

– Supongo que te ha enviado Sarah.

Keith fingió no ver la mano y en cambio contempló el saco de dormir abandonado en un desordenado montón en una esquina, y luego desplazó una silla.

– No -dijo al tiempo que se sentaba-. La he dejado en Poole. No sabe que estoy aquí. He venido para intentar hablar y meterte dentro un poco de sensatez. -Estudió detenidamente el retrato-. La señora Lascelles, supongo.

Jack cruzó los brazos.

– ¿Qué te parece?

– ¿Ella o el retrato?

– Ambas cosas.

– Sólo he visto quince centímetros de ella a través de la rendija de la puerta. -Inclinó la cabeza a un lado para examinar el cuadro-. Te has pasado bastante con los púrpuras. ¿Qué es, una ninfómana? ¿O se trata de un espejismo tuyo?

Jack se sentó con delicadeza en la silla que había delante de Keith -el frío y las maderas del piso estaban haciendo estragos en los músculos de su espalda-, y se preguntó si lo caballeresco sería atizarle a Keith en las narices ahora, o esperar a que el hombre estuviera en guardia.

– No siempre -replicó, respondiendo a la pregunta con seriedad-; sólo cuando está drogada.

Keith digirió esto en silencio durante un momento.

– ¿Se lo has dicho a la policía?

– ¿Si les he dicho qué?

– Que es una drogadicta.

– No.

– En ese caso, pienso que en general sería mejor que no me lo hubieses contado y que yo nunca lo hubiese oído.

– ¿Por qué?

– Porque yo estoy del lado de la ley y el orden y no tengo tu libertad para comportarme como me dé la gana.

– No culpes a tu profesión de tu falta de libertad, Smollett -gruñó Jack-. Cúlpate a mismo por venderte. -Hizo un gesto con la cabeza hacia la casa-. Necesita ayuda y la mejor persona para proporcionársela es la única que ella no quiere ver. Sarah, en otras palabras. ¿De qué le va a servir a ella un policía?

– Podría evitar que cometiese otro asesinato.

Pensativo, Jack se frotó el mentón sin afeitar.

– Lo que significa que si es lo bastante degenerada como para consumir drogas, es ipso facto lo bastante degenerada como para matar a su madre. Eso es una mierda, y tú lo sabes.

– Eso le proporciona un móvil visible condenadamente mejor que el que le han cargado a Sarah. Resulta caro alimentar un hábito, por no mencionar los efectos que tiene sobre la personalidad. Si no mató a la vieja por dinero, es probable que resulte lo bastante impredecible como para haberlo hecho por una furia repentina.

– Tampoco tendrías ningún escrúpulo en meterle ese disparate en la cabeza a un abogado de tribunales, ¿verdad? -murmuró Jack.

– Ningún escrúpulo en absoluto, en especial si es el cuello de Sarah el que está al final. -Keith le dio vueltas al cásete entre los dedos, luego tendió la mano para dejarlo junto a la grabadora-. Supongo que sabes que está enferma de preocupación por la posibilidad de perder sus pacientes y ser arrestada por asesinato, mientras tú estás aquí, embobado con una drogadicta ninfómana. ¿Dónde está tu lealtad, hombre?

¿Ésas eran palabras de Sarah?, se preguntó Jack. Esperaba que no. «Embobado» no era una palabra que reconociera como parte del vocabulario de ella. Sarah tenía demasiado respeto por sí misma. Le dedicó un bostezo prodigioso.

– ¿Quiere Sarah que yo regrese? ¿Por eso estás aquí? No me importa admitir que estoy bastante harto de congelarme los cojones en esta miserable humedad.

Keith respiró profundamente por la nariz.

– Yo no sé lo que ella quiere -replicó mientras apretaba los puños sobre las piernas-. He venido aquí porque tenía la absurda idea de que tú y yo podríamos hablar acerca de este lío de una manera adulta sin que ninguno de los dos pinchara al otro. Debería de haber sabido que era imposible.

Jack entrecerró los ojos mirando los puños apretados mientras dudaba de que pudiera provocarse a Keith hasta el punto de usarlos.

– ¿Te ha contado ella por qué quiere el divorcio?

– No con precisión.

Jack entrelazó las manos detrás de la cabeza y miró al techo.

– Se puso en contra de mí desde que tuvo que arreglar un aborto para mi amante. Las cosas han ido de mal en peor desde entonces.

Keith se sintió genuinamente escandalizado. Eso sí que explicaba bien la amargura de Sarah. Con una sacudida de cabeza, se levantó de la silla y terriblemente furioso se detuvo junto a la puerta, mirando hacia el jardín.

