Capítulo 5

Paul Duggan apagó el televisor y habló en el silencio.

– La grabación de vídeo, por supuesto, no tiene ningún poder legal, motivo por el cual he hecho referencia a la última voluntad y testamento escritos de la señora Gillespie. -Metió la mano en el maletín y sacó un montón de hojas de papel-. Esto son sólo copias pero el original se encuentra disponible para ser examinado en mi oficina de Hills Street. -Le entregó una copia a cada mujer-. La señora Gillespie pensó que usted podría tratar de impugnar este documento, señora Lascelles. Yo sólo puedo aconsejarle que consulte con un abogado antes de hacerlo. Por lo que respecta a la doctora Blakeney… -se volvió a mirar a Sarah-, el señor Hapgood y yo necesitaremos comentar los detalles con usted lo antes posible. Podemos ofrecerle tres mañanas de la semana que viene. La del martes, la del miércoles o la del jueves. Preferiríamos reunirnos en mi oficina, aunque acudiremos a Long Upton si fuera necesario. Comprenderá, sin embargo, que los ejecutores tienen derecho a cobrar gastos. -Le sonrió con expresión alentadora a Sarah, en espera de una respuesta. Parecía por completo inconsciente de la amenazadora hostilidad de la habitación.

Sarah reunió sus trozos esparcidos y se rehízo.

– ¿Tengo algún derecho de voto en esto?

– ¿En qué, doctora Blakeney?

– En el testamento.

– ¿Se refiere a si tiene libertad para rechazar el legado de la señora Gillespie?

– Sí.

– Existe una disposición alternativa que encontrará en la última página del documento. -Joanna y Ruth pasaron con prisa las páginas de sus copias-. Si por alguna razón no pudiera usted aceptar el legado, la señora Gillespie nos ha dado instrucciones para vender toda la hacienda y donar el producto al Seton Retirement Home para burros. Dijo que, si usted no podía o no quería aceptar el dinero, sería mejor que fuera a parar a burros merecedores de él. -Observaba a Sarah con atención y ella pensó que, al fin y al cabo, no era tan complaciente como parecía. Esperaba que esa observación provocara la reacción correcta-. ¿Martes, miércoles o jueves, doctora Blakeney? Debo señalar que resulta esencial celebrar una reunión lo antes posible. Hay que tomar en consideración el futuro de la señora Lascelles y de su hija, por ejemplo. La señora Gillespie reconoció que ellas estarían residiendo en Cedar House en el momento de leerse el testamento, y no tenía ningún deseo de que los ejecutores exigiéramos el inmediato desalojo de la propiedad. Por esta razón, y sin intención ninguna de ofender -les sonrió cordialmente a las dos mujeres-, se realizó un inventario completo de su contenido. Estoy seguro de que lo último que quiere cualquiera de nosotros es una batalla campal por lo que había en la casa en el momento de la muerte de la señora Gillespie.

– Oh, eso es jodidamente fabuloso -dijo Ruth, con tono mordaz-. Ahora nos acusa usted de robo.

– En absoluto, señorita Lascelles. Es un procedimiento corriente, se lo aseguro.

Los labios de ella se fruncieron con un gesto feo.

– ¿Qué tiene que ver nuestro futuro con nada, en cualquier caso? Pensaba que habíamos dejado de existir. -Tiró deliberadamente el cigarrillo sobre la alfombra persa y lo aplastó con el tacón.

– Según tengo entendido, señorita Lascelles, le quedan aún dos trimestres de internado antes de obtener su bachillerato. Hasta la fecha, su abuela pagaba los honorarios del colegio, pero no hay ninguna previsión hecha en el testamento para futuros gastos en su educación así que, dadas las circunstancias, el que permanezca o no en Southcliffe podría muy bien depender de la doctora Blakeney.

Joanna levantó la cabeza.

– O de mí -dijo con frialdad-. Yo soy su madre, al fin y al cabo.

Se produjo un corto silencio antes de que Ruth profiriera una ronca carcajada.

– Dios, eres una estúpida. No es de extrañar que la abuela no quisiera dejarte el dinero. ¿Con qué piensas pagar, querida madre? Nadie va a pasarte una pensión nunca más, ¿sabes?, y no supondrás que tus arreglos florales van a darte un beneficio de cuatro mil por trimestre, ¿verdad?

Joanna esbozó una leve sonrisa.

– Si yo impugno este testamento, entonces es de suponer que las cosas continuarán con normalidad hasta la resolución. -Le dirigió una mirada interrogativa a Paul Duggan-. ¿Tiene autoridad para darle el dinero a la doctora Blakeney si también lo reclamo yo?

