Jack estaba trabajando en su estudio cuando por fin la llave de Sarah sonó en la cerradura a las once de la noche. Alzó la mirada al pasar ella ante su puerta abierta.
– ¿Dónde has estado?
Estaba muy cansada.
– En casa de los Hewitt. Me han dado de cenar. ¿Has comido? -No entró, sino que se quedó en el umbral, mirándolo.
Cuánto más sencillo sería, pensó, si ella fuese obtusa y malinterpretara de modo genuino lo que él estaba intentando lograr en su obra. Cuánto más sencillo si ella pudiera simplemente aceptar lo que uno o dos críticos habían dicho, que no era más que basura pretenciosa y arte malo.
– Joanna Lascelles, presumo.
Pero no una Joanna Lascelles que alguien pudiera reconocer, excepto quizás en el negro de su atuendo de luto y en el oro plateado de su pelo, porque Jack usaba la forma y el color para pintar emociones, y en este cuadro había una turbulencia extraordinaria, incluso en su más temprana etapa. Ahora continuaría durante semanas, trabajando capa sobre capa, intentando a través de los óleos construir y representar la complejidad de la personalidad humana. Sarah, que entendía su codificación de los colores casi tan bien como él, podía interpretar una gran parte de lo que ya había esbozado. Pesadumbre (¿por su madre?), desdén (¿por su hija?) y, cosa demasiado predecible, sensualidad (¿por él?).
Jack observó su rostro.
– Es interesante -dijo.
– Obviamente.
Los ojos de él se entrecerraron con enojo.
– No empieces -murmuró-. No estoy de humor.
Ella se encogió de hombros.
– Tampoco yo. Me voy a la cama.
– Mañana trabajaré en la cubierta -prometió, malhumorado.
Ganaba algún dinero diseñando cubiertas para libros, pero los encargos eran pocos y muy espaciados y él raras veces cumplía con los plazos. La disciplina impuesta por motivos de lucro lo ponía furioso.
– Yo no soy tu madre, Jack -replicó ella con frialdad-. Lo que hagas mañana es asunto tuyo.
Pero estaba de humor para peleas, pensó Sarah, probablemente porque Joanna lo había lisonjeado.
– No puedes dejar el tema, ¿verdad? No, no eres mi madre pero, por Dios que estás empezando a hablar como ella.
– Qué extraño -dijo ella con voz pétrea-, y eso que yo siempre pensé que no te llevabas bien con tu madre porque no dejaba de decirte lo que debías hacer. Ahora me pintas del mismo color, cuando en realidad he hecho exactamente lo contrario, te he dejado que te apañes con tus cosas por tu cuenta. Eres un niño, Jack. Necesitas tener una mujer en tu vida para culparla por todas las pequeñas cosas que te salen mal.
– ¿Volvemos con lo de los niños? -gruñó él-. Maldición, Sarah, conocías las condiciones antes de casarte conmigo, y fue elección tuya el aceptarlas. La carrera lo era todo, ¿recuerdas? Nada ha cambiado. Al menos no para mí. No es culpa mía si tus malditas hormonas gritan que estás quedándote sin tiempo. Teníamos un trato. Nada de hijos.
Ella lo observó con curiosidad. Después de todo, Joanna tenía que haber sido menos acomodaticia de lo que él esperaba. ¡Bueno, bueno!
– El trato, Jack, por lo que vale, era que yo te mantendría hasta que tú te establecieses. Después de eso, todas las opciones quedaban abiertas. Lo que nunca tomamos en consideración, y de eso me culpo a mí misma por fiarme de mi propio juicio artístico, es que puede que nunca consigas establecerte. En cuyo caso, según sospecho, el trato queda anulado y sin efecto. Hasta ahora te he mantenido durante seis años, dos antes de casarnos y cuatro después, y la decisión de casarnos fue tanto tuya como mía. Por lo que recuerdo, estábamos celebrando tu primera venta de importancia. Tu única venta de importancia -agregó-. Creo que eso es correcto, ¿no te parece? No puedo recordar que hayas vendido una tela desde entonces.
– El rencor no te sienta bien, Sarah.
