Capítulo 15

Media hora más tarde y muy al interior de la mejor parte de la ciudad, la furgoneta se detuvo para recoger a una adolescente de ojos abiertos de par en par que aguardaba allí. A Jack comenzó a ponérsele de punta el pelo de la nuca. La observó subir con desgarbado anhelo en el asiento del acompañante, y supo que estaba tan poco preparada como lo había estado Ruth para la sorpresa que Hughes tenía esperándola en la parte trasera.

La furgoneta tomó la carretera de la costa en dirección este, hacia Southbourne y Hengisbury Head; al mermar el tráfico, Jack dejó que aumentara la distancia entre la misma y su coche. Jugó con una posibilidad tras otra: ¿debía detenerse para llamar a la policía y arriesgarse a perder la furgoneta?; ¿debía embestir la furgoneta a riesgo de lastimar a la muchacha y lastimarse él mismo?; ¿debía intentar detenerlos poniéndose a su lado cuando aparcaran, a riesgo de que le dieran esquinazo? Descartó cada idea por turno, viendo sólo la debilidad que había en ellas, y de repente sintió un profundo pesar por no haber llevado a Sarah consigo. Nunca había necesitado el consuelo de la amistad de ella con tanta desesperación como ahora.

La furgoneta giró en un aparcamiento vacío que daba al mar, y más por instinto que por intención, Jack apagó las luces del coche, puso el cambio de marchas en punto muerto y se deslizó en avance libre hasta detenerse junto al borde a unos cincuenta metros por detrás del otro vehículo. Todos los detalles de lo que sucedió a continuación fueron iluminados por una Luna fría y clara, pero él sabía qué esperar porque Ruth había descrito el modus operandi de Hughes con detalles demasiado gráficos. El conductor, Hughes con total seguridad, abrió la puerta de golpe y saltó al asfalto, arrastrando a la muchacha tras de sí. Se produjo una muy breve refriega antes de que él la inmovilizara entre sus brazos y la llevara, mientras pateaba y luchaba, a la parte trasera de la furgoneta. Estaba riendo mientras abría la puerta trasera de un tirón y la arrojaba como un saco de patatas en el interior iluminado. El cuadrado de luz iluminó brevemente el exteriorantes de que él cerrara las puertas y se alejara hacia la orilla del mar al tiempo que encendía un cigarrillo.

Jack nunca pudo explicar después por qué había hecho lo que hizo. En retrospectiva, sólo podía recordar su miedo. Sus actos fueron gobernados en su totalidad por el instinto. Fue como si, enfrentado con una crisis, la razón normal lo abandonase y su lugar fuera ocupado por algo primitivo. Se concentró por completo en la niña. La necesidad de ayudarla era suprema, y el único método que se presentó fue abrir las puertas de la furgoneta y apartarla físicamente del peligro. Puso el cambio de marchas en primera y avanzó con suavidad hacia la Transit, observando a Hughes mientras lo hacía para ver si percibía el ronroneo del motor por encima del fragor de las olas contra la orilla. Al parecer, no. El hombre se detuvo, ocioso, para recoger piedras de la playa y enviarlas girando sobre las negras aguas.

Jack aminoró la marcha hasta detenerse detrás de la furgoneta y dejó el motor en marcha mientras soltaba la hebilla de su cinturón, se lo quitaba y se enrollaba un extremo en torno al puño. Cogió la pesada linterna de goma con la otra mano, abrió la puerta con sigilo y se deslizó al asfalto al tiempo que inspiraba grandes bocanadas de aire para detener los enloquecidos golpes de su corazón.

A lo lejos, Hughes se volvió, comprendió la situación y comenzó a avanzar a la carrera playa arriba.

