La doctora Sarah Blakeney se detuvo junto a la bañera y se preguntó cómo la muerte podría ser descrita como una victoria. Aquí no había ningún triunfo, ninguna sensación persistente de que Mathilda hubiese abandonado su cuerpo terrenal a cambio de algo mejor, ni siquiera un indicio de que hubiera hallado la paz.
– ¿Quiere mi sincera opinión? -dijo con lentitud, para responder a la pregunta del policía-. En ese caso, no, Mathilda Gillespie es la última persona que yo hubiese esperado que se suicidara.
Contemplaron la grotesca figura, rígida y fría en el agua salobre. Las ortigas y margaritas silvestres asomaban del artilugio horrible que encerraba el rostro sin sangre, cuyo bocado de metal herrumbroso apretaba la lengua inmóvil en la boca abierta. Un reguero de pétalos, arrugados y marchitos, estaban pegados a los hombros flacos y los lados de la bañera, mientras que un sedimento pardo por debajo de la superficie del agua sugería la presencia de más pétalos, empapados y hundidos. En el piso yacía el cuchillo Stanley que aparentemente habían dejado caer los dedos sin vida que colgaban por encima. Evocaba a Marat en su bañera, pero era mucho más feo y mucho más triste. Pobre Mathilda, pensó Sarah, cómo habría detestado esto.
El sargento de policía gesticuló hacia la lastimosa cabeza gris.
– En el nombre de Dios, ¿qué es esa cosa? -Su voz estaba rasposa de repugnancia.
Sarah aguardó un momento hasta que sintió que tenía su propia voz bajo control.
– Es una mordaza para chismosas -le respondió-, un instrumento primitivo de represión. Se los usaba en la Edad Media para refrenar las lenguas de las mujeres chismosas. Hace años que está en la familia de Mathilda. Ya sé que así tiene un aspecto horrible, pero ella lo tenía abajo, en el vestíbulo, encima de un tiesto de geranios. Como decoración era bastante espectacular. -Se llevó una mano a la boca, angustiada, y el policía le dio unas palmaditas en el hombro, con gesto torpe-. Eran geranios blancos y asomaban la cabeza por entre la estructura de hierro. Sus diademas silvestres, las llamaba. -Se aclaró la garganta-. Estaba bastante bien, ¿sabe? Era muy orgullosa, muy esnob, muy intolerante y no abiertamente cordial, pero tenía una mente brillante para ser alguien a quien jamás educaron para otra cosa que no fuera llevar la casa, y poseía un maravilloso sentido del humor. Seco e incisivo.
– Diademas silvestres -repitió el patólogo, pensativo-. Como en:
Allí fue ella con sus fantásticas guirnaldas
De ranúnculos, ortigas y margaritas, y las largas flores púrpura,
Que los disolutos pastores llaman por un nombre más grosero,
Pero a las que nuestras doncellas recatadas dan el nombre de dedos de muerto:
Allí, en las colgantes ramas, sus diademas silvestres…
– Es de Hamlet -le explicó al policía con tono de disculpa-. La muerte de Ofelia. Tuve que aprenderla para el examen de lengua inglesa. Resulta asombroso lo que uno recuerda a medida que envejece. ¿La señora Gillespie conocía Hamlet?
Sarah asintió con tristeza.
– Una vez me contó que la totalidad de su educación estaba basada en la memorización de pasajes de Shakespeare.
– Bueno, no vamos a averiguar mucho si nos quedamos aquí quietos mirando a la pobre mujer -dijo el policía de modo abrupto-. A menos que Ofelia fuese asesinada.
El doctor Cameron negó con la cabeza.
– Muerte por ahogo -dijo con tono pensativo-, mientras atravesaba un momento de demencia. -Miró a Sarah-. ¿La señora Gillespie estaba deprimida por algo?
– Si lo estaba, no dio señales de ello.
El policía, a todas luces más incómodo en presencia de la muerte que cualquiera de los dos médicos, condujo a Sarah al descansillo de la escalera.