– No -admitió él-, pero, por lo mismo, tampoco usted recibirá nada. Está poniéndome en una posición difícil, señora Lascelles. Yo era el abogado de su madre, no el suyo. Lo único que diré es que hay límites de tiempo estipulados, y la insto a que busque asesoramiento legal independiente sin demora. Las cosas, como usted dice, no continuarán con normalidad.

– Así que, a corto plazo, Ruth y yo perdemos de cualquiera de las dos formas.

– No necesariamente.

Ella frunció el entrecejo.

– Me temo que no le entiendo.

Ruth se levantó con brusquedad del sofá y cruzó como una tromba hasta la ventana.

– Dios, ¿por qué eres tan obtusa? Si te portas bien, madre, puede que la doctora Blakeney se sienta lo bastante culpable por heredar una fortuna, como para continuar manteniéndonos. Se trata de eso, ¿verdad? -Le echó una mirada feroz a Duggan-. La abuela le pasó a su doctora el muerto de intentar hacer algo decente de las Cavendish. -Su boca se torció-. ¡Qué jodido chiste horrible! Y también me advirtió de ello. Habla con la doctora Blakeney. Ella sabrá qué hacer para mejor. Es muy injusto. -Dio una patada en el piso-. ¡Es tan jodidamente injusto!

El rostro de Joanna tenía una expresión pensativa.

– ¿Es verdad eso, señor Duggan?

– No, estrictamente no. Reconozco que la lectura que la señora Gillespie hizo del carácter de la doctora Blakeney era que cumpliría algunas de las promesas que ella les había hecho a usted y su hija, pero debo hacer hincapié en que la doctora Blakeney no está obligada a ello. En el testamento no hay nada que lo especifique. Tiene libertad de interpretar de la forma que le plazca los deseos de su madre, y si cree que puede promover algo que valga la pena en memoria de la señora Gillespie haciendo caso omiso de ustedes y construyendo una clínica en este pueblo, tiene derecho de hacerlo.

Se produjo otro silencio. Sarah alzó la mirada de un prolongado estudio de la carpeta, y descubrió que los ojos de todos estaban fijos en ella. Se encontró repitiendo las palabras de Ruth. «¡Qué jodido chiste horrible!»

– El jueves -dijo con un suspiro-. Iré a su oficina y es probable que lleve conmigo a mi propio abogado. No estoy contenta con esto, señor Duggan.

– Pobre doctora Blakeney -dijo Joanna con una tensa sonrisa-. De verdad creo que por fin está dándose cuenta de la perra despiadada que era mi madre. Desde el momento en que sedujo a Gerald, tuvo el control de la fortuna Cavendish en sus manos, y lo conservó en ellas, mediante amenazas y chantajes, durante cincuenta años. -Una expresión compasiva cruzó su curiosamente impasible rostro-. Y ahora la ha designado a usted para continuar su tiranía. El dictador ha muerto. -Hizo una pequeña reverencia irónica-. Larga vida al dictador.


Sarah se hallaba de pie junto al coche de Paul Duggan, mientras él metía el magnetoscopio en el portaequipajes.

– ¿Ha visto la policía la grabación? -le preguntó cuando él se enderezaba.

– Todavía no. Tengo una cita con el sargento Cooper dentro de media hora, más o menos. Le daré una copia.

– ¿No debería de habérsela enseñado de inmediato? A mí no me ha parecido que Mathilda hablara como una persona que está a punto de suicidarse. «Tengo que haber muerto sin cambiar de parecer…» No habría dicho eso si hubiese planeado quitarse la vida dos días después.

– Estoy de acuerdo.

El rostro de luna le sonrió, y ella frunció el entrecejo, irritada.

– Está muy tranquilo al respecto -dijo con acritud-. Espero, por su bien, que el sargento detective Cooper entienda por qué ha retrasado la entrega de la cinta. Yo, desde luego, no lo entiendo. Hace dos semanas que Mathilda está muerta y la policía ha estado volviéndose loca tratando de encontrar pruebas de asesinato.

– No es culpa mía, doctora Blakeney -replicó él con tono afable-. Durante las últimas dos semanas ha estado en manos de la productora que la realizó, esperando para que le pusieran los títulos de crédito y la música. La señora Gillespie quería que sonara Verdi como música de fondo. -Rió entre dientes-. Escogió Dies Irae, el día de la ira. Bastante apropiado, ¿no le parece? -Hizo una breve pausa, esperando un comentario, pero Sarah no estaba de humor para complacerlo-. En cualquier caso, ella quería examinarlo una vez terminado, y le dijeron que regresara al cabo de un mes para visionario. Estas cosas no pueden hacerse con prisas, supongo. Se sintieron muy desilusionados al saber por mí que ya estaba muerta. Todo lo cual le confiere peso al argumento de usted de que ella no estaba planeando quitarse la vida. -Se encogió de hombros-. Yo no estaba presente cuando hizo la grabación, así que no sabía qué decía. Por lo que a mí respectaba, era un mensaje para su familia. Lo vi por primera vez la pasada noche, momento en el cual llamé para pedir una cita con los muchachos de azul. -Miró su reloj-. Y ya voy a llegar tarde. Hasta el jueves, entonces.

