Jones tamborileó la mesa con los dedos, impaciente.
– Usted le dijo al sargento que estaba con una actriz en Stratford la noche en que fue asesinada la señora Gillespie. No lo estaba. Lo hemos comprobado. La señorita Bennedict dice… -consultó una hoja de papel-, que lo verá en el infierno antes de permitirle que vuelva a acercársele.
– Es verdad. -Le dedicó una sonrisa afable-. No le gustó el retrato que le hice. Me ha tenido manía desde entonces.
– Si es así, ¿por qué la mencionó como coartada?
– Porque ya le había dicho a Sarah que me encontraba allí, y ella estaba escuchando cuando me lo preguntó el sargento.
Charlie frunció el entrecejo pero lo dejó correr.
– ¿Dónde estaba, entonces, si no se encontraba en Stratford?
– En Cheltenham. -Entrelazó las manos y contempló el techo.
– ¿Puede demostrarlo?
– Sí. -Dictó un número de teléfono-. En la casa del padre de Sarah. Él confirmará que yo estuve allí desde las seis de la tarde del viernes hasta la medianoche del sábado. -Le echó una perezosa mirada al inspector-. Es juez de paz, así que puede estar bastante seguro de que no mentirá.
– ¿Qué estaba haciendo allí?
– Fui a verlo por la ligera posibilidad de que tuviera algo que yo pudiese mostrarle a Mathilda, que demostrase que Sarah no era la hija de ella. Sabía que podía hablar con bastante libertad sin que se pusiera a charlar al respecto. Si hubiera abordado a la madre, habría llamado a Sarah con la velocidad del rayo, y entonces la cosa habría quedado al descubierto y Sarah exigido saber por qué yo quería una prueba de que no era adoptada. Por el mismo motivo, habría preguntado por qué iba a ver a su padre, así que le dije que me había quedado con Sally, para despistar. -De pronto pareció pensativo-. No es lo más inteligente que he hecho en mi vida.
Charlie hizo caso omiso de la observación.
– ¿Le dio el padre de ella la prueba que buscaba?
– No. Dijo que no tenía nada y que yo tendría que hablar con la madre. Estaba planeando hacer de tripas corazón e ir a verla el fin de semana siguiente, pero el lunes Mathilda estaba muerta y a nadie le importaba ya.
– ¿Y todavía no se lo ha contado a su esposa?
– No.
– ¿Por qué no?
– Le prometí a Mathilda que no lo haría -replicó con calma-. Si hubiese querido que Sarah supiera lo que ella creía, se lo habría dicho ella misma en la grabación de vídeo.
– ¿Tiene alguna idea de por qué no lo hizo?
Jack se encogió de hombros.
– Supongo que porque tampoco iba a decírselo en vida. Tenía demasiados secretos que pensaba que quedarían al descubierto si reclamaba a Sarah como hija suya… y, seamos realistas, tenía razón. Fíjese en lo que Tommy ha desenterrado ya.
– Habría sido desenterrado de todas formas. Era inevitable que la gente hiciera preguntas en el instante en que se enteraran de que le había dejado su dinero a la doctora.
– Pero ella no habría esperado que la policía le interrogara porque no sabía que iba a ser asesinada. Y, por lo que yo puedo conjeturar, por lo que Sarah me ha contado de la grabación de vídeo, hizo todo lo que pudo para advertir a Joanna y Ruth de que abandonaran la idea de presentar una contrarreclamación, por el sistema de dejar caer las bastantes insinuaciones fuertes acerca de sus estilos de vida como para proporcionarle al abogado de Sarah un triunfo si las cosas llegaban alguna vez a los tribunales. -Volvió a encogerse de hombros-. La única razón por la que cualquiera de ellas se siente confiada respecto a impugnar el testamento, es porque Mathilda fue asesinada. Cualquier cosa que ellas hayan hecho palidece hasta la insignificancia comparada con eso.
Cooper despertó a la vida y su voz tronó.
– Pero la grabación está llena de mentiras, en particular por lo que se relaciona con el tío y el esposo de ella. La señora Gillespie insinúa que fue víctima de ambos, pero la señora Marriott cuenta una historia muy distinta. Describe a una mujer que era lo bastante despiadada como para hacer chantaje y asesinar cuando le convenía. Así que, ¿cuál de las dos es la verdadera?
Jack se volvió para mirarlo.
– No lo sé. Ambas, probablemente. No sería ella la primera víctima que devuelve el golpe.
– ¿Qué hay de ese asunto de la debilidad mental del tío de ella? En la grabación lo describe como un bruto borracho que la violó cuando ella tenía trece años, y sin embargo la señora Marriott dice que era bastante patético. Explíqueme eso.
– No puedo. Mathilda nunca habló conmigo de eso. Lo único que sé es que tenía un profundo miedo de su incapacidad para sentir afecto, y que cuando le presenté el retrato con las cicatrices dejadas por la mordaza, ella estalló en lágrimas y dijo que yo era la primera persona que le manifestaba compasión. Yo preferí interpretar eso en el sentido de que era la primera persona que la veía como una víctima, pero podría haberme equivocado. Eso tendrá que decidirlo usted mismo.
– No tendríamos que hacerlo si pudiéramos encontrar los diarios de ella -dijo Cooper.
Jack no dijo nada y la habitación quedó en silencio, donde sólo el girar de la cinta magnetofónica alteraba la completa perplejidad que al menos dos de los presentes estaban experimentando. Jones, que había abordado esta entrevista con la confiada expectativa de que Jack Blakeney pasaría la noche en una celda de la policía, estaba cayendo presa de la misma ambivalencia discapacitadora que siempre había sentido Cooper hacia este hombre.