– Muchas gracias por su tiempo, doctora Blakeney. Le pido disculpas por haber tenido que someterla a eso, pero como su médico de cabecera es probable que la conociera mejor que nadie. -Ahora le tocaba suspirar a él-. Siempre son los peores. Personas ancianas que viven solas. Rechazados por la sociedad. A veces pasan semanas antes de que los encuentren. -La boca se le volvió hacia abajo en una curva de repugnancia-. Muy desagradable. Supongo que hemos tenido suerte de que la hayan encontrado tan pronto. Menos de cuarenta horas, según el doctor Cameron. Medianoche del sábado, calcula.
Sarah apoyó la espalda contra la pared y miró hacia el dormitorio de Mathilda, que se encontraba al otro lado del descansillo, y cuya puerta abierta mostraba la vieja cama de roble llena de almohadas. Aún había una extraña sensación de propiedad, como si las pertenencias de ella retuvieran la presencia que su carne había perdido.
– No era tan anciana -protestó con suavidad-. Sesenta y cinco, no más. Hoy en día eso no es nada.
– Parece más vieja -comentó él, flemático-, pero, pensándolo bien, es natural, si perdió toda la sangre. -Consultó su libro de notas-. Una hija, dice usted, que vive en Londres, y cree que una nieta, en un internado.
– ¿No lo saben el señor y la señora Spede? -Al entrar, había captado un atisbo de ellos en la biblioteca, los rostros grises curiosamente inexpresivos a causa de la conmoción, las manos aferradas con fuerza como niños petrificados-. Han estado acudiendo aquí dos veces por semana durante años. Él cuida el jardín y ella limpia. Tienen que saber más de ella que nadie.
Él asintió con la cabeza.
– Por desgracia, no hemos podido sacar de ellos más que histeria desde que la señora Spede descubrió el cadáver. En cualquier caso, preguntaremos por el pueblo. -Miró hacia el dormitorio-. Hay un frasco de barbitúricos vacío en su mesilla de noche, junto con los restos de un vaso de whisky. Parece un trabajo hecho para asegurarse de los resultados. Whisky para darse valor, pildoras para dormir, luego el cuchillo Stanley en el baño… ¿Todavía es de la opinión de que no hubiese esperado que se suicidara?
– Oh, Señor, no lo sé. -Sarah se pasó una mano preocupada por entre el pelo corto, oscuro-. No le habría prescrito barbitúricos si hubiese pensado que habría una posibilidad de que abusara de ellos, pero una nunca puede estar segura de estas cosas. Y, de todas formas, Mathilda las tomaba desde hacía años, son unas pildoras de prescripción corriente. Pues sí, yo descartaría el suicidio por lo que sabía de ella, pero nosotras teníamos una relación médico-paciente. Tenía dolores muy fuertes a causa de la artritis y había noches en que no podía dormir. -Frunció el entrecejo-. En cualquier caso, no podían quedarle muchas pildoras para dormir. Esta semana tenía que ir a buscar otra receta.
– Tal vez las estuvo acumulando -comentó él, sin emoción-. ¿Se sinceró alguna vez con usted?
– Dudo de que se sincerara con alguien. No era de ese tipo. Se trataba de una persona muy reservada. -Se encogió de hombros-. Y yo la conocía desde hacía sólo… ¿cuánto?… doce meses. Vivo en Long Upton, no aquí, en Fontwell, así que tampoco me he encontrado con ella en ambientes sociales. -Sacudió la cabeza-. No hay nada en su historial que sugiera una personalidad depresiva. Pero el problema radica en que… -Guardó silencio.
– ¿El problema radica dónde, doctora Blakeney?
– El problema radica en que la última vez que la vi hablamos de la libertad, y ella dijo que la libertad era una ilusión. Que no había nada semejante en la sociedad moderna. Me citó a Rousseau, el famoso grito rebelde de los estudiantes de los años sesenta: «El hombre ha nacido libre, y en todas partes está encadenado». Sólo quedaba una libertad, según Mathilda, y era la libertad de escoger cómo y cuándo morir. -Su rostro parecía árido-. Pero teníamos conversaciones de ese tipo cada vez que la veía. No había razón ninguna para suponer que ésa fuera diferente.
– ¿Cuándo fue esa conversación?
Sarah suspiró pesadamente.
– Hace tres semanas, durante la última visita mensual. Y lo más terrible es que yo me eché a reír. Ni siquiera eso era ya una libertad, le dije, porque los médicos tenían un miedo tan espantoso a las demandas que no soñarían siquiera en dejar que el paciente escogiera.
