Hughes, que sufría de insomnio y de inquietantes dudas acerca de la continuada obediencia de los jóvenes a los que con tanto éxito había controlado, estaba manso cuando se encaró con el inspector jefe Charlie Jones desde el otro lado de la mesa de la sala de interrogatorios de la comisaría de policía de Freemont Road. Al igual que Cooper, estaba de humor pesimista.
– Supongo que ha venido a hacerme comer el marrón del asesinato de la vieja vaca -dijo malhumorado-. Ustedes son todos iguales.
– Oh, bueno -replicó Charlie con su estilo lúgubre-, hace que los porcentajes tengan mejor aspecto cuando se publican las tablas de la liga. En la actualidad, los de la policía estamos metidos en la cultura de los negocios, muchacho, y la productividad es importante.
– Eso apesta.
– No, para nuestros clientes no apesta.
– ¿Qué clientes?
– El público británico obediente de la ley que paga generosamente por nuestros servicios a través de sus impuestos. La cultura de los negocios exige que primero identifiquemos nuestra base de clientes, luego evaluemos sus necesidades y luego, por último, respondamos a las mismas de manera satisfactoria y adecuada. Usted ya constituye un beneficio cuantioso en la plantilla del balance. Violación, conspiración para violar, ataque, ataque sexual, robo, conspiración para cometer robo, manejo de objetos robados, corrupción, conspiración para obstruir el curso de la justicia… -se interrumpió con una ancha sonrisa-, lo que me lleva al asesinato de la señora Gillespie.
– Lo sabía -dijo Hughes con asco-. Van a inculparme jodidamente por eso. ¡Jesús! No voy a decir una palabra más hasta que llegue aquí mi picapleitos.
– ¿Quién ha dicho nada de inculparlo? -quiso saber Charlie con tono plañidero-. Es sólo un poco de cooperación lo que busco, nada más.
Hughes lo contempló con suspicacia.
– ¿Qué obtendré a cambio?
– Nada.
– Entonces, es no.
Los ojos de Charlie se entrecerraron hasta transformarse en finas rendijas.
– La pregunta que debería de haberme formulado, muchacho, es qué obtendrá si no coopera. Se lo diré. Tiene mi palabra de honor de que no se dejará de remover una sola piedra hasta que yo lo vea condenado y enviado a la cárcel por secuestro y violación de una niña.
– Yo no me lo hago con niñas -se burló Hughes-. Nunca lo he hecho. Nunca lo haré. Y tampoco podrá pillarme por violación. Nunca he violado a una muchacha en toda mi vida. Nunca he necesitado hacerlo. Lo que esos otros basuras hayan hecho, es asunto de ellos. Yo no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo.
– El que un varón adulto duerma con una chica de trece años constituye una violación. Es menor de edad, y por lo tanto demasiado joven como para dar su consentimiento a lo que le hacen.
– Yo nunca he dormido con una de trece años.
– Seguro que sí, y yo lo demostraré. Pondré a trabajar a todos los hombres que están bajo mi mando hasta que consiga encontrar a esa chiquilla, virgen antes de que usted la violara, que le mintió con respecto a su edad. -Le dedicó una sonrisa salvaje al cruzar un destello de duda por la cara de Hughes-. Porque habrá una, muchacho, siempre la hay. Es una idiosincrasia de la psicología femenina. A los trece, quieren pasar por chicas de dieciséis, y lo consiguen. A los cuarenta quieren pasar por treinta, y por Dios que también pueden hacerlo, porque de la única cosa que puedes estar seguro con respecto a las féminas de nuestra especie, es de que nunca parece que tengan la edad que tienen.
Hughes se pasó los dedos por la mandíbula sin afeitar.
– ¿De qué tipo de cooperación está hablando?
– Quiero un informe completo de todo lo que sabe sobre Cedar House y de la gente de la casa.
– Eso es bastante fácil. Que los jodan a todos es la respuesta. Nunca entré. No conocía a la vieja.
– Vamos, Dave, usted es un profesional. A lo largo de los meses se quedó sentado en la furgoneta, fuera de la casa, esperando a Ruth mientras ella hacía sus cosas. Era su chófer, ¿recuerda?, aparecía un día tras otro, durante las vacaciones, para hacerle pasar un buen rato. ¿Cómo sabía ella que estaba allí si no podía hacerle una señal? No me venga con que no se encontraba lo bastante cerca como para ver todas las idas y venidas de la casa.
Hughes se encogió de hombros.
– De acuerdo, veía gente de vez en cuando, pero si no sé quiénes eran, ¿de qué va a servirle eso?
– ¿Vigiló alguna vez la parte trasera de la casa?
El hombre debatió consigo mismo.
– Quizá -dijo, cauteloso.
– ¿Desde dónde?
– Si tiene intención de utilizar esto contra mí, quiero mi picapleitos.
– No se encuentra para nada en posición de discutir -replicó Charlie con impaciencia-. ¿Desde dónde la vigilaba? ¿Desde fuera o desde dentro del jardín?
– A veces solía aparcar la furgoneta en los bloques de casas del flanco. Ruth calculaba que era más seguro, con todos los yuppies que vivían allí. Las esposas se marchaban a trabajar junto con sus maridos, así que no había nadie durante el día -explicó, servicial-. Había un trozo de terreno desigual junto a la valla que rodeaba Cedar House, y resultaba bastante fácil saltar por encima y observar desde los árboles.
El inspector sacó un mapa detallado de su maletín.
– ¿La urbanización de Cedar? -preguntó al tiempo que golpeaba el mapa con el dedo índice.
Hughes sorbió por la nariz.
– Probablemente. Ruth dijo que los terrenos habían pertenecido a la casa en otra época, antes de que la vieja los vendiera por dinero efectivo, aunque sabe Dios por qué no se pulió el resto mientras lo tuvo. ¿Para qué quería un jardín gigantesco cuando hay gente viviendo en la calle? Jesús, era una vieja perra agarrada -dijo, imprudente-. Todo ese jodido dinero y nadie más pudo echarle un vistazo. ¿Es verdad que se lo dejó todo a su médico, o Ruth no estaba más que contándome un rollo?
Charlie le clavó los ojos.
– No es asunto suyo, muchacho, pero esto se lo diré gratis. Ruth no recibió ni un penique por culpa de lo que usted la obligó a hacer. Su abuela se puso en contra de ella cuando comenzó a robar. De no haber sido por usted, le habría dejado la casa.
Hughes se quedó impasible.
– En ese caso no debería de haber abierto las piernas con tanta rapidez, ¿verdad?
Charlie volvió a mirar el mapa mientras luchaba contra el impulso de golpearlo.
– ¿Vio alguna vez a alguien que entrara por la puerta trasera?
– La mujer de la limpieza solía barrer los escalones de vez en cuando. Vi a la mujer de la casa de al lado arreglando los tiestos de su lado, y al viejo tomando el sol en el patio.
– Me refiero a extraños, a alguien que no hubiese esperado ver.
– Nunca vi a nadie. -Hizo un hincapié innatural en el verbo.
– ¿Oyó, entonces?
– Tal, vez.
– ¿Dónde estaba usted? ¿Qué oyó?
– Un día vi a la señora Gillespie que salía en su coche. Pensé en echar una mirada a través de las ventanas. Ver qué había ahí dentro.
– ¿Estaba Ruth con usted?
Él negó con la cabeza.
– Había regresado al colegio.
– Se negaba a cooperar, supongo, así que usted tuvo que descubrir por sí mismo qué merecía la pena robar. Usted estaba rondando la casa.
Hughes no respondió.
– De acuerdo, ¿qué sucedió?
– Oí que la vieja se acercaba por el sendero que rodea la casa, así que me arrojé detrás de la carbonera que hay junto a la puerta de la cocina.
– Continúe.
– No era ella. Era algún otro bastardo que estaba husmeando por ahí, como yo.
– ¿Hombre? ¿Mujer?
– Un viejo. Llamó a la puerta trasera y esperó un poco, y luego entró con una llave. -Hizo una mueca-. Así que me largué. -Vio el triunfo en la cara de Jones-. ¿Era eso lo que quería?
– Podría ser. ¿Tenía la llave en la mano?
– No estaba mirando.
– ¿Oyó algo?
– Los golpes de llamada.
– ¿Algo más?
– Oí que movían una piedra después de llamar a la puerta.
«El tiesto.»
– ¿Cómo sabe que era un hombre, si no estaba mirando?
– Llamó en voz alta. «Jenny, Ruth, Mathilda, ¿estáis ahí?» Era un hombre, ya lo creo.
– Describa su voz.
– De clase alta.
– ¿De viejo? ¿Joven? ¿Fuerte? ¿Débil? ¿De borracho? ¿De sobrio? Déjese de rodeos, muchacho. ¿Qué clase de impresión sacó de él?
– Ya se lo he dicho. Calculo que era un viejo. Por eso pensé que era ella que regresaba. Caminaba con verdadera lentitud y su voz era todo resuellos, como si tuviera problemas con los pulmones. O estuviera en muy baja forma. -Pensó durante un momento-. Aunque podría haber estado borracho -añadió-. Le costaba de verdad pronunciar las palabras.
– ¿Dio usted la vuelta por el frente, después de eso?
Dave negó con la cabeza.
– Salté por encima de la cerca y regresé a la furgoneta.
– ¿Así que no sabe si ese hombre llegó en coche?
– No. -Un destello de algo… «¿indecisión?», le cruzó el rostro.
– Continúe -lo instó Charlie.
– Lo que voy a decirle no me atrevería a jurarlo, así que no es ninguna prueba.
– ¿Qué no es una prueba?
– Yo estaba con el oído alerta, si entiende lo que quiero decir. Me dio un susto de muerte cuando lo oí acercarse, así que calculo que habría oído un coche si lo hubiese habido. Esa grava del frente hace un ruido de mil demonios.
– ¿Cuándo fue esto?
– A mediados de septiembre. