Capítulo 9

Joanna manifestó poca sorpresa cuando, al mediodía siguiente, se encontró a Sarah ante la puerta. Le dedicó la más tenue de las sonrisas y retrocedió hacia el interior del vestíbulo al tiempo que la invitaba a entrar.

– Estaba leyendo el periódico -dijo, como si Sarah le hubiese formulado una pregunta específica. Encabezó la marcha hasta el salón-. Tome asiento. Si ha venido a ver a Jack, está fuera.

Ésta era una recepción muy diferente a la descrita por Keith la tarde anterior, y Sarah se preguntó cuáles serían los motivos de Joanna. Dudaba de que tuviera algo que ver con la adicción sobre la que Keith había estado machacando, y pensó que era más probable que la curiosidad la hubiese vencido. Tenía sentido. Era hija de Mathilda, y Mathilda había tenido una curiosidad insaciable.

Negó con la cabeza.

– No, he venido a verla a usted.

Joanna volvió a ocupar su asiento pero no hizo ningún comentario.

– Siempre me ha gustado esta habitación -dijo Sarah con lentitud-. Pensaba en lo cómoda que era. Su madre solía sentarse allí -señaló el sillón de respaldo alto que se encontraba junto a las puertas ventana-, y cuando brillaba el sol convertía su pelo en un halo plateado. Usted se parece mucho a ella, pero supongo que ya lo sabe.

Joanna clavó en ella unos ojos curiosamente inexpresivos.

– ¿Cree que serviría de algo si usted y yo habláramos de ella?

Joanna no respondió una vez más, y para Sarah, que lo había ensayado todo sobre la suposición de que la otra mujer sería una parte bien dispuesta a la conversación, el silencio fue tan eficaz como un muro de ladrillos.

– Esperaba -dijo- que pudiéramos establecer un terreno común. -Hizo una breve pausa pero no hubo respuesta-. Porque, con franqueza, no me hace gracia dejarlo todo en manos de los abogados. Si lo hacemos, sería mejor que quemáramos el dinero ahora y acabáramos con el asunto. -Le dedicó una sonrisa tentativa-. Ellos limpiarán los huesos y nos dejarán con una carcasa sin valor. ¿Es eso lo que quiere usted?

Joanna volvió la cara hacia la ventana y contempló el jardín.

– ¿Le enoja que su esposo esté aquí conmigo, doctora Blakeney?

Aliviada porque se hubiera roto el hielo, aunque no de la forma que ella hubiese escogido, Sarah siguió la mirada de la otra.

– Si me enoja o deja de enojarme no es de mucha relevancia. Si metemos a Jack en esto no llegaremos a ninguna parte. Tiene la irritante costumbre de entrometerse en todas las conversaciones que mantengo, y la verdad es que preferiría, si es posible, mantenerlo fuera de ésta.

– ¿Cree que él durmió con mi madre?

Sarah suspiró para sí.

– ¿Tiene importancia para usted?

– Sí.

– Entonces, no, no creo que lo hiciera. A pesar de todos sus pecados, él nunca se aprovecha de la gente.

– Puede que ella se lo haya pedido.

– Lo dudo. Mathilda tenía demasiada dignidad.

Joanna se volvió a mirarla con el ceño fruncido.

– Supongo que sabe que posó desnuda para él. Encontré uno de los bocetos en el escritorio de ella. No dejaba nada a la imaginación, puedo asegurárselo. ¿Llama digno a eso? Era lo bastante vieja como para ser su madre.

– Eso depende del punto de vista. Si considera que el desnudo femenino es intrínsecamente degradante o deliberadamente provocativo, entonces, sí, fue poco digno por parte de Mathilda. -Se encogió de hombros-. Pero ésa es una filosofía peligrosa que pertenece a las épocas del oscurantismo y a las religiones más intolerantes. Si, por otro lado, ve uno la figura desnuda, sea masculina o femenina, como una de las creaciones de la naturaleza, y por lo tanto como algo tan hermoso y tan extraordinario como todo lo demás de este planeta, entonces no veo nada de vergonzoso en permitir que un pintor lo pinte.

– Ella lo hizo porque sabía que eso lo excitaría.

Dijo las palabras con convicción, y Sarah se preguntó si sería prudente continuar: los prejuicios de Joanna contra su madre estaban demasiado arraigados como para permitir una conversación razonable. Pero lo ofensivo de la declaración la irritó lo bastante como para defender a Jack, aunque sólo fuese porque ella misma se había encontrado con el mismo tipo de estupidez con anteojeras.