El policía, un detective corpulento que se acercaba a su jubilación, descansó una consoladora mano en el brazo de ella.
– Vamos, vamos, no hay nada por lo que inquietarse. Lo que la mató fue el cortarse las muñecas, no los barbitúricos. Y, de todas maneras, lo más probable es que nos hallemos ante un asesinato. -Sacudió la cabeza-. He visto unos cuantos suicidios de uno y otro tipo, pero me faltaba por ver a una anciana que se convirtiera a sí misma en un arreglo floral dentro de la bañera. Será el dinero lo que encontraremos detrás de esto. Todos vivimos demasiado tiempo y los jóvenes se desesperan.
«Hablaba con sentimiento», pensó Sarah.
Una hora más tarde, el doctor Cameron se mostró más escéptico.
– Si no lo ha hecho ella misma -dijo-, tendrá un trabajo de todos los demonios para demostrarlo. -Habían sacado el cadáver de la bañera y lo habían tendido, todavía con la mordaza puesta, sobre un plástico colocado en el piso-. Aparte de las incisiones de las muñecas, no hay ninguna marca en su cuerpo, fuera de lo que cabría esperar, por supuesto. -Señaló la lividez que había por encima y en torno a las nalgas-. Una hipostasis post mortem donde la sangre se ha depositado, pero no hay magulladuras. Pobre anciana. No opuso ninguna lucha.
El sargento Cooper se reclinó contra el marco de la puerta del baño, mirando hacia el pobre cuerpo gris, pero con una profunda repulsión hacia el mismo.
– No podía si estaba drogada -murmuró.
Cameron se quitó los guantes.
– Veré lo que puedo averiguar en el laboratorio, pero mi consejo es que no contenga la respiración. No puedo imaginarme a su jefe superior gastando demasiado tiempo ni recursos en esto. Es más o menos tan claro como cualquier cosa que haya visto. Con franqueza, a menos que en la autopsia aparezca algo bastante insólito, yo recomendaré un veredicto de suicidio.
– Pero ¿qué le dice su intuición, doctor? Las ortigas están diciéndome que se trata de un asesinato. ¿Por qué iba a picarse con ellas de modo deliberado antes de morir?
– Para hacerse víctima de un oprobio, quizá. Buen Dios, hombre, en este tipo de cosas no hay ninguna lógica. Los suicidas rarísimas veces están en sus cabales cuando se matan. Sin embargo -dijo pensativo-, hay tanto de teatral en este tocado que yo habría esperado algo que lo explicara. -Comenzó a envolver el cadáver con el plástico-. Lea Hamlet -sugirió-. La respuesta está allí, según espero.
El señor y la señora Spede daban vueltas por la biblioteca como dos espectros rechonchos, tan inactivos y taimados en apariencia que Cooper se preguntó si serían del todo normales. Ninguno parecía capaz de mirarlo a los ojos y cada pregunta requería que la consultaran en silencio entre sí antes de que uno ofreciera la respuesta.
– La doctora Blakeney dice que la señora Gillespie tiene una hija que vive en Londres y una nieta que está en un internado -dijo-. ¿Pueden darme los nombres de ambas y decirme cómo contactar con ellas?
– Ella mantenía sus papeles muy en orden -dijo por fin la señora Spede, tras recibir alguna clase de autorización de su esposo para hablar-. Estará todo en sus papeles. -Hizo con la cabeza un gesto en dirección a un archivador de roble-. Allí dentro, en alguna parte. Muy en orden. Siempre muy en orden.
– ¿No saben ustedes el nombre de su hija?
– Señora Lascelles -dijo el hombre pasado un momento-. Joanna. -Se tironeó del labio inferior, que caía de modo extraño, como si lo hubiera tironeado muchas veces antes. Con un petulante ceño fruncido, su esposa le dio una palmada en la muñeca, y él guardó en el bolsillo la mano delictiva. Eran muy infantiles, pensó Cooper, y se preguntó si la señora Gillespie los habría empleado por compasión.
– ¿Y el nombre de la nieta?
– Señorita Lascelles -replicó la señora Spede.
– ¿Sabe cuál es su nombre de pila?
– Ruth. -Consultó a su esposo a través de párpados entrecerrados-. No son agradables, ninguna de ellas. La señora es descortés con el señor Spede sobre el cuidado del jardín y la señorita es descortés con Jenny sobre la limpieza.
– ¿Jenny? -inquirió-. ¿Quién es Jenny?
– Jenny es la señora Spede.
– Ya veo -dijo Cooper, amablemente-. Tiene que haber sido una terrible impresión para usted, Jenny, encontrar a la señora Gillespie en el baño.
– Oh, sí que lo fue -aulló ella al tiempo que se aferraba al brazo de su esposo-. Una impresión terrible, terrible. -Su voz aumentó hasta un alarido.
Con cierta renuencia, porque temía un estallido aún más sonoro, Cooper se sacó del bolsillo la bolsa de polietileno que contenía el cuchillo Stanley y se la presentó sobre su ancha palma.
– No quiero trastornarla más pero, ¿reconoce usted esto? ¿Se trata de un cuchillo que haya visto antes?
Los labios de ella se fruncieron con expresión trágica, pero dejó de gemir para instar a su marido a que hablara dándole un toque con el codo.
– El cajón de la cocina -dijo él-. Es el del cajón de la cocina. -Tocó el mango a través de la bolsa-. Le grabé una ce de «casa». El que guardo en el cobertizo tiene una jota de «jardín».
Cooper examinó la tosca «c» y asintió con la cabeza mientras volvía a meterse la bolsa en el bolsillo.
– Gracias. Necesitaré el del jardín para compararlo. Le pediré a un oficial que le acompañe cuando hayamos terminado. -Sonrió de modo cordial-. Veamos, es de suponer que ustedes tienen llaves de la casa. ¿Podría verlas?
La señora Spede sacó un cordón que llevaba en torno al cuello, dejando a la vista una llave que había permanecido en la depresión de su seno.
– Sólo yo -dijo-. Jenny tenía la llave. El señor Spede no necesitaba tenerla para el jardín. -Se la entregó a Cooper y él sintió que el calor del cuerpo de ella rezumaba en su mano. Le repelió porque estaba húmeda y oleosa de sudor, y esto lo hizo sentir culpable porque los encontraba a ambos profundamente carentes de atractivo y sabía que, a diferencia de la señora Gillespie, no los habría tolerado en su casa ni siquiera durante media hora.
Los vecinos más próximos de Mathilda Gillespie vivían al lado, en un ala anexa a la casa. En alguna época, Cedar House tenía que haber sido una sola residencia, pero ahora había una señal discreta que indicaba el camino hacia Wing Cottage, en el extremo occidental del edificio. Antes de llamar a la puerta, Cooper avanzó por el sendero de grava hasta la esquina trasera y echó una mirada al patio posterior, primorosamente demarcado por jardineras de pensamientos de todo el año, más allá de los cuales un seto de boj recortado separaba este jardín de la extensión de prado y árboles distantes que pertenecían a Cedar House. Sintió una repentina envidia de los ocupantes. Cuánto más triste resultaba su propia casita por comparación, pero es que fue su propia esposa quien escogió vivir en una urbanización moderna, no él. Él habría sido feliz con un estucado que estuviera desmenuzándose y una buena vista; ella era feliz con todas las comodidades modernas y unos vecinos tan próximos que se frotaban los hombros cada día. Era el destino de un policía, ceder ante una esposa a la que quería. Sus horarios eran demasiado impredecibles como para permitirle imponer su propio anhelo de aislamiento a una mujer que había tolerado sus ausencias con estoico buen humor durante treinta años.
Oyó que la puerta se abría a sus espaldas y se volvió, al tiempo que sacaba su carnet de identificación del bolsillo pectoral, para saludar a un anciano gordo que se le acercó.
– Sargento detective Cooper, señor, policía de Dorset.
