Cuando Sarah llegó a casa aquella velada, realizó un recorrido rápido por el estudio de Jack. Para su alivio, no faltaba nada. Pasó junto a la tela del caballete sin echarle siquiera una mirada, y comenzó a revolver febrilmente los retratos apoyados uno contra otro en la pared del fondo. Los que reconoció, los dejó donde estaban; los que no, los alineó uno junto a otro hacia el interior de la habitación. En total, había tres cuadros que no recordaba haber visto nunca. Se retiró y los miró, intentando descifrar de quién eran. Para ser más precisos, estaba intentando aislar uno sólo que pudiera recordarle algo.
Esperaba muy en serio no llegar a encontrarlo. Pero lo halló, por supuesto. Le gritaba desde la tela, un violento y vivido retrato de amargura, ingenio salvaje y represión, y toda la personalidad estaba enjaulada en una estructura de hierro que era con demasiada claridad la mordaza de la chismosa. La conmoción de Sarah fue enorme, le sacó el aliento del cuerpo en una oleada de pánico. Se desplomó contra el banco de pinturas de Jack y cerró los ojos para no ver el sarcástico enojo de la imagen de Mathilda. «¿Qué había hecho Jack?»
Sonó el timbre de la puerta; ello la hizo ponerse de pie con los movimientos convulsos de una marioneta. Permaneció un momento de pie, con los ojos abiertos por la conmoción, y luego, sin racionalizar conscientemente por qué lo hacía, cogió el cuadro, le dio la vuelta y lo metió entre los otros que se hallaban contra la pared.
Por la mente del sargento detective Cooper pasó la idea de que la doctora Blakeney no se encontraba bien. Estaba muy pálida cuando abrió la puerta, pero le sonrió a modo de bienvenida y se apartó a un lado para dejarlo entrar, y para cuando estuvieron sentados en unas sillas de la cocina, sus mejillas habían recuperado algo de color.
– Me telefoneó usted anoche -le recordó él-, dejó un mensaje diciendo que tenía más información acerca de la señora Gillespie.
– Sí. -Su mente corría a toda velocidad. «Ella dijo que usted sabría qué hacer para mejor.» ¡Pero no lo sé. ¡NO LO SÉ!-. He estado preocupada por el motivo de que llevara la mordaza -dijo con lentitud-. He llegado a la conclusión de que estaba intentando decirme algo, aunque debo hacer hincapié en que no sé qué puede haber sido ese algo. -Con toda la claridad posible, le repitió lo que le había dicho a Robin Hewitt la noche anterior sobre el apodo que le daba la señora Gillespie-. Tal vez sólo son imaginaciones mías -acabó con voz tímida.
El entrecejo del sargento se frunció con profundas arrugas.
– Ella tiene que haber sabido que usted establecería una relación. ¿Podría haber estado acusándola a usted, quizá?
Sarah manifestó un alivio inesperado.
– Quiere decir un azote en los dedos para hacerme bajar uno o dos escalones. Los médicos no pueden curar la infelicidad, Sarah. ¿Algo por el estilo?
Al sargento, el alivio de ella le resultó desconcertante.
– Es posible -concedió-. ¿Quién más sabía que ella la llamaba su mordaza de la chismosa, doctora Blakeney?
Ella cruzó las manos sobre el regazo.
– No lo sé. Cualquiera a quien ella se lo haya mencionado, supongo.
– ¿Usted no se lo contó a nadie?
Sarah negó con la cabeza.
– No.
– ¿A nadie en absoluto? ¿Ni siquiera a sus colegas ni a su esposo?
– No. -Se obligó a proferir una risilla ligera-. No estaba del todo segura de que lo dijese como elogio. Yo siempre lo tomé como tal porque si no lo hubiera hecho habría producido tirantez en nuestras relaciones, pero podría haber estado queriendo decir que yo era tan represiva y torturante como el instrumento mismo.
Él asintió con aire pensativo.
– Si ella se suicidó, entonces usted y yo estaremos devanándonos los sesos con el significado de eso durante el resto de nuestras vidas. -Sus ojos contemplaron el rostro de Sarah-. De todas formas, si alguien la mató, y esa persona sabía que ella la llamaba su mordaza de la chismosa, entonces a mí me parece que el mensaje es muy directo. Es decir, he hecho esto por usted, doctora Blakeney, o a causa de usted. ¿No está de acuerdo con eso?
– No -dijo ella con un destello de enojo-. Por supuesto que no. Usted no puede hacer suposiciones como ésa. En cualquier caso, tenía la impresión de que el veredicto de las diligencias previas era una conclusión inevitable. La única razón por la que pensé que debía contarle esto es porque me preocupaba, pero al final del día es probable que esté interpretando más cosas de las que Mathilda pretendía. Sospecho que el forense tenía razón, y que simplemente quería engalanarse como Ofelia.