La adrenalina juega malas pasadas. Inunda el organismo para arrojarlo a un esfuerzo colosal y espontáneo, pero la mente observa lo que sucede en cámara lenta. Así que el tiempo, el fenómeno más relativo, deja de existir en cualquier forma significativa, y lo que Jack habría jurado siempre que duró varios minutos, en realidad sólo tuvo lugar en segundos. Abrió de golpe las puertas de la furgoneta y enfocó la linterna hacia abajo sobre el hombre que tenía más cerca, gritando como un toro. El sorprendido rostro blanco de otro joven se volvió hacia él, y Jack lo golpeó con el cinturón como con un malévolo revés de la mano, rodeando con el brazo el cuello del primero al hacerlo y arrojándolo de espaldas sobre el asfalto. Aflojó la presa y describió un arco como de guadaña con la linterna hasta estrellarla debajo del mentón del que había golpeado con el cinturón, haciéndole perder el equilibrio al joven y arrojándolo por el aire a sus espaldas.

Los otros tres hombres que quedaban en la furgoneta, dos que sujetaban a la muchacha tendida y el otro con el culo al aire encima de ella, quedaron congelados en conmocionada inmovilidad. La violencia de la embestida era tan extrema, y el ruido del continuo rugir de Jack tan desorientador, que lo tuvieron encima antes de poder darse cuenta de lo que sucedía. Usó la mano en la que tenía el cinturón para aferrar el pelo del bastardo que estaba violando a la muchacha, le echó la cabeza hacia atrás y estrelló la linterna en un poderoso directo contra el rostro asustado de ojos abiertos de par en par. La sangre salió como un río de la nariz rota, y el joven se apartó a un lado con un gimoteo de dolor.

– ¡Sal fuera! -le gritó Jack a la muchacha que estaba poniéndose trabajosamente de rodillas, con terror-. ¡Metete en el coche!

Azotó con el cinturón hacia atrás y hendió el aire hasta azotar los ojos de un muchacho que estaba consiguiendo ponerse de pie en un rincón.

– ¡Malditas mierdecillas! -rugió-. ¡Voy a mataros!

Le asestó una patada a la entrepierna desprotegida del violador, y se volvió como un demente hacia el único muchacho al que no había tocado. Con un alarido de terror, el joven se encogió con los brazos alzados para protegerse la cabeza.

Quizá, después de todo, la razón no había abandonado del todo a Blakeney. Soltó la linterna y el cinturón, se lanzó precipitadamente fuera de la furgoneta, se metió en el coche tras la muchacha, e hizo rugir el coche al ponerlo en movimiento al tiempo que cerraba la puerta de un tirón. Vio a Hughes demasiado tarde como para esquivarlo mientras corría por el asfalto, y le dio un golpe lateral con el flanco derecho del coche, arrojándolo al aire como una muñeca de trapo. La furia de Jack estaba fuera de su control, un frenesí al rojo vivo que le golpeaba la cabeza como fuego de cañón. Girando el volante, hizo que el coche describiera un círculo cerrado y regresara en dirección a la silueta acuclillada al tiempo que encendía los focos delanteros con un perezoso movimiento de la mano para ver la cara aterrorizada en la luz, mientras se disponía a pasarle por encima.

No tenía ni idea de qué lo había detenido. Tal vez fueron los gritos de la muchacha. Quizá su cólera se apagó a la misma velocidad que se había encendido. Tal vez, muy sencillamente, su humanitarismo ganó la partida. En cambio, hizo derrapar el coche hasta un rechinante alto, estrelló la puerta contra el cuerpo del hombre, y saltó al exterior para aferrar con el puño el largo cabello y tirar de él hasta poner de pie a Hughes.

– A la parte trasera, cariño -le dijo a la muchacha-, tan rápido como puedas. -Ella estaba demasiado aterrorizada como para no obedecerle, y se deslizó, histérica, entre los asientos-. Ahora, tú, dentro -dijo, tirando hacia abajo del pelo y asestándole un rodillazo en la zona lumbar a Hughes-, o te romperé el asqueroso cuello, así que ayúdame.

Hughes le creyó. Como el menor de los dos males, dejó que lo arrojaran boca abajo de través sobre el asiento y suspiró cuando el pesado cuerpo de Jack descendió sobre sus piernas. El coche volvió a la vida, rechinando sobre el asfalto al forzar Jack la marcha, y la puerta se cerró de golpe al estrellarse contra otra silueta que volaba.

