Capítulo 10

Ruth, a la que llamaron para que saliera de una clase de química, se deslizó al interior de la habitación cedida al sargento Cooper por la directora, y se quedó de pie con la espalda apoyada en la pared.

– ¿Por qué ha tenido que volver? -le preguntó-. Es embarazoso, le he dicho todo lo que sé.

Llevaba un vestido de calle y, con el pelo echado hacia atrás y sujeto en un apretado moño, parecía tener más de diecisiete años.

Cooper podía apreciar el azoramiento de ella. Cualquier colegio carecía de privacidad, pero más aún un internado.

– Las investigaciones policiales raras veces son algo ordenado -le dijo él con tono de disculpa-. Demasiados cabos sueltos para que haya orden. -Le hizo un gesto hacia una silla-. Tome asiento, señorita Lascelles.

Lo hizo con poca gracia, y él captó un breve atisbo de la adolescente desgarbada tras la cobertura exterior de supuesta sofisticación. Él depositó su robusto cuerpo en la silla que estaba frente a la muchacha y la estudió con aire grave pero no carente de bondad.

– Hace dos días recibimos una carta que hablaba de usted -dijo-. Era anónima. Afirmaba que usted estaba en Cedar House el día en que murió su abuela, y que usted robó unos pendientes. ¿Es verdad alguno de esos hechos, señorita Lascelles?

Sus ojos se abrieron de par en par pero no dijo nada.

– Momento desde el cual -prosiguió él con suavidad-, he sabido por fuentes fiables que su abuela sabía que usted era una ladrona. La acusó de haberle robado dinero. ¿Es verdad también eso?

El color abandonó su rostro.

– Quiero un abogado.

– ¿Por qué?

– Es mi derecho.

Él se puso de pie.

– Muy bien. ¿Tiene un abogado propio? Si lo tiene, puede darle el número de teléfono a su directora y pedirle que le telefonee. Si no es así, estoy seguro de que ella llamará encantada al abogado del colegio. Probablemente lo cobrarán con la factura escolar. -Caminó hacia la puerta-. Puede que ella incluso se ofrezca a estar presente para salvaguardar sus intereses. No tengo objeción a ninguna de las dos cosas.

– No -dijo ella con sequedad-. Quiero el abogado de oficio.

– ¿Qué abogado de oficio? -La transparencia de ella le resultaba extrañamente patética.

– El que proporciona la policía.

Él consideró esto durante un prolongado y meditabundo silencio.

– ¿Se refiere al abogado de oficio de las comisarías de policía que actúa en nombre de las personas que no tienen ningún representante legal propio?

Ella asintió con la cabeza.

La voz de él sonaba de verdad compasiva.

– Con la mejor de las voluntades del mundo, señorita Lascelles, eso queda fuera de cuestión. Estamos pasando por duros tiempos recesivos, y usted es una joven privilegiada, rodeada de personas que están demasiado dispuestas a velar por sus derechos. Le pediremos a su directora que hable con su abogado. Estoy seguro de que no vacilará. Aparte de cualquier otra cosa, ella querrá mantener las cosas desagradables bajo cuerda, por decirlo de alguna manera. Al fin y al cabo, tiene que pensar en la reputación del colegio.

– ¡Bastardo! -le espetó ella-. En ese caso, me limitaré a no responder a sus preguntas.

El fabricó una expresión de sorpresa.

– ¿Debo entender que, después de todo, no quiere un abogado?

– No. Sí. -Se rodeó con los brazos-. Pero no voy a decir nada.

Cooper regresó a su silla.

– Ése es su privilegio. Pero si no obtengo ninguna respuesta de usted, tendré que formular mis preguntas en otra parte. Según mi experiencia, los ladrones no se limitan a robarle a una sola persona. Me pregunto qué sucederá si llamo al resto de su internado y le pregunto en masa si alguna de sus pertenencias ha desaparecido en el último año o algo así. La inferencia seguramente resultará obvia, porque todos saben que mi único contacto con el colegio es usted.

– Eso es chantaje.

– Procedimientos policiales regulares, señorita Lascelles. Si un poli no puede obtener su información por una vía, está obligado por el deber a intentar otra.

Ella frunció furiosamente el entrecejo.

– Yo no la maté.

– ¿He dicho yo que lo hiciera?

Al parecer, ella no pudo evitar contestarle.

– Es lo que está pensando. Si yo estuve allí, tengo que haberla matado.

– Es probable que muriera durante la primera mitad de la noche, entre las nueve y la medianoche, digamos. ¿Estuvo allí entre esas horas?

La muchacha pareció aliviada,

– No. Me marché a las cinco. Tenía que estar de regreso a tiempo para la clase de física. Es una de mis asignaturas de bachillerato y entregué mi declaración de intenciones al final.

Él sacó su libreta.

– ¿A qué hora comenzó la clase?

– A las siete y media.

– ¿Y estuvo allí desde el principio?

– Sí.

– ¿Cómo consiguió hacer eso? Está claro que no recorrió a pie cuarenta y ocho kilómetros en dos horas y media.