Él le dedicó una amable sonrisa.
– Y, por supuesto, puede que usted no fuera la única persona a la que llamaba por ese apodo.
– Bueno, exacto. -Se apartó con brusquedad el pelo de la parte delantera de la chaqueta-. ¿Puedo preguntarle algo?
– Claro que sí.
– ¿El informe del forense se inclina con firmeza en favor del suicidio, o queda lugar a dudas?
– No mucho -admitió el policía-. No le hace gracia la ausencia de una carta explicatoria, particularmente a la vista de la forma tan dramática en que se quitó la vida, y no le hace gracia el arreglo floral.
– ¿Porque la picaron las ortigas?
– No. Si estaba decidida a suicidarse como lo hizo, unas cuantas picaduras de ortiga no la habrían preocupado. -Dio golpecitos con el lápiz sobre la superficie de la mesa-. Lo convencí de que hiciera algunos experimentos. Ha sido incapaz de reproducir el arreglo floral que consiguió ella, sin ayuda. -Trazó un rápido esbozo en su libreta de notas-. Si recuerda, las margaritas estaban puestas verticalmente en la banda de la frente que, de paso, está tan oxidada que no puede ajustársela, y las ortigas colgaban como un velo sobre su pelo y mejillas. Los tallos estaban alternados, una ortiga hacia abajo, una margarita hacia arriba, completamente simétricos todo alrededor. Ahora bien, eso es imposible de conseguir sin ayuda. Puede sujetar la mitad del arreglo con una mano, pero en cuanto pasa más allá del alcance de los dedos las flores comienzan a caer. Sólo cuando se han colocado las tres cuartas partes del arreglo la rendija entre la estructura y la cabeza queda lo bastante reducida como para retener el otro cuarto sin dejar caer las flores, con una circunferencia igual a la de la cabeza de la señora Gillespie. ¿Me sigue?
Ella frunció el ceño.
– Creo que sí. Pero ¿no pudo usar algodón o pañuelos de papel para rellenar la separación mientras colocaba las flores?
– Sí. Pero si lo hubiese hecho, en la casa se habría encontrado algo con marcas de herrumbre. La registramos de una punta a otra. No había nada. Así pues, ¿qué sucedió con el relleno?
Sarah cerró los ojos y visualizó el baño.
– Había una esponja en la bandeja de la bañera -dijo, recordando-. Quizás usó eso y luego la lavó en la bañera.
– La esponja tenía partículas de óxido -admitió él-, pero es que toda la bañera estaba llena de ellas. La esponja podría haberlas absorbido cuando se empapó de agua. -Frunció los labios con gesto de frustración-. O, como dice usted, podría haber sido usada como relleno. No lo sabemos, pero lo que a mí me preocupa es lo siguiente: si lo hizo ella misma, entonces tuvo que haberse sentado ante el tocador para hacerlo. Es la única superficie en la que hemos descubierto savia. -Hizo un gesto vago con la mano-. Nos lo imaginamos más o menos así: colocó las flores sobre el tocador, se sentó ante el espejo y luego se puso a hacer el arreglo floral en la estructura que llevaba en la cabeza, pero no habría descubierto que necesitaba un relleno hasta que estuvo a medio camino, momento en el cual lo natural habría sido echar mano de unos pañuelos de papel o un poco de algodón, cosas ambas que tenía delante. ¿Por qué ir entonces al baño a buscar la esponja? -Guardó silencio durante un momento-. Sin embargo, si alguien la mató y dispuso las flores cuando ya estaba en la bañera, entonces la esponja habría sido la elección obvia. Ésta es una situación mucho más lógica y explicaría la ausencia de picaduras de ortiga en las manos y dedos de la señora Gillespie.
– Usted dijo que el informe forense mencionaba picaduras de ortiga en las mejillas y sienes -comentó Sarah en tono de disculpa-. Pero tuvo que haber estado viva para que su piel reaccionara a las picaduras.
– Eran sólo leves -la corrigió él-. Según yo lo veo, quien la mató no aguardó a que estuviera muerta… uno no se queda a esperar cuando asesina a alguien… el asesino o la asesina colocó las ortigas mientras ella estaba agonizando.
Sarah asintió con la cabeza.
– Suena plausible -convino-, excepto…
No acabó la frase.
– ¿Excepto qué, doctora Blakeney?
– ¿Por qué iba querer asesinarla alguien?
Él se encogió de hombros.
– Su hija y su nieta tenían móviles bastante poderosos. Según el testamento, los bienes deben ser divididos en partes iguales entre ellas. La señora Lascelles recibe el dinero, y la señorita Lascelles se queda con Cedar House.
– ¿Lo sabían?
Él asintió con la cabeza.
