Capítulo 11

No fue hasta últimas horas de la tarde siguiente, el sábado, cuando el sargento Cooper pensó que tenía la información suficiente sobre Dave como para hacer viable un acercamiento. Era pesimista acerca de poder hacer acusaciones de robo, pero con respecto a la muerte de Mathilda había lugar para un cierto optimismo. La mención que Ruth hizo de una Ford Transit blanca hizo sonar campanas en su memoria, y un cuidadoso repaso de las declaraciones tomadas en y alrededor de Fontwell en los días posteriores al hallazgo del cadáver, habían dado un germen como resultado. Cuando le preguntaron si había visto algo insólito el sábado anterior, el dueño del Three Pigeons, el señor Henry Peel, había contestado:

– No puedo jurar que tuviera nada que ver con la muerte de la señora Gillespie, pero hubo una Ford Transit blanca aparcada en mi patio delantero esa tarde y esa noche. Dentro había un muchacho joven, por lo que pude distinguir. La primera vez estuvo ahí durante diez minutos, y luego se marchó en dirección a la iglesia y recogió a alguien. Volví a verla esa noche. Se la señalé a mi esposa y le dije que algún desgraciado estaba usando nuestro patio delantero pero no el pub. No sé cuál era el número de matrícula.

Debajo, en la letra manuscrita de un guardia, había una nota corta:

La señora Peel no está de acuerdo. Dice que su marido se confunde con otra ocasión, cuando aparecieron por allí furgonetas blancas dos veces en un mismo día, pero su recuerdo es que las furgonetas eran diferentes. Tres de nuestros clientes conducen furgonetas blancas, dijo.

Cooper habló del problema con el detective inspector jefe.

– Necesito interrogar a Hughes, Charlie, así pues, qué hago, ¿me llevo un equipo o qué? Según la muchacha, está viviendo como ocupa, por lo que no estará solo, y no me imagino haciéndolo salir de debajo de una muchedumbre de ocupas. Suponiendo que lleguen a dejarme entrar. Es jodidamente divertido, ¿no? -gruñó-. Es la propiedad de otra persona y ellos pueden apoderarse de todo. La única forma que tiene el pobre tipo de recuperarla es pagar bajo mano para que le concedan una orden de desalojo, momento en el que descubre que le han convertido la casa en un estercolero.

El rostro aplanado de Charlie Jones tenía una permanente expresión lúgubre que a Cooper siempre le recordaba a un pequinés de ojos tristes. Era más un terrier, sin embargo, el cual, una vez que le clavaba los dientes a algo, raras veces lo soltaba.

– ¿Podemos acusarle de robo, con lo que le ha dicho la señorita Lascelles?

– Podríamos, pero estaría otra vez fuera a las dos horas. Los de Bournemouth le tienen fichado. Le han detenido tres veces y ha salido libre en cada ocasión. Todos delitos similares a éste, es decir, persuadir a jovencitas de que robaran para él. Es un sinvergüenza listo. -Parecía frustrado-. Las chicas sólo les robaban a sus padres y, hasta ahora, los padres se negaron a cooperar cuando se enteraron de que el proceso de Hughes implicaría también a sus hijas en el juicio.

– ¿Cómo fue que lo detuvieron, para empezar?

– Porque tres padres indignados le han acusado independientemente de haber obligado a sus hijas a robar, y exigido que se presentaran cargos. Pero cuando las chicas fueron interrogadas, contaron una historia diferente, negaron la coacción e insistieron en que el robo había sido idea de ellas. Este asunto es un verdadero encanto. No puedes acusarlo sin las hijas, y los padres no quieren que las hijas sean acusadas. -Sonrió con cinismo-. Demasiada publicidad desagradable.

– ¿Qué tipo de antecedentes familiares?

– Clase media, adinerada. Las chicas tenían todas más de dieciséis años, así que no hay asunto de abuso de menores. Te advierto que estoy seguro de que estas tres y la señorita Lascelles no son más que la punta de un iceberg muy grande. A mí me da la impresión de que el tipo ha hecho de todo el asunto un arte muy refinado.

– ¿Es verdad que las obliga mediante coacción?

Cooper se encogió de hombros.