– ¡Ponte el cinturón de seguridad! -le chillo a la vociferante muchacha-. ¡si este bastardo mueve un solo músculo voy a estrellar el lado en el que tiene la cabeza contra la pared de ladrillos mas grande que encuentre!

Puso una marcha más larga, salió a la carretera, y a una velocidad disparatada se puso en camino hacia Southbourne con una mano pegada al claxon. Si había alguna justicia en este pozo negro de mundo, alguien llamaría a la policía antes de que la Ford Transit le diera alcance.


Había algo de justicia en la Inglaterra por la que había muerto Rupert Brooke. La policía local recibió diecisiete llamadas al 999 [4] en tres minutos, doce de viudas ancianas que vivían solas, cuatro de hombres iracundos, y una de un niño. Todas informaban de lo mismo. Unos conductores suicidas estaban convirtiendo las apacibles calles bordeadas de árboles de su suburbio en una trampa mortal.

El coche de Jack y la Ford Transit que lo perseguía fueron emboscados cuando giraban hacia la carretera principal que conducía al centro urbano de Bournemouth.


El teléfono de Mili House sonó a las once y media de aquella noche.

– ¿Sarah? -ladró Jack por la línea.

– Hola -respondió ella con alivio-. Veo que no estás muerto.

– No. Estoy bajo jodido arresto -gritó él-. Ésta es la única llamada que me permiten hacer. Necesito ayuda jodidamente rápido.

– Iré de inmediato hacia allí. ¿Dónde estás?

– Los bastardos van a acusarme de conducción suicida y violación -dijo él, furioso, como si Sarah no hubiese hablado-. Aquí son unos jodidos cretinos, no quieren oír ni una sola palabra de lo que les digo. Maldición, me han encerrado junto con Hughes y sus animales. La pobre criatura a la que estaban tirándose en la parte trasera de la furgoneta está completamente histérica, y se cree que soy uno de ellos. No dejo de decirles que hablen con Cooper, pero son unos tan jodidos imbéciles que no me escuchan.

– De acuerdo -replicó ella con calma, intentando sacar todo lo posible de este alarmante discurso-. Yo iré a buscar a Cooper. Ahora dime dónde estás.

– En algún pozo de mierda en medio de Bournemouth -rugió él-. Están a punto de sacarme muestras del jodido pene.

– La dirección, Jack. Necesito la dirección.

– ¿Donde demonios estoy? -le aulló a alguien que estaba en la habitación con él-. Comisaría de policía de Freemont Road -le dijo a Sarah-. También tendrás que traer a Ruth -dijo con pesar-. Dios sabe que no tenía intención de implicarla en esto, pero es la única que sabe qué sucedió. Y también trae a Keith. Necesito un abogado en quien pueda confiar. En este sitio son todos unos jodidos fascistas. Están hablando de circuitos de jodidos paidófilos y conspiraciones y Cristo sabe qué más.

– Cálmate -dijo ella con seriedad-. Manten la boca cerrada hasta que llegue allí y, por amor de Cristo, Jack, no pierdas la paciencia y le pegues a un policía.

– Ya lo he hecho, maldición. El bastardo me llamó pervertido.


Eran bien pasadas las dos de la madrugada cuando Sarah, Cooper y Ruth llegaron por fin, con ojos legañosos, a Freemont Road. El sargento de noche de Learmouth se había mostrado intransigente en su negativa de hablar con Cooper y de darle a Sarah el número telefónico de la casa de éste, cuando ella llamó solicitando con urgencia hablar con él.

– El sargento detective Cooper no está de servicio, señora -fue su comedida respuesta-. Si tiene un problema, hable conmigo o espere hasta mañana por la mañana, cuando entre de servicio.