– La señora Lascelles sin duda lo sabía, porque fue ella quien nos indicó dónde encontraríamos el testamento; la señora Gillespie era muy metódica, guardaba todos sus papeles y correspondencia en archivos perfectos dentro de un archivador que había en su biblioteca; aunque ignoro si la señorita Lascelles conocía los términos precisos. Ella afirma que su abuela tenía intención de que ella se quedara con todo y se ha sentido muy decepcionada al descubrir que sólo va a recibir la casa. -Su rostro adoptó una expresión algo irónica-. Es una joven codiciosa. No hay muchas jovencitas de diecisiete años que sean capaces de alzar la nariz ante un golpe de suerte inesperado como ése.
Sarah sonrió apenas.
– Presumo que habrá comprobado dónde estaban la noche en que ella murió.
Él volvió a asentir con la cabeza.
– La señora Lascelles estaba en un concierto de Londres con una amistad; la señorita Lascelles se hallaba a cuarenta y ocho kilómetros de distancia bajo el ojo vigilante de un ama de llaves en el colegio.
Ella forzó otra sonrisa.
– Lo que las deja fuera del escenario.
– Puede que sí y puede que no. Yo nunca les doy mucha importancia a las coartadas y alguien tuvo que entrar en Cedar House. -Frunció el ceño-. Aparte de la señora Spede y la propia señora Gillespie, las dos Lascelles eran las únicas otras personas que tenían llaves.
– Está decidido a que sea un asesinato -protestó Sarah, con suavidad.
Él prosiguió como si ella no hubiese hablado.
– Hemos interrogado a todos los del pueblo. La señora Spede estaba en el pub con su marido y, por lo que respecta a los amigos de ellos, no hemos podido encontrar a nadie que estuviera en términos amistosos con la señora Gillespie, mucho menos como para hacerle una visita a eso de las nueve de un sábado de noviembre por la noche. -Se encogió de hombros-. En cualquier caso, los vecinos de ella, el señor y la señora Orloff, dicen que habrían oído el timbre si alguien hubiese llamado a la puerta. Cuando la señora Gillespie les vendió su parte de la casa, se limitó a hacer quitar el timbre de la cocina, que ahora es de ellos, y trasladarlo al corredor de arriba, que continuó siendo suyo. Si esa noche hubiese sonado, no podría haberles pasado por alto.
Sarah lo miró a los ojos.
– Entonces, parece bastante obvio que tiene que haber sido un suicidio.
– No para mí, doctora Blakeney. En primer lugar, tengo intención de poner esas dos coartadas bajo microscopio y, en segundo, si el asesino de la señora Gillespie fue alguien a quien ella conocía, podría haber llamado con un golpe en las ventanas o la puerta trasera sin que los Orloff oyeran nada. -Cerró su libreta de notas y se la metió en el bolsillo-. Lo cogeremos antes o después. Tal vez por las huellas dactilares.
– Entonces, ¿piensa continuar con el asunto? Pensaba que su jefe había decidido abandonar.
– Hemos recogido una serie de huellas dactilares en la casa que no pertenecen ni a la señora Gillespie ni a las tres mujeres que tenían llaves. Les pediremos a todos los del pueblo y a los forasteros como usted, que la conocían, que nos permitan tomarles las huellas con la finalidad de compararlas. He convencido al jefe de averiguar quién más entró allí antes de darle el carpetazo a este asunto.
– Parece estarse tomando la muerte de la señora Gillespie como algo muy personal.
– El trabajo de policía no es diferente de cualquier otro, doctora. Cuanto más alto está uno en la escalera, mejor es la jubilación al final. -Su rostro dócil se volvió cínico de repente-. Pero los ascensos tienen más que ver con la construcción de imperios que con la habilidad, y hasta el día de hoy mi luz ha estado siempre oculta por los matorrales de otro. Es verdad que me tomo como algo muy personal la muerte de la señora Gillespie. Es mi caso.
A Sarah, esto le resultó fríamente presuntuoso. Se preguntó cómo se sentiría Mathilda respecto a que un policía se aprovechara de su muerte, suponiendo, por descontado, que pudiera demostrar que se trataba de un asesinato y luego condenar al asesino. Puede que se hubiera sentido más feliz de no haber estado convencida que iba a conseguir las dos cosas.
– ¿Keith? Soy Sarah. Sarah Blakeney. ¿Se ha puesto Jack en contacto contigo, por casualidad? -Jugó con el cable del teléfono mientras oía al coche de Cooper alejándose en la distancia. Había demasiadas sombras en este vestíbulo, pensó.
– No recientemente -dijo la agradable voz de Keith Smollett-. ¿Debería de haberlo hecho?
No tenía sentido salirle con evasivas.
– Tuvimos una pelea. Le dije que quería el divorcio y se marchó hecho una furia. Dejó una nota en la que decía que podía ponerme en contacto con él a través de tí.
