A primeras horas de aquella tarde, un hombre de elevada estatura y aspecto distinguido fue introducido en la oficina de Paul Duggan, en Poole. Declaró que su nombre era James Gillespie, y con calma presentó su pasaporte y su certificado de matrimonio con Mathilda Gillespie para demostrarlo. Consciente de que había dejado caer una granada, se sentó en una silla vacía y rodeó con las manos el puño de su bastón, estudiando a Duggan con aire divertido desde debajo de un par de exuberantes cejas blancas.
– Un poco sorprendido, ¿eh? -dijo.
Incluso desde el otro lado de la mesa, el olor a whisky de su aliento era poderoso.
El hombre más joven examinó con cuidado el pasaporte, y luego lo dejó ante sí sobre el papel secante.
– Inesperado, desde luego -dijo con tono seco-. Yo había supuesto que Mathilda Gillespie era viuda. Ella nunca mencionó a un esposo o -hizo un cuidadoso hincapié en la siguiente sílaba- ex esposo que estuviese vivo.
– Esposo -gruñó el otro con fuerza-. Seguro que no. Le convenía más que la creyesen viuda.
– ¿Por qué nunca se divorciaron?
– Nunca vimos la necesidad.
– Este pasaporte fue expedido en Hong Kong.
– Naturalmente. Vivo allí desde hace cuarenta años. Trabajé en varios bancos. Regresé al darme cuenta de que no era lugar para acabar mis días. Demasiado miedo ahora. Pekín es impredecible. Incómoda para un hombre de mi edad. -Hablaba con frases cortas en staccato, como alguien que tiene prisa o que se impacienta con las sutilezas sociales.
– ¿Por qué ha venido a verme?
Duggan lo observó con curiosidad. Tenía un aspecto sorprendente, desde luego, con una melena de pelo blanco y una complexión olivácea, marcada por profundas arrugas en torno a los ojos y la boca, pero el examen más atento revelaba la pobreza subyacente en el aspecto superficial de prosperidad. Sus ropas habían sido buenas una vez, pero el tiempo y el uso habían causado estragos, y tanto el traje como el abrigo de pelo de camello estaban afinados por el desgaste.
– Yo habría dicho que resultaba obvio. Ahora está muerta… reclamo lo que es mío.
– ¿Cómo supo que estaba muerta?
– Tengo mis medios.
– ¿Cómo se enteró de que yo era su ejecutor?
– Tengo mis medios.
La curiosidad de Duggan era intensa.
– ¿Y qué es lo que desea reclamar?
El anciano sacó una billetera del bolsillo interior, de ella extrajo unas hojas de papel muy fino, y las desplegó sobre el escritorio.
– Éste es el inventario de los bienes de mi padre. Fue dividido en partes iguales entre sus tres hijos cuando él murió hace cuarenta y siete años. Mi parte eran esos objetos marcados con las iniciales JG. Descubrirá, según creo, que al menos siete de ellos aparecen en el inventario de los bienes de Mathilda. No son suyos. Nunca fueron suyos. Ahora deseo recuperarlos.
Pensativo, Duggan leyó los documentos.
– ¿A qué siete objetos se refiere con precisión, señor Gillespie?
Las enormes cejas blancas se unieron en un feroz fruncimiento.
– No juegue conmigo, señor Duggan. Me refiero, por supuesto, a los relojes. Los dos Thomas Tompion, el Knibbs, el de la caja alargada de caoba del siglo xvii, el relojlira Luis XVI, el pendule d'officier del siglo xviii, y el reloj de crucifijo. Mi padre y mi abuelo eran coleccionistas.
Duggan unió las manos por encima del inventario.
– ¿Puedo preguntarle por qué cree que alguna de estas cosas figura en el inventario de los bienes de la señora Gillespie?
– ¿Está diciéndome que no están?
El abogado evitó la respuesta directa.
– Si le he entendido correctamente, usted ha estado ausente de este país durante cuarenta años. ¿Cómo es posible que sepa lo que podría o no haber estado en posesión de su esposa el día en que murió?
El viejo profirió un bufido.
– Esos relojes eran la única cosa de valor que yo tenía, y Mathilda se tomó grandes molestias para robármelos. Estoy seguro de que no los habría vendido.
– ¿Cómo podía robárselos su esposa, si todavía estaban casados?
– Me los quitó con un truco, entonces, pero aun así fue un robo.
– Me temo que no lo entiendo.
Gillespie sacó de su bolsillo una carta enviada por correo aéreo y se la entregó.
– Se explica por sí sola, según creo.
Duggan desplegó la carta y leyó las lacónicas líneas. La dirección era Cedar House, y la fecha abril de 1961.
Querido James,
Lamento tener que decirte que durante el robo sufrido aquí durante la Navidad, se llevaron muchas cosas de valor, incluida tu colección de relojes. Hoy he recibido un cheque de compensación de la compañía de seguros y te incluyo el resguardo donde se ve que he recibido 23.500 libras. También adjunto un cheque por 12.000 libras, que era el valor del seguro de tus siete relojes. Compraste mi silencio al dejarme los relojes, y te los reembolso porque tengo miedo de que un día puedas regresar a reclamarlos. Te enfadarías mucho, pienso, al descubrir que te he engañado una segunda vez. Espero que esto signifique que no tengamos necesidad de volver a comunicarnos.