– Lo único que la señorita Lascelles ha dicho es que hace cosas terribles cuando se enfada. La amenazó con organizarle una escena en el colegio si hacía algo que a él no le gustase, pero cuando la interrogué al respecto en el coche, camino de casa de la doctora Blakeney, en otras palabras, cuando las amenazas habían perdido su efecto porque ya la habían expulsado, ella cerró la boca y estalló en lágrimas. -Se tironeó de la nariz con aire pensativo-. Tiene que estar usando alguna clase de coacción porque la muchacha está aterrorizada de que consiga encontrarla. Me preguntaba si les hacía grabaciones de vídeo, pero cuando les pregunté a los de Bournemouth si le habían encontrado algún equipo, me dijeron que no. Sé tanto como tú, Charlie. Tiene algún dominio sobre estas chicas, y tiene que ser mediante el miedo porque están desesperadas por librarse de él en cuanto lo descubren. Pero no sé con precisión con qué está relacionado.

El inspector frunció el entrecejo.

– ¿Por qué no tienen miedo de nombrarlo?

– Presumo que porque les ha dado permiso para denunciarlo si las pillan. Mira, él tiene que saber lo fácil que nos resultaría seguirle la pista. Si la señorita Lascelles no me hubiese proporcionado la información, lo único que yo habría tenido que hacer sería preguntarle a la directora el nombre de la empresa de asfaltado, y obtenerla allí. Creo que su método operativo funciona más o menos así: detectar a una muchacha que sea lo bastante joven y lo bastante mimada como para tener garantizada la protección de sus padres, ganársela, y luego usar alguna clase de amenaza para asegurarse de que se acuse a sí misma junto con él cuando la pillen. De esa manera está todo lo seguro que puede estarse de que no se presentarán cargos contra él y de que, si los presentan, la arrastrará consigo. Tal vez la amenaza es tan sencilla como eso.

El inspector se mostraba dubitativo.

– No puede sacar mucho de eso. ¿Cuánto tiempo pasa antes de que los padres se den cuenta de lo que está sucediendo?

– Podrías asombrarte. Una de las muchachas estuvo tomando prestada la tarjeta de crédito de su madre durante meses antes de que el padre planteara su disconformidad con la cantidad que estaba gastando su esposa. Se trataba de una tarjeta conjunta, el total se pagaba automáticamente de la cuenta corriente, y ninguno de ellos se dio cuenta de que había aumentado más de quinientas libras por mes. O si se dieron cuenta, supusieron que lo que había detrás de ello eran los gastos del otro integrante del matrimonio. Es un mundo diferente, Charlie. Los dos padres trabajando y ganando un buen sueldo, y el suficiente dinero en los cofres como para encubrir los robos de su hija. Una vez que comenzaron a investigar el asunto, por supuesto, descubrieron que ella había vendido piezas de plata, joyas que su madre nunca se ponía, algunas valiosas primeras ediciones de su padre y una cámara de quinientas libras que su padre creía haber dejado en un tren. Yo diría que Hughes está sacando una buena tajada de ello, en particular si se dedica a más de una por vez.

– ¡Santo Dios! ¿Cuánto ha robado Ruth Lascelles, entonces?

El inspector Cooper sacó una hoja de papel del bolsillo.

– Hizo una lista de lo que podía recordar. Ahí la tienes. -La dejó sobre el escritorio-. La misma pauta qué la otra chica. Joyas de las que su abuela se había olvidado. Cepillos para el pelo con dorso de plata de la habitación de invitados que nunca se usaban. Adornos y cuencos de porcelana que se guardaban en los armarios porque a la señora Gillespie no le gustaban, y algunas primeras ediciones de la biblioteca. Dijo que Hughes le indicaba qué tipo de cosas buscar. Cosas de valor que no serían echadas en falta.

– ¿Qué me dices de dinero?

– Veinte libras del bolso de su abuela, cincuenta libras de la mesita de noche y, unas pocas semanas después, quinientas libras de la cuenta de la anciana. Se presentó en el banco tan fresca como una lechuga con un cheque falso y una carta que supuestamente procedía de Mathilda, dándoles instrucciones para que le entregaran esa cantidad. Según ella, la señora Gillespie no llegó siquiera a darse cuenta. Pero por supuesto que se dio cuenta, porque le mencionó las cincuenta libras a Jack Blakeney y, cuando investigué esta mañana en su banco, me dijeron que había preguntado por las quinientas libras retiradas, y que ellos le habían informado que Ruth las retiró según las propias instrucciones de ella. -Se rascó la mandíbula-. Según dicen, ella convino en que era un error suyo y no emprendió ninguna otra acción.

– ¿En qué fecha fue eso?

Cooper volvió a consultar sus notas.

– El cheque fue hecho efectivo durante la última semana de octubre, las vacaciones de mitad de curso de Ruth, en otras palabras, y la señora Gillespie telefoneó al banco en cuanto recibió el resumen, que fue en la primera semana de noviembre.