– ¡Oh, buen Dios, Sarah! Bueno, no puedo hacer de abogado de los dos. Jack va a tener que buscarse otro.
– Ha optado por tí. Soy yo la que tiene que buscar otro abogado.
– A la porra con eso. Mi cliente eres tú, tesoro. La única razón por la que alguna vez he hecho algo por ese vago que no sirve para nada es porque te casaste con él.
Él y Sarah eran amigos desde la época universitaria y había habido un tiempo, antes de que Jack entrara en su vida, en que el propio Keith había tenido planes con respecto a Sarah. Ahora estaba felizmente casado, tenía tres robustos hijos varones, y sólo pensaba en ella en raras ocasiones, cuando lo llamaba por teléfono.
– Sí, bueno, ése es un asunto al margen, de momento. El principal problema es que necesito hablar con él con bastante urgencia. Él se pondrá en contacto contigo así que, ¿quieres hacerme el favor de decirme dónde está en cuanto lo haga? Es desesperadamente importante. -Miró hacia las escaleras; su rostro era un pálido resplandor en la luz que se reflejaba desde la cocina. Demasiadas sombras.
– Lo haré.
– Hay algo más. ¿Cuál es mi posición legal con respecto a una investigación policial en un posible caso de asesinato? -Oyó cómo él inspiraba-. No quiero decir que yo esté implicada ni nada parecido, pero creo que se me ha dado cierta información que debería transmitir. La policía no parece estar enterada, pero es algo que se hace cada vez más delicado y es muy de segunda mano, y si no tiene ninguna importancia yo estaría traicionando una confidencia que va a afectar a unas cuantas vidas de modo bastante grave. -Se detuvo. ¿Por qué Ruth le había hablado de la carta y no se lo había contado a Cooper? ¿O le había hablado también a Cooper del asunto?-. ¿Tiene sentido algo de eso?
– No mucho. Mi consejo es que, por tu propio bien, no le ocultes nada a la policía a menos que se trate de información médica confidencial sobre un paciente. Para eso, oblígalos a pasar por los canales adecuados. Lo harán, por supuesto, pero tú estarás limpia por completo.
– La persona que me lo dijo no es siquiera paciente mía.
– Entonces no tienes ningún problema.
– Pero podría arruinar vidas si hablara a destiempo -dijo ella con tono dubitativo-. En este caso estamos hablando de ética, Keith.
– No, no hablamos de ética. La ética no sale fuera de las iglesias ni de las torres de marfil. Estamos hablando del gran mundo malo donde incluso los médicos van a la cárcel por obstruir las investigaciones de la policía. No tendrías nada a lo que agarrarte, muchacha, si resultara que has ocultado información que podría haber resultado en una condena por asesinato.
– Pero es que no estoy segura de que se trate de un asesinato. Parece un suicidio.
– Entonces, ¿por qué la voz te tiembla un par de puntos por encima de lo normal? Pareces María Callas en una noche mala. No es más que un juicio parcial, por supuesto, pero yo diría que estás un ciento por ciento segura de que te encuentras ante un asesinato, y un noventa y nueve por ciento segura de que sabes quién lo hizo. Habla con la policía.
Ella guardó silencio durante tanto tiempo que él comenzó a preguntarse si la línea no se habría cortado.
– Estás equivocado respecto al noventa y nueve por ciento -dijo al fin-. En realidad, no tengo ni idea de quién puede haberlo hecho. -Con una despedida muda, colgó.
El teléfono comenzó a sonar antes de que hubiera retirado la mano del receptor, pero tenía los nervios tan destrozados que pasaron varios momentos antes de que pudiera reunir el valor suficiente como para cogerlo.
A la mañana siguiente, el sábado, un abogado acudió desde Poole a Fontwell, con el testamento de Mathilda en un maletín. Había telefoneado a Cedar House la noche anterior para presentarse y lanzar una granada, a saber, que todos los anteriores testamentos de Mathilda quedaban anulados y sin efecto por el que había firmado en la oficina de él dos días antes de morir. La señora Gillespie le había ordenado que les diera la noticia en persona a su hija y su nieta en el plazo más breve que resultara conveniente después del funeral, y que lo hiciera en presencia de la doctora Sarah Blakeney, de Mill House, Long Upton. La doctora Blakeney estaba libre al día siguiente. ¿Las once en punto sería una hora conveniente para la señora y la señorita Lascelles?