– ¿Por qué le dijo esta mañana a la señora Lascelles que había asesinado a su madre, si ya tenía una coartada para la noche en que murió la señora Gillespie? -preguntó al fin, mientras revolvía los papeles que tenía delante.
– No lo hice.
– En este informe ella dice que sí.
– No lo hice.
– Ella dice que sí.
– Ella dijo lo que creyó. Eso es por completo diferente.
Jones meditó durante un momento. Tenía la desagradable sensación de que recibiría una respuesta casi tan concisa a su siguiente pregunta, pero la formuló de todas formas.
– ¿Por qué intentó asesinar a la señora Lascelles?
– No lo hice.
– Ella dice, y cito sus palabras: «Jack Blakeney me empujó contra la pared y comenzó a estrangularme. Si Violet no lo hubiese interrumpido, me habría matado». ¿Está mintiendo?
– No. Está diciendo lo que cree.
– Pero no es verdad.
– No.
– ¿Usted no estaba intentando estrangularla?
– No.
– Tengo que decirle, señor Blakeney, que, según este informe, ella tenía marcas de estrangulamiento en el cuello cuando llegó a Cedar House el coche que respondió a la llamada del nueve-nueve-nueve. Por lo tanto, alguien intentó estrangularla, y ella dice que ese alguien era usted. -Hizo una pausa, invitando a Jack a responder. Cuando no lo hizo, intentó un ángulo diferente-. ¿Se encontraba usted en Cedar House a aproximadamente las diez y media de esta mañana?
– Sí.
– ¿Puso la mano en torno a la garganta de la señora Lascelles?
– Sí.
– ¿Está justificada la creencia de ella de que usted estaba intentando estrangularla?
– Sí.
– ¿Estaba intentando usted estrangularla?
– No.
– Entonces, explíqueme. ¿Qué demonios estaba haciendo?
– Demostrándoles a todos ustedes en qué habían estado equivocándose otra vez. Se lo advierto, no es la cosa más sensata que he hecho en mi vida, pero no la habría hecho si no me hubiera sacado de quicio ese imbécil de inspector de la noche pasada. -Sus ojos se entrecerraron con enojo ante el recuerdo-. Me importa un comino mi propia persona, de hecho casi espero que decida procesarme y concederme mi día de gloria en el tribunal, pero sí que me importa Sarah, y me importa muchísimo Ruth, en este momento. Las trató a las dos como si fueran mierda y yo decidí que ya era suficiente. Joanna ya no puede salvarse, por lo que sospecho, pero su hija sí, y quiero que la pobre cría quede en libertad para poner todo este jodido enredo horrible a sus espaldas. -Respiró con enojo-. Así que anoche me senté e hice lo que deberían de haber hecho ustedes, averigüé quién había matado a Mathilda y por qué. Y créame, no resultó difícil.
Charlie sí le creía. Al igual que Cooper, comenzaba e encontrar irresistible a Jack.
– La señora Lascelles -dijo con convicción-. Ella siempre ha sido la primera de la lista.
– No, y esta mañana me convencí de eso. Estoy de acuerdo en que es muy capaz de hacerlo. Tenía una personalidad casi idéntica a la de su madre, y si Mathilda podía asesinar para conseguir lo que quería, entonces Joanna también podía. Uno no crece en una atmósfera de trastornos extremos y emerge normal al final de ello. Pero la relación de Joanna con Mathilda era muy ambivalente. A pesar de todo, sospecho que en realidad se tenían bastante cariño. Tal vez, cosa bastante sencilla, su cariño se fundaba en el mutuo entendimiento, el diablo conocido es mejor que el diablo por conocer.
– De acuerdo -dijo Charlie, patético-. Entonces, ¿quién mató a la señora Gillespie?
– No puedo demostrarlo, eso es trabajo de ustedes. Lo único que puedo hacer es llevarlos a través del razonamiento que hice anoche. -Se tomó un momento para organizar sus pensamientos-. Ustedes se han concentrado por completo sobre Sarah, yo, Joanna y Ruth -dijo-, y todo por causa del testamento. Cosa que no deja de ser razonable, dadas las circunstancias… pero si nos sacan de la ecuación el equilibrio de probabilidades cambia. Así que supongamos que no la mataron por dinero y continuemos a partir de eso. Bien, tampoco creo que la mataran por enojo. El enojo es una emoción violenta, vehemente, y su muerte fue demasiado bien planeada y demasiado meticulosa. Demasiado simbólica. Quienquiera que la matara, bien podría estar enfadado o enfadada con ella, pero no lo hizo porque se le acabara finalmente la paciencia. -Miró a Jones, que asintió con la cabeza-. ¿Todo lo cual nos deja con qué? ¿Odio? Ciertamente, había mucha gente que le tenía antipatía, pero como ninguno de ellos la había matado antes, ¿por qué iban a decidir hacerlo entonces? ¿Celos? -Se encogió de hombros con un gesto elocuente-. ¿De qué podía sentirse celos? Prácticamente era una reclusa, y no puedo creer que Jane Marriott haya guardado sus celos durante años para que hicieran erupción de pronto el pasado noviembre. Así que, a riesgo de decir lo que es obvio, Mathilda tiene que haber sido asesinada porque alguien quería quitarla de en medio.
Jones tuvo dificultades para que el sarcasmo no aflorara a su voz.
– Creo que podemos estar de acuerdo en eso -dijo.
Jack lo miró con fijeza durante un momento.
– Sí pero, ¿por qué? ¿Por qué ese alguien quería quitarla de en medio? ¿Qué había hecho o qué iba a hacer que motivara que había que matarla? Ésa es la pregunta que ustedes nunca hicieron, fuera del contexto del testamento.