– No -asintió ella-, no más de lo que te sienta a ti el comportarte como un mocoso malcriado. Dices que nada ha cambiado, pero te equivocas, porque todo ha cambiado. Yo solía admirarte. Ahora te desprecio. Solía encontrarte divertido. Ahora me aburres. Te amaba. Ahora sólo siento compasión por tí. -Le dedicó una sonrisa de disculpa-. También solía pensar que lo conseguirías. Ahora, no lo creo. Y eso no se debe a que tenga una opinión inferior de tu pintura, sino a que tengo una opinión inferior de tí. No tienes ni la capacidad de compromiso ni la disciplina necesarias para ser grande, Jack, porque siempre olvidas que el genio es sólo un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de trabajo durísimo. Yo soy un buen médico, no porque tenga un especial talento para el diagnóstico, sino porque trabajo hasta dejarme la piel. Tú eres un artista malísimo, no porque te falte talento, sino porque eres demasiado condenadamente perezoso y demasiado condenadamente esnob como para ponerte sobre manos y rodillas junto con el resto de nosotros y ganarte una reputación.
El oscuro rostro se partió con una sonrisa sardónica.
– Eso es obra de Hewitt, supongo. Una encantadora cena con el cocinero Robin y su esposa, y luego Jack carga con todo. Jesús, ese tipo es un sapo baboso. Se metería en tu cama en un abrir y cerrar de ojos si la dulce y pequeña Mary y los críos no estuvieran vigilando la puerta.
– No seas absurdo -replicó ella con frialdad-. Es obra sólo tuya. Dejé de tener sentimientos por tí el día que tuve que enviar a Sally Bennedict a que le practicaran un aborto. Trazo el límite en el punto en que se me pide aprobación para matar a tus bastardos, Jack, especialmente cuando lo hace una perra egoísta como Sally Bennedict. Ella disfrutó con la ironía de toda la situación, créeme.
Él la contempló con algo parecido a la conmoción, y se dio cuenta de que por una vez le había asestado un golpe directo. Jack no se había enterado, pensó, lo cual era algo en favor de él, al menos.
– Deberías de habérmelo dicho -dijo él, inoportuno.
Ella se echó a reír, divertida de verdad.
– ¿Por qué? No eras tú mi paciente, sino Sally. Y tan seguro como que estoy aquí que ella no iba a llevar a término tu pequeño retoño de júbilo y perder su oportunidad con la Royal Shakespeare Company. No se puede representar a Julieta con un embarazo de seis meses, Jack, que es como habría estado ella al comenzar la gira. Oh, yo hice mi parte, le sugerí que lo hablara contigo, le sugerí que lo hablara con un psicólogo, pero lo mismo podría haber estado haciendo rayas en el agua para lo que conseguí. Creo que habría preferido el cáncer a un embarazo no deseado. -Su sonrisa era torcida-. Y, reconozcámoslo, los dos sabemos cuál habría sido tu reacción. Es la única ocasión en que me he sentido segura de que el pobre feto, en caso de haber nacido, habría sido rechazado por ambas partes. Les pasé el entuerto a los del hospital, y al cabo de dos semanas ella estaba fuera, y el feto también.
Él hizo dar vueltas el pincel, sin objeto, por la paleta.
– ¿Fue ésa la razón por la que de repente quisiste mudarte aquí?
– En parte. Tuve la desagradable sensación de que Sally sería una de muchas.
– ¿Y la otra parte?
– No creía que las campiñas de Dorset te resultaran atractivas. Tenía la esperanza de que prefirieras quedarte en Londres.
– Tendrías que habérmelo dicho -repitió él-. Nunca he sido muy bueno en eso de captar indirectas.
– No.
Él dejó la paleta y el pincel en el banco y comenzó a limpiarse las manos con una toalla de cocina empapada en trementina.
– ¿Y a qué se debe el año de gracia? ¿A la caridad? ¿O a la malicia? ¿Pensabas que sería más divertido dejarme a la deriva aquí que en Londres, donde habría tenido asegurada una cama?
– Ninguna de las dos cosas -replicó ella-. Esperanza. Puesta en el sitio equivocado, como siempre. -Echó una mirada a la tela.
Él siguió la dirección de sus ojos.
– Tomé el té con ella. Nada más.
– Te creo.
– ¿Por qué estás tan enojada, entonces? Yo no estoy haciendo una escena porque tú hayas cenado con Robin.
– No estoy enojada, Jack. Estoy aburrida. Aburrida de ser el público necesario de las exigencias de tu ridículo ego. A veces pienso que la razón real por la que te casaste conmigo no fue por tener seguridad económica sino porque necesitas las emociones de otra persona para estimular tu creatividad. -Profirió una carcajada hueca-. En ese caso, nunca deberías de haberte casado con una doctora en medicina. Vemos demasiado de eso en nuestro trabajo como para representarlo todo de nuevo en casa.
Él la estudió con atención.