– Orloff, Duncan Orloff. -Se pasó una mano con gesto preocupado por su rostro ancho, más bien agradable-. Hemos estado esperándole. Dios mío, Dios mío. No me importa admitir que los aullidos de Jenny resultan un poco difíciles de aguantar después de un rato. Pobre mujer. Es un alma buena siempre y cuando nada la trastorne. No puedo ni contarle cómo fue cuando encontró a Mathilda. Salió corriendo de la casa como una banshee [1] y desquició al desgraciado de su marido por simpatía. Yo me di cuenta de que tenía que haber sucedido algo espantoso, por lo que llamé a su gente y a una ambulancia. Gracias a Dios que acudieron rápido y tuvieron la sensatez de traer una mujer consigo. Fue realmente excelente la labor de esa mujer, calmó a los Spede en tiempo récord. Dios mío, Dios mío -repitió-, llevamos una vida tan apacible… No estamos en absoluto habituados a esta clase de cosas.
– Nadie lo está -dijo Cooper-. Supongo que le han contado lo sucedido.
El anciano se retorció las manos con angustia.
– Sólo que Mathilda está muerta. Retuve a los Spede aquí hasta que llegó el coche de la policía… pensé que era lo mejor, realmente, cuando estaban desmoronándose ante mis propios ojos… se lo advierto, no iba a permitir que mi esposa bajara hasta que las cosas se calmasen… uno no puede estar seguro de las cosas… de todas formas, los muchachos de uniforme me dijeron que esperara hasta que viniese alguien a hacernos preguntas. Mire, será mejor que pase dentro. Violet está ahora en el salón, no se siente demasiado bien en estas circunstancias, ¿y quién puede reprochárselo? Con franqueza, yo mismo no me siento en plena forma. -Se apartó a un lado y dejó entrar a Cooper-. La primera puerta a la derecha -dijo. Siguió al policía a una habitación acogedora, con demasiados muebles, donde un televisor con el volumen bajo se encontraba en un rincón, y se inclinó sobre la figura de su esposa postrada en el sofá-. Ha venido a vernos un sargento -informó mientras la alzaba hasta sentarla con una mano y usaba la otra para bajarle los pies al suelo. Depositó su cuerpo grande en el sofá junto a ella, y le hizo a Cooper un gesto hacia un sillón-. Jenny no dejaba de gritar algo sobre sangre -le confió con tono de infelicidad-. Agua roja y sangre. Es lo único que decía.
Violet se estremeció.
– Y Jesús -susurró-. Yo la oí. Dijo que Mathilda era «como Jesús». -Se llevó una mano a los labios pálidos, carentes de sangre-. Muerta como Jesús en agua roja de sangre. -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. ¿Qué le ha sucedido? ¿Está realmente muerta?
– Me temo que sí, señora Orloff. Es sólo algo aproximado, pero el patólogo estima el momento de la muerte entre las nueve y la medianoche del sábado. -Miró de uno a otro-. ¿Estuvieron aquí durante esas tres horas?
– Estuvimos aquí durante toda la noche -replicó Duncan. Resultaba obvio que en él pugnaban lo que consideraba el buen gusto de no formular preguntas y una abrumadora necesidad de satisfacer una curiosidad muy natural-. No nos ha dicho qué sucedió -dijo atropelladamente-. Es mucho, mucho peor si uno no sabe qué ha sucedido. Hemos estado imaginando cosas terribles.
– No ha sido crucificada, ¿verdad? -preguntó Violet, trémula-. Yo dije que posiblemente ha sido crucificada ya que de otra forma, ¿por qué iba Jenny a decir que parecía Jesús?
– Yo dije que alguien había intentado limpiar después -dijo Duncan-, razón por la cual hay agua roja por todas partes. Uno oye hablar de esas cosas todos los días, personas ancianas a las que asesinan por su dinero. También les hacen cosas terribles, antes de matarlas.
– Oh, espero de verdad que no la hayan violado -dijo Violet-. No podría soportar que la hubieran violado.
Cooper tuvo tiempo de sentir pesar por esta pareja anciana que, como muchos de sus coetáneos, vivían el final de sus existencias en el terror, porque los medios de comunicación los persuadían de que estaban en peligro. Él sabía mejor que nadie que las estadísticas demostraban que eran los varones jóvenes de edades entre quince y veinticinco años los que constituían el grupo más vulnerable a la muerte violenta. Había intervenido en demasiadas peleas de borrachos y recogido demasiados apuñalados y aporreados de las cunetas del exterior de los pubs como para tener alguna duda al respecto.
– Murió en su bañera -dijo con voz carente de emoción-. Tenía las muñecas cortadas. De momento, el patólogo se inclina por el suicidio y sólo estamos haciendo preguntas para convencernos de que fue ella quien acabó con su propia vida.