Tuya,
Mathilda.
El afable rostro de Duggan volvió a alzarse con asombro.
– Continúo sin entender.
– No fueron robados, ¿verdad?
– Pero ella le pagó doce mil libras por ellos. Era una pequeña fortuna en 1961.
– Fue un fraude. Me dijo que habían robado los relojes cuando no fue así. Acepté el dinero de buena fe. Nunca se me ocurrió que estuviera mintiendo. -Golpeó el suelo con su bastón, enfadado-. Hay dos maneras de mirarlo. Una, ella misma robó los relojes y estafó a la compañía de seguros. Un delito, según creo. Dos, robaron otras cosas por valor de veintitrés mil libras y ella vio la oportunidad de quitarme los relojes. También un delito. Eran de mi propiedad. Son estimaciones aproximadas, claro, basadas sólo en las descripciones del inventario, pero estamos hablando de más de cien mil libras en subasta, probablemente mucho más. Quiero recuperarlos, señor.
Duggan consideró el asunto por un momento.
– No creo que la situación sea tan clara como usted parece pensar, señor Gillespie. Existe la obligación de presentar pruebas, en este caso. Primero, tiene que demostrar que la señora Gillespie lo estafó deliberadamente; segundo, tiene que demostrar que los relojes que se encuentran entre los bienes de la señora Gillespie son los mismos relojes exactos que le dejó su padre.
– Usted ha leído ambos inventarios. ¿Qué otra cosa podrían ser?
Por el momento, Duggan evitó la pregunta de cómo sabía James Gillespie que había un inventario, y lo que éste contenía. Una vez mencionado, iba a ser una cuestión muy desagradable.
– Relojes similares -replicó sin rodeos-. Quizás incluso los mismos relojes, pero tendrá que demostrar que ella no volvió a comprarlos en un momento posterior. Digamos que la colección fue robada y que ella le envió compensación como debía. Digamos que, luego, ella se puso a reemplazar la colección porque se había aficionado al coleccionismo de relojes. Con todo derecho podría haber usado su propio dinero para comprar relojes similares en subasta. En esas circunstancias, usted no tendría ningún derecho en absoluto sobre ellos. También existe el innegable hecho de que usted tenía el deber, que le incumbía como propietario, de establecer a su satisfacción que el dinero que se le pagó en 1961 representaba una compensación plena y justa por parte de la compañía de seguros por el robo de sus pertenencias. Al aceptar doce mil libras, señor Gillespie, hizo efectivamente eso. Abandonó los relojes para embarcarse hacia Hong Kong, aceptó una generosa compensación por ellos sin decir una palabra, y sólo desea recuperarlos ahora porque después de cuarenta años cree que podría haber merecido la pena conservarlos. Admito que es un terreno poco claro, que requerirá consejo profesional, pero así, de pronto, yo diría que no tiene nada a lo que agarrarse. Es un refrán antiguo, pero cierto. La posesión es nueve partes de la ley.
Gillespie no se dejaba intimidar con tanta facilidad.
– Lea los diarios de ella -gruñó-. Ellos demostrarán que me los robó. No podía resistir dar voces para sí misma, era el problema de Mathilda. Lo anotaba todo en esas miserables páginas, y luego las leía una y otra vez para recordarse lo lista que era. No habrá dejado fuera un triunfo como éste. Lea los diarios.
El hombre más joven conservó su rostro deliberadamente impasible.
– Lo haré. Como cuestión de curiosidad, ¿sabe dónde los guardaba? Me ahorrará la molestia de buscarlos.
– Estante superior de la biblioteca. Disfrazados como obras de Willy Shakespeare. -Sacó una tarjeta de su billetera-. Usted es abogado, señor Duggan, así que confío en que será honrado. Me alojo aquí. Espero tener noticias suyas al respecto en un par de días, más o menos. Le agradeceré que lo trate como una cuestión urgente. -Se puso de pie con ayuda de su bastón.
– Preferiría mucho más tratar con su abogado, señor Gillespie.
– No tengo abogado, señor. -Hablaba con una dignidad conmovedora-. Mi jubilación no me lo permitiría. Confío en que es usted un caballero. Supongo que todavía existen, en este desgraciado país. Muy pocas cosas más existen ya. -Se encaminó hacia la puerta-. Tal vez piensa que traté mal a Mathilda por abandonarlas a ella y la niña. Quizá piensa que me merecía que me robaran. Lea los diarios. Ella misma le dirá lo que de verdad sucedió.
Duggan aguardó hasta que la puerta se hubo cercado, luego cogió el teléfono y llamó a la comisaría de policía de Learmouth.
La información referente a los diarios de Mathilda le fue transmitida por teléfono a Cooper cuando estaba a punto de salir de Cedar House. En el momento de colgar el receptor tenía el ceño fruncido. Había registrado la casa de arriba abajo y estaba todo lo seguro que puede estarse de que no había ningún diario manuscrito ni en la biblioteca ni en ninguna otra parte.
– Lo lamento, señoras, pero tendré que abusar un poco más de su tiempo. ¿Quieren acompañarme, por favor?