– Se ha terminado, entonces, ¿no? ¿Es la orden de marcha? Haz tus maletas, Jack, y no vuelvas a presentarte ante mi puerta.
Ella le dedicó la sonrisa de Mona Lisa que al principio lo había hechizado. Pensó que podría predecir con exactitud lo que ella iba a decir: «Es tu vida, toma tus propias decisiones». Porque la fortaleza de Sarah, y su debilidad, era su creencia de que todo el mundo era tan seguro y resuelto como ella.
– Sí -dijo-, se ha terminado. Tomé la decisión de que si volvías a acercarte a Sally, yo abandonaría. Quiero el divorcio.
Los ojos de él se entrecerraron.
– Si esto tiene que ver con Sally, tendrías que haberme dado el ultimátum hace dos semanas. No hice ningún secreto de adonde iba.
– Lo sé -replicó ella con voz cansada, y volvió a mirar la pintura-. Incluso tus traiciones requieren ahora un público.
Se había marchado cuando ella bajó a la mañana siguiente. Había una nota en la mesa de la cocina:
Envía los papeles del divorcio a la atención de Keith Smollett. Puedes buscarte otro abogado. Pediré una división de mitad y mitad, así que no le cojas mucho apego a la casa. Me llevaré las cosas del estudio en cuanto haya encontrado otro alojamiento. Si no quieres verme, no cambies las cerraduras. Dejaré la llave cuando haya recuperado mis cosas.
Sarah la leyó dos veces y la arrojó a la basura.
Jane Marriott, la recepcionista del consultorio de Fontwell, alzó la mirada cuando Sarah abrió la puerta de la sala de espera vacía. Sarah atendía en Fontwell los lunes por la tarde y los viernes por la mañana y, debido a que era más compasiva que sus colegas masculinos, sus sesiones solían ser muy concurridas.
– Hay un par de mensajes para tí, querida -dijo Jane-. Te los he dejado sobre el escritorio.
– Gracias. -Se detuvo junto al escritorio-. ¿Quién está primero?
– El señor Drew a las ocho cuarenta y cinco, y luego hay pacientes hasta las once y media. Después de eso, me temo que hay dos visitas a domicilio, pero les he dicho que no te esperen antes del mediodía.
– Vale.
Jane, una maestra retirada de más de sesenta años, contempló a Sarah con preocupación maternal.
– Supongo que hoy tampoco has desayunado.
Sarah sonrió.
– No he desayunado desde que dejé de estudiar.
– Hm, bueno, estás demacrada. Trabajas demasiado, querida. El trabajo de médico es como cualquier otro. Tienes que aprender a tomártelo con más calma.
Sarah apoyó los codos sobre el escritorio y descansó el mentón sobre las manos.
– Dime una cosa, Jane. Si el paraíso existe, ¿dónde está, exactamente?
Tenía todo el aspecto de una de las niñas de ocho años a las que en otra época Jane había dado clase, desconcertada, un poco vacilante, pero confiada en que la señora Marriott sabría la respuesta.
– ¡Dios mío! Nadie me ha hecho una pregunta así desde que dejé la enseñanza. -Enchufó la cafetera eléctrica y con una cuchara echó café en dos tazas-. Yo siempre les decía a los niños que estaba en los corazones que dejas detrás de tí. Cuantas más personas hubiese que te quisieran, más corazones guardarían tu recuerdo. Era una forma indirecta de alentarlos a que fuesen buenos los unos con los otros. -Rió entre dientes-. Pero yo pensaba que no eras creyente, Sarah. ¿Por qué este repentino interés en la vida ultraterrena?
– Ayer fui al funeral de la señora Gillespie. Fue deprimente. No dejo de preguntarme qué sentido tiene todo.
– Oh, querida. Verdades eternas a las ocho y media de la mañana. -Depositó una taza de humeante café ante Sarah-. El sentido de la vida de Mathilda Gillespie podría no emerger hasta dentro de cinco generaciones. Es parte de un linaje. ¿Quién puede decir lo importante que será ese linaje en los años por venir?
– Eso resulta todavía más deprimente -comentó Sarah, sombría-. Eso significa que uno tiene que tener hijos para conferir significado a su vida.
– Tonterías. Yo no tengo hijos pero no pienso que eso me haga en nada menos valiosa. Nuestras vidas son lo que nosotros hacemos de ellas. -No miró a Sarah mientras hablaba, y Sarah tuvo la sensación de que las palabras eran sólo palabras, sin significado-. Resulta triste -continuó Jane- que Mathilda hiciera muy poco de la suya. Nunca consiguió superar que su esposo la abandonara, y eso la amargó. Creo que pensaba que la gente se reía de ella a sus espaldas. Cosa que, por supuesto, muchos de nosotros hacíamos -admitió con sinceridad.
– Yo pensaba que era viuda. ¡Qué poco sabía en realidad de esa mujer!
Jane negó con la cabeza.
– Lo divertido es que todavía vive, así que James es su viudo. Hasta donde yo sé, nunca se molestaron en tramitar el divorcio.
– ¿Qué sucedió con él?
– Se marchó a Hong Kong a trabajar en un banco.
– ¿Cómo lo sabes?
– Paul y yo fuimos de vacaciones al Extremo Oriente alrededor de diez años después de que él y Mathilda se separasen, y nos tropezamos por accidente con él en un hotel de Hong Kong. Lo conocíamos muy bien en los primeros tiempos porque él y Paul habían pasado juntos por la guerra. -En su rostro apareció una fugaz sonrisa-. Era más feliz que un gato al sol, viviendo entre los otros expatriados, y bastante indiferente respecto a su esposa e hija que estaban aquí.
– ¿Quién las mantenía?
– Mathilda. Su padre la dejó en muy buena posición económica, lo cual he pensado a veces que fue una lástima. Habría sido una mujer diferente si hubiese tenido que usar ese cerebro suyo para mantener el hambre alejada de su casa. -Chasqueó la lengua con desaprobación-. Es malo para el carácter el que a uno se lo den todo en bandeja.
Bueno, eso era verdad, sin duda, pensó Sarah; si uno podía juzgar por Jack. Mitad y mitad, y una porra, pensó, iracunda. Antes lo vería en el infierno.
– ¿Y cuándo la dejó? ¿Hace poco?
– Qué va, no. Fue unos dieciocho meses después de que se casaran. Hace bastante más de treinta años, en cualquier caso. Durante uno o dos años recibimos cartas suyas, y luego perdimos el contacto. Para serte sincera, nos resultaba bastante tedioso. Cuando nos lo encontramos en Hong Kong se había dado a la bebida de lleno, y se ponía muy agresivo cuando se emborrachaba. Nos sentimos bastante aliviados cuando las cartas se acabaron. Nunca volvimos a saber nada de él.
– ¿Sabía Mathilda que os había escrito? -preguntó Sarah, curiosa.
– La verdad es que no lo sé. Por entonces nos habíamos trasladado a Southampton y teníamos poco que ver con ella. Los amigos comunes la mencionaban de vez en cuando, pero aparte de eso perdimos por completo el contacto. Regresamos aquí hace apenas cinco años, cuando la salud de mi pobre viejo se deterioró, y yo tomé la decisión de que el aire limpio de Dorset tenía que ser mejor para él que la basura contaminada de Southampton.
Paul Marriott sufría de enfisema crónico y su pobre esposa sufría por su estado de salud.
– Es lo mejor que podías hacer -replicó Sarah con firmeza-. Me ha dicho que se encuentra mucho mejor desde que ha vuelto a casa, a sus raíces. -Sabía por experiencias pasadas que Jane no sería capaz de dejar el tema una vez embarcada en él, y luchó para apartarla del mismo-. ¿Conocías bien a Mathilda?
Jane pensó la pregunta.
– Crecimos juntas… mi padre fue el médico de aquí durante muchos años, y Paul fue durante algún tiempo el agente político del padre de ella… sir William era miembro del Parlamento por el distrito… pero con sinceridad, no creo que conociera en absoluto a Mathilda. El problema era que nunca me cayó bien. -Adoptó un aire de disculpa-. Es desagradable decir eso de alguien que ha muerto, pero me niego a ser hipócrita al respecto. Era casi la mujer más repelente que jamás haya conocido. Nunca culpé a James por abandonarla. El único misterio era por qué se había casado con ella, para empezar.
– Por dinero -dijo Sarah, con sentimiento.
– Sí, creo que tiene que haber sido por eso -convino Jane-. Él era de nobleza pobre, heredero de nada más que un apellido, y Mathilda era hermosa, por supuesto, como Joanna. Todo el asunto fue un desastre. James aprendió con mucha rapidez que había cosas peores que la pobreza. Y el ser gobernado por una mujer regañona que tenía el control del dinero, era una de ellas. Él la odiaba.
Uno de los mensajes que había sobre el escritorio de Sarah era de Ruth Lascelles, una nota corta, presumiblemente metida por debajo de la puerta del consultorio la noche anterior. Tenía una escritura sorprendentemente infantil para una chica de diecisiete o dieciocho años de edad.