La atmósfera del salón de Mathilda era glacial. Joanna se hallaba de pie junto a la puerta ventana, mirando hacia el jardín, dándoles la espalda tanto a Sarah como a su hija. Ruth fumaba constantemente, lanzando miradas maliciosas entre la espalda rígida de una mujer y la obvia incomodidad de la otra. Nadie hablaba. Para Sarah, que siempre había adorado esta habitación con su batiburrillo de hermosas antigüedades (armarios esquineros georgianos, cubiertas de zaraza viejas y descoloridas sobre el sofá y los sillones Victorianos, acuarelas flamencas del siglo xix y el reloj-lira Luis XVI sobre la repisa de la chimenea), este regreso mal acogido y no deseado resultaba deprimente.
El sonido de neumáticos de coche en la grava del exterior, rompió la tensión.
– Yo iré -dijo Ruth, poniéndose en pie de un salto.
– Ni siquiera puedo recordar cómo me dijo que se llamaba -declaró Joanna al tiempo que regresaba al interior de la habitación-. ¿Dougall, Douglas?
– Duggan -dijo Sarah.
Joanna frunció el entrecejo.
– Entonces, usted lo conoce.
– No. Escribí su nombre cuando llamó anoche. -Sacó un papel del bolsillo-. Paul Duggan, de Duggan, Smith and Drew, Hills Road, Poole.
Joanna escuchó a su hija que saludaba a alguien en la entrada.
– Mi madre parece haber tenido una considerable fe en usted, doctora Blakeney. ¿Por qué supone que se la tenía? Sólo pudo haberla conocido durante… ¿cuánto?… ¿un año? -Su rostro estaba impasible, enseñado así, pensó Sarah, para preservar su juventud, pero sus ojos manifestaban una profunda suspicacia.
Sarah sonrió sin hostilidad. La habían colocado en una posición muy odiosa, y no estaba disfrutando de la experiencia. Sentía una compasión considerable por Joanna, en uno y otro sentido, y se sentía cada vez más apenada por el recuerdo de Mathilda. La relación entre ellas, poco seria en el mejor de los casos, estaba volviéndose opresiva retrospectivamente y se sentía molesta por la suposición de la anciana de que podría manipular a su médico después de la muerte sin autorización previa. No era asunto de Sarah, ni su deseo, actuar como mediadora en una áspera batalla legal entre Joanna y su hija.
– Yo estoy tan a oscuras como usted, señora Lascelles, y probablemente igual de molesta -replicó con franqueza-. Tengo que hacer la compra de la semana, una casa que limpiar y un jardín que cuidar. Estoy aquí sólo porque el señor Duggan dijo que si yo no acudía tendría que posponer esta reunión hasta que yo pudiese asistir. Pensé que eso sería aún más molesto para usted y Ruth -se encogió de hombros-, así que accedí.
Joanna estaba a punto de responder cuando se abrió la puerta y entró Ruth seguida de un sonriente hombre de mediana edad que llevaba un magnetoscopio con un maletín encima.
– El señor Duggan -dijo con aspereza, y volvió a dejarse caer en la silla-. Quiere que usemos el televisor. ¿Puedes creer que la abuela ha hecho un jodido testamento en vídeo?
– Eso no es estrictamente cierto, señorita Lascelles -corrigió el hombre mientras se inclinaba para dejar el magnetoscopio en el suelo junto al televisor. Se enderezó y le tendió la mano a Joanna, adivinando con acierto que se trataba de la hija de Mathilda-. Encantado, señora Lascelles. -Avanzó hacia Sarah, que también se había puesto de pie, y también le estrechó la mano-. Doctora Blakeney. -Indicó los asientos con un gesto-. Siéntense, por favor. Soy consciente de que el tiempo de todos es precioso, así que no tengo intención de hacer en todo esto más que lo necesario. Estoy aquí como uno de los ejecutores testamentarios adjuntos del último testamento escrito de la señora Mathilda Berly Gillespie, las copias del cual les serán entregadas a ustedes dentro de unos minutos, y mediante las cuales podrán quedar convencidas de que, en efecto, éste sustituye a cualquier testamento o testamentos anteriores hechos por la señora Gillespie. El otro ejecutor adjunto es el señor Hapgood, en la actualidad director del Barclays Bank de Hills Road, Poole. En ambos casos, por supuesto, tenemos la responsabilidad como ejecutores testamentarios en nombre de las firmas para las que trabajamos por lo cual, si alguno de nosotros dejara su empleo dentro de dichas firmas, se nombraría otro ejecutor para reemplazarle. -Hizo una breve pausa-. ¿Ha quedado todo bien claro? -Miró de una a otra-. Bien. Ahora, si tienen un momento de paciencia, conectaré el magnetoscopio al televisor. -Sacó del bolsillo, como un mago, un cable coaxial, y conectó un extremo al televisor y el otro al magnetoscopio-. Y ahora necesito un enchufe -murmuró, al tiempo que desenrollaba un cable con enchufe de la parte trasera del aparato-. Si mi recuerdo es correcto, está por encima del zócalo a la derecha de la chimenea. Ah, sí, aquí lo tenemos. Espléndido. Y por si acaso están preguntándose cómo lo sabía, permítanme explicarles que la señora Gillespie me invitó a venir para hacer inventario de sus pertenencias. -Les sonrió-. Con el solo fin de evitar ásperas discusiones entre las partes implicadas después de que haya sido leído el testamento.