– Porque a mí no me resulta tan fácil, como al parecer se lo resulta a usted, hacer caso omiso del mismo.
– Pero es sólo un testamento. Millares de personas los hacen cada semana, y millares de personas mueren cada semana. El hecho de que el de Mathilda fuera insólitamente radical se vuelve por completo irrelevante si nos absuelve a Joanna, a Ruth, a Sarah y a mí de su muerte. Nadie más resulta afectado por la forma que escogió ella de legar su dinero.
Cooper se aclaró la garganta.
– Tiene bastante razón, Charlie.
– De acuerdo -concedió el otro-. ¿Por qué la mataron, entonces?
– No lo sé.
Charlie alzó los ojos al cielo.
– ¡Que Dios me dé fuerzas! -gruñó con tono salvaje.
Cooper rió entre dientes para sí.
– Continúe, Jack, antes de que le provoque una apoplejía al pobre hombre -sugirió-. A todos está acabándosenos la paciencia en este asunto. Digamos que el testamento no fue el móvil y que ni las mujeres Lascelles ni usted ni su esposa estuvieron implicados. ¿Dónde nos deja eso?
– En Mathilda con la mordaza puesta. ¿Por qué? ¿Y por qué tenía medio bosque cuidadosamente entrelazado con ella? ¿No es eso lo que lo persuadió a usted de que no era suicidio?
Cooper asintió con la cabeza.
– En ese caso, la conclusión lógica es que el asesino nunca tuvo intención de hacerles creer que era un suicidio. Significa que no estamos hablando de un estúpido, estamos hablando de finura y arreglo cuidadoso. Mi conjetura es que alguien que conocía a Mathilda pensó que Sarah era su hija, sabía que tanto Mathilda como Joanna habían sido condicionadas por la mordaza durante su infancia, sabía que Joanna era florista, y sabía también que «mordaza de la chismosa» era el apodo con que Mathilda llamaba a Sarah. De ahí el artilugio que llevaba en la cabeza y la imaginería estilo Rey Lear. Si eso lo unen al hecho de que Ruth estuvo ese día en la casa, el objetivo tuvo que haber sido, con total seguridad, el concentrar la atención de ustedes sobre Sarah, Joanna y Ruth: en otras palabras, las tres hijas de Lear. Y eso es, con toda exactitud, lo que sucedió, aunque fuera el testamento el que los hizo pensar a lo largo de esas líneas porque confundieron el simbolismo con la diadema de plantas silvestres de Ofelia. No deben olvidar lo bien que Mathilda guardó el secreto de su testamento. Por lo que todo el mundo sabía, Joanna y Ruth iban a compartir la herencia entre ambas. La posible reclamación de Sarah como la hija perdida hace tiempo, no fue más que un comodín cuando el asesinato tuvo lugar así que, para el asesino, constituyó una especie de beneficio extra.
Charlie frunció el ceño.
– Continúo sin entenderlo. ¿Se suponía que debíamos arrestar a una de ellas? ¿Y a cuál? Lo que quiero decir es: ¿señalaban a su esposa por la mordaza, señalaban a Joanna por las flores o señalaban a Ruth porque había estado en la casa?
Jack se encogió de hombros.
– Yo diría que ahí reside el asunto. Importa un comino, siempre y cuando concentren ustedes su atención sobre ellas.
– Pero ¿por qué? -gruñó Charlie a través de los dientes apretados.
Jack miró con impotencia a Cooper.
– Existe una sola razón que yo pueda ver, pero tal vez estoy por completo equivocado. ¡Maldición del infierno! -estalló con enojo-. Yo no soy un experto.
– Confusión -dijo Cooper, valiente, un hombre en el que siempre se podía confiar-. El asesino quería la muerte de la señora Gillespie y la confusión a título seguido. ¿Y por qué iba a querer la confusión a título seguido? Porque resultaría muchísimo más difícil proceder con cualquier tipo de normalidad si el lío que rodeaba a la muerte de la señora Gillespie no se aclaraba.
Jack asintió con la cabeza.
– A mí me parece lógico.
Ahora le tocaba a Charlie el turno de perderse en los arrebatos imaginativos de Cooper.
– ¿Qué normalidad?
– La normalidad que sigue a la muerte -replicó con lentitud-. Los testamentos, en otras palabras. Alguien quería que se demorase el legado de la señora Gillespie. -Pensó durante un momento-. Digamos que estaba a punto de embarcarse en algo que a alguna otra persona no le gustaba, así que acabaron con ella antes de que pudiera hacerlo. Pero digamos también que lo que fuese podría ser llevado a cabo en su beneficiaría en el instante en que entrara en posesión del legado. Con un poco de ingenio, uno arroja una llave inglesa en las máquinas señalando a las legatarias más obvias, y hace que el proceso se detenga. ¿Qué tal suena eso?
– Complicado -replicó Charlie con acritud.
– Pero lo importante era detener a Mathilda -dijo Jack-. El resto fue instinto imaginativo que podía o no funcionar. Piense en ello como en una aventura especulativa que, con un poco de suerte, produce beneficios.
– Pero eso vuelve a llevarnos a la casilla de salida -comentó Cooper con lentitud-. Quienquiera que la haya matado la conocía bien, y si excluimos a los cuatro que la conocían mejor, eso nos deja con… -se presionó los ojos con los dedos en profunda concentración-, el señor y la señora Spede, el señor y la señora Marriott, y James Gillespie.