«Querida doctora Blakeney, por favor, ¿podría ir a verme a casa de la abuela mañana (viernes)? No estoy enferma pero me gustaría hablar con usted. Tengo que estar de regreso en el colegio el domingo por la noche. Dándole anticipadamente las gracias, la saluda atentamente, Ruth Lascelles.»
El otro era un mensaje telefónico del sargento detective Cooper.
«Llamada de la doctora Blakeney notificada al sargento detective Cooper esta mañana. La llamaré más tarde.»
Eran casi las tres de la tarde cuando Sara encontró por fin tiempo para acudir a Cedar House. Entró con el coche por el corto sendero de grava y aparcó delante de los ventanales del comedor que daban a la carretera por el flanco izquierdo de la casa. Se trataba de un edificio georgiano de piedra gris amarillenta, con ventanas profundas y habitaciones de techos altos. Sarah siempre había pensado que era demasiado grande para Mathilda, y muy inconveniente para una persona que, en los días malos, era poco menos que una inválida. Su única concesión a la salud deteriorada había sido la introducción de un ascensor de escalera que le permitía el acceso al piso superior. Sarah había sugerido en una ocasión que la vendiera y se trasladara a una casa de una sola planta, a lo que Mathilda había contestado que no soñaría siquiera con algo semejante.
– Mi querida Sarah, sólo las clases inferiores viven en casas de una sola planta, razón por la que siempre los llaman Mon Repos o Dunroamin. Haz lo que quieras en tu vida, pero nunca bajes de nivel.
Ruth salió cuando ella estaba abriendo la puerta del coche.
– Hablemos en el cenador -dijo de modo espasmódico.
No aguardó una respuesta, sino que se puso en camino y giró en la esquina de la casa; su cuerpo, vestido sólo con una camiseta y unas mallas, se encorvaba para defenderse del penetrante viento norte que arremolinaba las hojas otoñales en el sendero.
Sarah, mayor que ella y más susceptible al frío, cogió su gabán del asiento trasero y la siguió. De reojo, captó un atisbo de Joanna que la observaba desde las oscuras profundidades del comedor. ¿Le habría dicho Ruth a su madre que le había pedido a ella que acudiera a verla?, se preguntó Sarah mientras avanzaba pesadamente por el césped en pos de la muchacha. ¿Y por qué tanto secreto? El cenador estaba a unos buenos doscientos metros del alcance auditivo de Joanna.
Ruth estaba encendiendo un cigarrillo cuando Sarah se reunió con ella entre los restos de sillas y mesas de mimbre art decó, reliquias de una época anterior… ¿más feliz?
– Supongo que va a echarme un sermón -dijo con el ceño fruncido mientras cerraba las puertas y se dejaba caer en una silla.
– ¿Sobre qué? -Sarah ocupó otra silla y se envolvió el gabán sobre el pecho. Hacía mucho frío, incluso con las puertas cerradas.
– Por fumar.
Sarah se encogió de hombros.
– No tengo costumbre dar sermones.
Ruth la contempló con ojos malhumorados.
– Su esposo dijo que la abuela la llamaba a usted su mordaza de la chismosa. ¿Por qué iba a hacer eso si usted no la hubiese censurado por chismorrear?
Sarah miró por la ventana hacia donde el gran cedro del Líbano, del que la casa recibía su nombre, arrojaba una gran sombra sobre la hierba. Mientras lo hacía, el poderoso viento arrastró una nube ante el sol y borró la sombra.
– No teníamos ese tipo de relación -dijo al tiempo que volvía a mirar a la muchacha-. A mí me gustaba la compañía de tu abuela. No recuerdo ninguna ocasión en la que una censura hubiese sido apropiada.
– A mí no me habría gustado que me llamaran mordaza de la chismosa.
Sarah sonrió.
– A mí me resultaba bastante halagador. Creo que ella lo decía como elogio.
– Lo dudo -dijo la muchacha sin rodeos-. Supongo que sabrá que usaba la mordaza para ponérsela a mi madre cuando era niña. -Fumaba el cigarrillo con nerviosismo, realizando aspiraciones cortas y rápidas y expulsando el humo por la nariz. Vio la incredulidad de Sarah-. Es verdad. La abuela me lo contó una vez. Odiaba que la gente llorara, así que cada vez que mamá lloraba ella la encerraba en un armario con esa cosa sujeta a la cabeza. El padre de la abuela se lo hacía a ella. Por eso ella pensaba que estaba bien hacerlo.
Sarah esperó pero la muchacha no dijo nada más.
– Eso era cruel -murmuró.