Sarah se dio cuenta de que había tenido la boca abierta desde que el hombre entró en la habitación. La cerró con un esfuerzo consciente y observó mientras él encendía con destreza el televisor para recibir la señal del magnetoscopio, abría el maletín y sacaba una cinta de vídeo que insertó en el aparato antes de apartarse para dejar que Mathilda hablara por sí misma. Podría haberse oído caer un alfiler, pensó, mientras la cara de Mathilda se materializaba en la pantalla. Incluso Ruth, sentada, parecía una estatua tallada en piedra, con el cigarrillo de momento olvidado entre los dedos.
La bien recordada voz, con las estridentes vocales de la clase alta, habló con seguridad desde el amplificador.
– Bueno, queridas mías -los labios de Mathilda se afinaron con desdén-, estoy segura de que os preguntáis por qué he insistido en reuniros de esta manera. Joanna, no me cabe duda, está maldiciéndome en silencio, Ruth estará atesorando un agravio más y Sarah, según sospecho, comienza a desear no haberme conocido nunca. -La anciana profirió una risa seca-. Ahora soy impenetrable para tus maldiciones, Joanna, así que si hay conciencia después de la muerte, cosa que dudo, no me molestarán. Y, Ruth, tus agravios se han vuelto últimamente tan tediosos que, con franqueza, estoy aburrida de ellos. Tampoco eso me inquietará. -Su voz se suavizó un poco-. Sin embargo, la irritación que estoy segura de que Sarah siente por mi decisión unilateral de complicarla en los asuntos de mi familia, sí que me preocupa. Todo cuanto puedo decir es que he apreciado su amistad y su fuerza de carácter, Sarah, durante el tiempo que la he conocido, y que no puedo pensar en nadie más que pudiera siquiera empezar a soportar la carga que estoy a punto de depositar sobre sus hombros.
Se produjo una breve pausa mientras ella consultaba unas notas que tenía sobre el regazo. Para Sarah, cuyo afecto falto de crítica parecía ahora cánido a la vista de la antipatía universal que Mathilda había inspirado en aquellos que la conocían, los ojos de la anciana eran de una crueldad impropia de ella. ¿Adonde, se preguntó, había ido a parar su humor?
– Quiero dejar bien claro que Joanna no es hija de James Gillespie, sino hija de mi tío, Gerald Cavendish. Era el hermano mayor de mi padre y… -buscó las palabras correctas para expresarse-, la relación entre él y yo comenzó unos cuatro años después de que nos invitara a mi padre y a mí a vivir con él en Cedar House, después de la muerte de mi madre. Mi padre no tenía dinero propio porque la fortuna se la habían dejado en herencia al hijo mayor, Gerald. El dinero de mi madre volvió a la familia de ella tras su fallecimiento, aparte de una pequeña herencia que se dejó en fideicomiso para mí. Sin la invitación de Gerald para que viviéramos con él en Cedar House, mi padre y yo nos habríamos quedado sin cobijo.
»Hasta ese punto le estaba agradecida. En todos los demás aspectos lo despreciaba y aborrecía. -Sonrió con frialdad-. Yo era una niña de trece años cuando me violó por primera vez.
Sarah estaba conmocionada… no sólo por lo que estaba diciendo Mathilda, sino por la forma en que lo decía. No se trataba de una Mathilda que ella reconociera. ¿Por qué estaba comportándose de modo tan brutal, tan fríamente calculador?
– Era un monstruo borracho, como mi padre, y yo los odiaba a los dos. Entre los dos destruyeron cualquier posibilidad que yo hubiese podido tener de formar una relación duradera y de éxito. Nunca he sabido si mi padre estaba enterado de lo que hacía Gerald pero, aunque lo hubiese sabido, no tengo la más mínima duda de que habría permitido que continuase por miedo a que Gerald nos expulsara de Cedar House. Mi padre era un haragán consumado que gorroneó a la familia de su esposa hasta que ella murió, y luego gorroneó a su hermano. La única vez en que lo vi trabajar fue más tarde, cuando se presentó a las elecciones para la Cámara de los Comunes, y en ese caso sólo porque veía su participación en el Parlamento como una ruta fácil para conseguir un título de caballero. Una vez elegido, por supuesto, regresó a lo que en realidad era: un hombre despreciable. -Hizo una nueva pausa y su boca descendió ante los amargos recuerdos.