– Si no estuviera tan seguro de que perdería, te invitaría ahí fuera para darte una paliza. Eres una mierda, Jack. ¡Jesús! -dijo mientras penetraba en él el pleno significado de lo que el hombre había dicho-. Tuviste el jodido valor de hacer que Sarah asesinase a tu bebé. Es tan condenadamente perverso que apenas puedo creerlo. Es tu esposa, no una mezquina abortista de callejón que sacrifica al por mayor a cambio de dinero. No me extraña que quiera el divorcio. ¿No tienes ni la más mínima sensibilidad?

– Está claro que no -replicó Jack, impasible.

– Yo le advertí que no se casara contigo. -Se volvió aporreando el aire con un dedo porque no tenía el valor para aporrear a Jack con un puño-. Sabía que no duraría, le dije con toda exactitud lo que debía esperar, qué clase de hombre eras, cuántas mujeres habías usado y desechado. Pero no esto. Esto nunca. ¿Cómo pudiste hacer algo semejante? -Estaba casi llorando-. Maldición, yo ni siquiera le hubiese vuelto la espalda al bebé, pero hacer a tu propia esposa responsable de su asesinato… ¡Estás enfermo! ¿Lo sabes? Eres un hombre enfermo.

– Dicho de esa manera, estoy bastante de acuerdo contigo.

– Si me salgo con la mía no sacarás ni un penique del divorcio -dijo con ferocidad-. Te darás cuenta de que voy a contarle esto y asegurarme de que lo use en los tribunales.

– Confío en que lo hagas.

Los ojos de Keith se cerraron con suspicacia.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Significa, Smollett, que espero que repitas al pie de la letra cada palabra de esta conversación. -Su expresión era impenetrable-. Ahora, hazme un favor y lárgate antes de que haga algo que podría lamentar más tarde. Las amistades de Sarah son por completo asunto suyo, por supuesto, pero admito que nunca he comprendido por qué siempre atrae a hombrecillos dominantes que creen que ella es vulnerable. -Cogió la cinta, volvió a meterla en la grabadora y pulsó la tecla «play».

Esta vez fue I never went away, de Richard Rodney Bennett, la que flotó en melancólico esplendor a través del aire.

No matter where I travelled to,

I never went away from you…

I never went away…

Jack cerró los ojos.

– Ahora lárgate -murmuró-, antes de que te arranque los brazos. Y no olvides mencionar el saco de dormir. Eso es un buen muchacho.

Duncan y Violet Orloff son la pareja más absurda. Han pasado toda la tarde en el césped, Duncan profundamente dormido y Violet gorgojeándole una monserga interminable. Ella es como un pajarillo maníaco, girando de modo constante la cabeza de un lado a otro por miedo a los predadores. Como resultado, no miró ni una sola vez a Duncan, y era por completo inconsciente del hecho de que él no estaba escuchando ni una sola palabra de lo que le decía. No puedo decir que lo culpe por actuar así. Violet era una cabeza hueca cuando niña y la edad no la ha mejorado. Todavía no he podido decidir si fue una idea buena o mala la de ofrecerles Wing Cottage cuando Violet escribió para contarme que habían decidido pasar su retiro en Fontwell. «Deseamos tanto volver a casa», fue su forma espantosamente sentimental de expresarlo. El dinero me resultó muy útil, por supuesto -el apartamento de Joanna fue un gasto escandaloso, como lo es la educación de Ruth- pero, tomándolo todo en consideración, debería evitarse tener vecinos. Es una relación que con demasiada facilidad podría descender hasta una intimidad forzada. Violet se propasó la semana pasada y me llamó «cariño», y luego entró en un paroxismo de histeria cuando yo se lo señalé, golpeándose el pecho con las manos y aullando como una campesina. Fue un espectáculo de lo más repugnante. Me inclino a pensar que está volviéndose senil.

Duncan, por supuesto, es harina de un costal muy diferente. El ingenio todavía está allí, aunque un poco menos en forma debido a la falta de práctica. Apenas puede extrañar cuando ha estado embotándose contra la tabla que Violet tiene por cerebro. A veces me pregunto cuánto recordarán del pasado. Me preocupa que un día Violet regañe a Joanna o Ruth y levante perdices que estarían mejor en tierra. Todos compartimos demasiados secretos.

Hace poco he releído mis primeros diarios y descubierto, un poco para disgusto mío, que le dije a Violet una semana antes de su boda que su matrimonio nunca duraría. Si la pobre criatura tuviese sentido del humor, podría reclamar con razón la última carcajada…

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