– No mucho antes de morir, y después de haber decidido cambiar el testamento. Eso es un asco. No consigo entenderlo en absoluto. -Pensó durante un momento-. ¿Cuándo robó Ruth las cincuenta libras?

– A principios de septiembre, antes de regresar al colegio. Al parecer tenía alguna idea de sobornar a Hughes. Me dijo: «Pensé que me dejaría en paz si le daba dinero».

– ¡Dios querido! -exclamó Charlie con tono tenebroso-. Nace uno a cada minuto. ¿Le preguntaste si Hughes la presionó para que retirara las quinientas libras a mitad del curso?

– Lo hice. Su respuesta fue la siguiente: «No, no, no. Lo robé porque quise». Y luego volvió a abrir los grifos. -Parecía muy triste-. He dejado el problema en manos de la doctora Blakeney. Esta mañana hablé con ella por teléfono, le conté por encima en qué andaba Hughes, y le pedí que intentara averiguar por qué ninguna de las muchachas está dispuesta a presentar pruebas contra él. Puede que ella consiga algo, pero no cuento con ello.

– ¿Y qué me dices de la madre? ¿Hablaría Ruth con ella?

Cooper negó con la cabeza.

– Primero, hay que conseguir que ella hable con Ruth. Es algo innatural, si quieres que te diga la verdad. Pasé a verla anoche para decirle que los Blakeney habían alojado a su hija, y me miró como si acabara de salir de una alcantarilla. Lo único que le interesaba era saber si yo pensaba que la expulsión de Ruth significaba que la muchacha había matado a su abuela. Yo le contesté que no, que por lo que yo sabía no había ninguna estadística que relacionara los novillos y la promiscuidad sexual con el asesinato, pero que había una gran cantidad que los relacionaba con la insuficiencia materna y paterna. Así que ella me dijo que me fuera a la mierda. -Rió entre dientes con alegría ante el recuerdo.

Charlie Jones gruñó para indicar que le divertía.

– De momento estoy más interesado en el amigo Hughes, así que dividamos el asunto en proporciones manejables. ¿Han intentado los de Bournemouth reunir a las tres familias con el fin de que las muchachas obtengan fuerza del número?

– Dos veces. No sirvió para nada ninguna de ellas. Los padres han recibido asesoramiento legal y nadie quiere decir nada.

Charlie frunció los labios con aire pensativo.

– Se ha hecho antes, ya sabes. George Joseph Smith lo hizo hace cien años. Les escribía unas referencias brillantes a bonitas chicas de servicio y les buscaba colocación en casas ricas. Al cabo de semanas de comenzar a trabajar, ellas robaban cosas de valor de sus patrones y se las llevaban fielmente a George para que las convirtiera en dinero efectivo. Era otro que tenía un gran poder de atracción sobre las mujeres.

– ¿George Smith? -dijo Cooper con sorpresa-. Yo pensaba que ése se cargaba a las mujeres. ¿No era el de los asesinatos de novias en la bañera?

– El mismo. Comenzó a ahogar esposas cuando descubrió lo fácil que era conseguir que hicieran testamento en su favor al casarse. Interesante, ¿verdad?, a la vista de cómo murió la señora Gillespie. -Guardó silencio durante un momento-. No hace mucho leí un libro sobre Smith. El autor lo describe como profesional y literal asesino de damas. Me pregunto si lo mismo será aplicable a Hughes. -Repiqueteó con los nudillos sobre la superficie del escritorio-. Detengámoslo para interrogarlo.

– ¿Cómo? ¿Pido una orden de arresto?

Charlie tendió la mano hacia el teléfono.

– No. Haré que los de Bournemouth lo recojan mañana por la mañana y lo pongan al fresco hasta que lleguemos nosotros.

– Mañana es domingo, Charlie.

– En ese caso, con un poco de suerte tendrá resaca. Quiero ver la cara que pondrá cuando le digamos que tenemos razones para creer que él asesinó a la señora Gillespie.

Cooper se mostró escéptico.

– ¿Las tenemos? La declaración del dueño del pub no se sostendrá ante un escrutinio atento, sobre todo si su esposa afirma que estaba confundido.

Una sonrisa lobuna se extendió por el rostro del inspector, y el pequinés se convirtió en un dobermann.