– Conseguí prestada una bicicleta.

Él pareció profundamente escéptico.

– ¿A qué hora llegó a casa de su abuela, señorita Lascelles?

– No lo sé. Hacia las tres y media, supongo.

– ¿Y a qué hora salió del colegio?

– Después del almuerzo.

– Ya veo -dijo él con lentitud-, así que recorrió cuarenta y ocho kilómetros en una dirección en dos horas, descansó durante una hora y media con su abuela, y luego volvió a recorrer los cuarenta y ocho kilómetros de vuelta. ¿Puede darme el nombre de la persona cuya bicicleta tomó prestada? -Lamió la punta del lápiz y lo sujetó en el aire sobre la libreta.

– No sé de quién era. La cogí sin pedirla.

Él tomó una nota.

– ¿Podemos llamar al pan pan y al vino vino y acabar con el fingimiento? Quiere decir que la robó. Como los pendientes y las cincuenta libras.

– Volví a dejarla donde estaba. Eso no es robar.

– ¿Dónde volvió a dejarla?

– En el cobertizo de las bicicletas.

– Bien. En ese caso, podrá identificarla y mostrármela.

– No estoy segura. Me limité a coger la mejor que pude encontrar. ¿Qué diferencia hay en qué bicicleta era?

– Porque usted va a saltar otra vez encima de ella y yo voy a seguirla de cerca durante todo el camino hasta Fontwell. -Parecía divertido-. Verá, no la creo capaz de recorrer en bicicleta cuarenta y ocho kilómetros en dos horas, señorita Lascelles, pero estaré encantado de que me demuestre que me equivoco. Luego podrá descansar durante una hora y media antes de volver aquí en la bicicleta.

– No puede hacer eso. Eso es un jodido… -miró en torno para buscar la palabra-, acoso.

– Por supuesto que puedo. Se llama reconstrucción. Usted se ha colocado en la escena del crimen el día en que se cometió el crimen, es miembro de la familia de la víctima con fácil acceso a la casa y pensaba que iba a heredar el dinero de ella. Todo lo cual la coloca en lo alto de la lista de sospechosos. O bien me demuestra de modo satisfactorio que es verdad que fue en bicicleta, o me dice ahora cómo llegó realmente allí. Alguien la llevó en coche, ¿no es cierto?

Ella permaneció sentada en hosco silencio, arrastrando la punta de los pies adelante y atrás por la alfombra.

– Hice autoestop -dijo de pronto-. No quería decírselo porque en el colegio harán una pataleta si se enteran.

– ¿Estaba viva su abuela cuando salió de Cedar House a las cinco?

Ella alzó la mirada, desconcertada por el súbito cambio de dirección.

– Tenía que estarlo, puesto que yo no la maté.

– ¿Así que habló con ella?

Los ojos de Ruth eran cautos.

– Sí -murmuró-. Me dejé las llaves en el colegio y tuve que llamar al timbre.

– En ese caso, ella le habrá preguntado cómo había llegado. Si tuvo que hacer autoestop, ella no la estaría esperando.

– Le dije que me había llevado una amiga.

– Pero no era verdad, ¿no?, y si sabía que iba a tener que hacer autoestop de vuelta en una oscura tarde de noviembre, ¿por qué no le pidió a su abuela que la llevara? Ella tenía coche y, según usted, la quería. Lo habría hecho sin protestar, ¿no es cierto? ¿Por qué iba a querer hacer algo tan peligroso como hacer autoestop en la oscuridad?

– No pensé en ello.

Él suspiró.

– ¿Desde dónde hizo autoestop, señorita Lascelles? ¿Desde el propio Fontwell, o caminó los cinco kilómetros por Gazing Lane hasta la carretera principal? Si fue desde Fontwell, podremos encontrar a la persona que la recogió.

– Caminé por Gazing Lane-dijo ella, complaciente.

– ¿Y qué clase de zapatos llevaba puestos?

– Bambas.

– Entonces, tendrán fango del camino en todos los bordes y rendijas. Estuvo lloviendo durante la mayor parte de la tarde. Los muchachos del departamento forense tendrán un día de éxito. Sus zapatos la vindicarán si está diciendo la verdad. En caso contrario… -le sonrió con severidad-, convertiré su vida en un infierno, señorita Lascelles. Entrevistaré a todas las chicas del colegio, si fuera necesario, para preguntarles con quién está confabulada, quién la encubre cuando se marcha sin permiso, qué roba y por qué lo roba. Y si al final le queda algún gramo de credibilidad, empezaré de nuevo con todo el proceso. ¿Ha quedado claro? Ahora dígame, ¿quién la llevó en coche a casa de su abuela?

Había lágrimas en los ojos de ella.

– No tiene nada que ver con la muerte de la abuela.

– Entonces, ¿qué puede perder si me lo dice?

– Seré expulsada.

– La expulsarán con mucha mayor prontitud si tengo que explicar por qué me llevo sus ropas para que las examinen en el departamento forense.

Ella ocultó el rostro entre las manos.