»Los abusos cometidos por Gerald conmigo continuaron de modo intermitente durante doce años, momento en que, por desesperación, se lo conté a mi padre. No puedo explicar de modo adecuado por qué pasó tanto tiempo antes de que lo hiciera, excepto decir que yo vivía con un constante terror a ambos. Era una prisionera, económica y socialmente, y se me había educado, al igual que a muchas de mi generación, en la creencia de que los hombres tenían la autoridad natural dentro de una familia. Doy gracias a Dios porque esos tiempos estén ya pasando, porque ahora veo que la autoridad natural pertenece sólo a quienes se ganan el respeto de ejercitarla, sean varones o mujeres. -Hizo una pausa momentánea.
»Mi padre, por supuesto, me culpó por lo sucedido, llamándome asquerosa ramera, y se sintió poco dispuesto a hacer algo. Prefirió, como yo sabía que haría, mantener el statu quo a costa mía. Pero resultaba vulnerable. Ahora era miembro del Parlamento, y por desesperación lo amenacé con escribir al partido conservador y a los periódicos para exponer la clase de familia que en realidad eran los Cavendish. Como resultado de esto, se llegó a un compromiso. Se me permitió casarme con James Gillespie, que había declarado interés por mí, y a cambio yo consentí en no decir nada. En estas circunstancias, realizamos algunos intentos de reanudar nuestras vidas aunque mi padre, temeroso de que yo pudiera desdecirme, insistió en que el matrimonio con James se celebrara de inmediato. Le aseguró a James un puesto en el Tesoro, y nos facturó hacia un apartamento de Londres.
Esta vez se produjo un silencio más largo mientras ella miraba otra página de sus notas, al tiempo que se ajustaba las gafas.
– Por desgracia, yo ya estaba embarazada, y cuando Joanna nació menos de cinco meses después de nuestro matrimonio, incluso James, que de ningún modo era el más inteligente de los hombres, se dio cuenta de que era imposible que la niña fuese suya. La vida se volvió muy difícil después de eso. Cosa que no deja de ser razonable, él se resintió con nosotras dos, y eso llevó a estallidos de violencia siempre que él bebía demasiado. Continuamos en esta vena de infelicidad durante otros dieciocho meses hasta que, misericordiosamente, James anunció que había conseguido un puesto en el extranjero y que se embarcaba al día siguiente sin nosotras. Nunca he lamentado su partida ni me ha importado un ardite lo que le sucedió. Era un individuo muy desagradable.
Los ancianos ojos miraban directamente desde la pantalla, arrogantes y desdeñosos, pero para Sarah, al menos, había una sensación de algo encubierto. Mathilda no estaba siendo del todo sincera.
– Ahora resulta tedioso recordar las dificultades de esos meses posteriores a su partida. Baste decir que faltaba el dinero. Joanna misma experimentó problemas similares cuando murió Steven. La diferencia fue que mi padre se negó a ayudarme -ya había recibido su título de caballero y había pasado bastante agua bajo los puentes como para mitigar mis amenazas de denuncia- mientras que yo sí que te ayudé, Joanna, aunque nunca me lo has agradecido. Al final, cuando quedó claro que el desalojo estaba convirtiéndose en una posibilidad real, le escribí a Gerald, por desesperación, y le pedí que mantuviera a su hija. Esto, según conjeturo, fue lo primero que supo él de la existencia de Joanna -sonrió con cinismo-, y mi carta lo impulsó al único acto honorable de su vida. Se mató con una sobredosis de barbitúricos. La lástima es que no haya tenido la decencia de hacerlo antes. -Su voz estaba cargada de aversión.
»Se estableció un veredicto de muerte accidental, pero no puedo creer que ambas cosas no estuvieran relacionadas, en particular a la vista de la carta que le envió a su abogado, en la que hacía a Joanna heredera de todas sus propiedades.
Miró lo que obviamente era la última página de sus notas.
– Ahora viene lo que me impulsó a hacer esta película. Primero, Joanna. Me amenazaste con denunciarme públicamente si no abandonaba de inmediato Cedar House y te entregaba la herencia. No tengo ni idea de quién te sugirió que buscaras la carta de tu padre, a pesar de que -sonrió con ferocidad-, tengo mis sospechas. Pero fuiste muy mal informada por lo que respecta a tus derechos. El absurdo testamento de Gerald no podía romper el fideicomiso mediante el cual su padre le había concedido un interés de por vida sobre la propiedad, después de lo cual debía pasar al siguiente familiar varón, a saber, mi padre. Al morir, Gerald no hizo otra cosa que conferirle a su hermano y a los herederos de su hermano un interés de por vida sobre la fortuna Cavendish. También él lo sabía.