– Pero nosotros sabemos que estuvo allí esa tarde porque nos lo ha dicho Ruth, y me inclino a ser un poco creativo con el resto. Estaba usando a la nieta de la señora Gillespie para sacarle dinero. Tiene una historia de despiadada explotación de mujeres, y es probable que esté alimentando un hábito porque sus gastos exceden con mucho sus ingresos. Si no fuese así, no tendría que vivir como ocupa. Yo diría que su perfil psicológico es algo más o menos así: un psicópata adicto peligrosamente inestable, cuyo odio hacia las mujeres ha sufrido un cambio espectacular en fecha reciente que lo ha llevado de la manipulación brutal a la destrucción de las mismas. Será producto de un hogar deshecho y una educación insuficiente, y el miedo infantil a su padre regirá la mayoría de sus actos.

Cooper pareció todavía más escéptico.

– Has estado leyendo demasiados libros, Charlie.

Jones se permitió una carcajada.

– Pero Hughes no lo sabe, ¿verdad? Así que intentemos mellar un poco su carisma y veamos si no podemos impedirle usar a las niñas de otra gente para que hagan su trabajo sucio.

– Yo estoy intentando resolver un asesinato -protestó Cooper-. Es sobre eso sobre lo que quiero respuestas.

– Pero todavía tienes que convencerme de que fue un asesinato, viejo amigo.


Ruth se escabulló escaleras abajo y se detuvo a un lado de la entrada al estudio, contemplando el reflejo de Jack en su diminuto espejo de mano. No es que pudiera verlo muy bien. Estaba sentado de espaldas a la ventana, trabajando en un retrato, pero el caballete se hallaba justo entre él y la puerta, y la tela lo tapaba todo menos las piernas. Desde la ventana del dormitorio había observado cómo Sarah salía de la casa dos horas antes, razón por la cual sabía que estaban solos. «¿Se daría cuenta Jack cuando ella se deslizara por delante de la puerta?» Aguardó diez minutos en aterrorizada indecisión, demasiado asustada como para dar un paso.

– Si quieres algo de comer -murmuró él por fin en el silencio-, te sugiero que pruebes en la cocina. Si quieres alguien con quien hablar, entonces te sugiero que entres aquí, y si estás buscando algo que robar, te sugiero que cojas el anillo de compromiso de Sarah, que fue de mi abuela y hace cuatro años lo valoraron en más de dos mil libras. Lo encontrarás en el cajón de la derecha de su tocador. -Se inclinó a un lado para que pudiera verle la cara en el espejo-. Será mejor que te dejes ver. No voy a comerte. -Hizo un breve asentimiento con la cabeza cuando ella apareció desde el otro lado del marco de la puerta-. Sarah me ha dado estrictas instrucciones de ser compasivo, paciente y útil. Haré todo lo que pueda, pero te advierto de antemano que no puedo soportar a la gente que se suena con pañuelos y se escabulle de puntillas.

Las mejillas de Ruth perdieron el poco color que tenían.

– ¿Cree que no habría ningún problema si me preparara una taza de café? -Tenía un aspecto muy poco atractivo, con el cabello húmedo colgándole del cráneo, la cara hinchada y manchada de llorar-. No quiero ser una molestia.

Jack volvió a su cuadro para que ella no viese el destello de irritación en sus ojos. La autocompasión de los demás provocaba de modo invariable lo peor de él.

– Siempre y cuando me hagas uno a mí también. Sin leche ni azúcar, por favor. El café está junto a la tetera, el azúcar en el pote que pone «azúcar», la leche en la nevera y el almuerzo en el horno. Yo estaré listo dentro de una media hora así que, a menos que estés muerta de hambre, te aconsejo que te saltes el desayuno y esperes al almuerzo.

– ¿Estará la doctora Blakeney aquí para el almuerzo?

– Lo dudo. Polly Graham se ha puesto de parto y Sarah convino un parto en casa, así que puede estar allí durante horas.

Ruth vaciló durante un momento y luego se volvió para marcharse a la cocina, pero de inmediato volvió a cambiar de opinión.

– ¿Ha llamado mi madre? -preguntó.

– ¿Esperabas que lo hiciera?

– Pensaba… -Guardó silencio.

– Bueno, pues en lugar de pensar intenta prepararme una taza de café. Si no lo hubieras mencionado, probablemente no la querría, pero lo has hecho, así que ahora la quiero. De modo que ponte a la tarea, mujer. Esto no es un hotel y yo no me siento del mejor de los humores después de haber sido relegado a la habitación de huéspedes.