– Mi novio -murmuró.

– ¿Su nombre?-exigió él, implacable.

– Dave… Dave Hughes.

– ¿Dirección?

Ella negó con la cabeza.

– No puedo decírselo. Él me mataría.

Cooper miró con expresión ceñuda la cabeza inclinada.

– ¿Cómo lo conoció?

Ella alzó el rostro húmedo de lágrimas.

– Hizo el alquitranado del camino del colegio. -Leyó la censura en los ojos de él y saltó para defenderse-. No es así.

– ¿Así, cómo?

– No soy una golfa. Nos amamos.

La moralidad sexual de la muchacha era lo último que él había tenido en mente, pero estaba claro que era lo primero en la de ella. Sintió lástima por Ruth. Estaba acusándose a sí misma, pensó, cuando llamaba puta a su madre.

– ¿Es propietario de la casa?

Ella negó con la cabeza.

– Es un ocupa.

– Pero tiene que tener teléfono, o usted no podría establecer contacto con él.

– Es un teléfono móvil.

– ¿Puede darme el número?

– Se pondrá furioso -dijo la muchacha alarmada.

Puedes apostar tu vida a que sí, pensó Cooper. Se preguntó en qué estaría implicado Hughes. ¿Drogas? ¿Sexo con menores? ¿Pornografía? La expulsión era el último de los problemas de Ruth si cualquiera de esas cosas resultaba cierta. No manifestó ninguna impaciencia por la dirección o el número de teléfono.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo conoce? ¿Qué edad tiene?

Tuvo que sacarle la información con patéticas adulaciones y, a medida que ella hablaba y se escuchaba a sí misma, él vio aparecer la confirmación de los peores miedos de ella: no se trataba de una historia de Montescos y Capuletos que frustraban un amor inocente, sino más bien un decadente diario de sudorosas medias horas en la parte trasera de una furgoneta Ford Transit blanca. Relatada al desnudo, por supuesto, carecía incluso de la salvadora atracción del erotismo, y Cooper, al igual que Ruth, halló el relato incómodo. Hizo todo lo posible para facilitarle las cosas a la muchacha, pero el azoramiento de ella resultaba contagioso y apartaban la vista el uno del otro con mayor frecuencia que sus ojos se encontraban.

Hacía seis meses que duraba desde que el equipo de asfaltado había acabado el camino de entrada, y los detalles de cómo había empezado eran triviales. Un colegio lleno de chicas; Dave con buena vista para distinguir a la más probable; ella que se sintió halagada por la obvia admiración de él, más aun cuando las otras chicas repararon en que Dave sólo tenía ojos para ella; un melancólico pesar cuando se concluyó el asfaltado y el equipo partió; seguido de un encuentro en apariencia casual cuando ella paseaba en solitario; él, un hombre de mundo de veintiocho años; ella, una muchacha de diecisiete años con sueños de romance. Él la respetaba, él la amaba, la esperaría eternamente pero (¡qué grande era la palabra «pero» en la vida de la gente!, pensó Cooper), la poseyó en la parte trasera de su furgoneta Transit al cabo de una semana. Si ella podía olvidar la suciedad de una manta sobre un lienzo alquitranado, podía recordar la diversión y emoción. Se había deslizado fuera por una ventana de la planta baja a las dos de la madrugada para ser rodeada por los brazos de su amante. Habían fumado y bebido y hablado a la luz de una vela en la privacidad de la atestada furgoneta y, sí, de acuerdo, no tenía una educación particularmente buena, ni siquiera sabía expresarse muy bien, pero eso carecía de importancia. Y si lo que había sucedido después no había formado parte del plan de juego de ella, tampoco eso importaba porque, cuando llegaron a ello (sus ojos desmentían las palabras), Ruth había deseado el sexo tanto como él.

Cooper anhelaba preguntarle por qué. ¿Por qué se valoraba a un precio tan bajo? ¿Por qué era la única muchacha del colegio que se había dejado engañar? ¿Por qué podría desear una relación con un obrero analfabeto? ¿Por qué, en definitiva, era tan crédula como para imaginar que él quería algo más que sexo gratis con una virgen limpia? No lo preguntó, por supuesto. No era tan cruel.

La aventura habría acabado allí de no habérselo encontrado ella por pura mala suerte (según la interpretacion de Cooper, no la de ella) un día durante las vacaciones. No había sabido nada de él desde la noche de la furgoneta, y la esperanza había cedido paso a la desesperación. Estaba pasando la Semana Santa con su abuela en Fontwell (por lo general acudía a Fontwell, le dijo a Cooper, porque se llevaba mejor con su abuela), y cogió un autobús con dirección a Bournemouth para ir de compras. Y de pronto ahí estaba Dave, y tan contento de verla… pero enfadado, también, porque ella no había respondido a su carta. (Con amargura, Cooper imaginó la conmovedora escena. ¿Qué carta? Pues, la que se había perdido en correos, por supuesto.) Tras lo cual habían caído el uno en brazos del otro en la parte trasera de la Ford, antes de que Dave la llevara a casa y se diera cuenta (una vez más la lectura que Cooper hacía entre líneas) de que Ruth podría ser buena para algo más que un revolcón rápido sobre una manta cuando él estaba caliente.

– Durante esas vacaciones me llevó a todas partes. Fue maravilloso. Los mejores días que haya pasado jamás. -Pero pronunciaba las palabras sin expresión, como si el recuerdo careciese de chispa.

Era demasiado astuta como para contarle a su abuela lo que estaba haciendo -ni siquiera en sus más descabellados sueños pensaba que Mathilda aprobaría a Dave-, así que, en cambio, al igual que una esposa de doble jornada, inventaba excusas para explicar sus ausencias.

– ¿Y su abuela le creía?

– Creo que por entonces su artritis estaba realmente mal. Yo solía decirle que iba a alguna parte, pero al anochecer ella había olvidado dónde.

– ¿La llevó Dave a su casa?

– Una vez. No me gustó mucho.

– ¿Le sugirió él que le robara a su abuela? ¿O fue idea de usted?

– No fue de ese modo -replicó ella con infelicidad-. Nos quedamos sin dinero, así que un día tomé un poco prestado del bolso de ella.

– ¿Y no pudo devolverlo?

– No. -Guardó silencio.

– ¿Qué hizo?

– Había tantas cosas en la casa… Joyas. Adornos. Cosas de plata. A ella ni siquiera le gustaban la mayoría de esas cosas. Y era muy rácana. Podría haberme dado una pensión más alta, pero nunca lo hizo.

– Así que usted robaba las cosas y Dave las vendía.

Ella no respondió.

– ¿Qué sucedió con el empleo que Dave tenía en el equipo de alquitranado?

– No había trabajo. -Se encogió de hombros-. No es culpa suya. Habría trabajado si hubiese podido.

«¿La muchacha creía eso de verdad?»

– ¿Así que usted continuó robándole a su abuela durante el trimestre de verano y las vacaciones de verano?

– No era robar. De todas formas iba a ser para mí.

«Dave la había adoctrinado bien… ¿o era la propia Ruth quien hablaba?»

– Excepto que no ha sido así.

– La doctora no tiene ningún derecho al dinero. Ni siquiera está emparentada.

– La dirección de Dave, por favor, señorita Lascelles.

– No puedo dársela -dijo con un miedo auténtico-. Él me mataría.

Cooper ya había perdido la paciencia.

– Bueno, seamos realistas, no será una pérdida demasiado grande se lo mire por dónde se lo mire. Su madre no sentirá aflicción por usted, y para el resto de la sociedad será un dato estadístico. Sólo una muchacha más que permitió que un hombre usara y abusara de ella. -Sacudió la cabeza con desprecio-. Creo que el aspecto más deprimente de todo ello es la gran cantidad de dinero que se ha desperdiciado en su educación. -Recorrió la habitación con los ojos-. Mis hijos habrían dado los ojos por tener las oportunidades de usted, pero hay que decir que son bastante más inteligentes, por supuesto. -Aguardó un momento más y luego cerró su libreta de notas con un suspiro-. Está obligándome a hacerlo por la vía dura, a través de la directora.

Ruth volvió a rodearse con los brazos.

– Ella no sabe nada. ¿Cómo podría?

– Conocerá el nombre de la empresa que fue contratada para asfaltar el sendero. Le seguiré la pista por ese camino.

Ella se secó la nariz húmeda en una manga.

– Pero usted no lo entiende, yo tengo que llegar a la universidad.

– ¿Por qué? -exigió saber él-. ¿Para que usted y su novio puedan hacer el agosto con los crédulos estudiantes? ¿Con qué trafica él? ¿Drogas?

Las lágrimas cayeron abundantes por las mejillas de la muchacha.

– No sé de qué otra forma puedo escapar de él. Le he dicho que voy a asistir a Exeter, pero no es verdad; estoy intentándolo con las universidades del norte porque son las que están más lejos.

Cooper se sintió extrañamente conmovido. Se le ocurrió que resultaba muy probable que eso fuese verdad. En efecto, ella veía la huida como la única posibilidad que le quedaba. Se preguntó qué había hecho Dave para que ella le tuviese tanto miedo. ¿Se había impacientado, quizás, y asesinado a la señora Gillespie para acelerar la herencia de Ruth? Volvió a sentarse.

– Usted no conoció a su padre, por supuesto. Supongo que es natural que tuviera que buscar a alguien que ocupara su lugar. Pero la universidad no va a resolver nada, señorita Lascelles. Puede que lograra tener uno o dos trimestres de paz antes de que Dave la encontrara, pero no más. ¿Cómo planeaba mantenerlo en secreto? ¿Iba a decirle al colegio que no debían revelar jamás a qué universidad se había marchado? ¿Debían decirle lo mismo a su madre y amigos? Antes o después habría una plausible llamada telefónica y alguien facilitaría la información.

Ella pareció encogerse ante los ojos de Cooper.

– Entonces, no hay nada que yo pueda hacer.

Él frunció el ceño.