Sarah lo observó alejarse en el coche con una horrible sensación de inseguridad carcomiéndole el fondo del estómago. Tendría que haberlo imaginado, haberse preparado un poco.

«Habla con la doctora Blakeney. Ella sabrá qué hacer para mejor.» ¿Y qué pasaba con Jack? ¿Lo había sabido él? Se sintió repentinamente muy sola.


Sarah estaba recogiendo hojas caídas con el rastrillo cuando el sargento detective Cooper llegó aquella tarde. Anduvo con cuidado por el césped y se quedó de pie, observándola.

– Duro trabajo -murmuró, compasivo.

– Sí. -Ella apoyó el rastrillo contra un árbol y metió las manos enguantadas en los bolsillos de su gabán-. Será mejor que entremos. Hace más calor en la casa.

– No se preocupe por mí -dijo él-. Casi prefiero quedarme fuera y fumarme un cigarrillo. -Del interior del abrigo sacó un arrugado paquete de Silk Cut y encendió uno con obvio deleite-. Repugnante hábito -murmuró mientras la contemplaba con mirada cautelosa-. Un día de éstos lo dejaré.

Sarah alzó una ceja divertida.

– ¿Por qué los fumadores están siempre consumidos por la culpabilidad?

– Porque el tabaco ponen de manifiesto la debilidad de nuestro carácter -replicó él, malhumorado-. Otras personas lo dejan, nosotros no podemos. Si quiere que le diga la verdad, nunca he comprendido por qué la sociedad nos trata como parias. Todavía no he conocido al fumador que haya golpeado a su esposa después de un cigarrillo de más, ni matado a un niño mientras conducía un coche, pero puedo señalarle a un centenar de borrachos que lo han hecho. Yo diría que la bebida es mucho más peligrosa que la nicotina.

Ella lo condujo a un banco que había junto al sendero.

– La mayoría moral llegará a condenar también a los bebedores, antes o después -dijo-. Y entonces todo el mundo irá por ahí corriendo con camiseta y pantalones cortos, rebosante de buena salud, comiendo verduras, bebiendo zumo de zanahorias y no haciendo nunca nada ni remotamente perjudicial para su salud.

Él rió entre dientes.

– ¿No debería de aplaudir usted eso, como médico?

– Me quedaría sin trabajo. -Descansó la cabeza contra el respaldo del banco-. De todas maneras, tengo una problema con la mayoría moral. No me gusta. Prefiero tener personas que piensen con libertad, que muchedumbres políticamente correctas que se comporten como les mandan porque alguna otra persona ha decidido lo que es socialmente aceptable.

– ¿Por eso le gustaba la señora Gillespie?

– Probablemente.

– Hábleme de ella.

– La verdad es que no puedo agregar nada a lo que ya le he contado. Era casi la persona más extraordinaria que jamás haya conocido. Una cínica absoluta. No tenía ningún respeto por nadie ni por nada. No creía en Dios ni en el justo castigo. Aborrecía a la humanidad en general y a la gente de Fontwell en particular, y consideraba a todo el mundo, pasado y presente, inferior a sí misma. La única excepción era Shakespeare. Pensaba que Shakespeare era un genio monumental. -Guardó silencio.

– ¿Y a usted le gustaba?

Sarah se echó a reír.

– Supongo que disfrutaba de la anarquía de todo eso. Ella expresaba en palabras lo que la mayoría de nosotros sólo pensamos. No puedo explicarlo mejor. Yo siempre deseaba el momento de verla.

– Tiene que haber sido mutuo, o ella no le habría dejado su dinero.

Sarah no respondió de inmediato.

– No tenía ni idea de lo que ella planeaba -comentó ella tras un momento. Se metió una mano entre el pelo, agitándolo hacia lo alto-. Eso me produjo una horrible conmoción. Siento que se me está manipulando, y no me gusta.

Él asintió con la cabeza.

– Según el señor Duggan, la señora Gillespie les dio instrucciones a los dos ejecutores de mantener todo el asunto en secreto. -Examinó la relumbrante punta del cigarrillo-. El problema es que no podemos estar seguros de que ella misma no se lo dijese a alguien.