– Sí. Pero la abuela era más dura que mamá y, de todas formas, no importaba mucho lo que se hiciera con los niños cuando la abuela era joven, así que eso de que a una la castigaran poniéndole una mordaza tal vez no era diferente de que le azotaran con un cinturón. Pero para mi madre era horrible. -Aplastó el cigarrillo con un pie-. No había nadie que la defendiera y se pusiera de su parte. La abuela podía hacer lo que quisiera cuando le diera la gana.
Sarah se preguntó qué estaba intentando decirle la muchacha.
– Me temo que es un problema cada vez más corriente. Los hombres, cuando están bajo presión, descargan sus problemas sobre las esposas. Las mujeres, cuando están bajo presión, descargan los suyos sobre los hijos, y para una mujer no hay nada más agobiante que el dejarla sola con el bebé.
– ¿Aprueba usted lo que hacía la abuela? -En sus ojos había una mirada muy cautelosa.
– En absoluto. Supongo que estoy intentando entenderlo. La mayoría de los niños que se encuentran en la posición de tu madre sufren constantes abusos verbales, y eso a menudo es tan dañino como el abuso físico, simplemente porque las cicatrices no se ven y nadie de fuera de la familia sabe nada al respecto. -Se encogió de hombros-. Pero los resultados son los mismos. El niño está igual de reprimido y resulta igualmente perjudicado. Pocas personalidades pueden sobrevivir al constante castigo de las críticas de una persona de la que dependen. O te doblegas o luchas. No hay ningún camino intermedio.
Ruth parecía enojada.
– Mi madre sufrió los dos, verbal y físico. Usted no tiene ni idea de lo malvada que era mi abuela con ella.
– Lo lamento -dijo Sarah, impotente-. Pero si es verdad que también Mathilda fue brutalmente castigada de niña, entonces fue tan víctima como tu madre. Aunque supongo que eso no es ningún consuelo para tí.
Ruth encendió otro cigarrillo.
– Oh, no me entienda mal -dijo con una mueca irónica de la boca-. Yo quería a mi abuela. Al menos tenía carácter. Mi madre no tiene ninguno. A veces la odio. La mayoría del tiempo sólo la desprecio. -Frunció el entrecejo mirando al suelo, mientras removía el polvo con la punta de un zapato-. Yo pienso que ella ha matado a la abuela y no sé qué hacer al respecto. La mitad de mí la culpa y la otra mitad, no.
Sarah dejó la observación flotando en el aire durante un momento, mientras miraba en torno buscando algo que decir. ¿Qué clase de acusación era ésta? ¿Una genuina acusación de asesinato? ¿O un despreciativo manotazo de una niña malcriada contra una madre que no le gustaba?
– La policía está convencida de que fue suicidio, Ruth. Han cerrado el caso. Según yo lo entiendo, no se sabe nada sobre que pudiera haber alguien más implicado en la muerte de tu abuela.
– No me refiero a que mamá lo hiciera de verdad -dijo ella-, ya sabe, que cogiera el cuchillo y lo hiciera. Quiero decir que empujó a la abuela a suicidarse. Eso es igual de malo. -Alzó unos ojos sospechosamente animados-. ¿No lo cree así, doctora?
– Quizá. Si es posible algo semejante. Pero por lo que me has dicho de la relación de tu madre con Mathilda, eso parece poco probable. Sería más plausible si hubiese sucedido al revés y Mathilda hubiera empujado a tu madre al suicidio. -Le dedicó una sonrisa de disculpa-. Aun en dicho caso, ese tipo de cosas no ocurren muy a menudo, y habría un historial de inestabilidad mental detrás de la persona que vio el suicidio como única vía de escape de la relación difícil.
Pero Ruth no iba a dejarse persuadir con tanta facilidad.
– Usted no lo entiende -dijo-. Podían ser tan desagradables como quisieran la una con la otra, y no importaba nada. Mamá era igual de mala que la abuela, pero de una forma diferente. La abuela decía lo que pensaba mientras que mamá iba pinchándola con pequeñas insinuaciones despectivas. Yo detestaba estar con ellas cuando se reunían. -Sus labios se afinaron, afeándose-. Eso fue lo único bueno de que me enviaran a un internado. Entonces mamá se marchó de casa y se fue a vivir a Londres, y yo pude escoger entre venir aquí o ir a casa de mamá a pasar las vacaciones. Ya no tenía que ser un balón de fútbol.