– Puede hacerlo mejor que eso, Cooper -dijo Jack con impaciencia-. Los Spede son almas simples que nunca podrían haber imaginado lo del Rey Lear ni en un millón de años; Paul y Jane Marriott han eludido a Mathilda como si fuera la peste durante años, así que es probable que no supieran cómo moverse por la casa, ni mucho menos sabrían dónde guardaba el cuchillo Stanley; y, por lo que yo tengo entendido, si Duggan le contó la verdad a Sarah, en lugar de intentar retrasar el proceso del testamento, James Gillespie está haciendo justo lo contrario, presionando para que la controversia quede aclarada con el fin de poder presentar una reclamación por los relojes.
– Pero es que no hay nadie más.
– Sí que hay alguien más, y lo demostré esta mañana. -Dio un golpe con el puño sobre la mesa-. Es el hecho de que complicaran a Ruth, lo que debería de haberles puesto sobre aviso. Alguien sabía que había estado en la casa ese día, y que por lo tanto podía figurar como sospechosa. Ha estado dando vueltas en círculos desde que se enteró de eso, pero Sarah dice que sólo supo que ella había estado en la casa porque recibió una carta anónima. Así que, ¿quién se la envió? -Golpeó la mesa con la palma de la mano ante la expresión en blanco de Cooper-. ¿Quién intentó rescatar esta mañana a Joanna?
Violet Orloff abrió la puerta delantera y contempló con ojos fijos el trozo de papel metido en una bolsa de polietileno que el sargento detective Cooper sostenía ante sí. Él lo volvió y leyó en voz alta.
– «Ruth Lascelles estuvo en Cedar House el día en que murió la señora Gillespie. Robó unos pendientes. Joanna sabe que se los llevó. Joanna Lascelles es prostituta en Londres. Pregúntenle en qué se gasta el dinero. Pregúntenle por qué intentó matar a su hija. Pregúntenle por qué la señora Gillespie pensaba que estaba loca.» ¿Estaríamos en lo correcto al suponer que usted escribió esto, señora Orloff? -preguntó con tono amistoso.
– Lo hizo Duncan, pero sólo intentábamos ayudar -dijo en voz baja, mientras miraba a Cooper y a la alta silueta de Charlie Jones que se encontraba detrás de él, cuyo abrigo de gruesa piel de cordero estaba alzado en torno a su cara cómodamente triste.
Cobró ánimo por la mutua carencia de hostilidad de ellos.
– Ya sé que probablemente deberíamos de haber ido en persona, pero resulta tan difícil… -Hizo un gesto vago en dirección a la otra parte de la casa-. Al fin y al cabo somos vecinos, y Duncan detesta muchísimo las cosas desagradables. -Sonrió de forma vacilante-. Pero cuando se ha cometido un asesinato… quiero decir, no puede esperarse que la policía lo resuelva si la gente que sabe cosas se queda callada. Pareció más diplomático, sin embargo, no complicarse personalmente. Ustedes lo entienden, ¿verdad?
– A la perfección -le dijo Charlie con una sonrisa alentadora-, y les estamos muy agradecidos por las molestias que se tomaron.
– Entonces, está bien. Ya le dije a Duncan que era importante.
– ¿Se mostró de acuerdo con usted?
Ella miró con cautela por encima del hombro, y luego ajustó la puerta a sus espaldas.
– Yo no lo diría así -replicó-. Se ha vuelto tan haragán desde que nos mudamos, que no quiere moverse, no quiere que se trastorne su rutina, no puede soportar lo que llama exasperaciones. Dice que se ha ganado una jubilación apacible y no quiere que se la trastornen montones de molestias. Está en muy baja forma, por supuesto, cosa que no mejora las cosas, aunque yo no puedo evitar pensar que no es bueno ser tan… -luchó para buscar las palabras correctas-, poco emprendedor.
– Entonces, la muerte de la señora Gillespie tiene que haber sido una conmoción, con la policía dando vueltas por aquí, y con el regreso de la señora Lascelles y su hija.
– No le ha gustado -admitió ella-, pero se dio cuenta de que no podía hacer nada. No te acalores tanto, me dijo. Un poco de paciencia, y todo explotará.
– De todas formas, tiene que ser muy inquietante -dijo Cooper- el preocuparse por lo que va a suceder con Cedar House ahora que la señora Gillespie está muerta. Es de suponer que la venderán, pero ustedes no tendrán ningún control sobre a quién se la venden.
– Eso es justo lo que yo he dicho. Duncan se vuelve loco si tiene niños ruidosos en la casa de al lado. -Bajó la voz-. Sé que uno no debería complacerse en la desgracia de otras personas, pero no puedo negar que es un alivio que Joanna y la doctora Blakeney estén enfrentadas por el testamento. Van a ir a los tribunales por eso, ya sabe, y como dice Duncan, ese tipo de cosas tarda años en resolverse.
– ¿Y entre tanto la casa estará vacía?
– Bueno, exacto.
– ¿Así que es definitivo que la señora Lascelles tiene intención de presentar pleito por el testamento?
– Oh, sí.
– ¿Se lo dijo ella?
Ella volvió a asumir un aire de culpabilidad.
– Las oí a ella y a la doctora hablando en el salón. Yo no tengo el hábito de escuchar, por lo general, pero… -Dejó el resto de la frase sin acabar.
– Estaba preocupada y necesitaba saber qué estaba sucediendo -sugirió Charlie, servicial.
– Bueno, exacto -repitió-. Alguien tiene que interesarse. Si quedara en manos de Duncan, nos enteraríamos de qué clase de vecinos tenemos cuando ya estuviesen viviendo al lado.
– Como la señora Gillespie, quiere decir. Supongo que ustedes sabían muchísimo de ella, de una u otra forma.
La boca de Violet se frunció con desaprobación.