– Puede empezar por decirme dónde encontrarlo.

– ¿Va a arrestarlo?

– ¿Porqué?

– Por robarle a la abuela. Tendrá que arrestarme también a mí.

Él se encogió de hombros.

– Tendrá que hablar con los abogados de su abuela sobre ello. Puede que decidan no remover cosas pasadas.

– ¿Entonces sólo va a hacerle preguntas sobre el día en que murió la abuela?

– Sí -asintió él, suponiendo que era lo que ella quería oír.

Ella negó con la cabeza.

– Me hace cosas terribles cuando está enfadado. -Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas-. Si no lo mete en la cárcel, no puedo decirle dónde encontrarlo. Usted simplemente no entiende cómo es. Me castigará.

– ¿Cómo?

Pero ella volvió a sacudir la cabeza con mayor violencia.

– No puedo contárselo.

– Aquí está protegida.

– Dijo que vendría aquí y haría una escena en medio del colegio si alguna vez hacía algo que a él no le gustara. Me expulsarían.

Cooper estaba perplejo.

– Si tanto le preocupa la expulsión, ¿por qué salió y se encontró con él, para empezar? La habrían expulsado al instante en caso de pillarla haciendo eso.

Ella retorció los dedos en el borde del jersey.

– Entonces no sabía cuánto quería ir a la universidad -susurró.

El sargento asintió con la cabeza.

– Hay un viejo refrán sobre eso. Uno nunca echa en falta el agua hasta que el pozo se seca. -Sonrió sin hostilidad-. Pero todos damos las cosas por sentadas, así que no es usted la única. Pruebe con éste: a grandes males, grandes remedios. Le sugiero que se lo confiese todo a su directora, que se entregue a su misericordia antes de que lo descubra por mí o por Hughes. Puede que se muestre compasiva. Nunca se sabe.

– Se pondrá furiosa.

– ¿Tiene alguna elección?

– Podría suicidarme -dijo con una vocecilla tensa.

– Es un espíritu muy débil -dijo él con dulzura- el que considera que cortarse la cabeza es la única solución para la jaqueca. -Se golpeó las rodillas con las manos-. Encuentre un poco de valor, muchacha. Déme la dirección de Dave y luego arregle las cosas con su directora.

Los labios de ella vacilaron.

– ¿Vendrá conmigo si lo hago?

Oh, Santo Dios, pensó Cooper, ¿no había tenido que cogerles la mano a sus hijos con la suficiente frecuencia?

– De acuerdo -accedió-, pero si ella me pide que me marche, tendré que hacerlo. Recuerde que aquí no tengo ninguna autoridad como tutor suyo.

– El 23 de Place Road, Bournemouth -susurró ella-. Fue mi madre quien le contó que yo era una ladrona, ¿no es cierto? -Parecía desesperadamente abandonada, como si se diera cuenta de que para ella no quedaba nadie.

– No -replicó Cooper, compasivo-. Y eso es una verdadera lástima, pero su madre no me ha dicho nada.


Cuando Sarah entró por el camino aquel viernes por la tarde, la recibió la inesperada vista de los coches de Jack y Cooper arrimados lado con lado en acogedora intimidad. Su primer impulso fue dar media vuelta y volver a marcharse. No tenía el estómago para una confrontación con ninguno de ellos, ni mucho menos para que volvieran a desnudarle el alma delante de Cooper mientras su marido cortaba los lazos restantes. Pero prevaleció un segundo pensamiento: maldición -golpeó el volante con el puño, enojada-, ésta era su casa. Que la enviaran al infierno si iba a estar conduciendo durante horas sólo para evitar al canalla de su marido y a un policía pomposo.

En silencio, entró por la puerta delantera, un poco con la idea de que si pasaba de puntillas ante el estudio, podría hacerse con la cocina antes de que se dieran cuanta de que estaba allí. Como había dicho su madre una vez mientras le cerraba la puerta en las narices al padre de Sarah: «La casa de un inglés es su castillo, pero la cocina de una inglesa es donde él come su humilde empanada». No obstante, el sonido de las voces descendía por el corredor, y supo que ellos la habían ocupado antes. Con un suspiro, se ajustó su dignidad alrededor como si fuera una armadura, y avanzó.

Jack, el sargento detective Cooper y Ruth alzaron los ojos de sus copas de vino; sus rostros se colorearon con diferentes matices de alarma y azoramiento.

– Hola -dijo ella en el silencio-. Veo que han encontrado el Cheval Blanc del 83 sin ningún problema.

– Bebe un poco -dijo Jack mientras cogía una copa limpia del escurridor-. Es bueno.

– Tiene que serlo -replicó ella-. Es un St Emilion, Premier Grand Cru Classé, y me costó una pequeña fortuna cuando lo guardé en la bodega.