Ella salió corriendo corredor abajo hacia la cocina y, cuando regresó al cabo de cinco minutos con una bandeja y dos tazas, le temblaban tanto las manos que las tazas golpeteaban entre sí como aterrorizados dientes. Jack pareció no darse cuenta, pero cogió la bandeja y la colocó en una mesa de la ventana.

– Siéntate -le dijo, al tiempo que le señalaba una silla de respaldo recto y giraba su taburete para encararse con ella-. Vamos a ver, ¿es de mí de quien tienes miedo, del novio, de los hombres en general, de que Sarah no vaya a venir a almorzar, de la policía, o es que te preocupa lo que va a pasar contigo?

Ella se encogió como si él la hubiese golpeado.

– De mí, pues. -Hizo retroceder el taburete un metro para dejarle más espacio-. ¿Tienes miedo de mí, Ruth?

Las manos de ella se agitaron sobre su regazo.

– Yo… usted… -Sus ojos se abrieron de par en par a causa del terror-. No le tengo miedo.

– ¿Te sientes por completo segura y cómoda en mi presencia?

– Sí -susurró ella.

– Tienes una extraña forma de demostrarlo. -Tendió la mano para coger su taza de café-. ¿Qué edad tenías cuando murió tu padre?

– Era un bebé.

– Momento desde el cual has vivido con tu madre y tu abuela y, después, con una bandada de mujeres en el internado. -Bebió un sorbo de café-. ¿Tengo razón respecto a que este personaje, Hughes, es el primer novio que has tenido en tu vida?

Ella asintió.

– ¿Así que es la única experiencia que has tenido con los hombres?

Ella se contemplaba las manos.

– ¿Sí o no? -exigió saber él, las palabras azotando con impaciencia.

– Sí -volvió a susurrar la muchacha.

– En ese caso es obvio que necesitas una lección sobre los varones de la especie. Sólo hay tres cosas que deben recordarse. Uno: la mayoría de los hombres necesitan que las mujeres les digan qué hacer. Incluso el sexo mejora cuando las mujeres se toman la molestia de señalarle al hombre la dirección correcta. Dos: comparados con las mujeres, la mayoría de los hombres son unos incapaces. Son menos perspicaces, tienen poca o ninguna intuición, y son peores jueces del carácter humano y, por lo tanto, más vulnerables a las críticas. La agresión les resulta inmensamente intimidadora porque se supone que ellos no deben y, en pocas palabras, son con mucho el más sensible de los dos sexos. Tres: cualquier hombre que no encaje en estas pautas debe ser evitado. Será un bruto fanfarrón, analfabeto, cuyo intelecto resultará tan pequeño que la única forma que tendrá de conseguir un poco de autoridad será degradando a cualquiera que sea lo bastante estúpido como para tolerarlo y, por último, carecerá de la única cosa que todos los hombres decentes tienen en abundancia, a saber, una profunda y perdurable admiración hacia las mujeres. -Cogió la taza de café de la joven y la sostuvo debajo de sus narices así que ella tuvo que cogerla-. Ahora bien, yo no pretendo ser un dechado de virtudes, pero desde luego no soy un bruto y, entre tú, yo y las paredes, le tengo un cariño extremo a mi irascible esposa. Acepto que lo que hice quedaba abierto a interpretaciones, pero puedes aceptar mi palabra de que fui a Cedar House por una sola razón y que era simplemente la de pintar a tu madre. La tentación de plasmar a dos generaciones de la misma familia resultaba irresistible. -La contempló con expresión especulativa. Casi tan irresistible, estaba pensando, como la de plasmar a la tercera generación-. Y si mi muy exigente e injusta esposa no hubiese escogido ese momento para echarme de casa, bueno -se encogió de hombros-, no tendría que haberme congelado en el piso del cenador de tu madre. ¿Aquieta todo eso tus preocupaciones, o vas a continuar temblando como la gelatina cada vez que me veas?

Ruth lo contempló fijamente con ojos conmocionados. Era hermosa, después de todo, pensó él, pero era una belleza trágica. Como la de su madre. Como la de Mathilda.

– Estoy embarazada -dijo al fin, mientras lágrimas exhaustas caían por sus mejillas.

Se produjo un momento de silencio.

– Pensaba… esperaba… que mi madre… -Se secó los ojos con un pañuelo de papel empapado-. No sé qué… debería de marcharme… no debería de habérselo dicho.