– Si lo hubiera hecho -replicó Sarah-, es probable que todavía viviera. Suponiendo que haya sido asesinada, por supuesto.

– ¿Lo que significa que quienquiera que la mató no sabía que la beneficiaría era usted, sino que pensaba que era él?

Ella asintió.

– Algo así.

– En ese caso, tienen que haber sido la hija o la nieta.

– Eso depende de lo que dijera el testamento anterior. Podría haber hecho otro legado. Se ha asesinado a personas por cantidades mucho más pequeñas de las que Joanna o Ruth esperaban recibir.

– Pero eso sería lo mismo que suponer que la asesinaron por dinero. Es también suponer que ni usted ni nadie que dependa de usted la asesinó.

– Es verdad -replicó ella, impasible.

– ¿La asesinó usted, doctora Blakeney?

– Yo no lo habría hecho de esa forma, sargento. Me habría tomado mi tiempo. -Profirió una risilla ligera. Algo forzada, pensó él-. No había ninguna prisa, después de todo. No tengo ninguna deuda de importancia y, desde luego, no habría querido relacionar su muerte de una forma tan inmediata con un testamento hecho a mi favor. -Se inclinó hacia delante y entrelazó las manos entre las rodillas-. Y, además, habría tenido un aspecto muy natural. Los médicos tenemos una ventaja cuando se trata de perpetrar el asesinato perfecto. Un período de enfermedad, seguido de una muerte dulce. Nada tan espectacular ni traumático como cortar las muñecas mientras la persona lleva puesto un instrumento de tortura.

– Podría ser un magnífico engaño -dijo él con suavidad-. Como usted dice, ¿quién iba a sospechar que un médico haría algo tan descarado pocas horas después de que una anciana le legara tres cuartos de millón de libras?

Sarah lo contempló con horror no disimulado.

– ¿Tres cuartos de millón? -repitió con lentitud-. ¿Era eso lo que tenía?

– Más o menos. Probablemente más. Es una estimación conservadora. Duggan ha valorado la casa y su contenido en unas cuatrocientas mil libras, pero sólo los relojes estaban asegurados en bastante más de cien mil y eso se basó en una valoración realizada hace diez años. Prefiero no pensar en lo que valen ahora. Luego están los muebles antiguos, las joyas y, por supuesto, el apartamento que ocupa la señora Lascelles en Londres, además de innumerables acciones y bonos. Es usted una mujer rica, doctora Blakeney.

Sarah apoyó la cabeza en las manos.

– ¡Oh, Dios! -gimió-. ¿Quiere usted decir que Joanna no es siquiera propietaria de su propio apartamento?

– No. Es parte de las propiedades de la señora Gillespie. Si la vieja hubiera tenido algo de sensatez se lo habría dado a su hija en porciones anuales para evitar que nadie tuviera que pagar el impuesto de herencia por él. Como están las cosas, el Tesoro va a tener un golpe de suerte casi tan grande como usted misma. -Sonaba compasivo-. Y será suyo el trabajo de decidir qué debe venderse para pagar la cuenta. Sospecho que no va a ser muy popular entre las mujeres Lascelles.

– Lo que acaba de decir debe ser la subestimación del año -dijo Sarah con tono severo-. ¿En qué demonios estaba pensando Mathilda?

– La mayoría de la gente lo consideraría como maná del cielo.

– ¿Incluido usted?

– Por supuesto, pero es que yo vivo en una casa corriente, tengo tres hijos mayores que me piden dinero siempre que pueden, y sueño con jubilarme antes de tiempo y llevarme a la mujer a un largo crucero alrededor del mundo. -Recorrió el jardín con los ojos-. Si estuviera en su lugar, es probable que reaccionara igual que lo hace usted. No le faltan precisamente uno o dos duros, y su conciencia no permitirá que gaste el dinero para sí misma. Ella tenía razón cuando dijo que estaba echándole una carga sobre los hombros.

Sarah digirió esto en silencio durante un momento.

– ¿Significa eso que usted no cree que yo la haya asesinado?

Él pareció divertido.

– Es probable.

– Bueno, demos gracias a Dios por las pequeñas mercedes -replicó ella con tono seco-. Eso ha estado preocupándome.

– Las personas que dependen de usted, sin embargo, son una cuestión diferente. Tienen tantas probabilidades como usted de beneficiarse de la muerte de la señora Gillespie.

Ella pareció sorprendida.

– Yo no tengo a nadie que dependa de mí.

– Tiene un esposo, doctora Blakeney. Me han dicho que depende de usted.

Ella removió algunas hojas con la punta de su bota de lluvia.

– Ya no. Nos hemos separado. Ni siquiera sé dónde está en este momento.

Él sacó su libreta de notas y la consultó.

– Eso tiene que haber sido muy reciente, entonces. Según la señora Lascelles, asistió al funeral hace dos días, fue después a Cedar House para tomar el té, y luego le pidió que lo trajera en coche de vuelta aquí a eso de las seis de la tarde, cosa que hizo. -Se interrumpió para mirarla-. Así que, ¿cuándo comenzó su separación, con exactitud?

– Se marchó en un momento de aquella misma noche. Encontré una nota suya por la mañana.

– ¿Fue idea de él, o suya?

– Mía. Le dije que quería el divorcio.

– Ya veo. -La contempló con aire pensativo-. ¿Hubo alguna razón para que escogiese esa noche para hacerlo?

Ella suspiró.

– Estaba deprimida por el funeral de Mathilda. Me encontré explorando ese viejo problema, el significado de la vida, y me pregunté cuál era el significado de la vida de ella. De pronto me di cuenta de que mi vida era casi tan carente de sentido como la de Mathilda. -Volvió la cabeza para mirarlo-. Es probable que usted piense que eso es absurdo. Al fin y al cabo soy médico, y uno no entra en la medicina sin algún tipo de vocación. Es como el trabajo de policía. Estamos en ello porque creemos que podemos cambiar en algo las cosas. -Profirió una carcajada hueca-. Hay una arrogancia espantosa en una declaración así. La presunción de que sabemos lo que estamos haciendo cuando, con franqueza, no estoy segura de que lo estemos. Oficialmente, los médicos luchan para mantener a las personas con vida, porque la ley dice que debemos hacerlo, y hablamos con grandilocuencia de la calidad de vida. Pero ¿qué es la calidad de vida? Yo mantenía el dolor de Mathilda bajo control con medicamentos sofisticados, pero su calidad de vida era espantosa, no por el dolor, sino porque se sentía sola, amargada, intensamente frustrada y muy infeliz. -Se encogió de hombros-. Durante el funeral me eché a mí misma, y le eché a mi esposo, una larga y dura mirada, y me di cuenta de que los mismos adjetivos podían aplicársenos a nosotros dos. Los dos nos sentíamos solos, amargados, frustrados e infelices. Así que sugerí el divorcio, y él se marchó. -Sonrió con cinismo-. Fue así de sencillo.

Cooper sintió pena por ella. Nada era nunca tan sencillo, y a él le pareció que Sarah había intentado echarse un farol en una partida de póquer y había perdido.

– ¿Conocía él a la señora Lascelles de antes del funeral?

– No, por lo que yo sé. Yo no la conocía, así que no consigo imaginar cómo pudo conocerla él.

– Pero sí que conocía a la señora Gillespie.

Ella miró al otro lado del jardín para ganar tiempo.

– Si era así, no llegó a mi conocimiento. Nunca mencionó haberla conocido.

El ya vivo interés del sargento detective Cooper por la ausencia de Jack Blakeney, estaba aumentando.

– ¿Por qué fue él al funeral?

– Porque yo se lo pedí. -Ella se irguió-. Detesto los funerales pero siempre tengo la sensación de que debo asistir a ellos. Parece demasiado mezquino volverles la espalda a los pacientes en cuanto están muertos. Jack era muy bueno en la tarea de prestar apoyo. -De modo inesperado, ella se echó a reír-. Si quiere que le diga la verdad, creo que él se gusta bastante con su abrigo negro. Le divierte tener un aspecto satánico.

«Satánico.» El sargento meditó sobre la palabra. Duncan Orloff había dicho que a Mathilda le gustaba Blakeney. La señora Lascelles lo había descrito como «un hombre peculiar que habló muy poco y luego exigió que lo llevaran a su casa». Ruth lo había encontrado «intimidante». El vicario, por otra parte, había tenido mucho que decir cuando Cooper lo abordó para preguntarle por varios de los miembros del cortejo fúnebre.

– ¿Jack Blakeney? Es un artista, aunque no de mucho éxito, pobre muchacho. De no ser por Sarah, se moriría de hambre. De hecho, a mí me gusta su obra. Le compraría una tela si tan sólo bajara un poco sus pretensiones, pero él sabe lo que vale, o al menos dice saberlo, y se niega a venderse barato. ¿Si conocía a Mathilda? Sí, tenía que conocerla. Un día lo vi salir de la casa de ella con una carpeta de bocetos bajo el brazo. Ella tiene que haber sido una magnífica modelo para el tipo de obra que pinta él. No puede haberse resistido.