Sólo cuando se enfrentó con la colérica presencia de ella ante su escritorio, amenazándolo con responder ante el Parlamento y con una denuncia por negligencia ante los tribunales, se sintió impulsado a contactar con el sargento detective. Los gritos de respuesta de Cooper, que no estaba del mejor de los humores tras haber sido despertado de un profundo sueño, lo dejaron tembloroso. Refunfuñó para sí durante el resto de la guardia. La ley popular decía que por muy considerado que intentara ser un tipo, siempre se equivocaba.

Keith, aún más irritable que Cooper al ser arrancado de los brazos de Morfeo en las lejanías de Londres, se sintió un poco mejor al enterarse de que Jack estaba arrestado por conducción suicida y violación.

– Buen Dios -dijo con cínico asombro-. No tenía ni idea de que fuese tan activo. Pensaba que prefería el deporte de espectador.

– No tiene gracia, Keith -dijo Sarah con aspereza-. Necesita un abogado. ¿Puedes venir a Bournemouth?

– ¿Cuándo?

– Ahora, zoquete. En este mismo momento están tomándole muestras.

– ¿Lo hizo él?

– ¿Qué?

– La violación -replicó Keith, paciente.

– Por supuesto que no -le espetó ella, enfadada-. Jack no es un violador.

– Entonces no hay nada de lo que preocuparse. Las pruebas demostrarán que no ha estado en contacto con la víctima.

– Dice que ellos piensan que es parte de un círculo de paidófilos. Podrían acusarlo de conspiración para violar, aunque no puedan acusarlo del delito en sí. -Suspiró-. Al menos pienso que eso es lo que dijo. Estaba muy furioso y lo que me contó era algo confuso.

– ¿En qué demonios ha estado metido?

– Todavía no lo sé -replicó ella a través de los dientes apretados-. Tú limítate a mover el culo hasta aquí, ¿quieres?, y gánate algo de la fortuna que te hemos pagado a lo largo de los años.

– Yo no soy muy bueno como abogado criminalista, ya sabes. Puede que te conviniera más buscar a un especialista de por ahí. Puedo darte algunos de los nombres del registro.

– Él ha pedido que vengas tú, Keith. Dijo que quería un abogado en el que poder confiar, así que -la voz de ella aumentó de volumen-, por el amor de Dios, ¿quieres dejar de discutir y meterte en el coche? Estamos perdiendo tiempo. Se encuentra en la comisaría de policía de Freemont Road, en Bournemouth.

– Estaré allí lo antes posible -prometió él-. Entre tanto, dile que mantenga la boca cerrada y se niegue a responder a cualquier pregunta.

Era más fácil decirlo que hacerlo, pensó Sarah con pesar, mientras a ella y Ruth les daban sillas para sentarse y Cooper era conducido a la sala de interrogatorio. Cuando se abrió la puerta, oyeron a Jack en toda su plenitud:

– Miren, ¿cuántas veces necesitan que se lo digan? Yo la estaba rescatando de los que querían violarla, no violándola yo mismo. ¡Jesús! -Su puño se estrelló contra la mesa-. No hablaré con imbéciles. ¿Es que nadie tiene un coeficiente intelectual mesurable en este orinal? -Profirió una exclamación de alivio-. ¡Aleluya! ¡Cooper! ¿Dónde demonios ha estado, bastardo? -La puerta volvió a cerrarse.

Sarah apoyó la cabeza contra la pared, con un suspiro.

– El problema con Jack -le comentó a Ruth- es que nunca hace nada a medias.

– No estaría aquí en absoluto de no haber sido por mí -dijo la muchacha con aire de pena mientras se retorcía las manos una y otra vez sobre el regazo. Estaba tan nerviosa que apenas podía mantener su respiración bajo control.

Sarah le echó una mirada.

– Pienso que deberías de estar muy orgullosa de tí misma. Debido a tí, él evitó que otra chica recibiera el tratamiento que te dieron. Eso es bueno.

– No si ellos creen que Jack estaba implicado.

– Cooper aclarará las cosas.

– ¿Significa eso que no tendré que decir nada? Yo no quiero decir nada. -Las palabras salieron a toda velocidad-. Tengo muchísimo miedo -dijo, mientras las lágrimas inundaban sus grandes ojos oscuros-. No quiero que nadie lo sepa… -le temblaba la voz-. Tengo tanta vergüenza…

Sarah, que había tenido que emplear mucha mano dura en forma de chantaje emocional para hacerla llegar tan lejos, renunció a emplear un poco más. La muchacha ya se encontraba en un fuerte estado emocional, desesperada por justificar la indiferencia de su madre porque luego podría justificar su propia indiferencia hacia el feto que crecía en su propio interior. Pero no podía justificarla, por supuesto, y eso hacía que la culpabilidad por querer abortar fuese todavía más fuerte. No había ninguna lógica en la psicología humana, pensó Sarah con tristeza. No había dicho nada de su visita a Cedar House, y se limitó a ofrecerse para llevar a Ruth en coche a Fontwell.

– En justicia -había dicho-, lo único que sabe tu madre es que te han expulsado por salir para encontrarte con tu novio. Estoy segura de que se mostrará compasiva si le cuentas la verdad.

Ruth sacudió la cabeza.

– No lo haría -susurró-, diría que he obtenido lo que merecía. Solía decírselo a la abuela respecto a la artritis. -El rostro se le había contorsionado de dolor-. Ojalá la abuela no hubiese muerto. Yo la quería de verdad, ¿sabe?, pero murió pensando que no era así.

¿Y qué podía decir Sarah a eso? Nunca se había encontrado con tres personas tan dedicadas a destruirse entre sí y a sí mismas.

Ahora rodeó los delgados hombros de la muchacha con un brazo y la estrechó con fuerza.

– El sargento Cooper lo aclarará -dijo con firmeza-, y no te obligará a decir nada si no quieres. -Profirió una risa gutural entre dientes-. Es demasiado bueno y demasiado blando, razón por la cual nunca ha llegado a inspector.

Pero la ley, como los molinos de Dios, muele con lentitud pero muy, muy fino, y Sarah sabía que si alguno de ellos salía ileso al final de su roce con ella, sería un milagro.

– ¿Se da cuenta, doctora Blakeney, de que podríamos acusarla de complicidad antes del hecho? -dijo un airado inspector-. Cuando usted ayudó a su esposo a conseguir la dirección de Hughes, sabía que estaba planeando hacer algo ilegal, ¿no es cierto?

– Yo no respondería a eso -dijo Keith.

– No. No lo sabía -replicó Sarah con valentía-. ¿Y qué tiene de ilegal evitar una violación brutal? ¿Desde cuándo rescatar a alguien es un acto delictivo?

– Está usted en el campo de juego equivocado, doctora. Estamos hablando de intento de asesinato, lesiones físicas dolosas, conducir sin el cuidado y la atención debidos, ataque a un oficial de policía. Dígalo, está escrito aquí. Su esposo es un hombre extremadamente peligroso y usted lo envió tras Hughes, sabiendo perfectamente bien que era posible que perdiera el control de su temperamento si le hacían frente. Ése es un resumen justo, ¿no?

– Yo no respondería a eso -dijo Keith de modo automático.

– Por supuesto que no lo es -le espetó ella-. Es Hughes el hombre extremadamente peligroso, no Jack. ¿Qué haría usted si supiera que una jovencita está a punto de ser brutalmente atacada por cinco zombis que son tan degenerados y analfabetos como para hacer cualquier cosa que su sádico líder les ordene? -Los ojos le destellaban-. No se moleste en contestar. Sé con toda exactitud lo que usted habría hecho. Se habría escabullido con la cola entre las piernas hasta el teléfono más cercano y marcado el nueve nueve nueve, y no importa el daño que le hicieran a la niña mientras tanto.

– Es un delito el ocultarle información a la policía. ¿Por qué no nos informaron con respecto a la señorita Lascelles?

– De verdad te aconsejo no responder a esa pregunta -dijo Keith con cansancio.

– Porque le dimos nuestra palabra de que no lo haríamos. ¿Por qué demonios cree que Jack salió esta noche, si hubiéramos podido contárselo todo a la policía?

Keith alzó una mano para acallar al inspector.

– ¿Alguna objeción a que se apague la grabadora mientras hablo con mi cliente?

El otro hombre lo contempló durante un momento y luego consultó la hora.

– Entrevista con la doctora Blakeney suspendida a las 3.42 de la madrugada. -Habló con tono abrupto, y luego pulsó el botón de «stop».

– Gracias. Y ahora, ¿quieres explicarme una cosa, Sarah? -murmuró Keith, implorante-. ¿Por qué me has arrastrado hasta aquí si ni tú ni Jack queréis escuchar una sola palabra de lo que digo?

– Porque estoy muy jodidamente furiosa, por eso. Deberían de estarle agradecidos a Jack; en cambio, lo condenan.

– Al inspector le pagan para ponerte furiosa. Así es como obtiene sus resultados, y tú se lo estás poniendo muy fácil.

– Protesto ante esa observación, señor Smollett. A mí me pagan, entre otras cosas, para que intente averiguar la verdad cuando se comete un delito criminal.

– En ese caso, ¿por qué no deja de decir imbecilidades -sugirió Keith con tono afable-, y trata con los hechos lisos y llanos? No puedo ser el único que está aburrido con todas estas idiotas amenazas de procesamiento criminal. Por supuesto que puede acusar al señor Blakeney si quiere, pero se convertirá en un hazmerreír. ¿Cuánta gente sería capaz de molestarse en salir y hacer lo que él hizo con sólo un cinturón y una linterna para protegerse? -Sonrió apenas-. En la actualidad estamos en una sociedad que no se compromete con nada, en la que el heroísmo está confinado a las pantallas de televisión. El otro día hubo un caso de una mujer que fue atacada sexualmente por dos hombres a plena vista de los taxistas que estaban en una parada, y ni uno sólo de ellos levantó un dedo para ayudarla. Peor todavía, alzaron los cristales de las ventanillas para no oír los gritos de auxilio. ¿Debo inferir, por su actitud para con el señor Blakeney, que es ése el tipo de comportamiento que usted aprueba en nuestra supuesta sociedad civilizada?

– El comportamiento de vigilante civil es igual de peligroso, señor Smollett. Por cada caso de no implicación que usted cite, yo puedo citarle otro en el que una dura justicia le ha sido impuesta a personas inocentes porque una turba de linchamiento decidió de modo arbitrario quién es y quién no es culpable. ¿Debo inferir, por su actitud, que usted aprueba la forma de justicia del tribunal popular?

Keith entendió la observación con un asentimiento de cabeza.

– Por supuesto que no -dijo con sinceridad-, y en caso de que el señor Blakeney hubiese llevado consigo a un ejército privado, yo estaría de parte de usted. Pero está en un terreno muy inestable al describirlo a él solo como una turba de linchamiento. Era un hombre enfrentado con una decisión imposible: actuar de inmediato para detener una violación, o abandonar a la muchacha a su suerte mientras se alejaba para pedir ayuda.

– Él no habría llegado a estar allí si él y su esposa no hubiesen conspirado juntos para ocultar información sobre la señorita Lascelles. Tampoco, ya que estamos, habrían podido Hughes y su banda someter a la joven que el señor Blakeney rescató al terror por el que la hicieron pasar, por la sencilla razón de que todos ellos habrían estado bajo llave acusados de la violación de la señorita Lascelles.