En lo más recóndito de su corazón, Jack se ruborizó por sí mismo. ¿La autocompasión de una niña que soportaba unas presiones intolerables era tan despreciable que él tenía que embestirla? Extendió un brazo, la tomó de la mano y la sacó de la silla atrayéndola hacia sí, abrazándola con fuerza y acariciándole los cabellos como habría hecho su padre en caso de estar vivo. La dejó llorar durante largo rato antes de hablar.

– Una vez tu abuela me dijo que la humanidad estaba condenada a menos que aprendiera a comunicarse. Era una anciana sabia. Hablamos mucho, pero raras veces nos comunicamos. -La apartó de su pecho y sujetó con los brazos extendidos para poder mirarla-. Me alegro de que me lo hayas contado. Me siento muy privilegiado porque hayas pensado que podías hacerlo. La mayoría de las chicas habrían esperado hasta que Sarah regresase.

– Yo iba a…

Él la contuvo con una risa entre dientes y volvió a dejarla en la silla.

– Déjame quedarme con mis ilusiones. Deja que crea, por una sola vez, que alguien ha pensado que era tan fácil confiar en mí como en Sarah. No es verdad, por supuesto. No hay nadie en el mundo que sepa escuchar mejor que mi esposa, ni que pueda dar unos consejos tan buenos como ella. Cuidará de tí, te lo prometo.

Ruth se sonó la nariz.

– Se enfadará conmigo.

– ¿Tú crees?

– Usted ha dicho que es irascible.

– Lo es. No resulta tan temible. Sólo debes mantener baja la cabeza hasta que dejen de volar cacerolas.

Ella se frotó los ojos con gesto frenético.

– ¿Cacerolas? ¿Ella…?

– No -replicó él con firmeza-. Es lenguaje figurado. Sarah es una buena persona. Trae a casa palomas heridas, les entablilla las patas, y las observa morir en lenta y terrible agonía con una expresión de compasión tremenda en la cara. Es una de las cosas que les enseñan en la facultad de medicina.

Ella pareció alarmada.

– ¡Qué horrible!

– Era una broma -dijo él, arrepentido-. Sarah es el médico más sensato que conozco. Ella te ayudará a llegar a una decisión respecto a lo que tú quieras hacer, y actuará a partir de allí. No te obligará a tener el bebé, y no te obligará a no tenerlo.

Las lágrimas volvieron a aflorar a sus ojos.

– No quiero tenerlo. -Apretó las manos sobre el regazo-. ¿Usted cree que eso está mal?

– No -replicó él con sinceridad-. Si yo estuviera en tu lugar, tampoco querría tenerlo.

– Pero yo lo hice. Es culpa mía.

– Hacen falta dos personas para hacer un bebé, Ruth, y no puedo imaginarme a tu novio mostrando mucho entusiasmo cuando el crío esté terminado y berreando como un loco. La decisión te corresponde a tí, no a él. El esperma cuesta dos peniques y la mayor parte se va por las tuberías. Los úteros y sus fetos son extremadamente caros. Sarah tiene razón cuando dice que es una cadena perpetua.

– Pero ¿no está vivo? ¿No estaría asesinándolo?

Él era un hombre. ¿Cómo podía comenzar siquiera a entender la agonía que sufrían las mujeres porque un accidente biológico les había conferido poder sobre la vida y la muerte? Sólo podía ser sincero con ella.

– No lo sé, pero yo diría que de momento está vivo sólo porque estás viva tú. No tiene existencia como individuo por derecho propio.

– Pero podría tenerla… si yo se lo permitiera.

– Por supuesto. Pero si nos basamos en eso, todos los óvulos que produce una mujer y todos los espermatozoides que, produce un hombre tienen potencial de vida, y nadie acusa a los muchachos de asesinato cada vez que derraman su simiente en el suelo detrás del cobertizo de bicicletas. Creo que para cada uno de nosotros, nuestra propia vida tiene prioridad sobre la vida potencial que existe en nuestro interior. No pretendo ni por un momento que se trate de una decisión fácil, ni siquiera de una de blanco o negro, pero sí que creo que en este momento tú eres más importante que la vida que puede llegar a ser sólo si tú estás preparada para pagar por ella emocional, física, social y económicamente. Y cargarás sola con el coste, Ruth, porque las probabilidades de que Hughes vaya a pagar nada son virtualmente nulas.

– De todas maneras, dirá que no es suyo.

– Me temo que algunos hombres lo hacen. Para ellos es muy fácil. No es su cuerpo el que ha sido atrapado.

Ella ocultó el rostro entre las manos.