¡Qué poco sabía Sarah de estas tres mujeres! ¿Dónde estaba el señor Lascelles, por ejemplo? ¿Había huido, al igual que James Gillespie? ¿O era Lascelles alguna clase de título de cortesía que había adoptado Joanna para conferirle legitimidad a su hija?
– ¿Durante cuánto tiempo vivisteis tú y tu madre aquí, antes de que te marcharas al internado?
– Desde que yo era bebé hasta que tuve once años. Mi padre murió y nos dejó sin un duro. Mamá tuvo que volver arrastrándose a casa o nos habríamos muerto de hambre. Al menos ésa es la historia que cuenta. Pero personalmente pienso que era demasiado esnob o demasiado perezosa como para ocupar un empleo doméstico. Prefería los insultos de la abuela a ensuciarse las manos. -Cruzó los brazos en torno a la cintura y se inclinó hacia delante, meciéndose-. Mi padre era judío. -Dijo la palabra con desprecio.
Sarah se sintió desconcertada.
– ¿Por qué lo dices de esa manera?
– Es la forma en que mi abuela se refería siempre a él. «Ese judío.» Ella era antisemita. ¿No lo sabía?
Sarah negó con la cabeza.
– Entonces no la conocía muy bien -Ruth suspiró-. Era músico profesional, tocaba la guitarra, empleado en un estudio. Hacía las pistas de fondo cuando los grupos no eran lo bastante buenos como para hacerlas ellos mismos, y tenía una orquesta propia a la que contrataban ocasionalmente. Murió de sobredosis de heroína en 1978. Yo no lo recuerdo en absoluto, pero la abuela se deleitó mucho contándome el tipo de persona indigna que era. Se llamaba Steven, Steven Lascelles. -Se sumió en el silencio.
– ¿Cómo lo conoció tu madre?
– En una fiesta, en Londres. Se suponía que tenía que prometerse con el debutante agasajado, pero en lugar de eso se comprometió con el guitarrista. La abuela no supo nada del asunto hasta que mamá le contó que estaba embarazada, y entonces la mierda llegó al ventilador. Quiero decir, ¿puede imaginárselo? Mamá con un bombo de un guitarrista rockero judío heroinómano. -Profirió una carcajada hueca-. Fue una venganza como un templo. -Los brazos estaban poniéndosele azules de frío pero ella no parecía notarlo-. Bueno, de cualquier forma, se casaron y ella se marchó a vivir con él. Me tuvieron a mí y seis meses más tarde él murió después de gastar todo el dinero que tenían en heroína. Hacía meses que no pagaba el alquiler. Mamá era una viuda sin trabajo, antes de cumplir los veintitrés, con un bebé y sin techo sobre la cabeza.
– Entonces, regresar aquí fue probablemente la única opción.
Ruth hizo una mueca amarga.
– Sin embargo, usted no lo habría hecho sobre todo si supiera que nunca le permitirían olvidar su error.
Probablemente no, pensó Sarah. Se preguntó si Joanna habría amado a Steven Lascelles o si, como había insinuado Ruth, se había liado con él simplemente para vengarse de Mathilda.
– Es fácil ser prudente a toro pasado -fue lo único que dijo.
La muchacha continuó como si no la hubiese oído.
– La abuela intentó cambiarme el nombre por uno más WASP, ya sabe, White Anglo-Saxon Protestant [2], para borrar a la hebrea que hay en mí. Durante un tiempo me llamó Elizabeth, pero mamá la amenazó con sacarme de casa, así que la abuela cedió. Aparte de eso y de su negativa a permitir que la abuela me pusiera la mordaza cuando lloraba, mamá dejaba que la abuela dictara los términos de todo. -Sus ojos destellaron con desprecio-. ¡Era tan conformista! Pero resultaba muy fácil oponerse a mi abuela. Yo lo hacía continuamente, y nos llevábamos de miedo.
Sarah no sentía deseo ninguno de verse arrastrada a las querellas domésticas entre una madre y una hija a las que apenas conocía. Observó cómo la larga sombra volvía a aparecer en el césped al surgir el sol por detrás de las nubes.
– ¿Por qué me pediste que viniera a verte, Ruth?
– No sé qué hacer. Pensé que usted me lo diría.
Sarah estudió la cara delgada, más bien maliciosa, y se preguntó si Joanna tendría alguna idea de lo antipática que le resultaba a su hija.
– No hagas nada. Con franqueza, no consigo imaginar que tu madre haya podido decir o hacer algo que impulsara a Mathilda a suicidarse y, aunque hubiera algo de eso, difícilmente sería un delito tipificable.