– No por elección de ella. No creo que nunca se diera cuenta de lo penetrante que era su voz. Muy estridente, ¿sabe?, y estaba convencida de que sus opiniones tenían importancia. Yo nunca la escuchaba realmente, si quiere que le diga la verdad, pero a Duncan le resultaba divertida de vez en cuando, en particular cuando hablaba de forma grosera por teléfono, cosa que hacía a menudo. Regañaba a la gente por las cosas más triviales y pensaba que no podían oírla, ¿sabe?, a menos que les gritara. Era una mujer muy tonta.
Charlie asintió con la cabeza, como si estuviera de acuerdo.
– En ese caso, me sorprende que no oyeran nada la noche en que murió. Estamos seguros de que tuvo que hablar con su asesino.
El rostro de Violet se ruborizó con un rojo apagado.
– No lo hizo, ¿sabe? Duncan no oyó ni un solo sonido.
– ¿Y qué me dice de usted, señora Orloff? ¿Oyó usted algo?
– Oh, Señor -gimió-, no es como si se tratara de un crimen, aunque uno pensaría que lo es por la forma de hablar de Duncan. Yo bebo uno o dos deditos de whisky todas las noches, la verdad es que no mucho. Duncan es abstemio y no lo aprueba pero, como yo digo siempre, ¿qué daño hay en ello? Mathilda lo ha hecho durante años… es innatural no hacerlo, decía siempre ella… y bebía muchísimo más que yo. -Volvió a bajar la voz-. No puede decirse que yo sea una alcohólica.
– Buen Señor, no -replicó con efusión, Charlie, a quien se le había contagiado la forma enfática de hablar de ella-. Si yo no bebiera lo bastante como para hacerme dormir cada noche, sería un manojo de nervios al llegar la mañana.
– Bueno, exacto -respondió la repetitiva muletilla-. Pero yo doy cabezadas delante del televisor y, por supuesto, lo hice la noche en que murió Mathilda. No es de sorprender, en realidad, porque había pasado el día en Poole con mi hermana, y ahora eso me resulta muy cansado. Verá, ya no soy tan joven como antes, y no le negaré que he estado preocupada desde entonces, preguntándome si Mathilda gritó pidiendo ayuda. Duncan jura que no lo hizo pero, ya sabe, es tan contrario a complicarse en nada que se habría persuadido a sí mismo de que no era más que Mathilda que estaba irritada.
– ¿Tiene idea de la hora a la que se adormeció? -preguntó Cooper, mientras manifestaba más interés por el estado de sus zapatos que por la respuesta de ella.
– Muy temprano -replicó ella con un susurro-. Acabábamos de terminar la cena y nos sentamos a mirar Cita a ciegas, y lo siguiente que recuerdo es que Duncan me sacudía y decía que estaba roncando y que lo molestaba porque le estropeaba el programa «Partido del día». ¡Dios, estaba tan cansada! Me fui a la cama y dormí como un tronco hasta la mañana, y no puedo evitar el pensamiento de que si hubiese permanecido despierta, tal vez habría podido hacer algo por la pobre Mathilda.
Y eso, por supuesto, era verdad.
Charlie hizo un gesto en dirección a la puerta.
– ¿Podemos hablar ahora con su esposo, señora Orloff?
– ¿Es necesario? Él no podrá decirles nada y sólo lo pondrá refunfuñón para el resto del día.
– Me temo que lo es. -Sacó un papel del bolsillo con aire de disculpas-. También tenemos una orden para registrar su casa, pero le aseguro que seremos tan cuidadosos como podamos. -Alzó la voz-. ¡Bailey! ¡Jenkins! ¡Watts! Dejaros ver, muchachos. Estamos listos para entrar.
Completamente desconcertada por el repentino curso de los acontecimientos, Violet se apartó con docilidad a un lado mientras Jones, Cooper y los tres detectives entraban al vestíbulo. Detrás de ellos, se deslizó con el sigilo de una persona culpable al interior de la cocina.
Los ojillos de Duncan contemplaron con atención a los dos policías veteranos cuando éstos entraron en el atestado salón, pero por lo demás manifestó una preocupación notablemente escasa por esta repentina invasión de su propiedad.
– Discúlpenme si no me levanto -dijo con cortesía-, pero resulta que no estoy tan ágil como solía. -Hizo un gesto hacia un delicado sofá de dos plazas para invitarlos a tomar asiento.
Ellos declinaron con igual cortesía, temerosos de romperlo bajo sus pesos combinados.
– Ya conozco al sargento detective Cooper, pero no a usted, señor -dijo mientras examinaba a Charlie con interés.
– Detective inspector jefe Jones.
– Encantado.
Charlie inclinó la cabeza en un breve saludo. Lo asaltaron las dudas al mirar al anciano gordo sentado en el sillón gigantesco, cuyo estómago sobresalía sobre sus muslos como la carne de una salchicha con la piel cortada. ¿Podía un bulto torpe como éste haber llevado a cabo la delicada obra de arte del asesinato de la señora Gillespie? ¿Podría haber siquiera salido de la habitación sin despertar a su esposa? Escuchaba la somera respiración sibilante, cada inspiración una batalla contra la sofocante presión de la carne, y recordó la descripción hecha por Hughes del hombre que había usado la llave para abrir la puerta. «Su voz era todo resuellos, como si tuviera problemas con los pulmones.»
– ¿Estaba enterada la señora Gillespie de que usted conocía la existencia de la llave que había debajo del tiesto? -preguntó, sin intento alguno de preámbulo.
Duncan pareció sorprendido.
– No le entiendo, inspector.
– No importa. Tenemos un testigo que puede identificarlo. Estaba allí cuando entró usted una mañana de septiembre.
Pero Duncan se limitó a sonreír y sacudir sus gordas mejillas en gesto de negación.
– ¿Entré dónde? -Se produjo un sonido en el piso de arriba cuando uno de los detectives desplazó un mueble, y la mirada de Duncan cambió de inmediato al techo-. ¿Para qué es todo esto, exactamente?