– No seas tan picajosa, mujer. Tienes que probarlos de vez en cuando, si no acabarás con un objeto de coleccionista que será por completo imbebible. -Llenó una copa y la empujó al otro lado de la mesa, con los ojos llenos de travesura. Ella sintió una ola de afecto por el lujurioso bastardo (el amor, pensó, era la enfermedad más recalcitrante), pero la ocultó tras una mirada de ferocidad-. La opinión de consenso entre nosotros tres -prosiguió él con alegría- es color rubí oscuro, reflejos brillantes y un aroma muy exótico… grosella, caja de puros, y regustos de hierbas y especias.

– Es un vino añejo, pedazo de idiota. Se supone que hay que saborearlo y apreciarlo, no beberlo a las cinco de la tarde en torno a una mesa de cocina. Apuesto a que no lo has dejado respirar. Apuesto a que lo has servido como si fuera Lucozade.

Cooper se aclaró la garganta.

– Lo siento, doctora Blakeney. Nosotros le dijimos que preferíamos té.

– Rata pusilánime -dijo Jack con un buen humor imperturbable-. Babeaba cuando le pasé la botella por debajo de las narices. Bueno, vamos, trasto, será mejor que lo pruebes. Estamos todos muriéndonos por una segunda copa pero pensamos que sería más diplomático esperar a que llegaras antes de abrir otra botella.

– Tu esperanza de vida sería de cero si lo hubieses hecho -respondió ella mientras soltaba el bolso y dejaba caer el abrigo al suelo desde sus hombros-. De acuerdo. Dámelo, pero puedo decirte desde ahora que no será bebible. Necesita otros tres años por lo menos. -Se sentó en la silla vacía y atrajo la copa hacia sí, cubriéndola con una mano y haciéndola girar con suavidad para liberar el bouquet. Lo olió apreciativamente-. ¿Quién ha olido cajas de puros?

– Fui yo -dijo Cooper con nerviosismo.

– Eso ha estado bien. El libro dice que el houquet debería ser de roble y cedro ahumados. ¿El de grosella?

Cooper volvió a señalarse a sí mismo.

– Yo.

– ¿Ha hecho esto antes? -Él negó con la cabeza-. Debería de dedicarse a ello. Es obvio que tiene buena nariz.

– Ruth y yo detectamos las hierbas y especias -dijo Jack-. ¿Cuál es el veredicto?

Sarah tomó un sorbo y dejó que el sabor se le asentara en la lengua.

– Espectacular -respondió por fin-, pero harás condenadamente bien no abriendo otra botella. El libro dice otros tres años, y yo me guío por el libro. Pueden usar el vino corriente si quieren más. ¿Qué están haciendo todos aquí, en cualquier caso? -Sus ojos se posaron en Ruth-. ¿No deberías de estar en el colegio?

Se produjo un incómodo silencio.

– Ruth ha sido expulsada -explicó Jack-. Nos preguntábamos si puede vivir aquí contigo y conmigo hasta que se encuentre algo más permanente.

Sarah bebió otro sorbo de vino y lo contempló con aire pensativo.

– ¿Contigo y conmigo? -inquirió con tono sedoso-. ¿Significa eso que tienes intención de volver a infligirme tu compañía?

El rostro oscuro se suavizó.

– Eso depende, ángel mío.

– ¿De si estoy o no dispuesta a aceptarte de nuevo?

– No. De si regreso en mis términos o en los tuyos.

– En mis términos -replicó ella sin rodeos-, o no vuelvas.

Él le dedicó una sonrisa fantasmal.

– Lástima -murmuró.

Sarah le sostuvo la mirada durante un momento, y luego volvió los ojos hacia Ruth.

– ¿Y por qué te expulsaron?

Ruth, que había mantenido la mirada fija en sus manos desde que entró Sarah, le lanzó una mirada de soslayo a Cooper.

– El sargento lo sabe. Él puede decírselo.

– Preferiría oírlo de ti.

– Rompí las reglas del colegio. -Reanudó el estudio de sus manos.

– ¿Todas ellas o una en particular?

– Salir del colegio sin permiso.

– Los tiempos no han cambiado. Una amiga mía fue expulsada por escabullirse por la salida de incendios y hablar con unos chicos al pie de la escalera. La pillaron sólo porque el resto de nosotras estábamos asomadas a la ventana lanzando risillas tontas. Armábamos tal escándalo que la directora nos oyó y la expulsó al instante. Ahora es abogado de tribunales, y muy buena.

– Yo he estado durmiendo con alguien -susurró Ruth-, y la directora dijo que era una mala influencia para las demás. Dijo que yo era inmoral.

Sarah alzó unas cejas interrogativas mirando a Cooper, que asintió con la cabeza.

– Ah, bueno, tal vez los tiempos han cambiado, después de todo -dijo con tono casual-. No puedo imaginarme a ninguna de nosotras que tuviera el coraje suficiente como para hacer algo tan atrevido, al menos después de que nos hubieran atolondrado con firmes reiteraciones de que un esposo podría siempre darse cuenta de si una muchacha no era virgen. -Profirió una carcajada ronca-. Sabíamos muchísimo sobre mordiscos amorosos y los efectos magulladores de los frenéticos besos apasionados, y absolutamente nada de todo lo demás. Estábamos convencidas de que nos volveríamos verdes o nos saldrían pústulas si dejábamos a un hombre en libertad más abajo de nuestro escote. Nos resultó bastante perturbador descubrir que nos habían vendido una mentira. -Bebió otro sorbo de vino-. ¿Valió la pena hacerse expulsar?