– Pero la señorita Lascelles le ha dicho categóricamente que habría tenido demasiado miedo como para contarle nada a la policía, suponiendo que los Blakeney le hubieran informado de lo que ella les dijo. Vive con el terror de que Hughes cumpla la amenaza de violarla otra vez en el momento en que quede en libertad, y no existe ninguna garantía, ni siquiera ahora, de que ella, ni la víctima de esta noche, puedan reunir el valor suficiente como para prestar ante el tribunal una declaración que lo condene. La mejor apuesta que tiene, con bastante franqueza, es el testimonio de Jack Blakeney. Si él se mantiene fuerte, cosa que hará, Ruth ganará valentía por su ejemplo, y si la otra muchacha y sus padres toman conciencia de lo mucho que le deben, entonces también ella podría reunir el valor suficiente como para hablar. Por lo mismo, si usted insiste en llevar adelante estos cargos contra Blakeney, podrá despedirse de cualquier cooperación por parte de las dos aterrorizadas muchachas. De forma bastante razonable podrían concluir que la justicia está de parte de Hughes y no de parte de ellas.

El inspector negó con la cabeza.

– Lo que ninguno de ustedes parece capaz de entender -dijo con irritación- es que si no acusamos al señor Blakeney, hacemos que el proceso de Hughes resulte todavía más difícil. Su defensa tendrá su día de éxito en los tribunales señalando el contraste entre la indulgencia de la policía ante la violencia reconocida de un intelectual de la clase media, y la dureza ante la violencia supuesta de un obrero de carreteras sin trabajo. Recuerde que Hughes se hallaba fuera de la furgoneta cuando estaba teniendo lugar la violación, y ahora está ahí sentado afirmando que no tenía ni idea de lo que sucedía entonces. El chico que estaba violando a la muchacha cuando su cliente irrumpió en la furgoneta, tiene sólo quince años, un menor, en otras palabras, y sólo puede sentenciárselo a arresto menor pero no a prisión en una cárcel de adultos. El chico mayor de todos, si excluimos a Hughes, tiene dieciocho años y su edad será tomada en cuenta durante el juicio. De momento están todos conmocionados y señalan a Hughes como instigador y principal organizador, pero para cuando lleguen al juicio la cosa se habrá convertido en un poco de diversión inofensiva que fue idea de la muchacha, y de la que Hughes nada sabía porque se había alejado para caminar por la playa. Lo peor de todo es que el señor Blakeney tendrá que atestiguar eso porque lo vio hacerlo. -Se frotó los ojos cansados-. Es un desastre, con franqueza. Sabe Dios si conseguiremos siquiera una condena. Sin pruebas claras, puedo ver a Hughes saliendo en libertad total. Su forma de trabajar es manipular a los más jóvenes para que le hagan el trabajo sucio mientras él permanece apartado y recoge el dinero, y una vez que estos muchachos se den cuenta de lo cortas que serán sus sentencias porque la ley es relativamente impotente contra los delincuentes juveniles, dejarán de acusarlo. Estoy tan seguro que apostaría hasta el último centavo por ello.

Se produjo un largo silencio. Sarah se aclaró la garganta.

– Está olvidando a las chicas -dijo-. ¿La declaración de ellas no tendrá ningún peso?

La sonrisa del inspector era torcida.

– Si no están demasiado aterrorizadas como para declarar, si no se derrumban bajo un interrogatorio cruzado, si sus robos no son usados por la defensa para oscurecer sus caracteres, si la prontitud con la que estuvieron dispuestas a abrirse de piernas para Hughes no hace que pierdan la compasión del jurado. -Se encogió ostensiblemente de hombros-. La justicia es tan inconstante como el destino, doctora Blakeney.

– Entonces, suéltelo ahora y acabe de una vez -dijo ella con frialdad-. Quiero decir, seamos realistas; le va a resultar muchísimo más fácil cumplir con su cuota de productividad si procesa a Jack, que si dedica sus esfuerzos de asesoramiento a poner en buenas condiciones a unas golfillas ladronas. Tal vez debería de preguntarse usted por qué ninguna de esas muchachas sintió la confianza suficiente como para acudir a la policía, en primer lugar. -Sus ojos se entrecerraron con enojo mientras respondía a su propia pregunta-. Porque creyeron todo lo que les dijo Hughes, a saber, que él siempre sería exculpado, y que ellas siempre se quedarían solas para arreglárselas como pudieran. Y tenía razón, aunque yo nunca lo habría adivinado de no habérselo oído decir a usted.