Cogió el toro por los cuernos.

– El reverendo Matthews me ha dicho que su esposo estaba pintando un retrato de la señora Gillespie. Tiene que haberla conocido bastante bien para hacer eso. -Encendió otro cigarrillo y contempló a Sarah a través del humo.

Ella permaneció largo rato sentada en silencio, contemplando una vaca lejana que había en un campo distante.

– Me siento inclinada a decir que no responderé a más preguntas hasta que esté presente mi abogado -murmuró por fin-, y lo haría de no ser porque usted consideraría eso como sospechoso. -Él no dijo nada así que lo miró. No había compasión ninguna en el rostro agradable, sino sólo una paciente confianza de que ella respondería en sentido afirmativo, con o sin abogado. Sarah suspiró-. Me sería bastante fácil negar un retrato. Están todos en el estudio, y no existe ni una posibilidad entre un millón de que usted llegara a reconocer a Mathilda. Jack no pinta caras. Pinta personalidades. Y uno tiene que entender su código de colores y la forma en que usa la dinámica de la forma, profundidad y perspectiva, para interpretar lo que ha hecho.

– Pero usted no va a negarlo -sugirió él.

– Sólo porque Jack no lo haría, y yo misma no soy muy aficionada al perjurio. -Sonrió y sus ojos se encendieron de entusiasmo-. En realidad, es brillante. Creo que probablemente es lo mejor que ha hecho jamás. Lo encontré ayer justo antes de que llegara usted. -Hizo una mueca-. Supe que estaría allí por algo que dijo Ruth. Según ella, Jack mencionó que Mathilda me llamaba su mordaza de la chismosa. -Volvió a suspirar-. Y no podría haberlo sabido a menos que Mathilda se lo contara, porque yo nunca lo hice.

– ¿Puedo ver ese cuadro?

Ella hizo caso omiso de la pregunta.

– Él no la habría asesinado, sargento, no por dinero, en cualquier caso. Jack desprecia el materialismo. El único uso que ve al dinero es como guía para valorar su propio genio. Razón por la cual nunca vende nada. La valoración que él hace de su arte es bastante más alta que la que hace el resto de la gente. -Sonrió ante el ceño fruncido de incredulidad de él-. En realidad, tiene sentido de una manera rara, pero resulta irritante porque es muy engreído. El argumento es más o menos así: vuestro proletario medio es incapaz de reconocer el genio, así que no estará interesado en comprar sus cuadros con independencia del precio que les ponga. Mientras que un hombre de cultura reconocerá el genio y pagará generosamente por él. Ergo, si uno es un genio, se pone un precio alto a sí mismo y espera a que llegue la persona adecuada y lo descubra.

– Si perdona usted el vocabulario, doctora Blakeney, eso es una mierda de vaca. -Se sentía bastante enojado-. El engreimiento de ese hombre tiene que ser colosal. ¿Ha dicho alguien más que sea un genio?

– Tampoco nadie dijo que Van Gogh fuera un genio hasta después de su muerte. -¿Por qué, se preguntó, la resuelta visión que Jack tenía de sí mismo enojaba siempre a la gente? ¿Se debía a que en un mundo inseguro, su inseguridad resultaba amenazadora?-. La verdad es que no tiene importancia -dijo con calma- qué tipo de artista sea Jack. Bueno, malo, indiferente. Lo que importa es que nunca habría matado a Mathilda por su dinero, suponiendo que supiera que ella había hecho un testamento a mi favor, cosa que dudo. ¿Por qué iba a tener que decírselo a él cuando no me lo comentó a mí?

– Excepto en el caso de que pensara que usted iba a divorciarse y dejarlo sin nada.

– Difícilmente. Eso me dejaría a mí para disfrutar del botín sólita, ¿no es cierto? ¿Cómo iba a poder ponerle las manos encima a la herencia si él y yo estuviéramos divorciados? -«Pediré una división de mitad y mitad…» Apartó ese pensamiento-. Y, en cualquier caso, hace dos semanas, cuando murió Mathilda, él no sabía que yo quería divorciarme. ¿Cómo podía saberlo? Ni siquiera lo sabía yo.

Cooper tomó eso con pinzas.

– Estas cosas no salen así, de la nada, doctora Blakeney. Él tiene que haber tenido una sospecha de que el matrimonio estaba en dificultades.

– Está usted subestimando el egocentrismo de Jack -replicó ella con una cierta ironía amarga-. Está demasiado centrado en sí mismo como para advertir la infelicidad de otras personas a menos que esté pintándolas. Créame, mi decisión sí que salió de la nada. Al menos para él.

Cooper chupó su cigarrillo con aire pensativo.

– ¿Espera que regrese para algo?

– Oh, sí. Querrá recoger sus cuadros, si no otra cosa.

– Bien. Algunas de las huellas dactilares que hemos recogido podrían muy bien ser suyas. Nos resultaría útil poder eliminarlas. También las de usted, por supuesto. Habrá un equipo tomando huellas en Fontwell el miércoles por la mañana. Supongo que no tendrá ninguna objeción en proporcionarnos las suyas. Serán destruidas después. -Interpretó el silencio de ella como asentimiento-. Dice que no sabe dónde está su esposo pero ¿se le ocurre alguien que pudiera estar en contacto con él?

– Sólo mi abogado. Ha prometido hacérmelo saber en cuanto tenga noticias.

El sargento dejó caer la colilla del cigarrillo en la hierba húmeda y se puso de pie, envolviéndose con la gabardina.

– ¿No hay ningún amigo al que pueda haber acudido?

– Lo he intentado con todos los que se me han ocurrido. No ha estado en contacto con ninguno.

– En ese caso, tenga la amabilidad de anotarme el nombre y número de teléfono de su abogado mientras echo un vistazo a ese cuadro. -Sonrió-. A la vista de lo que usted ha dicho, siento fascinación por ver si puedo entender algo.


Cooper encontró que la cuidadosa valoración del cuadro era bastante impresionante. Permaneció largo rato de pie sin decir nada, y luego preguntó si Jack había hecho un retrato de ella. Sarah trajo el suyo del salón y lo colocó junto al de Mathilda. Él reanudó su silencioso estudio.

– Bueno -dijo por fin-, tiene usted mucha razón. Nunca habría adivinado que éste era el retrato de la señora Gillespie, más de lo que habría adivinado que ése era el retrato de usted. Puedo entender por qué nadie más lo considera un genio.

A Sarah, su propia decepción la sorprendió. ¿Pero qué había esperado? Era un policía rural, no un hombre culto. Forzó a sus labios a sonreír con cortesía, lo cual era su reacción de costumbre ante los comentarios, a menudo groseros, que otras personas hacían sobre la obra de Jack, y se preguntó, no por primera vez, por qué ella era la única persona que parecía capaz de apreciarla. No era que estuviera cegada por el amor; de hecho, más bien al contrario, y sin embargo, el retrato de Mathilda le parecía extraordinario y brillante. Jack había trabajado capa sobre capa para conseguir una transparencia dorada oscura que dejara ver el corazón del cuadro: el ingenio de Mathilda, pensó, destellando a través de los complejos azules y verdes de crueldad y cinismo. Y en torno a todo ello los marrones de la desesperación y la represión, y el rojo herrumbroso de hierro, signo taquigráfico de firmeza y carácter en la obra de Jack, pero aquí moldeado en la forma de la mordaza de la importuna.

Se encogió de hombros. Después de todo, tal vez era una merced que el sargento no pudiera verlo.

– Como ya he dicho, él pinta personalidades y no caras.

– ¿Cuándo pintó el de usted?

– Hace seis años.

– ¿Y su personalidad ha cambiado en seis años?

– Yo diría que no. Las personalidades cambian muy poco, sargento, motivo por el cual a Jack le gusta pintarlas. Uno es lo que es. Una persona generosa permanece generosa. Un prepotente continúa siendo un prepotente. Se pueden suavizar los bordes ásperos, pero no se puede cambiar el núcleo. Una vez pintada, la personalidad debería de ser reconocible para siempre.

Él se frotó las manos con expectación ante un desafío.

– En ese caso, veamos si puedo desentrañar su sistema. Hay mucho verde en el suyo y sus características más obvias son la compasión… no -se contradijo de inmediato-, la empatía, porque entra en los sentimientos de las otras personas, y no las juzga. Así pues, empatía, honor… porque usted es una mujer honorable o no se sentiría tan llena de culpabilidad por el legado… la sinceridad… porque la mayoría de las personas habrían mentido con respecto a este cuadro… simpática. -Se volvió a mirarla-. ¿Cuenta la simpatía como rasgo de la personalidad o es demasiado débil?

Ella rió.

– Débil en exceso, y está pasando por alto los aspectos desagradables. Jack ve dos caras en todo el mundo.