– No. -Una lágrima descendió por la mejilla de la muchacha y cayó sobre la mesa-. No sé qué hacer. Quiero ir a la universidad.

– Desde luego, lo más sensato sería regresar a Cedar House junto a tu madre. Tendrá que buscar otro colegio. -En cualquier caso, ¿por qué Cooper la había llevado allí? «¿O era Jack quien la había llevado?»

Cooper despertó a la vida con voz retumbante.

– Es probable que su amigo se ponga hecho un basilisco cuando yo haya hablado unas palabras con él, y Cedar House será el primer lugar al que irá a buscarla. Es una imposición, lo sé, pero de improviso no se me ocurrió ningún otro lugar, después de la forma en que la ha tratado el colegio. -Parecía bastante decepcionado-. Le dijeron que hiciera una maleta mientras ellos llamaban un taxi para que la llevara a casa, así que yo les dije que se olvidaran del taxi, que la llevaría yo. Nunca he visto nada parecido. Uno habría pensado que había cometido un crimen digno de la horca por el modo en que se comportaron. Y lo peor del caso es que no se habrían enterado de nada si yo no la hubiese persuadido de que se lo contara ella misma. Me siento responsable, la verdad, pero es que pensé que le concederían algún mérito por ser sincera, y que la dejarían pasar con una advertencia. Es lo que habría hecho yo.

– ¿Lo sabe tu madre? -inquirió Sarah.

– Jack me dejó telefonearle.

– ¿Está conforme con que te quedes aquí?

– No lo sé. Lo único que dijo es que había tenido noticias de la señorita Harris, y luego colgó. Parecía furiosa. -Ruth mantuvo la cabeza baja y se secó los ojos con un pañuelo.

Sarah le hizo una mueca a Jack.

– Entonces tendrás que ser tú quien se lo diga. Yo no soy precisamente santa de su devoción en este momento, y no me la imagino muy complacida al respecto.

– Ya lo he intentado. También me colgó el teléfono.

Sarah tenía en la punta de la lengua preguntarle por qué, antes de pensarlo mejor. Conociendo a Jack, la respuesta sería tan provocadoramente ilusoria como la respuesta a la vida misma. Lo que la desconcertaba era la velocidad con que los acontecimientos, como una bola en una máquina del millón, habían tomado un curso tan impredecible. Esta mañana tenía tan sólo otro fin de semana solitario delante de sí… «¿y ahora?».

– Bueno, pues alguien tiene que decírselo -dijo con irritación, aislando el único hecho con el que podía entenderse. Miró al sargento-. Tendrá que hacerlo usted. No tengo inconveniente en que Ruth se quede, pero sólo si su madre sabe dónde está.

Cooper parecía desgraciado.

– Tal vez sería mejor si implicáramos a los servicios sociales -se encogió de hombros-, si le pidiéramos a un tercer partido que interviniese, por así decirlo.

Los ojos de Sarah se entrecerraron.

– Soy una persona dócil en general, pero me tomo a mal que se aprovechen de mi buen natural. No existe nada gratis, sargento, y me gustaría recordarle que acaba de beber un St Emilion muy caro de los míos que, haciendo una estimación conservadora y tomando en cuenta la inflación, cuesta bastante más de siete libras por copa. En otras palabras, me debe una, así que no va usted a pasarle su responsabilidad y el futuro de esta niña a algún asistente social sobrecargado de trabajo y mal pagado, cuya única solución al problema sería meterla en un hostal lleno de adolescentes trastornados.

La desdicha de Cooper aumentó.

– También ha hecho, debido a su subestimación de la anticuada ética que todavía existe en los internados femeninos, que una joven que se acercaba a los exámenes más importantes de su vida, haya sido expulsada. Ahora bien, en un mundo en que la ocupación del útero de una mujer es aún el único método fiable que los hombres han descubierto para reproducirse, lo mínimo que pueden hacer a cambio es permitir que sus mujeres obtengan la suficiente educación como para hacer soportable su condena de criadoras de hijos. Sentarse a mirar una pared es una cosa; tener los recursos interiores, el conocimiento y la confianza como para convertir esa pared en una fuente de estímulo interminable, es otra. Y eso es hacer caso omiso de la influencia positiva que las mujeres educadas e inteligentes tienen sobre las generaciones sucesivas. Ruth quiere ir a la universidad. Para hacerlo, debe superar sus exámenes de bachillerato. Es imperativo que Joanna encuentre otro colegio que la acepte de inmediato. Lo cual significa que alguien… -lo señaló con un dedo-, a saber, usted, tiene que explicarle que Ruth está aquí por una buena razón, y que Joanna debe venir y hablar del asunto antes de que Ruth pierda sus oportunidades de recibir una educación lo mejor posible. -Se volvió a mirar a la muchacha-. Y si ahora te atreves a decirme, Ruth, que has renunciado a tu futuro, entonces te meteré en el primer exprimidor que pueda encontrar y, te lo prometo, la experiencia no será agradable.