Perplejas, Joanna y Sarah lo siguieron por el vestíbulo al interior de la biblioteca.
– ¿Qué está buscando? -inquirió Joanna cuando él se detuvo mirando hacia el estante superior.
Alzó una mano y tocó el grueso estante de caoba que, al igual que sus gemelos, corría todo a lo ancho de la pared.
– ¿Ve alguna de ustedes una colección de William Shakespeare, aquí arriba?
– Están por toda la casa -replicó Joanna con indiferencia-. ¿Qué edición en particular está buscando?
– La que se supone que debería de estar en este estante. -La miró-. Los diarios de su madre. Me han dicho que los guardaba en el estante superior, disfrazados como obras de William Shakespeare.
Joanna pareció sorprendida de verdad.
– ¿Qué diarios?
– Según nuestra información, ella llevaba un registro de todo lo que le sucedía.
– No lo sabía.
– El informador se mostró muy seguro.
Joanna hizo un gesto de impotencia.
– Yo no lo sabía -repitió.
– ¿Quién es su informador? -inquirió Sarah, curiosa.
Cooper observaba a Joanna mientras hablaba.
– James Gillespie -dijo-. El padrastro de la señora Lascelles.
Esta vez, la expresión de sorpresa careció de convicción. Quedó en manos de Sarah el decir la frase obvia.
– Pensaba que había abandonado a Mathilda hacía años -comentó con aire pensativo-. ¿Cómo iba a saber si ella escribía diarios o no? En cualquier caso, él está en Hong Kong, o al menos eso fue lo que me dijo mi recepcionista.
– Ya no, doctora Blakeney. Según el abogado de la señora Gillespie, ahora vive en Bournemouth. -Le habló a Joanna-. Tendremos que registrar la casa otra vez, y preferiría que se encontrase usted aquí mientras lo hacemos.
– Por supuesto, sargento. No tengo planeado ir a ninguna parte. Ésta es mi casa, después de todo.
Sarah captó la mirada de ella.
– ¿Qué hay de Ruth? No puede abandonarla así como así.
– Ruth debe aprender a arreglárselas por su cuenta, doctora Blakeney. -Hizo un leve encogimiento de hombros, elocuente-. Quizá debería de haber considerado usted las consecuencias con un poco más de cuidado, antes de persuadir a mi madre para que cambiara su testamento. Tiene que darse cuenta de que a mí me resulta por completo imposible, según están las cosas de momento.
– Es apoyo emocional lo que ella necesita, y eso no le costará nada.
– No hay nada que yo pueda decirle que no empeorara las cosas. -Los pálidos ojos de Joanna miraban a Sarah sin parpadear-. Ella ha tenido más oportunidades de las que yo tuve jamás, y ha preferido tirarlas por la ventana. Usted ya sabe que había estado robándole a mi madre antes de este sórdido episodio del colegio. -La boca se le afinó de modo desagradable-. No puede imaginarse el resentimiento que he sentido desde que la señorita Harris llamó por teléfono para explicar por qué expulsaban a Ruth. ¿Tiene usted idea del dinero que se ha malgastado en la educación de esa niña?
– La señorita Harris le ha dado una versión muy parcial de lo que sucedió -dijo Sarah con cuidado, consciente de que Cooper era todo oídos a su lado-. Tiene que darse cuenta de que no es más que justicia el oír también la versión de Ruth, darle al menos una oportunidad para demostrar que lo sucedido no fue por completo culpa suya.
– He vivido con mi hija de forma intermitente durante casi dieciocho años, y sé con toda exactitud quién tiene la culpa. Ruth es por completo incapaz de contar la verdad. Sería usted muy necia si supusiera lo contrario. -Sonrió muy levemente-. Puede decirle que sabe muy bien dónde estoy si quiere hablar conmigo aunque, por favor, déjele bien claro que, a menos que este asunto del testamento se arregle de manera satisfactoria, no puede esperar ninguna ayuda de mí en términos de futura educación o manutención.
Esta mujer estaba usando a Ruth como mercancía de negociación, pensó Sarah, asqueada, aunque se recordó que, a su manera, Joanna estaba tan desesperada como Ruth. Volvió a intentarlo.
– El problema aquí no es el dinero, Joanna, el único problema es que a su hija le gustaría verla. Tiene demasiado miedo como para acudir a Cedar House, porque el hombre que la persuadió para que robara conoce esta dirección y la ha amenazado. Por favor, por favor, ¿vendrá conmigo a Mill House y hablará allí con ella? No está mintiendo, pero se siente profundamente trastornada por todo lo ocurrido y necesita que la tranquilicen respecto a que usted no la ha rechazado. Ha pasado la mayor parte del tiempo sentada junto al teléfono, esperando y rezando para que usted la llamara. Creo que no tiene ni idea de lo mucho que usted le importa.
Hubo la más breve de las vacilaciones… «¿o fue una ilusión por parte de Sarah?».
– Usted la aceptó en su casa, doctora Blakeney, así que le sugiero que se las arregle con ella. No puedo ni empezar a perdonar nada que ella haya hecho. Peor aún, me inclino bastante a pensar que fue ella quien asesinó a mi madre. Es muy capaz de algo así. Por favor, no dude en absoluto de ello.
Sarah sacudió la cabeza con incredulidad.