– Usted no lo entiende. -Se puso los brazos alrededor de la cabeza. «¿Para protegerse? ¿Para ocultarse?»-. Podría ser de uno de los otros. Verá, tuve que… él me hizo… Oh, Dios… ojalá… -No continuó. Se limitó a enroscarse en un apretado ovillo y sollozar.

Jack se sintió por completo impotente. La angustia de la muchacha era tan poderosa que lo abrumó en olas que lo sumergieron. Sólo se le ocurrían perogrulladas -«no hay nada tan malo que no pueda ser peor… siempre está más oscuro antes de que amanezca»-, pero ¿de qué le servían las perogrulladas a una muchacha cuya vida se hallaba hecha añicos ante sus propios ojos? Tendió una mano torpe y la posó sobre la cabeza de la muchacha. Era un gesto instintivo de consuelo, un eco de una bendición sacerdotal.

– Cuéntame lo que sucedió -dijo-. Tal vez no sea tan grave como tú piensas.

Pero lo era. Lo que le contó en tonos de abyecto terror conmovió los cimientos de su propia humanidad. Tan conmocionado estaba que se sentía físicamente enfermo.


Sarah lo encontró en el jardín al volver a casa a las tres de la tarde, tras ayudar a Sally Graham en el parto de una niña saludable. Estaba removiendo industriosamente la tierra en torno a unos rosales, y derramando puñados de abono en torno a las raíces.

– Ya casi es diciembre -le dijo-. Está todo dormido. Pierdes el tiempo.

– Ya lo sé. -Alzó la cabeza y ella creyó ver rastros de lágrimas en sus ojos-. Sólo necesitaba hacer algo manual.

– ¿Dónde está Ruth?

– Dormida. Tenía dolor de cabeza así que le di codeína y la envié a la cama. -Se apartó el pelo de la frente con el dorso de una mano enfangada-. ¿Has terminado por hoy?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Qué ha sucedido?

Él se inclinó sobre la horca y miró hacia los campos. La luz que desaparecía con lentitud le confería una calidad neblinosa al paisaje en que las vacas pastaban y los árboles, despojados de hojas, tocaban el cielo con oscuras labores de encaje.

– Ésta es la Inglaterra por la que mueren hombres y mujeres -dijo con tono malhumorado.

Ella siguió su mirada, mientras un pequeño fruncimiento le arrugaba la frente.

En las pestañas de él destellaron lágrimas.

– ¿Conoces el poema de Rupert Brooke? «El soldado». El que dice:

Si muriera, sólo piensa esto de mí:

Que hay un rincón de un campo extranjero

Que será por siempre Inglaterra. Que habrá

En la tierra oculto un polvo más rico;

Un polvo que Inglaterra crió, conformó, hizo consciente…

Jack guardó silencio. Cuando volvió a hablar, la voz le temblaba.

– Es hermosa, ¿verdad, Sarah? Inglaterra es hermosa.

Ella enjugó las lágrimas del rostro de él.

– Estás llorando -dijo, con el corazón dolorido por él-. Nunca antes te había visto llorar. ¿Qué ha sucedido, Jack?

Él no pareció haberla oído.

– Rupert Brooke murió en 1915. Un sacrificio de la guerra. Sólo tenía veintiocho años, era más joven que tú y que yo, y dio su vida con todos los otros millones, cualesquiera fueran sus países, por los hijos de otras personas. ¿Y sabes qué me parte el corazón? -La oscura mirada se apartó de ella para mirar un infierno privado que sólo él podía ver-. Que un hombre que pudo escribir uno de los poemas más perfectos sobre su tierra natal que jamás se hayan escrito, tuviera que sacrificarse por la porquería que Inglaterra engendra en la actualidad.

– Nadie es del todo malo, Jack, y nadie es del todo bueno. Sólo somos humanos. La pobre criatura sólo quería ser amada.

Él se pasó, repetidamente, una mano cansada por la mandíbula.