– Será acusado, y abrigo la esperanza de que lo encarcelen, doctora Blakeney, pero lo que pase en el juicio está fuera de mis manos. Podemos hacer todo lo mejor posible para preparar el terreno. No podemos, por desgracia, predecir los resultados. -Un largo suspiro-. De momento he decidido poner en libertad a su esposo sin cargos. Pediré asesoramiento profesional, sin embargo, lo que significa que podríamos decidir actuar contra él en una fecha futura. Entre tanto, se le exigirá que permanezca en Mill House, en Long Upton y, en caso de que deseara viajar a cualquier parte, tendrá que advertir al sargento detective Cooper de sus intenciones. ¿Está claro?

Ella asintió con la cabeza.

– Además, por favor, tome nota de que si alguna vez vuelve a involucrarse en actividades similares a las de esta noche, será acusado de inmediato. ¿Queda claro también eso?

Ella asintió.

El cansado rostro del inspector se dividió con una sonrisa de circunstancias.

– De forma extraoficial, estoy muy de acuerdo con el señor Smollett. Su esposo es un hombre valiente, doctora, pero estoy seguro de que eso ya lo sabía usted.

– Oh, sí -replicó Sarah, leal, con la esperanza de que su expresión fuera menos cohibida de lo que ella sentía. Porque desde que lo conocía, Jack había siempre sostenido lo mismo. Todos los hombres eran cobardes, pero eran unos pocos, como él mismo, los que tenían el valor de reconocerlo. Estaba comenzando a preguntarse si había otros aspectos del carácter de él que ella había juzgado de una forma tan completamente errónea.

Mi padre llamó hoy para contarme el veredicto de las diligencias por la muerte de Gerald. «Optaron por el accidente, pero tuve que tirar de todos los hilos conocidos para conseguirlo. El maldito juez de primera instancia iba a declarar suicidio si podía.» ¡Pobre padre! Nunca habría podido presentarse en el Parlamento si su hermano se hubiera suicidado. ¡El cielo no lo quiera! ¡Qué estigma continúa ligado al suicidio, especialmente entre las clases altas! Nada es tan malo como la debilidad final de quitarse la propia vida.

Como es natural, estoy encantada con el veredicto, si bien algo molesta porque se pase por alto mi brillantez. Existe una extraordinaria urgencia de confesar, por lo que veo, aunque sólo sea para atraer la atención sobre lo que uno ha conseguido… Yo no lo haré, por supuesto.

Gerald fue como masilla en mis manos cuando se trató de escribir el codicilo, porque le dije que iría a la prisión por violar a su sobrina si no lo hacía. «¡Señor, qué necios son estos mortales!» El único propósito del codicilo era el de convencer al idiota del abogado de que Gerald se había suicidado cuando descubrió de quién era hija Joanna. Una vez persuadido, alertó a mi padre del hecho de que existía un documento que detallaba el incesto de Gerald, y los dos actuaron a la perfección. Hicieron tal alboroto con eso de tirar de las diferentes cuerdas con el fin de suprimir cualquier pista de que Gerald pudiera haberse quitado la vida, que todo el mundo, incluido el juez de primera instancia, quedaron convencidos de que lo había hecho. Es todo tan divertido… Lo único que lamento es haber tenido que involucrar a Jane, pero eso no me preocupa demasiado. Incluso en el caso de que ella tenga alguna sospecha, no lo dirá. No puede permitírselo, pero en ningún caso nadie ha cuestionado si Gerald adquirió los barbitúricos o, si lo han hecho, sospecho que mi padre ha afirmado que eran suyos. Está tan borracho durante la mayor parte del tiempo, que es probable que creyese que lo eran.

El alivio de mi padre duró poco. Le dije que tenía una copia de carbón del codicilo, firmada, en mi poder, y se puso apopléjico al otro lado de la línea. Él lo llama chantaje. Yo lo llamo autoconservación…

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