– Pero Jesús no murió en la bañera -intervino Violet, desconcertada.
– Llevaba puesta una mordaza para chismosas en la cabeza, con flores dentro. Pienso que quizá la señora Spede pensó que se trataba de una corona de espinas.
No tenía sentido de ninguna otra forma, pensó.
– Yo odiaba esa cosa. Mathilda era siempre muy peculiar al respecto. -Violet tenía la costumbre, según advirtió Cooper, de hacer hincapié en las palabras que creía importantes-. Entonces tiene que haber sido suicidio. Se la ponía cuando la artritis le daba dolores fuertes. Apartaba su mente del dolor, ya sabe. Siempre decía que se suicidaría si llegaba a dolerle tanto que no pudiera soportarlo. -Volvió los ojos llenos de lágrimas hacia su esposo-. ¿Por qué no nos pidió auxilio? Estoy segura de que hay algo que hubiésemos podido hacer para ayudarla.
– ¿La habrían oído? -preguntó Cooper.
– Oh, sí, especialmente si se encontraba en el baño. Habría golpeado las tuberías. Desde luego que habríamos oído eso.
Duncan le dedicó a la pregunta una larga y pensativa consideración.
– Nuestros días son muy carentes de incidentes notables -dijo con tono de disculpa-. Lo único que sé es que si hubiéramos oído algo, habríamos actuado… -tendió ante sí las manos abiertas con gesto de derrota-, como esta mañana, cuando Jenny se puso a gritar. El sábado no hubo nada parecido.
– Sin embargo, ustedes suponen que fue asesinada por una banda. Hicieron referencia en plural.
– Resulta difícil pensar con claridad cuando la gente está profiriendo alaridos -replicó, haciéndose un reproche con una sacudida de cabeza-. Y si quiere que le sea del todo sincero, no estaba nada seguro de que los Spede no hubiesen hecho algo. No son la pareja más inteligente, según ha descubierto probablemente usted mismo. Cuidado, no habría sido algo intencionado por su parte. Son tontos, no peligrosos. Supuse que se había producido alguna clase de accidente. -Posó las manos abiertas sobre sus rechonchas rodillas-. He estado preocupándome por si debería de haber entrado a hacer algo, tal vez salvarla, pero si murió el sábado… -Su voz se desvaneció con tono interrogante.
Cooper sacudió la cabeza.
– No podría haber hecho nada por ella. ¿Qué me dicen de las horas del día? ¿Oyeron algo entonces?
– ¿El sábado, quiere decir? -Él sacudió la cabeza-. Nada que se me ocurra ahora. Desde luego, nada inquietante. -Miró a Violet como si buscara inspiración-. Si suena el timbre en Cedar House, nosotros reparamos en ello porque es muy raro que Mathilda reciba visitas, pero por lo demás… -se encogió de hombros con gesto de impotencia-, por aquí sucede muy poca cosa, sargento, y nosotros miramos mucha televisión.
– ¿Y no se preguntaron dónde estaba el sábado?
Violet se frotó los ojos.
– Oh, señor -susurró-, ¿podríamos haberla salvado entonces? Qué horrible, Duncan.
– No -replicó Cooper con firmeza-, estaba sin duda muerta hacia las tres de la madrugada del sábado.
– Éramos amigos, ya sabe -dijo Violeta-. Duncan y yo la conocíamos desde hacía cincuenta años. Ella nos vendió este chalé cuando Duncan se jubiló hace cinco años. No quiero decir que fuera la persona más fácil del mundo para entenderse con ella. Podía mostrarse muy cruel con la gente que no le gustaba, pero el truco con Mathilda era no imponerse. Nosotros nunca lo hicimos, por supuesto, pero había quienes lo hacían.
Cooper lamió la punta del lápiz.
– ¿Quién, por ejemplo?
Violet bajó la voz.
– Joanna y Ruth, su hija y su nieta. No la dejaban nunca en paz, siempre quejándose, siempre exigiéndole dinero. Y el vicario se comportaba de un modo escandaloso. -Le echó una mirada de culpabilidad a su marido-. Sé que Duncan no aprueba los chismorreos, pero el vicario siempre estaba haciendo que le remordiera la conciencia respecto a los menos favorecidos. Ella era atea, ¿sabe?, y se mostraba muy grosera con el señor Matthews cada vez que iba a verla. Lo llamaba sanguijuela galesa, y también se lo decía a la cara.