– Jack ha visto demasiadas mujeres desnudas como para que la desnudez en sí le resulte excitante -replicó con tono indiferente-. La desnudez es erótica sólo si uno quiere que lo sea. Del mismo modo podría decirse que yo me excito cada vez que un paciente varón se desnuda delante de mí.

– Eso es diferente. Usted es médico.

Sarah negó con la cabeza.

– No lo es, pero no voy a insistir en el asunto. Sería una pérdida de tiempo para ambas. -Se pasó los dedos entre el cabello-. En cualquier caso, su madre estaba demasiado incapacitada por la artritis, y con demasiado dolor debido a esa enfermedad, como para querer tener relaciones sexuales con un hombre viril treinta años menor que ella. Es importante mantener el sentido de las proporciones, señora Lascelles. Puede que hubiese sido diferente de haber sido una mujer sexualmente activa durante toda la vida, o si le hubieran gustado mucho los hombres, pero ninguna de las dos cosas era así en el caso de su madre. Una vez me dijo que la razón por la que había tantos divorcios hoy en día era que las relaciones basadas en el sexo estaban condenadas al fracaso. Los placeres del orgasmo eran demasiado fugaces como para hacer que mereciese la pena el resto de las horas de aburrimiento y decepción.

Joanna reanudó su estudio del jardín.

– Entonces, ¿por qué se quitó la ropa?

Era, al parecer, muy importante para ella. ¿Porque estaba celosa, se preguntó Sarah, o porque necesitaba continuar despreciando a Mathilda?

– Imagino que no fue nada del otro mundo, en ningún sentido, y ella estaba lo bastante interesada en el arte por el arte mismo como para ayudar a Jack a explorar el lado no convencional de su propia naturaleza. No me la imagino haciéndolo por ninguna otra razón.

Se produjo un breve silencio mientras Joanna consideraba lo que acababa de oír.

– ¿Todavía le cae bien mi madre, ahora que está muerta?

Sarah entrelazó las manos entre las rodillas y clavó los ojos en la alfombra.

– No lo sé -dijo con honradez-. Estoy tan enojada por lo del testamento que ahora mismo no puedo considerarla con objetividad.

– Entonces diga que no quiere el legado. Deje que nos lo quedemos yo y Ruth.

– Ojalá fuera así de fácil, créame, pero si yo lo rechazo ustedes tendrán que luchar con la institución de burros por él, y honradamente no veo cómo eso puede mejorar las probabilidades de ustedes a menos que, supongo, puedan demostrar que Mathilda nunca tuvo intención alguna de que ése fuera su último testamento. -Alzó la mirada y se encontró con los pálidos ojos de Joanna que la estudiaban atentamente.

– Es usted una mujer muy peculiar, doctora Blakeney -dijo con lentitud-. Tiene que darse cuenta de que la forma más fácil que tengo de hacerlo es demostrar que mi madre fue asesinada y que usted fue la autora de su muerte. Al fin y al cabo, encaja a la perfección. Usted sabía que el testamento no era más que una amenaza para hacer que yo y Ruth nos sometiéramos, así que mató a mi madre rápido, antes de que pudiera cambiarlo. Una vez que la condenaran a usted, ningún tribunal del mundo fallaría a favor de los burros.

Sarah asintió con la cabeza.

– Y si puede conseguir por medio de halagos que mi esposo atestigüe que yo estaba enterada de antemano de la existencia del testamento, estará segura y a salvo. -Alzó una ceja con aire interrogativo-. Pero según sospecho que está comenzando a descubrir, Jack no es ni tan dócil ni tan carente de honor. Y no cambiaría mucho las cosas, ¿sabe?, si consiguiera convencerlo de que se metiera en la cama con usted. Lo conozco desde hace seis años y si hay algo que puedo decirle de él es que no se le puede comprar. Se valora demasiado alto como para mentir por nadie, por grande que sea la obligación que le impongan.

Joanna profirió una carcajada breve.

– Está usted muy confiada en que yo no haya dormido con él.

Sarah sintió compasión por ella.

– Mi abogado me llamó anoche para decirme que Jack estaba acampado en su cenador, pero estaba segura de todas maneras. Usted está en un momento muy vulnerable ahora, y conozco a mi esposo lo bastante como para saber que él no explotaría eso.

– Habla como si lo admirara.

– Nunca podría admirarlo tanto como él se admira a sí mismo -replicó ella con sequedad-. Espero que esté pasando un frío horroroso ahí fuera. He sufrido durante años por su arte.

– Le he dado una estufa de petróleo -dijo Joanna frunciendo el ceño. Era obvio que el recuerdo la irritaba.

Los ojos de Sarah rebosaron repentinamente de risa.