– Oh, bueno, quizá sea mejor así. Lo último que Ruth necesita ahora es que usted le eche encima su mierda hipócrita. Usted está hecha de la misma pasta, ¿o es que ha olvidado el desastre que era su vida cuando Mathilda la rescató? -Se encogió de hombros-. Había tomado la decisión de rechazar el legado y dejar que usted y Ruth hicieran un buen intento de convencer a un tribunal de que tienen más derecho a él que los burros. Ya no. Ahora usted tendrá que luchar conmigo por él, y tendrá que luchar a solas porque tengo intención de dejar dinero en fideicomiso para Ruth con el fin de que ella no pierda, pase lo que pase. -Se encaminó hacia la puerta, dedicándole a Cooper una de las dulces sonrisas que hacían que su viejo corazón echara a correr como un cordero en primavera-. Si tiene algún interés para usted, sargento, continúo siendo de la opinión de que Joanna no mató a Mathilda. Con artritis o sin ella, Mathilda habría huido hacia las colinas en el instante en que esta perra se le acercara.
Bueno, bueno, pensó Cooper mientras la observaba atravesar el vestíbulo como una tromba, después de todo sí que había pasión en la doctora Blakeney. Pero deseaba poder saber qué le había sucedido a Ruth que los ponía tan furiosos a ella y Jack.
Cadogan Mansions, que insinuaba algo distinguido e impresionante, era un nombre impropio para el edificio funcional, deslucido y descuidado que recibió a Cooper a la mañana siguiente. Arquitectura de la década de 1960, gris amarillenta, cuadrada y sin elegancia, apretujada en una abertura que quedaba entre dos casas suburbanas y construida con el único propósito de proporcionar alojamiento extra por un coste mínimo y un máximo de beneficios. ¡Qué diferente podría ser el aspecto de las poblaciones, pensó Cooper, si los arquitectos fuesen procesados en lugar de elogiados por su vandalismo urbano! Subió por la escalera utilitaria y pulsó el timbre del número diecisiete.
– ¿El señor James Gillespie? -le preguntó al hombre tosco que asomó la nariz por una rendija de la puerta y le sopló aliento de whisky rancio a la cara. Cooper abrió su tarjeta de identificación-. Sargento detective Cooper, policía de Learmouth.
Las cejas de Gillespie se unieron con aire agresivo.
– ¿Y bien?
– ¿Puedo entrar?
– ¿Por qué?
– Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre su difunta esposa.
– ¿Por qué?
Cooper podía ver esta conversación alargándose interminablemente. Optó por abordarla de forma directa.
– Su esposa fue asesinada, señor, y tenemos razones para creer que usted podría haber hablado con ella antes de que muriera. Tengo entendido que ha estado viviendo en el extranjero durante algunos años, así que quizá debería de recordarle que la ley británica le obliga a ayudarnos de cualquier forma que le sea posible en nuestras investigaciones. Y ahora, ¿puedo entrar?
– Si no hay más remedio…
Parecía bastante imperturbable ante la franca declaración del policía, pero encabezó la marcha pasando ante una habitación en la que había una cama, hasta otra que contenía un sofá con la trama descubierta por el desgaste y dos sillas de plástico. No había más muebles ni alfombras, pero ante la ventana colgaba un trozo de cortina de malla drapeada para proporcionar una modesta privacidad.
– Espero cosas de Hong Kong -ladró-. Tienen que llegar cualquier día de éstos. Entre tanto, acampo. Siéntese. -Él se acomodó en el sofá e intentó con cierta torpeza esconder la botella vacía que se hallaba a sus pies. La habitación olía a whisky, orines y viejo sucio. La parte delantera de los pantalones del hombre estaba empapada, según vio Cooper. Con diplomacia, sacó la libreta de notas y concentró su atención en ella.
– No pareció usted muy sorprendido cuando le dije que su esposa había sido asesinada, señor Gillespie. ¿Es que ya lo sabía?
– Oí rumores.
– ¿De quién?
– Mi hermano. En otra época solíamos vivir en Long Upton. Él todavía conoce gente allí. Oye cosas.
– ¿Dónde vive ahora?
– Londres.
– ¿Podría darme su nombre y dirección?
El viejo lo pensó.
– No haré ningún daño, supongo. Frederick Gillespie, Carisbroke Court, Denby Street, Kensington. Pero no le servirá de nada. No sabe más que yo.
Cooper pasó hacia atrás las páginas de su libreta hasta encontrar la dirección de Joanna Lascelles.
– Su hijastra vive en Kensington. ¿La conoce su hermano?
– Creo que sí.
Bueno, bueno, bueno, pensó Cooper. Un panorama de intrigantes posibilidades abierto ante él.
– ¿Cuánto hace que está de regreso en Inglaterra, señor Gillespie?
– Seis meses.
«Las cosas de Hong Kong eran un cuento, entonces. En la actualidad no se tardaba tanto para fletar cosas desde el otro lado del mundo. El viejo era un indigente.»
– ¿Y adónde fue primero? ¿A casa de su hermano? ¿O a la de su esposa?
– Pasé tres meses en Londres. Luego decidí volver a mis raíces.