Charlie sacó la orden de registro y se la entregó.
– Estamos registrando esta casa en busca de los diarios de la señora Gillespie o, más probablemente, los restos de los diarios de la señora Gillespie. Tenemos razones para creer que usted los robó de la biblioteca de Cedar House.
– ¡Qué cosa tan peculiar por su parte!
– ¿Lo niega?
Profirió una grave carcajada entre dientes.
– Mi querido muchacho, por supuesto que lo niego. Yo ni siquiera sabía que escribiera diarios.
Charlie cambió de tema.
– ¿Por qué el lunes, después del asesinato, no le dijo a mi sargento que la señorita Ruth Gillespie había estado en Cedar House durante la tarde? ¿O, ya que estamos, que la señora Marriott había tenido una pelea con ella por la mañana?
– ¿Cómo podía decirle algo que yo mismo no sabía?
– Si se encontraba aquí, señor Orloff, no pudo haber evitado saberlo. Jane Marriott describe su confrontación con la señora Gillespie como un duelo de gritos, y Ruth dice que tocó el timbre de la puerta porque se había dejado la llave en el colegio.
– Pero es que yo no estaba aquí, inspector -replicó con tono afable-. Aproveché la ocasión del viaje de mi esposa a Poole para dar un largo paseo.
Se oyó un grito ahogado proveniente de la entrada.
– ¡Duncan! -declaró Violet-. ¿Cómo puedes contar semejantes mentiras? Tú nunca sales de paseo. -Avanzó al interior de la habitación como una barquita a vela-. Y creo saber por qué estás mintiendo. No quieres tomarte la molestia de ayudar a la policía en sus investigaciones, como no has querido molestarte desde el principio. Por supuesto que estabas aquí, y por supuesto que tuviste que oír a Jane y Ruth. Siempre oíamos a Ruth cuando venía. Ella y su abuela no podían estar juntas en la misma habitación sin discutir, más de lo que puede estar en la misma habitación con su madre sin discutir. Y no es que yo la culpe del todo. Quiere afecto, pobre niña, y ni Mathilda ni Joanna eran capaces de sentir esa emoción. Las únicas personas por las que Mathilda sentía algún cariño eran los Blakeney, ya sabes, el artista y su esposa. Ella solía reír con ellos, y creo que incluso se desnudó para él. Yo la oí en el dormitorio, muy recatada y tonta, diciendo cosas como «no está mal para ser una vieja» y «en otros tiempos fui hermosa, ¿sabes?, los hombres competían por mí». Y era verdad, lo hacían. Incluso Duncan la amaba cuando éramos todos mucho más jóvenes. Ahora él lo niega, claro, pero yo lo sabía. Todas las chicas sabíamos que no éramos más que segundonas. Verá, Mathilda jugaba demasiado duro como para conseguirla, y eso era un reto. -Hizo una pausa para respirar y Cooper, que se encontraba a su lado, olió el whisky en sus labios. Tuvo tiempo de sentir lástima por esta mujercilla cuya vida no había nunca florecido porque siempre había existido a la sombra de Mathilda Gillespie.
»Y no es que importe -prosiguió-. Nada importa tanto. Y han pasado años desde que perdió el interés en ella. Uno no puede continuar amando a alguien que es siempre grosero, y Mathilda era grosera. Ella pensaba que era divertido serlo. Decía las cosas más espantosas, y reía. No pretendo que hayamos tenido una relación íntima, pero sentía lástima por ella. Debería de haber hecho algo con su vida, algo interesante, pero nunca lo hizo y eso la amargó. -Volvió una mirada severa sobre su esposo-. Ya sé que ella solía burlarse de tí, Duncan, y llamarte señor Palomo, pero eso no es razón para que no ayudes a encontrar a su asesino. El asesinato es inexcusable. Y, ¿sabes?, no puedo evitar el pensamiento de que fue particularmente inexcusable ponerle esa bestial mordaza de la chismosa en la cabeza. Te molestaste muchísimo cuando ella te la puso a tí. -Se volvió a mirar a Charlie-. Era una de las horribles bromas de ella. Decía que la única forma de que Duncan llegara a perder peso era que ella le sujetara la lengua, así que un día se le acercó con sigilo por detrás mientras él dormía en el jardín con la boca abierta, y le puso aquella horrible cosa oxidada por la cabeza. Él casi se murió de la impresión. -Volvió a detenerse para respirar, pero esta vez se había quedado sin combustible y no continuó.
Se produjo un largo silencio.
– Supongo que fue así como se la puso a ella -murmuró Charlie por fin-, cuando ya estaba dormida, pero me interesaría saber cómo le dio los barbitúricos. El forense estima que fueron cuatro o cinco, y ella nunca habría tomado tantos.
La mirada de Duncan se posó por un breve instante en el rostro conmocionado de su esposa antes de fijarse en Cooper.
– Las mujeres viejas tienen dos cosas en común -dijo con una pequeña sonrisa-. Beben demasiado y hablan demasiado. Le habría gustado Mathilda, sargento, era una mujer muy graciosa, aunque el recuerdo de ella era muchísimo más atractivo que la realidad. Fue un regreso decepcionante. La edad avanzada tiene pocas compensaciones, como creo que ya le he dicho. -Su agradable rostro sonrió-. En general prefiero la compañía masculina. Los hombres son muchísimo más predecibles.
– Lo cual resulta conveniente -observó Cooper mientras hablaba con los Blakeney aquella tarde en la cocina de Mill House-, dado que es probable que pase el resto de su vida en la cárcel.