»Por favor, no imagines que su patético codicilo fuera algo más que la expiación de un hombre débil por los pecados de comisión u omisión. Tal vez era lo bastante ingenuo como para creer que mi padre haría honor a la obligación, quizá sólo pensó que Dios sería menos duro con él si mostraba voluntad de enmienda. En cualquiera de los dos casos, fue un estúpido. Tuvo, sin embargo, la sensatez de enviarme una copia del codicilo y, mediante la amenaza de acudir con ella a los tribunales para impugnar el fideicomiso, tuve la posibilidad de usarlo para influir sobre mi padre. Accedió a mantenernos a tí y a mí en Londres mientras estuviera vivo, y dejarme la herencia a mí, cosa que tenía derecho a hacer. Como ya sabes, murió al cabo de dos años, y tú y yo regresamos a Cedar House. -Sus ojos, que miraban con fijeza al objetivo, miraron a su hija.
»Nunca debiste de amenazarme, Joanna. No tenías ninguna razón para hacerlo, mientras que yo tenía todas las razones del mundo para amenazar a mi padre. Te he hecho algunas asignaciones muy generosas, en uno y otro sentido, y pienso que me he descargado de todas mis obligaciones para contigo. Si todavía no me has llevado a los tribunales cuando veas esto, entonces te aconsejo que no malgastes tu dinero cuando me haya marchado. Créeme, te he dejado más de lo que la ley te garantizó nunca por derecho.
»Ahora, Ruth. -Se aclaró la garganta.
»El comportamiento que has tenido desde que cumpliste diecisiete años, me ha espantado. No puedo encontrar forma ninguna de explicarlo ni excusarlo. Siempre te he dicho que la propiedad sería tuya cuando yo muriera. Estaba refiriéndome a Cedar House pero tú diste por sentado, sin ninguna insinuación por mi parte, que el contenido de la misma y el dinero también serían tuyos. Ésa era una falsa suposición. Mi intención ha sido siempre la de dejarle a Joanna los objetos más valiosos y el dinero, y la casa a tí. Joanna, según yo suponía, no desearía trasladarse fuera de Londres, y a tí te habría quedado la elección de vender o instalarte aquí, pero estoy segura de que habrías vendido porque la casa habría perdido el encanto una vez regularizado el asunto de las tierras. Lo poco que quedara de la propiedad nunca te habría satisfecho porque eres codiciosa como tu madre. En conclusión, sólo puedo repetir lo que le dije a Joanna: te he hecho algunas asignaciones muy generosas y pienso que me he librado de mis obligaciones para contigo. Puede que sea culpa de la endogamia, por supuesto, pero he llegado a darme cuenta de que ninguna de vosotras es capaz de tener un pensamiento decente o generoso.
Sus ojos se estrecharon detrás de las gafas.
– Por lo tanto, tengo intención de dejarle todo cuanto poseo a la doctora Sarah Blakeney, de Mill House, Long Upton, Dorset, que estoy convencida de que usará con sabiduría su inesperada fortuna. Hasta el punto de que he sido capaz de sentir afecto por alguien, lo he sentido por ella.
Profirió una risa entre dientes.
– No estés enfadada conmigo, Sarah. Tengo que haber muerto sin cambiar de parecer, o no estarías mirando esto. Recuérdame por nuestra amistad y no por esta carga que he depositado sobre tí. Joanna y Ruth te odiarán, como me han odiado a mí, y te acusarán de toda clase de bestialidades, como me han acusado a mí. Pero, «lo que está hecho no puede ser deshecho», así que acéptalo todo con mi bendición y úsalo para promover algo que valga la pena en memoria mía. Adiós, querida.
«Cuando llegan las desgracias, no lo hacen como una especie singular, sino en batallones.» Me temo que el carácter de Ruth está volviéndose compulsivo, pero tengo reticencias a abordarla por miedo a lo que podría hacerme. No sería ajeno a su forma de ser el golpear a una vieja que la irrita o la frustra. Lo veo en sus ojos, una conciencia de que para ella soy más valiosa muerta que viva.
Fue dicho con verdad aquello de: «Quien muere, paga todas sus deudas».
Si supiera adonde va cada día, me ayudaría, pero ella miente sobre eso como miente acerca de todo. ¿Podría ser esquizofrenia? Desde luego, tiene la edad adecuada. Confío en que el colegio hará algo al respecto el próximo trimestre. No estoy lo bastante fuerte como para más escenas, ni dispuesta a que me culpen por lo que jamás fue culpa mía. Dios sabe que en todo esto hubo una sola víctima, y ésa fue la pequeña Mathilda Cavendish. Ojalá pudiera recordarla, aquella niña cariñosa y adorable, pero ahora es tan insustancial para mí como los recuerdos de mi madre. Fantasmas olvidados ambos, víctimas del desamor, el abuso, el abandono.
Doy gracias a Dios por Sarah. Ella me convence de que, como en el caso del triste anciano de Shakespeare, «se ha pecado más contra mí de lo que yo he pecado…»