«Frederick no pudo soportar a un borracho incontinente.» Se trataba de conjeturas, por supuesto, pero Cooper sería capaz de apostar dinero por ello.
– Y vio usted a Joanna durante ese tiempo, y ella le contó que Mathilda aún vivía en Cedar House. -Habló como si se tratara de algo que ya había establecido.
– Guapa muchacha -dijo el viejo con lentitud-. Bonita, como su madre.
– Así que usted fue a ver a Mathilda.
Gillespie asintió con la cabeza.
– No había cambiado. Todavía era una mujer ruda.
– Y vio los relojes. Los que ella le dijo que habían sido robados.
– El abogado habló, supongo.
– Ahora mismo vengo de la oficina del señor Duggan. Nos informó de su visita de ayer. -Vio el entrecejo fruncido del viejo-. Él no tenía opción, señor Gillespie. Retener información es un delito serio, en particular cuando ha tenido lugar un asesinato.
– Pensaba que había sido suicidio.
Cooper hizo caso omiso de esto.
– ¿Qué hizo usted cuando se dio cuenta de que su esposa le había mentido?
Gillespie profirió una áspera carcajada.
– Exigí que me devolviera mis pertenencias, por supuesto. Eso le resultó muy divertido a ella. Afirmó que yo había aceptado dinero a cambio hace treinta años, y que no tenía derecho. -Buscó en su memoria del pasado-. Solía pegarle cuando vivía con ella. No fuerte. Pero tenía que hacer que me tuviera miedo. Era la única forma en que podía detener aquella maliciosa lengua. -Se tocó la boca con los dedos de una mano temblorosa. Estaba manchada y llagada por la soriasis-. No me sentía orgulloso de ello y nunca he vuelto a pegarle a una mujer, no hasta que… -se interrumpió.
Cooper mantuvo su voz calma.
– ¿Está diciendo que le pegó cuando ella le dijo que no le devolvería sus pertenencias?
– Le crucé su cara bestial de una bofetada. -Cerró los ojos por un momento como si la evocación le provocara dolor.
– ¿La lastimó?
El viejo sonrió de forma desagradable.
– La hice llorar -dijo.
– ¿Qué sucedió después?
– Le dije que le echaría la ley encima y me marché.
– ¿Cuándo fue eso? ¿Puede recordarlo?
Pareció darse cuenta de pronto de las manchas de orina en sus pantalones y cruzó las piernas, cohibido.
– ¿La vez en que le pegué? Hace dos o tres meses.
– Así pues, ¿fue a la casa otras veces?
Gillespie asintió con la cabeza.
– Dos veces.
– ¿Antes o después de pegarle?
– Después. Ella no quería que le echara la ley encima, ¿verdad?
– No le sigo.
– ¿Por qué iba a hacerlo? Dudo de que usted la viera antes de su muerte. Tortuosa, ésa es la única manera de describir a Mathilda. Tortuosa y despiadada. Adivinó que yo estaba pasando una mala racha y vino aquí al día siguiente para arreglar algo. Habló de un acuerdo. -Se pellizcó las costras de las manos-. Pensó que yo no sabría lo que valían los relojes. Me ofreció cinco mil por dejarla tranquila.
– ¿Y? -inquirió Cooper cuando el silencio se prolongó.
Los ojos viejos dieron vueltas por la habitación.
– Me di cuenta de que pagaría más por evitar el escándalo. Regresé a su casa un par de veces para demostrarle lo vulnerable que era. Hablaba de cincuenta mil el día antes de morirse. Yo resistía en espera de cien mil. Antes o después habríamos llegado a esa cantidad. Ella sabía que era una cuestión de tiempo hasta que alguien me viera y me reconociese.
Cooper permitió que la revulsión lo venciera.
– A mí me parece, señor, que usted quiere demasiado. La abandonó hace cuarenta años, la dejó sola con un bebé, le arrebató lo que los relojes valían en mil novecientos sesenta y uno, se lo gastó todo… -miró con intención la botella vacía-, probablemente en bebida, repitió el procedimiento con todo el dinero que ganó, y luego volvió a su tierra para chuparle la sangre a la mujer que había abandonado. Creo que es discutible quién era el ladrón más grande. Si los relojes eran tan importantes para usted, ¿por qué no se los llevó?
– No podía permitírmelo -replicó Gillespie con desapasionamiento-. Reuní lo justo para mi pasaje. No quedaba dinero para fletar los relojes.
– ¿Por qué no vendió uno para pagar el flete de los otros?
– Ella me lo impidió. -Vio el escepticismo en la expresión de Cooper-. Usted no la conocía, hombre, así que no juzgue.
– Sin embargo, usted mismo acaba de admitir que solía pegarle para que le tuviera miedo. ¿Cómo pudo ella impedirle que vendiera sus propias pertenencias? Usted le habría zurrado.
– Quizá lo hice -gruñó él-. Tal vez ella encontró otro medio de impedírmelo. ¿Cree usted que fui el primero en emplear el chantaje? Ella era una maestra consumada en ello. -Volvió a tocarse los labios, y esta vez el temblor de sus manos era más pronunciado-. Llegamos a un acuerdo, la esencia del cual era que no se produciría ningún escándalo. Ella me dejó marchar a Hong Kong, con la condición de que no habría divorcio y que se quedaría con los relojes. Seguro mutuo, los llamó. Mientras ella tuviese los relojes podría estar segura de mi silencio. Mientras fueran de mi propiedad, podría estar seguro del silencio de ella. Valían su buen dinero, incluso en aquella época.
Cooper frunció el entrecejo.
– ¿Qué silencio compraba usted?
– Este y aquél. Era un matrimonio desdichado, y en aquella época, cuando uno se divorciaba le sacaban los trapos sucios al sol. El padre de ella era miembro del Parlamento, no lo olvide.
«Ella me dejó marchar a Hong Kong…» Extraño uso de palabras, pensó Cooper. ¿Cómo podría habérselo impedido?
– ¿Estaba usted complicado en algo delictivo, señor Gillespie? ¿Fueron los relojes un quid pro quo para que ella no acudiera a la policía?
Él se encogió de hombros.
– Eso es agua pasada.
– ¿Qué hizo usted?
– Es agua pasada -repitió el viejo, testarudo-. Pregúnteme por qué Mathilda tuvo que comprar mi silencio. Eso resulta muchísimo más interesante.
– ¿Por qué?
– Por la niña. Yo sabía quién era el padre, ¿no?
«Agua pasada», pensó Cooper con sarcasmo.
– Usted le dijo al señor Duggan que su esposa escribía diarios -dijo-, que estaban en el estante superior de la biblioteca, disfrazados de colección de obras de William Shakespeare. ¿Es correcto?
– Lo es.
– ¿Los vio cuando acudió a Cedar House, o fue la señora Gillespie quien le habló de ellos?
Los ojos de Gillespie se entrecerraron.
– ¿Está diciendo que ahora no se encuentran allí?
– ¿Quiere contestar a mi pregunta, por favor? ¿Los vio usted, o está repitiendo algo que le dijo la señora Gillespie?
– Los vi. Verá, sabía qué buscar. Yo le hice encuadernar los dos primeros volúmenes como regalo de bodas. Le regalé otros ocho con las páginas en blanco.
– ¿Podría describirlos, señor Gillespie?
– Piel de becerro marrón. Letras doradas en los lomos. Títulos de cortesía de William Shakespeare. Diez volúmenes en total.
– ¿Qué tamaño?
– Veinte centímetros y medio por quince y medio. De tres centímetros de grosor, más o menos. -Se retorció las manos sobre el regazo-. Supongo que no están en la biblioteca. No me importa decirle que confío mucho en esos diarios. Demostrarán que ella tenía la intención de estafarme.
– ¿Así que usted los leyó?
– No pude -gruñó el viejo-. Ella nunca me dejó a solas el tiempo suficiente. Alborotaba a mi alrededor como una maldita gallina. Pero la prueba estará en esos diarios. Ella lo habrá escrito allí como escribía todo lo demás.
– Entonces, no puede decir sobre seguro que había diarios, sino sólo que había diez volúmenes de Shakespeare en el estante superior, los cuales guardaban similitud con unos diarios que usted compró para regalarle hace unos cuarenta y pico de años.
El frunció los labios con obstinación.
– Los identifiqué la primera vez que estuve allí. Eran los diarios de Mathilda, sin lugar a dudas.
Cooper pensó durante un momento.
– La señora Lascelles, ¿estaba enterada de la existencia de los diarios?
Gillespie se encogió de hombros.
– No podría decírselo. Yo no le dije nada al respecto. No creo que sirva para nada vaciar el arsenal antes de que sea necesario.
– ¿Pero le contó que usted no era su padre?
Él volvió a encogerse de hombros.
– Alguien tenía que hacerlo.
– ¿Por qué?
– Ella estaba molestándome constantemente. No quería dejarme en paz. Era realmente patético. Parecía erróneo dejar que continuara creyendo una mentira tan fundamental.
– Pobre mujer -murmuró Cooper con una compasión nueva. Se preguntaba si había alguien en el mundo que no la hubiese rechazado-. Supongo que también le habló de la carta escrita por su padre natural.
– ¿Por qué no? A mí me parecía que ella tiene tanto derecho como Mathilda a la fortuna Cavendish.
– ¿Cómo se enteró usted? Esa carta fue escrita después de que usted se marchara a Hong Kong.
El viejo adoptó una expresión astuta.
– Tengo mis medios de información -masculló. Pero vio algo en los ojos de Cooper que lo hizo reflexionar-. Hubo habladurías en el pueblo, cuando Gerald se suicidó -dijo-. Corrió la voz de que había escrito una carta que su hermano consiguió suprimir. Suicidio… -sacudió la cabeza-, no era lo que se hacía en aquellos tiempos. William lo acalló por el bien de la familia. Yo oí las historias en aquellos tiempos, y le sugerí a Joanna que buscara la carta. Resultaba evidente lo que diría. Gerald era un imbécil sentimental y resultaba inevitable que en la carta mencionara a su bastarda. No podría haberse resistido a hacerlo.
– Y quizá llegó usted a un acuerdo también con la señora Lascelles. Usted declararía ante el tribunal con respecto a su verdadera paternidad, si ella lo mantenía holgadamente durante el resto de su vida. ¿Algo parecido?
Gillespie profirió una seca risa entre dientes.