– No estoy hablando de Ruth, Sarah. Me refiero a los hombres que la atacaron. Estoy hablando del animal que le enseñó obediencia por el sistema de encerrarla en la furgoneta con un grupo de escoria de baja categoría que la violaron uno tras otro durante cinco horas para quebrantar su ánimo. -Volvió a mirar hacia los campos-. Al parecer, ella puso objeciones cuando Hughes le dijo que empezara a robarle a Máthilda, dijo que no quería hacerlo. Así que la encerró en la furgoneta con sus compañeros, los cuales le hicieron una demostración gráfica de lo que iba a suceder cada vez que se negara. He tenido que darle mi palabra de que no iba a repetirle esto a nadie más que a ti. Está absolutamente aterrorizada de que vayan a conseguir encontrarla y lo hagan otra vez, y cuando dije que pensaba que debíamos informar a la policía, creí que iba a morírseme. Hughes le dijo que si alguna vez la descubrían, lo único que tendría que hacer era decir que lo de robar era idea suya. Siempre y cuando ella haga eso y no mencione la violación, la dejará en paz en el futuro. -Sus labios se afinaron-. Pero si habla, él enviará a sus gorilas tras ella para castigarla, y no le importa cuánto tiempo tenga que esperar para hacerlo. La protección policial no la salvará, el matrimonio no la salvará. Esperará años si tiene que hacerlo, pero por cada año que tenga que esperar el castigo, él añadirá otra hora a la tortura final. Tendría que ser una persona bastante extraordinaria para hablar con la policía cuando tiene una amenaza semejante pendiente sobre sí.

Sarah estaba demasiado conmocionada como para hablar.

– No es extraño que tuviera miedo de dormir en la planta baja -dijo al fin.

– Apenas ha dormido durante semanas, por lo que he podido conjeturar. La única forma que tuve de convencerla de tomar la codeína fue prometerle una y otra vez que no saldría de la casa. Está paranoica por que la cojan desprevenida, y está paranoica por que la policía le formule más preguntas.

– Pero el sargento sabe que hay algo -le advirtió Sarah-. Me llamó esta mañana para pedirme que intentara averiguar qué era. La palabra que usó fue coacción. Hughes tiene que estar empleando la coacción, dijo, pero no podemos hacer mucho a menos que sepamos de qué tipo de coacción se trata. Ruth no es la única a la que le ha ocurrido. Saben de por lo menos otras tres más y piensas que son sólo la punta del iceberg. Ninguna de ellas habla.

– Está embarazada -dijo Jack con voz inexpresiva-. Le dije que tú sabrías qué hacer. ¡Jesús! -Lanzó la horca como si fuese una lanza al medio del césped, y su aullido de cólera rugió en el aire-. ¡PODRÍA-MATAR-AL-JODIDO-BASTARDO!

Sarah posó una mano sobre el brazo de él para calmarlo.

– ¿De cuántas semanas está?

– No lo sé -replicó él mientras se frotaba los ojos-. No se lo he preguntado. Ojalá, en nombre de Dios, que hubieses estado aquí. Hice todo lo que pude pero resulté condenadamente inútil. Necesitaba una mujer con la que hablar, no un chapucero que empezó por decirle lo bellas personas que son los hombres. Le di un sermón, por amor de Cristo, sobre la decencia masculina.

Ella lo hizo callar cuando la voz de él comenzó a aumentar de tono otra vez.

– No habría hablado contigo si no se hubiese sentido cómoda en tu compañía. ¿Cuánto hace que está durmiendo?

Jack miró su reloj.

– Un par de horas.

– De acuerdo, la dejaremos que duerma un poco más, y luego iré a verla. -Lo tomó del brazo-. Supongo que no habrás comido.

– No.

Sarah lo llevó hacia la casa.

– Vamos, entonces. Las cosas siempre tienen peor aspecto con el estómago vacío.

– ¿Qué vas a hacer, Sarah?

– Lo que sea mejor para Ruth.

– ¿Y al infierno con todas las otras muchachas a las que les destrocen la vida en el futuro?

– Sólo podemos dar un paso por vez, Jack. -Parecía desesperadamente preocupada.

«¡Oh, vil, intolerable, que no debe aguantarse!» Ruth está llorando otra vez y eso me vuelve loca. Simplemente no puedo soportarlo. Tengo ganas de coger a la desgraciada criatura y sacudirla hasta que le entrechoquen los dientes, pegarle, cualquier cosa para acabar con este petulante gimoteo. Nunca se mitiga mi enojo. Incluso cuando está en silencio, me sorprendo esperando que vuelva a empezar.

Es tan injusto, cuando pasé por lo mismo con Joanna… Si al menos manifestara algún interés por su hija, no sería tan malo, pero hace todo lo posible por evitarla. Esta mañana, por desesperación, intenté ponerle la mordaza de la chismosa a Ruth en la cabeza, pero Joanna tuvo una convulsión en cuanto la vio. Volví a llamar a Hugh Hendry, y esta vez él tuvo la sensatez de recetarle tranquilizantes. Dijo que estaba sobreexcitada.

Ojalá, en nombre de Dios, hubiesen tenido el Valium en mis tiempos. Como siempre, tuve que arreglármelas sola…

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