– Suponiendo que ustedes puedan demostrar que lo hizo él -dijo Jack-. ¿Qué pasará si él no confiesa? Quedará usted con sólo unas pruebas circunstanciales, y si su defensa tiene algo de sensatez dedicará todos los esfuerzos a convencer al jurado de que Mathilda se suicidó. Ni siquiera saben por qué lo hizo, ¿verdad?
– Todavía no.
– ¿No lo sabe Violet? -inquirió Sarah.
Cooper negó con la cabeza mientras pensaba en la desdichada mujer que había dejado en Wing Cottage, retorciéndose las manos y protestando que tenía que haber un error.
– Afirma que no.
– ¿Y encontraron los diarios?
– En ningún momento esperamos realmente encontrarlos. Los habrá destruido hace ya mucho.
– Pero hay demasiadas cosas sin explicar -dijo Sarah con frustración-. ¿Cómo consiguió hacerle tomar las pastillas para dormir? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no se despertó Violet? ¿Por qué no le dijo a usted que Ruth había estado en la casa si quería implicarla? Y luego, la parte que de verdad no entiendo: ¿por qué, si puede saberse, tuvo Jane una pelea con Mathilda aquel día?
Cooper miró a Jack y luego sacó un cigarrillo.
– Puedo conjeturar algunas de las respuestas -replicó mientras sujetaba el cigarrillo con la comisura de la boca y acercaba el mechero encendido al extremo del mismo-. Tanto a Mathilda como a Violet les gustaba beber una copa por la noche, y ambas bebían whisky. Pienso que hay probabilidades de que fuera Mathilda quien introdujo a Violet en ello, lo convirtió en algo respetable, por así decirlo, ante la desaprobación de Duncan, pero en cualquier caso, lo cierto es que Violet tenía el hábito de quedarse dormida en el sillón. La noche en que murió Mathilda, Violet se quedó traspuesta durante Cita a ciegas, que se emite a las seis y media más o menos, se despertó por un breve instante después de las diez cuando Duncan la sacudió y le dijo que estaba roncando mientras él miraba «Partido del día», subió al dormitorio y durmió como una muerta durante el resto de la noche. -Depositó la ceniza en la palma de la mano que tenía ahuecada-. Eso, definitivamente, no es dar cabezadas. Se trató de un sopor inducido por barbitúricos, razón por la cual no la despertaría el hecho de que Duncan saliera de la habitación. Pienso que él recibió a Violet cuando regresó de pasar el día en Poole, con un whisky cargado, sazonado con pastillas para dormir; esperó hasta que ella se quedó dormida, fue a la casa de al lado y usó el mismo preparado para Mathilda. Ella guardaba las bebidas en la cocina. ¡Qué simple resultaba decir: No te muevas. Deja que yo haga los honores y te traiga una copa!
– Pero ¿de dónde sacó él las pastillas para dormir? Lo tengo entre mis pacientes y nunca le prescribí ninguna, ni a él ni a Violet.
– Es de suponer que usó las que le recetó usted a la señora Gillespie.
Sarah pareció dudar.
– Pero ¿cuándo pudo haberlas cogido? Sin duda ella lo habría advertido si hubieran faltado.
– Si lo advirtió -replicó él con sequedad-, es probable que supusiera que era su propia hija la responsable. Con el tipo de dependencia que tiene la señora Lascelles, tenía que haber estado haciendo incursiones en el armario de medicinas de su madre durante años.
Jack pareció pensativo.
– ¿Quién se lo dijo?
– La verdad es que lo hizo usted, Jack. Pero no estaba seguro de qué tipo de cosa tomaba hasta que ayer registramos la casa en busca de los diarios. No es muy buena para ocultar cosas, aunque ha tenido una condenada suerte para no haberse puesto antes a malas con la policía. Aunque lo hará, ahora que se ha quedado sin dinero.
– Yo no le dije nada.
Cooper chasqueó la lengua.
– Usted me ha contado todo lo que sabe de la señora Gillespie, hasta el hecho mismo de que, personalmente, la desprecia. Miré su retrato mientras hablábamos de Ótelo y Yago, y lo único que pude ver fue un carácter desesperadamente débil y fragmentado cuya existencia -usó las manos para representar un contorno- depende de la estimulación externa. Comparé los colores pálidos y las formas distorsionadas del retrato de Joanna con el vigor del de Mathilda y del de Sarah, y pensé que usted había pintado una mujer sin sustancia. La única realidad que se percibe es la realidad reflejada, en otras palabras, una personalidad que sólo puede expresarse artificialmente. Adiviné que tenía que tratarse de bebida o drogas.
– Está mintiendo como un bellaco -dijo Jack sin rodeos-. Se lo contó ese bastardo de Smollett. Maldición, Cooper, ni siquiera yo vi todo eso, y soy el que pintó el maldito cuadro.
Cooper profirió una profunda carcajada entre dientes.
– Está todo allí, amigo mío, créame. El señor Smollett no me dijo nada. -Su rostro se puso serio-. Pero ninguno de ustedes tenía derecho a ocultar esa información, no en una investigación de asesinato. -Miró a Sarah-. Y usted no debería de haberla confrontado con el asunto la otra tarde, si no le importa que se lo diga, doctora. La gente así es sorprendentemente impredecible y usted se encontraba a solas con ella en la casa.
– Ella no está tomando LSD, Cooper, sino Valium. De todas formas, ¿cómo sabe que la confronté con el tema?
– Porque soy policía, doctora Blakeney, y usted tenía aire culpable. ¿Qué le hace pensar que toma Valium?
– Ella me lo dijo.
Cooper alzó los ojos al cielo.
– Algún día, doctora Blakeney, aprenderá usted a no ser tan crédula.
– Bueno, ¿qué toma, entonces? -exigió saber Jack-. Yo también calculé que tomaba tranquilizantes. No se inyecta nada. La observé al desnudo y no tenía una sola marca.
– Eso depende de dónde estuviera mirando. Es lo bastante rica como para hacer las cosas limpiamente. Son las agujas sucias y los lavabos públicos sucios los que causan la mayoría de los problemas. ¿Dónde miró? ¿Brazos y piernas? -Jack asintió con la cabeza-. ¿Las venas en torno a la entrepierna?
– No -admitió él-. Ya estaba teniendo bastantes problemas como estaban las cosas, no quería alentarla mirándole fijamente la condenada cosa.
Cooper asintió con la cabeza.
– Encontré media farmacia debajo de las maderas del piso, que incluía tranquilizantes, barbitúricos, anfetaminas y considerables cantidades de heroína y jeringuillas. Es una adicta crónica, diría yo, presumiblemente lo ha sido durante años. Y, esto se lo diré gratis, es imposible que la pensión de su madre pudiera pagar lo que ella tenía escondido, ni tampoco los arreglos florales. Creo que la carta anónima de Duncan y Violet lo decía todo; Joanna es una prostituta de clase alta para financiar su muy costoso hábito y comenzó, diría yo, cuando se casó con Steven Lascelles.
– Pero parece tan… -Sarah buscó la palabra adecuada-, inmaculada.
– No por mucho tiempo más -dijo Cooper con cinismo-. Está a punto de descubrir cómo es vivir en el mundo real donde no hay ninguna Mathilda que mantenga llenas las arcas. Cuando uno se siente desesperado es cuando comienza a descuidarse. -Le dio unos golpecitos a la mano de Sarah-. No malgaste su compasión con ella. Ha sido una vividora durante toda su existencia y, con un poco de retraso, su madre la ha obligado a reconocerlo.
De todas las cosas absurdas, Gerald ha desarrollado una conciencia. «Nunca más, Matty, por favor -dijo, estallando en lágrimas-. Iremos al infierno por lo que hemos hecho.» La ingratitud de ese hombre supera lo creíble. ¿Se piensa que obtengo algún placer de ser manoseada por un baboso débil mental? Es obra de mi padre, por supuesto. Ayer perdió el control y comenzó a insultar a Gerald. Ahora Gerald dice que va a volver junto a la golfa que vive calle abajo y que lo sedujo por primera vez, y esta vez dice que se casará con ella. «Grace va a darle un bebé a Gerry, Matty -lloriqueó-, y Gerry quiere un bebé.» ¿Por qué, oh, por qué mi abuelo fue tan estúpido? Cuánto más sensato habría sido hacerle frente al azoramiento de que certificaran el estado de Gerald, que fingir ante el mundo que era normal.
Busqué a mi padre que estaba en la biblioteca, borracho como siempre, y le dije sin rodeos que Gerald ya no jugaba más. «Eres un estúpido -le grité-. Grace no se dejará comprar una segunda vez. No te figures que a estas alturas no ha adivinado que obtendrá más casándose con Gerald que aceptando tus sobornos.» Mi padre se encogió ante mí como hace siempre. «No es culpa mía -gimió-, es culpa de tu abuelo. Debería de haberme mencionado por mi nombre en su testamento, en lugar de referirse a mí como el pariente varón más próximo de Gerald.» En ese momento podría haberlo asesinado. La misma vieja historia; nunca es culpa suya, siempre de alguna otra persona. Pero en un sentido tiene razón. ¿Por qué mi abuelo creó una comisión fideicomisaria para evitar que su primogénito idiota dispusiera de sus riquezas, sin especificar que mi padre tenía que heredar después de él? ¿Y por qué no se le ocurrió que Gerald podría repetir como un loro los términos del testamento a cualquier putilla intrigante que quisiera escucharlo? A estas alturas, Grace debe de haber calculado que vale la pena casarse con Gerald sólo para engendrar un hijo varón que lo herede todo. Supongo que mi abuelo no tenía ni idea de que los imbéciles estaban tan interesados en el sexo ni de que, en efecto, eran capaces de engendrar hijos.
He obligado a mi padre a llevar la mordaza de la chismosa durante toda la velada y ha prometido contener su lengua en el futuro. Gerald, por supuesto, gimoteaba en un rincón, temeroso de que también se la hiciera poner a él, pero yo le prometí que si no volvíamos a oír hablar de que iba a irse a vivir con Grace, sería buena con él. Ahora vuelve a mostrarse dócil.
Qué extraño que estos dos, que entre ambos no tienen un cerebro completo, puedan ver la mordaza por la humillación que representa, mientras que Duncan, que tiene algunas pretensiones de inteligencia, se muestra asquerosamente excitado por ella. Para Gerald y mi padre es una penitencia necesaria por los pecados que desean cometer. Para Duncan es un fetiche que desata su potencia. Se excita de forma invariable cuando la tiene puesta. ¡Pero qué gusano sin entrañas es! Me implora de rodillas que me case con él mientras permite que Violet y los padres de ella continúen con los preparativos del matrimonio. No está dispuesto a perder la miserable dote de ella, a menos que antes se haya asegurado la mía.
Nunca podría casarme con un hombre que obtiene placer de su propia humillación, porque entonces no quedaría ningún placer para mí. Sólo puedo amarlos cuando se acobardan. Sin embargo, resulta extraño lo escasos que son los hombres que encuentran atractiva la crueldad. Como los perros, lamen la mano que los azota. Pobre Violet, yo he sembrado fantasías en la mente de Duncan que ella nunca podrá satisfacer. Bueno, bueno, qué pensamiento tan divertido es ése. La verdad es que no podría soportar verlos felices. Pero es que no puedo soportar ver feliz a nadie…