– Era muchísimo más dócil que su madre.
– Entonces, ¿por qué se molestó en continuar negociando con la señora Gillespie?
– No creía que Joanna tuviera muchas probabilidades contra Mathilda.
Cooper asintió con la cabeza.
– Así que mató a su esposa para mejorar las probabilidades.
La seca risa entre dientes volvió a sonar, rasposa.
– Me pregunto cuándo ha sacado usted eso de la chistera. No necesitaba hacerlo. Si no se suicidó, yo pensaría más bien que lo hizo mi hijastra. Se sintió terriblemente decepcionada al descubrir que su madre había jugado a la puta con su gran tío. -De modo abrupto, como si se tratara de un secreto culpable que hubiese decidido confesar, sacó una botella de whisky llena del lugar en que estaba escondida entre los cojines del sofá, desenroscó el tapón y se la llevó a los labios-. ¿Quiere un poco? -inquirió con aire vago, pasado un momento, al tiempo que blandía la botella en dirección a Cooper, antes de volver a llevársela a los labios y vaciarla hasta la mitad a enormes tragos.
El sargento, cuya experiencia con los borrachos era considerable después de sacarlos a tirones de las cunetas donde yacían en desmañados montones embrutecidos por el alcohol, lo contempló, asombrado. Los niveles de tolerancia de Gillespie eran extraordinarios. En dos minutos había consumido el licor puro suficiente como para tumbar a la mayoría de los hombres, y el único efecto que eso pareció tener en él fue reducir el temblor de sus manos.
– Estamos teniendo dificultades para establecer un móvil para el asesinato de su esposa -dijo Cooper con lentitud-. Pero a mí me parece que el suyo es más poderoso que la mayoría.
– ¡Bah! -bufó Gillespie, cuyos ojos brillaban ahora con afabilidad alcohólica-. Para mí valía más viva. Ya se lo he dicho, estaba hablando de cincuenta mil el día antes de su muerte.
– Pero usted no cumplió con su parte del acuerdo, señor Gillespie. Lo cual significa que su esposa estaba en libertad de revelar por qué tuvo que huir a Hong Kong para escapar de la justicia.
– Agua pasada -fue la monótona frase de respuesta-. Jodida agua pasada. Nadie estaría ahora interesado en mi pequeño pecadillo, pero habría muchísima gente interesada en el de ella. La hija, para empezar. -Volvió a llevarse la botella a la boca, y quedó inconsciente. Cooper no podía recordar cuándo alguien o algo le había causado tanto asco. Se puso de pie al tiempo que se abotonaba el abrigo. Si pudiera lavarse las manos de esta terrible familia, lo haría, porque no podía hallar bendición redentora alguna en ninguno de ellos. Lo que se lleva en la sangre se manifiesta en la carne, y la corrupción de ellos era tan maloliente como el tufo de esa habitación. Si algo lamentaba en su vida era haber estado de servicio el día en que se encontró el cadáver de Mathilda. De no haber sido por eso, podría haber continuado siendo lo que siempre había creído que era: un hombre de verdad tolerante.
Sin que Gillespie reparara en él, recogió del suelo la botella vacía con las huellas dactilares, y se la llevó.
Jack estudió la dirección que Sarah le había sonsacado a Ruth mediante palabras dulces.
– Dices que es una casa ocupada así que, ¿cómo lo saco solo al exterior?
Ella estaba aclarando unas tazas bajo el grifo del agua fría.
– Estoy reconsiderándolo. ¿Qué pasará si acabas en fisioterapia durante los próximos seis meses?
– No existe posibilidad de que sea peor que lo que ya estoy sufriendo -murmuró él al tiempo que retiraba una silla y se sentaba-.Algo de la habitación de invitados no me sienta bien. Está poniéndome el cuello rígido. ¿Cuándo vas a echar a Ruth y dejarme que vuelva al lugar que me corresponde?
– Cuando te hayas disculpado.
– Ah, bueno -replicó él con tristeza-, entonces seguirá el cuello rígido.
Los ojos de ella se entrecerraron.
– Sólo se trata de una disculpa, bastardo. No te matará. El cuello rígido lo dice todo, si quieres mi opinión.
Él le dedicó una sonrisa malvada.
– No es lo único que está rígido. No sabes lo que estás perdiéndote, niña mía.
Ella lo miró con ferocidad.
– Eso se cura con facilidad. -Con un movimiento rápido le vació una taza de agua helada en el regazo-. Es una pena que Sally Bennedict no hiciera lo mismo.
Él se puso en pie de un salto y derribó la silla.
– Jesús, mujer -rugió-, ¿quieres dejar de intentar convertirme en un eunuco? -La aferró por la cintura y la levantó en el aire-. Tienes suerte de que Ruth esté en la casa -gruñó, al tiempo que la volvía de lado y le sujetaba la cabeza debajo del grifo abierto-, porque si no podría sentirme tentado de demostrarte lo ineficaz que es el agua fría sobre una libido que soporta privaciones.
– Estás ahogándome -farfulló ella.
– Te lo tienes merecido. -Volvió a dejarla en el suelo bruscamente y cerró el grifo.
– Tú pediste pasión -dijo ella, chorreando agua sobre las baldosas de piedra-. ¿No te gusta, ahora que la tienes?