– De acuerdo. -Contempló el retrato-. Es usted una mujer muy porfiada y lo bastante segura de sí misma como para oponerse abiertamente a los hechos establecidos, ya que de otra forma no le habría gustado la señora Gillespie. Como corolario de eso, también es ingenua o sus puntos de vista no serían tan divergentes respecto a los de todo el resto de la gente. Tiene inclinación a ser precipitada o no estaría lamentando la partida de su esposo, cosa que sugiere una profundidad de afecto por las causas perdidas, lo cual es el motivo probable de que se haya hecho médico y también la razón por la cual le tenía tanto cariño a la vieja zorra de este asombroso cuadro que está junto al suyo. ¿Qué tal lo hago para ser un proletario?

Ella profirió una sorprendida risa entre dientes.

– Bueno, no creo que sea usted un proletario -dijo-. Jack lo adoraría. El hombre culto en toda su gloria. Son buenos, ¿verdad?

– ¿Cuánto cobra por ellos?

– Sólo ha vendido uno en toda su vida. Era el retrato de una de sus amantes. Obtuvo diez mil libras por él. El hombre que lo compró era un marchante de Bond Street que le dijo a Jack que era el artista más emocionante con el que jamás se hubiese encontrado. Pensábamos que había llegado nuestra buena suerte, pero tres meses después el pobre murió y nadie ha manifestado interés ninguno desde entonces.

– Eso no es cierto. El reverendo Matthews me dijo que él compraría una tela de inmediato si fueran más baratas. De ser así, también yo lo haría. ¿Ha hecho alguna vez a un hombre y su esposa? Yo llegaría hasta dos mil si nos hiciera uno a mí y a la vieja muchacha para ponerlo sobre la chimenea. -Estudió de cerca a Mathilda-. Calculo que el dorado es el único rasgo redimidor del humor que tenía ella. Mi señora tiene una risa por minuto. Sería dorado y más dorado. Me encantaría verlo.

Detrás de ellos se produjo un sonido.

– ¿Y qué color sería usted? -preguntó la divertida voz de Jack.

El corazón de Sarah dio un salto, pero el sargento Cooper se limitó a contemplarlo durante un momento.

– Suponiendo que yo haya interpretado correctamente estos cuadros, señor, diría que una mezcla de azules y púrpuras, por una combinación de cinismo y realismo prácticos, rasgo que tengo en común con su esposa y la señora Gillespie, algunos verdes que creo que tienen que representar la decencia y el honor de la doctora Blakeney porque están notoriamente ausentes en el retrato de la señora Gillespie -sonrió-, y una gran cantidad de negro.

– ¿Por qué negro?

– Porque estoy a oscuras -replicó con humor pesado, al tiempo que sacaba su documento de identificación del bolsillo interior-. Sargento detective Cooper, señor, de la policía de Learmouth. Estoy investigando la muerte de la señora Mathilda Gillespie de Cedar House, Fontwell. Tal vez le gustaría explicarme por qué ella posó para usted con la mordaza de la chismosa en la cabeza. A la vista de la forma en que murió, eso me resulta fascinante.

La artritis es una bestia. Me convierte en alguien demasiado vulnerable. Si fuese una mujer menos cínica, diría que Sarah tiene don de curación aunque, francamente, me inclino a pensar que cualquiera habría sido mejor que ese estúpido de Hendry. Era haragán, por supuesto, y no se molestaba en leer para estar al día. Sarah me ha contado que se han producido grandes avances en medicina, de los cuales es obvio que él no sabía nada. Me siento bastante inclinada a demandarlo, si no por mí, sí por Joanna. Está claro que fue él quien la puso en el camino de la adicción.

Hoy Sarah me ha preguntado cómo estaba, y yo le he respondido con una frase del Rey Lear: «Crezco, prospero. Ahora, dioses, alzaos por los bastardos». Ella, como es muy natural, pensó que estaba refiriéndome a mí misma, rió con bondad y dijo: «Una loba, Mathilda, puede, pero nunca una bastarda. Hay un solo bastardo que yo conozca, y ése es Jack». Le pregunté qué había hecho para merecer semejante apelativo. «Ha dado mi amor por seguro -dijo-, y le ofrece el suyo a cualquiera que sea lo bastante estúpida como para halagarlo.»

¡Cuan imperfectas son las relaciones humanas! Este no es un Jack que yo pueda reconocer. Guarda su amor tan celosamente como guarda su arte. La verdad, según pienso, es que Sarah se percibe a sí misma y lo percibe a él «a través de un cristal oscuro». Ella cree que se descarría, pero sólo, según sospecho, porque insiste en usar el efecto que produce en las mujeres como criterio por el cual juzgarlo. Las pasiones de él la asustan porque existen fuera del control de ella, y es menos diestra de lo que cree ser para ver hacia dónde las dirige.

Yo adoro a ese hombre. Me alienta a «desafiar la condenación», porque ¿qué es la vida sino una rebelión contra la muerte…?

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