– ¿Se mostró agradecido?

– No. Me dijo que lo dejara fuera de la puerta. -Miró por la ventana-. Es una persona incómoda.

– Me temo que sí lo es -convino Sarah-. Nunca se le ocurre que las demás personas tengan egos frágiles que necesitan caricias de vez en cuando. Eso significa que una tiene que tomarse su amor como artículo de fe si quiere tener una relación con él. -Profirió una ahogada risa entre dientes-. Y la fe tiene el desagradable hábito de abandonarla a una justo cuando la necesita.

Se produjo un largo silencio.

– ¿Hablaba así con mi madre? -preguntó Joanna, al fin.

– ¿Así, cómo?

Joanna buscó las palabras adecuadas.

– Con tanta… facilidad.

– ¿Quiere decir si me resultaba fácil hablar con ella?

– No. -Había una expresión obsesiva en sus ojos grises-. Quiero decir que si no le tenía miedo.

Sarah se miró las manos.

– No necesitaba tenérselo, señora Lascelles. Verá, ella no podía herirme porque no era mi madre. No había hilos emocionales de los que pudiera tirar cuando le apeteciera; ni secretos familiares compartidos que me pusieran al descubierto para su lengua vituperante; ni debilidades de infancia que ella pudiera explotar en la edad adulta siempre que le apeteciera despreciarme. Si lo hubiese intentado, por supuesto, me habría marchado porque todo eso ya lo soporté de mi madre durante años y no hay ni la más mínima esperanza de que vaya a soportarlo por parte de una extraña.

– Yo no la maté. ¿Es eso lo que ha venido a averiguar?

– He venido a averiguar si podían tenderse puentes.

– ¿Para beneficio suyo o para el mío?

– Para el de ambas, espero.

La sonrisa de Joanna era de disculpa.

– Pero yo no tengo nada que ganar si soy cordial con usted, doctora Blakeney. Sería equivalente al reconocimiento de que mi madre tenía razón y yo no puedo hacer eso, si quiero impugnar el testamento ante los tribunales.

– Esperaba convencerla de que hay otras opciones.

– Todas las cuales dependen de su caridad.

Sarah suspiró.

– ¿Tan terrible es eso?

– Por supuesto. He servido durante cuarenta años por mi herencia. Usted sirvió uno. ¿Por qué iba a tener que mendigarle a usted?

«¿Por qué, en efecto?» En todo esto no había ninguna justicia que Sarah fuera capaz de ver.

– ¿Servirá de algo que vuelva a verla?

– No. -Joanna se puso de pie y alisó las arrugas de su falda-. Eso sólo puede empeorar las cosas.

Sarah hizo una sonrisa torcida.

– ¿Pueden estar peor?

– Oh, sí -replicó ella con una sonrisilla torcida-. Usted podría empezar a gustarme. -Le hizo una señal de despedida en dirección a la puerta-. Creo que ya conoce el camino.


El sargento detective Cooper estaba contemplando el coche de Sarah con aire meditabundo, cuando ella salió por la puerta.

– ¿Ha sido eso prudente, doctora Blakeney? -preguntó al acercarse ella.

– ¿Si ha sido prudente qué?

– Tirarle de las barbas a la leona dentro de su cueva.

– ¿Tienen barba las leonas? -murmuró ella.

– Era lenguaje figurado.

– Lo supongo. -Ella lo observó con afectuosa diversión-. Prudente o no, sargento, ha sido instructivo. He conseguido aquietar mis ansiedades y, como le diría cualquier médico, ésa es la mejor panacea que existe.

Él la miró complacido.

– ¿Ha arreglado las cosas con su esposo?

Sarah negó con la cabeza.

– Jack es una sentencia de cadena perpetua, no una ansiedad. -Sus oscuros ojos brillaron con expresión traviesa-. Tal vez debería haber prestado un poco más de atención cuando mi madre estaba haciendo sus predicciones para nuestro futuro.

– ¿Casados con precipitación, arrepentidos en el ocio?

– Era algo más del tipo de «la que cena con el diablo necesita una larga cuchara». A lo que yo, por supuesto, contesté con «el diablo tiene las mejores canciones». -Hizo una mueca-. Pero intenté olvidar Hey, Jude y Twenty-four hours from Tulsa. Al igual que Jack, tienen el irritante hábito de permanecer en la memoria.

Él rió entre dientes.

– Yo soy más un hombre de Navidades blancas, pero sé lo que quiere decir. -Miró hacia la casa-. Así que, si no ha sido su esposo quien le ha proporcionado paz de espíritu, tiene que haber sido la señora Lascelles. ¿Significa eso que ha decidido aceptar los términos del testamento?