Él le echó una toalla al vuelo.
– Demonios, sí -replicó con una sonrisa-. Lo último que quería era una esposa que comprendiera. No me gusta que me traten con actitud paternalista, mujer.
Ella sacudió la cabeza con furia, salpicando gotas por toda la cocina.
– Si una sola persona más me llama paternalista -dijo-, voy a hacerle daño. Estoy intentando ser caritativa con algunos de los egoístas más inútiles y autocomplacientes que he tenido la desgracia de conocer. Y resulta jodidamente difícil. -Se frotó vigorosamente el pelo con la toalla-. Si el mundo estuviera compuesto por personas como yo, Jack, sería un paraíso.-Bueno, ya sabes lo que dicen del paraíso, trasto. Es el Edén hasta que la víbora cornuda asoma la cabeza por debajo de la hoja de parra y descubre la madriguera tibia y húmeda que hay debajo de los matorrales. Después de eso se desatan los infiernos.
Ella lo observó mientras se ponía el anorak impermeable y sacaba una linterna del cajón de la cocina.
– ¿Qué planeas hacer, exactamente?
– No te preocupes. Lo que no sabes no puede incriminarte.
– ¿Quieres que te acompañe?
Su oscuro rostro fue transformándose por una sonrisa de dientes desnudos.
– ¿Para qué? ¿Para que puedas volver a coserlo cuando yo haya acabado con él? Serías una responsabilidad, mujer. De todas formas, si nos pillaran, te quitarían de en medio a golpes, y alguien tiene que quedarse con Ruth.
– Tendrás cuidado, ¿verdad? -dijo ella con los ojos cargados de preocupación-. A pesar de todo, Jack, te tengo mucho cariño.
Él le rozó los labios con un dedo.
– Tendré cuidado -le prometió.
Condujo con lentitud por Palace Road, localizó el número veintitrés y la Ford Transit blanca aparcada en el exterior, dio la vuelta a la manzana con el coche y aparcó en un espacio que le proporcionaba una visión sin obstáculos de la casa, pero que se encontraba lo bastante lejos como para no atraer la atención sobre sí. El alumbrado amarillo brillaba calle abajo, arrojando charcos de sombras entre las casas, pero había poca gente fuera a las ocho de la noche de un jueves frío de finales de noviembre, y sólo una o dos veces su corazón dio un brinco a causa de la inesperada aparición en la calle de una silueta ataviada de oscuro. Había pasado una hora cuando un perro entró en la luz a diez metros delante del coche, y se puso a escarbar en la basura que había junto al contenedor. Fue sólo tras varios minutos de observación cuando Jack se dio cuenta de que no era en absoluto un perro sino un zorro urbano que buscaba comida entre los desperdicios. Tan preparado estaba para una larga espera, y tan hipnotizado por el delicado escarbar del zorro, que no se dio cuenta de que se abría la puerta del número veintitrés. Sólo el sonido de risas lo alertó respecto a que estaba sucediendo algo. Con los ojos entrecerrados, contempló al grupo de hombres jóvenes que entraban en la parte trasera de la furgoneta, vio que las puertas se cerraban y que una silueta desaparecía por uno de los flancos.
Imposible saber si se trataba de Hughes. Ruth lo había descrito como alto, moreno y apuesto, pero de noche todos los gatos son pardos, así que todos los jóvenes parecían iguales desde treinta metros de distancia en una noche de invierno.
Jack jugándosela según otra cosa que ella había dicho, que la furgoneta era suya y que siempre la conducía él, se puso en marcha para seguirla cuando ésta partió.
El médico ha escrito «fallo cardíaco» como causa de la muerte de mi padre. Tuve dificultades para mantener mi cara seria al leerlo. Por supuesto que murió de fallo cardíaco. Todos morimos de fallo cardíaco. La señora Spencer, el ama de llaves, se sintió muy turbada hasta que le dije que le daría trabajo mientras buscaba otra colocación. Después de eso, se recuperó con sorprendente velocidad. Esa clase tiene poca lealtad para cualquier cosa que no sea el dinero.
Mi padre parecía bastante en paz sentado en su sillón, con el vaso de whisky aún aferrado en la mano. «Se fue mientras dormía», según el médico. Cuánta, cuánta verdad hay en ello, en todos los sentidos. «Bebía muchísimo más de lo que era bueno para él, querida, ya se lo había advertido.» Continuó asegurándome que no tenía que temer que hubiese sufrido. Yo le di una respuesta adecuada pero pensé: «Qué lástima que no haya sufrido. Se merecía sufrir». El peor defecto de mi padre era la ingratitud. James tuvo de verdad mucha suerte. Si yo me hubiese dado cuenta de lo fácil que es librarse de los borrachos, bueno, bueno… ya he dicho bastante.
Por desgracia, Joanna me vio. La desgraciada niña se despertó y bajó justo cuando estaba quitando la almohada. Le expliqué que el abuelito estaba enfermo y que la almohada era para que estuviese más cómodo, pero tengo la fuerte sensación de que lo sabe. Anoche se negó a dormirse, y se quedó tendida mirándome con esa muy turbadora mirada fija suya.
¿Pero qué significado posible podría tener una almohada para una criatura de dos años…?