– ¿Le molestaba a él?
Duncan profirió una tronante carcajada.
– Era un juego -dijo-. Ella era a veces muy generosa, cuando él la pillaba de buen humor. Una vez le dio cien libras para un centro de tratamiento de alcohólicos, diciendo que lo hacía sólo en bien de su propio metabolismo. Bebía para calmar los dolores de la artrosis, o al menos eso decía.
– Pero no bebía en exceso -dijo Violet-. Nunca estaba bebida. Era demasiado señora como para emborracharse alguna vez. -Se sonó la nariz ruidosamente.
– ¿Hay alguien más en quien puedan pensar que se le impusiera? -preguntó Cooper, pasado un momento.
Duncan se encogió de hombros.
– Estaba el esposo de la doctora, Jack Blakeney. Él siempre estaba por ahí, pero no se trataba de una imposición. A ella le gustaba. Solía oírla reír con él a veces en el jardín. -Hizo una pausa para reflexionar-. Tenía muy pocos amigos, sargento. Como ha dicho Violet, no era una mujer fácil de tratar. A la gente, o bien Mathilda le gustaba, o bien la aborrecía. Descubrirá eso muy pronto si tiene planeado hacerle preguntas a alguien más.
– ¿Y a usted le caía bien?
Los ojos se le humedecieron de repente.
– Me caía bien -replicó con voz ronca-. En otra época fue hermosa, ¿sabe?, muy hermosa. -Dio unas palmaditas en la mano de su esposa-. Todos lo fuimos, hace mucho, mucho tiempo. La edad tiene muy pocas compensaciones, sargento, excepto quizá la sabiduría para reconocer el contento. -Meditó un momento-. Dicen que cortarse las muñecas es una forma muy apacible de morir, aunque no consigo imaginar cómo puede saberlo alguien. ¿Cree usted que ha sufrido?
– Me temo que no puedo responder a eso, señor Orloff -respondió Cooper con sinceridad.
Los húmedos ojos le sostuvieron la mirada durante un momento, y en ellos vio una tristeza profunda y exhausta. Hablaban de un amor que Cooper, de alguna forma, sospechó que Duncan nunca había manifestado ni sentido por su esposa. Quería decir algo que resultara consolador pero ¿qué podía decir que no fuese a empeorar las cosas? Dudaba de que Violet lo supiera, y se preguntó, no por vez primera, por qué el amor era con más frecuencia cruel que amable.
Esta tarde he observado a Duncan mientras podaba su seto, y apenas pude recordar al apuesto hombre que era. Si hubiese sido una mujer caritativa, me habría casado con él hace cuarenta años y lo habría salvado de sí mismo y de Violet. Ella ha convertido a mi Romeo en un Billy Bunter de ojos tristes que deja destellar su pasión en silencio cuando nadie lo está mirando. Oh, que su tan, tan sólida carne tenga también que deshacerse… A los veinte años tenía el cuerpo del David de Miguel Ángel, ahora se parece a todo el grupo familiar de Henry Moore.
Jack continúa deleitándome. ¡Qué tragedia que no lo haya conocido a él o a alguien como él cuando era «inmadura de juicio»! Sólo aprendí cómo sobrevivir, cuando Jack me habría enseñado, según creo, cómo amar. Le pregunté por qué él y Sarah no tenían hijos, y me contestó: «Porque nunca he sentido la urgencia de jugar a Dios». Yo le contesté que no había nada de calidad de Dios en la procreación -de perruno, quizás-, y que constituía una presunción monumental el que se permitiera dictar la capacidad de Sarah para ser madre. «El vicario te diría que estás jugando al diablo, Jack. La especie no sobrevivirá a menos que la gente como vosotros os reproduzcáis.»
Pero él no es para nada un hombre dócil. Si lo fuese, no me gustaría tanto. «Tú has jugado a Dios durante años, Mathilda. ¿Te ha proporcionado algún placer o hecho sentir más contenta?»
No, y eso puedo decirlo con sinceridad. Moriré tan desnuda como nací…