Sarah volvió a negar con la cabeza.

– No. Me ha convencido de que ella no mató a su madre.

– ¿Y cómo consiguió hacer eso? -Parecía muy escéptico.

– Intuición femenina, sargento. Es probable que usted lo llamara ingenuidad.

– Así es. -Le dio unas palmaditas en el brazo como si fuera su tío-. De verdad que tiene que aprender a no ser tan paternalista, doctora. Verá las cosas bajo una luz diferente si lo hace.

– ¿Paternalista? -repitió Sarah, sorprendida.

– Siempre podemos llamarlo de otra manera. Esnobismo intelectual o santurronería, quizá. Se encubren muy a gusto bajo el disfraz de la ingenuidad pero, por supuesto, la ingenuidad suena mucho menos amenazante. Es usted una mujer muy decidida, doctora Blakeney, y se precipita a terrenos que los ángeles temen pisar, y no por necedad sino por una arrogante confianza en que usted sabe qué es lo mejor. Yo estoy investigando un asesinato, aquí. -Le sonrió con severidad-. No finjo pensar que alguna vez hubiese podido llegar a gustarme la señora Gillespie, porque me siento bastante inclinado a aceptar la opinión establecida de que era una vieja loba de mente malévola que encontraba placer en herir a otras personas. Sin embargo, éso no le daba a nadie el derecho de acabar prematuramente con ella. Pero el punto en que quiero hacerle hincapié es que quienquiera que la haya matado era inteligente. La señora Gillespie se había ganado enemigos a diestro, a siniestro y en el centro, y ella lo sabía; era una tirana, era cruel y pisoteaba con dureza la sensibilidad de otras personas. Sin embargo, alguien consiguió acercarse tanto a ella como para engalanarla con un tocado diabólico y llevarla semiinconsciente a la bañera donde le cortó las muñecas. Quienquiera que sea esta persona, no va a hacerle el liberal regalo de confesarle su implicación. Por el contrario, de hecho, le hará el liberal regalo de hacerle creer que no estuvo implicada, y su absurda suposición de que intuitivamente puede darse cuenta, de quién es y quién no es culpable a través de una simple conversación, es arrogancia intelectual de la peor especie. Si fuera tan jodidamente fácil, y disculpe el lenguaje, distinguir a los asesinos del resto de la sociedad, los habríamos encerrado a todos y relegado las muertes ilegales a las páginas de rarezas de los libros de historia.

– Oh, vaya -dijo ella-, me parece que he metido el dedo en la llaga. Lo siento.

Él suspiró con frustración.

– Continúa comportándose de modo paternalista.

Ella abrió la puerta del coche.

– Tal vez será mejor que me vaya, ya que de otra forma podría sentir la tentación de devolverle el insulto.

Él pareció divertido.

– No tendría ningún efecto -dijo con tono afable-. He sido insultado por profesionales.

– No me sorprende -contestó ella mientras se deslizaba tras el volante-. No puedo ser la única persona que se cabree cuando usted decide ponerse prepotente. Ni siquiera sabe con seguridad que Mathilda haya sido asesinada, y se supone que nosotros tenemos que sacudir los brazos en el aire y dejarnos ganar por el pánico. ¿Qué podría cambiar que yo decidiera convencerme de que la señora Lascelles no se ha descalificado para obtener una parte del testamento por haber rematado a la anciana que lo hizo?

– Podría cambiar muchas cosas para usted -dijo él con suavidad-. Podría acabar muerta.

Ella se mostró muy burlona.

– ¿Por qué?

– ¿Ha hecho testamento, doctora Blakeney?

– Sí.

– ¿En favor de su esposo?

Ella asintió con la cabeza.

– Así que si usted muere mañana, él se queda con todo incluyendo, supongo, lo que la señora Gillespie le ha dejado a usted.

Sarah puso en marcha el motor del coche.

– ¿Está sugiriendo que Jack planea asesinarme?

– No necesariamente. -Adoptó un aire pensativo-. Estoy más interesado en el hecho de que él es, potencialmente, un marido muy deseable. Suponiendo, claro está, que usted muera antes de poder cambiar su testamento. Vale la pena considerarlo, ¿no le parece?

Sarah le echó una mirada feroz a través de la ventanilla.

– ¿Y dice usted que Mathilda tenía una mente malévola? -Metió el cambio de marcha con gesto furioso-. Comparada con la de usted era una novicia. Una Julieta ante su Yago. Y si no entiende la analogía, le sugiero que empolle un poco de Shakespeare. -Soltó el embrague con una sacudida y le roció las piernas de grava al alejarse.