Se hizo un largo silencio.

Por fin, Jack se movió.

– Ahora empiezas a ver en qué consisten los términos de Sarah. No hay lugar para las debilidades humanas. Te aseguro que hay páginas de notas a pie de página y letra pequeña que tratan de todas las horribles imperfecciones de que sufrimos la mayoría… a saber, incapacidad, falta de confianza, ver los dos aspectos de las cosas y ver los toros desde la barrera…, pero se trata de áreas grises que ella pisa con una paciencia insufrible. Y, créeme, la dejas hacer eso con peligro para tí misma. Mina el poco respeto que te queda por tí misma. -Le sonrió con afecto a Cooper-. Siento compasión por usted, viejo amigo, pero Sarah tiene razón, como de costumbre. Alguien tiene que hablar con Joanna y usted es el que ha acumulado la deuda más alta. Al fin y al cabo, es verdad que hizo expulsar a Ruth, y es verdad que se ha bebido un vaso de vino que cuesta siete billetes.

Cooper sacudió la cabeza.

– Espero que la señorita Lascelles pueda aguantarlos a ustedes dos. Sé que yo no podría. Me harían subir por las paredes antes de parpadear.

El «dos» no le pasó por alto a Sarah.

– ¿Cómo es que sabe usted más de mis acuerdos domésticos que yo misma, sargento? -preguntó con aire de indiferencia.

Él rió afablemente entre dientes al tiempo que se ponía de pie.

– Porque nunca digo nunca jamás, doctora. -Le hizo un guiño-. Como me dijo alguien una vez, la vida es un asco. Siempre se escabulle a tus espaldas y te sorprende cuando menos lo esperas.

Sarah sintió que la muchacha comenzaba a temblar cuando ella abrió la puerta del dormitorio de invitados y encendió la luz.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Está en la planta baja -dijo ella atropelladamente-. Si viene Dave, podrá entrar.

– No fue idea mía, sino de Geoffrey Freeling. Puso la casa patas arriba para que las habitaciones de recepción tuvieran la mejor vista. Estamos volviendo a ponerla en su sitio con lentitud, pero eso requiere tiempo. -Abrió la puerta de comunicación-. Tiene su propio cuarto de baño. -Volvió a mirar a la muchacha y vio la expresión angustiada de su rostro-. Estás asustada, ¿verdad? ¿Preferirías dormir arriba, en mi dormitorio?

Ruth estalló en lágrimas.

– Lo siento -sollozó-. No sé qué hacer. Dave me matará. En el colegio estaba a salvo. No habría podido entrar allí.

Sarah rodeó con los brazos los delgados hombros de la joven, y la estrechó con fuerza.

– Ven arriba -dijo con dulzura-. Estarás a salvo conmigo. Jack puede dormir aquí.

Y el bastardo se lo tenía merecido, pensó. «¡Oh, oh! Por una vez, la ley de Murphy estaba del lado de los ángeles.» Había estado jugando con la ética de la castración médica, pero se sentía dispuesta a establecer un compromiso sobre una cama solitaria y una disculpa servil. Se trataba de un compromiso muy parcial. Estaba tan condenadamente contenta de tenerlo de vuelta que sentía ganas de dar volteretas sobre manos y pies.

Joanna se trasladó al apartamento de Londres la semana pasada, y por primera vez desde su abortado intento de matrimonio tengo la posesión absoluta de Cedar House. Es una victoria de poco valor, pero tengo una sensación de anticlimax. Me temo que el resultado obtenido no merecía la pena. Me siento sola.

Se me ocurre que, de una manera extraña, Joanna y yo somos necesarias la una para la otra. No puede negarse el entendimiento que existe entre nosotras. No nos llevamos bien, por supuesto, pero eso resulta irrelevante ante el hecho de que tampoco nos llevamos bien con nadie más. Había un cierto consuelo en hacer girar el molino de insultos prefabricados que nos hicieron bastante felices a lo largo de nuestras vidas, tan gastados y usados en demasía que lo que nos decíamos la una a la otra pasaba en gran medida inadvertido. Hecho de menos las pequeñas cosas. La forma en que perseguía a Spede a causa del jardín, reprendiendo al pobre hombre si se le pasaba por alto una sola hierba. Sus punzantes observaciones sobre mi forma de cocinar. Y, lo más extraño porque siempre solían irritarme, sus largos, largos silencios. Al fin y al cabo, tal vez el compañerismo tiene menos que ver con la conversación que con el consuelo de la presencia de otro ser humano, por muy egocéntrica que pueda ser esa presencia.

Tengo un terrible miedo de que, al empujarla fuera para que se las arregle como pueda, nos haya perjudicado a ambas. Al menos, mientras estábamos juntas, manteníamos bajo control los peores excesos de cada una. ¿Y ahora? El camino que va al infierno está pavimentado con buenas intenciones…

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