– Entonces debería de serlo -dijo Ruth con voz ronca-. La última vez que estuvo aquí encontró una carta. Le dijo a la abuela que la publicaría si ella no cambiaba de inmediato su testamento y se marchaba de la casa. Así que la abuela se suicidó. Verá, me lo dejó todo a mí. Ella quería dejármelo todo a mí. -Ahora había una malicia definida en las inmaduras facciones.
«Oh, Dios -pensó Sarah-. ¿Qué estaba intentando decirme, Mathilda?»
– ¿Has visto esa carta?
– No, pero la abuela me escribió para contarme lo que había escrito en ella. Dijo que no quería que me enterara por mi madre. Así que, como verá, mamá la empujó a ello. La abuela habría hecho cualquier cosa para evitar que se sacaran al sol sus trapos sucios. -La voz de la muchacha era rasposa.
– ¿Todavía conservas la carta que te escribió?
Ruth frunció el ceño.
– La rompí. Pero ésa no era importante; la importante es la que encontró mamá. La usará para intentar impugnar el testamento de la abuela.
– En ese caso, creo que deberías de buscarte un abogado -dijo Sarah con firmeza al tiempo que acercaba las piernas a la silla preparándose para levantarse-. Yo era el médico de tu abuela, eso es todo. No puedo meterme entre tu madre y tú, Ruth, y estoy bastante segura de que Mathilda no habría querido que lo hiciera.
– Al contrario -gritó la muchacha-. En su carta decía que si le sucedía algo, yo debía hablar con usted. Decía que usted sabría qué hacer.
– Seguro que no. Tu abuela no me hacía confidencias. Todo lo que sé de tu familia es lo que me has contado hoy.
Una mano delgada salió disparada y aferró la de ella. Estaba fría como el hielo.
– La carta era del tío de la abuela, Gerald Cavendish, a su abogado. Se trataba de un testamento, donde decía que quería que todo lo que tenía fuera para su hija.
Sarah podía sentir que la mano que la aferraba estaba temblando, aunque ignoraba si por frío o por nervios.
– Continúa -la instó.
– Esta casa y todo el dinero eran de él. Era el hermano mayor.
Sarah volvió a fruncir el entrecejo.
– ¿Qué estás diciendo, entonces? ¿Que Mathilda nunca tuvo ningún derecho sobre todo eso? Bueno, lo siento, Ruth, pero esto me supera demasiado. Tienes que buscar de verdad un abogado y consultarlo con él. No tengo ni idea de cuál es tu posición legal, de veras que no la tengo. -Su subconsciente le dio alcance-. Sin embargo, es muy raro, ¿no? Si su hija era la heredera, ¿no debería de haber heredado de modo automático?
– Nadie sabía que era hija de él -replicó Ruth con aspereza-, excepto la abuela, y le dijo a todo el mundo que el padre era James Gillespie. Es mi madre, doctora Blakeney. A la abuela se la tiraba su tío. Es realmente asqueroso, ¿verdad?
Joanna vino hoy de visita. Me clavó esa mirada fija peculiarmente desagradable durante todo el almuerzo… me recordó a un terrier que mi padre tuvo una vez, que se volvió malvado después de haber mordido a alguien y hubo que sacrificarlo; había el mismo brillo malicioso en sus ojos antes de que le clavara los dientes en la palma a mi padre y le desgarrara la carne hasta el hueso… luego pasó la mayor parte de la tarde rebuscando por la biblioteca. Dijo que estaba buscando el libro de arreglos florales de mi madre, pero mentía, por supuesto. Recuerdo habérselo regalado cuando regresó a Londres. No intervine.
Tenía un aspecto muy de fulana, pensé: demasiado maquillaje para un paseo campestre y una falda ridiculamente corta para una mujer de su edad. Sospecho que la trajo algún hombre y lo abandonó para que comiera solo en el pub. El sexo, para Joanna, es una moneda que canjear con bastante desvergüenza por servicios prestados.
¡Oh, Mathilda, Mathilda! ¡Qué hipocresía!
¿Se dan cuenta estos hombres, me pregunto, de lo poco que le importan o los quiere? No por desprecio, supongo, sino por absoluta indiferencia hacia los sentimientos de cualquiera que no sea ella misma. Debería de haber seguido el consejo de Hugh Hendry e insistido en un psiquiatra. Está bastante loca pero, por otra parte, también lo estaba Gerald. «La rueda ha dado una vuelta completa.»
Salió de la biblioteca con el estúpido testamento ante sí como si fuera una reliquia sagrada, y me maldijo de la manera más infantil y absurda por robarle su herencia. Me pregunto quién le habrá hablado del asunto…