– ¿Está usted ocupado, señor Blakeney, o puede dedicarme unos minutos?

Cooper se apoyó contra el marco de la puerta del cenador y encendió un cigarrillo.

Jack lo contempló durante un momento, y luego volvió a su pintura.

– Si le dijera que estoy ocupado, ¿se marcharía?

– No.

Con un encogimiento de hombros, Jack sujetó el pincel entre los dientes y cogió uno más grueso del vaso que había sobre el caballete, usándolo para darle textura a la pintura suave que acababa de aplicar. Cooper fumó en silencio, observándolo.

– Vale -dijo Jack al fin, al tiempo que metía los pinceles en trementina y se volvía para encararse con el sargento-. ¿Qué hay de nuevo?

– ¿Quién era Yago?

Jack sonrió.

– Usted no ha venido aquí para preguntarme eso.

– Tiene bastante razón, pero a pesar de todo me gustaría saberlo.

– Un personaje de Ótelo. Un Maquiavelo que manipulaba las emociones de la gente con el fin de destruirla.

– ¿Ótelo era el tipo negro?

Jack asintió con la cabeza.

– Yago lo condujo a un frenesí de celos tal, que Ótelo asesinó a su esposa, Desdémona, y luego se suicidó cuando averiguó que todo lo que Yago había dicho de ella era mentira. Es una historia de pasiones obsesivas y confianzas traicionadas. Debería leerla.

– Quizá lo haga. ¿Qué hizo Yago para poner celoso a Ótelo?

– Explotó la inseguridad emocional de Ótelo diciéndole que Desdémona estaba teniendo una aventura con un hombre más joven y más atractivo. Ótelo le creyó porque era de lo que más miedo tenía. -Estiró las largas piernas ante sí-. Antes de caer sobre su espada, Ótelo se describió como «hombre que amó, no con sensatez sino con exceso». La frase es usada erróneamente en la actualidad por personas que conocen la cita pero no la historia. Interpretan «amó, no con sensatez» como referente a una mala elección de pareja pero Ótelo, de hecho, estaba reconociendo su propia estupidez al no confiar en la mujer a quien adoraba. Simplemente no podía creer que la adoración fuese mutua.

Cooper aplastó el cigarrillo con el tacón del zapato.

– Entonces es un caso típico -murmuró al tiempo que le echaba una mirada al saco de dormir-. Su esposa no está amando muy sensatamente de momento, pero hay que decir que usted no la alienta mucho a que haga otra cosa. Está siendo un poco cruel, ¿no le parece, señor?

La simpatía que Jack sentía por el hombre, aumentó.

– Ni la mitad de cruel que debería ser. ¿Por qué quería saber sobre Yago?

– Su esposa lo mencionó. Dijo que yo era el Yago de la Julieta que era la señora Gillespie. -Le dedicó una sonrisa afable-. Le advierto que lo único que hice fue sugerir que si ella moría de muerte prematura usted se convertiría en un buen partido para alguna otra. -Cogió otro cigarrillo, lo examinó y luego volvió a meterlo en el paquete-. Pero yo no veo a la señora Gillespie como una Julieta. El rey Lear, quizá, suponiendo que yo tenga razón y el rey Lear sea ése al que la hija se le puso en contra.

– Las hijas -le corrigió Jack-. Había dos, o al menos dos que se volvieron en contra de él. La tercera lo salvó. -Se frotó la mandíbula sin afeitar-. Usted le ha clavado el cuchillo a Joanna, ¿verdad? Suponiendo que haya seguido de modo correcto su razonamiento, Joanna mató a su madre para heredar los bienes, descubrió para su horror que Mathilda había cambiado su testamento entre tanto, así que de inmediato me hizo ojitos a mí para apartarme de Sarah con el plan de rematar a Sarah al primer momento oportuno que se le presentara y luego cazarme a mí. -Rió entre dientes-. O tal vez piensa que estamos juntos en ello. Ésa es una teoría de conspiración de todos los demonios.

– Cosas más extrañas han sucedido, señor.

Él relajó los rígidos hombros.

– En general, prefiero la interpretación de Joanna. Es más racional.

– Ella acusa a su esposa.

– Ya lo sé. Y es un paquete bastante pulcro. El único fallo consiste en que Sarah jamás lo habría hecho, pero no puedo culpar a Joanna por equivocarse en eso. No puede ver más allá de sus propios celos.

Cooper frunció el entrecejo.

– ¿Celos por usted?

– Dios, no. -Jack profirió una tronante carcajada-. Ni siquiera le gusto demasiado. Piensa que soy homosexual porque no puede explicar indiferencia de ninguna otra manera. -Sus ojos destellaron ante la expresión de Cooper, pero no entró en detalle-. Celos por su madre, claro está. Estaba muy feliz aborreciendo a su madre y siendo aborrecida por ella hasta que descubrió que tenía una rival. Los celos tienen mucho más que ver con el sentido de propiedad que con el amor.

– ¿Está diciéndome que sabía de la relación que la esposa de usted tenía con su madre antes de que su madre muriera?

– No. Si lo hubiera sabido, es probable que hubiese hecho algo al respecto. -Volvió a frotarse la barba medio crecida mientras los ojos se le entrecerraban con expresión meditabunda-. Pero ahora es demasiado tarde, y eso sólo puede empeorar los celos. Comenzará a olvidar los defectos de su madre, a fantasear sobre las relaciones que ella imagina que Sarah tenía con Mathilda, y a atormentarse por sus propias oportunidades perdidas. Seamos realistas, todos queremos creer que nuestra madre nos quiere. Se supone que es la única relación de la que podemos depender.

Cooper encendió otro cigarrillo y contempló, pensativo, el extremo relumbrante.

– Usted dice que la señora Lascelles está celosa de la intimidad de su esposa con la señora Gillespie. ¿Por qué no tiene celos de su hija? Según la propia muchacha, se llevaba de miedo con su abuela.

– ¿Usted le cree?

– No hay ningún indicio que apunte a lo contrario. La directora del internado dice que la señora Gillespie le escribía con regularidad y que parecía muy afectuosa siempre que iba a verla. Mucho más afectuosa e interesada, al parecer, que la señora Lascelles que se presenta por allí con muy poca frecuencia y manifiesta poco o ningún interés en cómo van los estudios de su hija.

– Lo único que me dice eso es que Mathilda era una magnífica hipócrita. No puede pasar por alto el esnobismo, ¿sabe?, al menos sin distorsionar el cuadro. Southcliffe es un colegio internado costoso. Mathilda nunca habría puesto en ridículo a los suyos en un lugar como ése. Ella siempre hablaba de «la gente de su clase» y lamentaba la falta de ésta en Fontwell.

El sargento sacudió la cabeza con incredulidad.

– Eso no encaja con lo que me ha dicho antes. La llamó uno de los seres grandiosos de la vida. Ahora está diciéndome que complacía a la clase alta con el fin de hacerse socialmente aceptable.

– Qué va. Ella era una Cavendish y se sentía desmesuradamente orgullosa de ese hecho. Fueron grandes en esta zona durante años. Su padre, sir William Cavendish, compró su título trabajando como miembro del Parlamento por la localidad. Ella ya era socialmente aceptable, como dice usted, y no necesitaba complacer a nadie. -Frunció el ceño al evocar-. No, lo que la hacía extraordinaria, a pesar de todos los arreos de clase y respetabilidad según los cuales ella jugaba, y que exhibía en público para mantener a los proletarios en su lugar, era que en privado hervía de contradicciones. Quizás el abuso sexual de su tío tuviera algo que ver con eso, pero yo creo que la verdad es que ella nació en la generación equivocada y llevó la vida equivocada. Tenía la capacidad intelectual necesaria como para hacer lo que le diese la gana, pero su condición social era tal que permitió que la confinaran en el único papel al que no se adaptaba, a saber, el matrimonio y la maternidad. En realidad, es trágico. Pasó la mayor parte de su vida en guerra consigo misma, y mutiló a su hija y a su nieta en el proceso. No podía soportar ver que las rebeliones de ellas tenían éxito donde las suyas habían fracasado,

– ¿Le dijo eso ella?

– No con esas palabras. Yo lo entresaqué de cosas que decía y luego lo puse en el retrato. Pero es todo verdad. Quiso una explicación completa de ese cuadro, hasta el último matiz de color y la última pincelada, así que… -se encogió de hombros-, se la di, muy dentro de las líneas de lo que acabo de decirle a usted, y al final ella dijo que había sólo un error, y que era un error porque faltaba. Pero no quiso decirme de qué se trataba. -Hizo una pausa reflexiva-. Supongo que tenía algo que ver con el abuso sexual cometido por su tío. Yo no estaba enterado de eso. Sólo sabía de los malos tratos de su padre con la mordaza.

Pero Cooper se sentía más interesado en algo que había dicho antes.

– No puede llamarle éxito a la rebelión de la señora Lascelles. Cargó con un indigno adicto a la heroína que luego murió y la dejó sin un penique. -Su mirada se detuvo en el retrato. El oscuro rostro de Jack volvió a dividirse con otra sonrisa.

– Ha llevado usted una vida muy protegida si piensa que la rebelión está relacionada con alcanzar la felicidad. Tiene que ver con el enojo y la resistencia y con infligir el máximo daño a la autoridad odiada. -Alzó una sardónica ceja-. Sobre esas bases, yo diría que Joanna alcanzó un éxito espectacular. Si usted está ahora llamando indigno a su marido, ¿cómo cree que los iguales de Mathilda lo llamaron en su momento? No olvide que era una mujer muy orgullosa.

Cooper chupó largamente su cigarrillo y alzó la mirada hacia la casa.

– Su esposa acaba de visitar a la señora Lascelles. ¿Lo sabía usted?

Jack negó con la cabeza.

– Me encontré con ella cuando se marchaba. Me dijo que está convencida de que la señora Lascelles no mató a su madre. ¿Está de acuerdo con eso?

– Es probable.

– Sin embargo, acaba de decir que la rebelión de la señora Lascelles estaba destinada a infligirle el máximo daño al objeto de su odio. ¿No es la muerte el daño definitivo?

– Yo estaba hablando de hace veintitantos años. Usted está hablando de ahora. La rebelión pertenece a los jóvenes, sargento, no a las personas de mediana edad. Uno se rebela, contra las personas de mediana edad, porque son ellas las que han comprometido sus principios.

– ¿Cómo se rebela Ruth, entonces?

Jack lo estudió ociosamente desde debajo de los párpados encapotados.

– ¿Por qué no se lo pregunta a ella?

– Porque ella no está aquí -fue la razonable réplica de Cooper-, y usted sí.

– Entonces, pregúnteselo a su madre. A usted le pagan para entrometerse -volvió a alzar su irritante ceja-, y a mí no.

Cooper le dedicó una ancha sonrisa.

– Me cae bien, señor Blakeney, aunque sólo Dios sabe por qué. También me cae bien su esposa, si le interesa en algo. Son personas honradas que me miran a los ojos cuando me hablan y, lo crea o no, eso me emociona porque estoy intentando hacer un trabajo que la gente me ha pedido que haga pero por el cual, la mayoría de las veces, me llaman cerdo. Ahora, por lo que yo sé, uno u otro, o los dos, mataron a la pobre vieja de ahí arriba, y si tengo que arrestarlos lo haré, y no permitiré que la simpatía que siento por ustedes se interponga en el camino, porque soy un tipo anticuado que cree que la sociedad sólo funciona si se apoya en las leyes y regulaciones que otorgan más poder del que arrebatan. De la misma manera, no me caen bien ni la señora Lascelles ni su hija, y si fuera de la clase de los que arrestan a las personas que no le gustan, las habría encerrado hace un par de semanas. Son igual de maliciosas. La una dirige su malicia contra la esposa de usted y la otra la dirige contra su propia madre, pero ninguna de ellas ha dicho nada que merezca la pena escuchar. Sus acusaciones son vagas y carecen de sustancia. Ruth dice que su madre es una puta sin principios, y la señora Lascelles dice que la esposa de usted es una asesina, pero cuando les pido que lo demuestren, no pueden. -Arrojó la colilla a la hierba-. Lo más raro del caso es que usted y la doctora Blakeney parecen, entre los dos, saber más de estas dos mujeres y de su relación con la señora Gillespie que ellas mismas, pero por una especie de altruismo mal entendido no quieren hablar del asunto. Tal vez no es políticamente correcto, entre la intelectualidad dorada, meter los dedos en el lado sórdido de la vida, pero no se equivoque, sin nada más para continuar, la muerte de la señora Gillespie permanecerá como misterio sin resolver y la única que sufrirá será la doctora Blakeney porque es la única persona que tenía un móvil conocido. Si es inocente del asesinato de su paciente, su inocencia sólo puede demostrarse si se acusa a otra persona. Y ahora, dígame con sinceridad, ¿tan pobre es la opinión que tiene de su esposa que permitirá que sea pisoteada en el fango por no querer ayudar a la policía?

– ¡Dios mío! -dijo Jack con entusiasmo genuino-. Va a tener que dejarme hacer este retrato de usted. Dos mil. ¿Es eso lo que acordamos?

– No ha respondido a mi pregunta -insistió el policía, paciente.

Jack cogió su libreta de bocetos y pasó las páginas hasta dar con una en blanco.

– Sólo quédese ahí de pie un momento -murmuró al tiempo que cogía una carbonilla y trazaba líneas rápidas sobre el papel-. Eso ha sido un discurso. ¿Es su esposa tan decente y honorable como usted?

– Está tomándome el pelo.

– La verdad es que no. -Jack lo miró brevemente con los ojos entrecerrados antes de volver al papel-. Resulta que yo pienso que las relaciones entre la policía y la sociedad están desequilibrándose. La policía ha olvidado que está donde está sólo por invitación; mientras que la sociedad ha olvidado que, debido a que escoge las leyes que la regulan, tiene la responsabilidad de defenderlas. La relación debería de ser de mutuo apoyo, y no de mutua sospecha y mutuo antagonismo. -Le dedicó a Cooper una dulce sonrisa desarmante-. Estoy por completo encantado de conocer a un policía que comparte mi punto de vista. Y, no, por supuesto que no tengo una opinión tan pobre de Sarah como para permitir que su reputación sufra. ¿Es de verdad probable eso?

– Usted no ha estado dando muchas vueltas por ahí fuera desde que se mudó aquí.

– Nunca lo hago cuando estoy trabajando.

– En ese caso, quizá sea el momento de que se marche. En Fontwell está funcionando un tribunal espontáneo y su esposa es el blanco favorito de sus componentes. Al fin y al cabo, ella es la forastera, y usted no le ha hecho ningún favor al marcharse con la oposición. Ya ha perdido un buen número de pacientes.

Jack sostuvo la libreta de bocetos con el brazo estirado y la miró.

– Sí -dijo-, voy a disfrutar pintándolo. -Comenzó a meter sus cosas en el maletín-. De todas maneras, aquí hace un frío condenado, y ya tengo lo bastante de Joanna como para terminarla en casa. ¿Me aceptará Sarah, si regreso?

– Le sugiero que se lo pregunte. No me pagan para entrometerme en disputas domésticas.

Jack lo señaló con un dedo de reconocimiento.

– Vale -dijo-, lo único que sé de Ruth es lo que me contó Mathilda. No puedo garantizarle su exactitud así que tendrá que comprobar eso usted mismo. Mathilda guardaba una reserva de cincuenta libras bajo llave en una caja metálica dentro de su mesa de noche, y la abrió porque quería que yo fuese a la tienda para comprar algunos comestibles. Estaba vacía. Yo le dije que quizá ya había gastado el dinero y lo había olvidado. Ella contestó que no, que era lo que pasaba cuando se tenía a una ladrona por nieta. -Se encogió de hombros-. Por lo que yo sé, podría haber estado excusando su propio lapso de memoria por el sistema de calumniar a Ruth, pero ella no entró en detalles y yo no le hice preguntas. No puedo decirle más que eso.

– ¡Qué familia tan decepcionante! -comentó el Sargento-. No es de extrañar que haya preferido dejarle el dinero a otra persona.

– Ahí es donde dejamos de estar de acuerdo -dijo Jack mientras se enderezaba y estiraba hacia el techo-. Ellas son creaciones de Mathilda. No tenía por qué pasarle la carga a Sarah.

Hoy he sufrido una conmoción espantosa. Entré en el consultorio, completamente desprevenida, y me encontré a Jane Marriott detrás del mostrador. ¿Por qué nadie me ha dicho que estaban de vuelta? Advertida con antelación habría significado armada con antelación. Jane, por supuesto, conocedora de que nuestros caminos tenían que cruzarse, estaba más tranquila que nunca. «Buenos días, Mathilda -me dijo-. Tienes buen aspecto.» No pude hablar. Le tocó al doctor Hacepoco, asno de hombre, rebuznar la noticia de que Jane y Paul habían decidido volver a Rossett House tras la muerte de su inquilino. Deduzco que Paul es un inválido -enfisema crónico-, y que se beneficiará de la paz y tranquilidad de Fontwell después de los rigores de Southampton. ¿Pero qué debo hacer con respecto a Jane? ¿Hablará ella? Peor aún, ¿me traicionará?

«¿No hay misericordia entre las nubes, que vea el fondo de mi congoja?»

Me sentiría menos desesperada si Ruth no hubiese vuelto al colegio. La casa está vacía sin ella. Hay demasiados fantasmas aquí y la mayoría de ellos sin apaciguar. Gerald y mi padre me persiguen despiadadamente. Hay momentos, no muchos, en los que lamento sus muertes. Pero tengo muchas esperanzas puestas en Ruth. Es brillante para su edad. Algo bueno saldrá de los Cavendish, de eso estoy segura. Si no, todo lo que he hecho es un desperdicio.

«¡Callad! ¡Callad! ¿A susurrar quién se atreve? Mathilda Gillespie está rezando su plegaria.» Tengo unas jaquecas tan terribles últimamente… Tal vez nunca ha sido Joanna la que ha estado loca, sino sólo yo…

Загрузка...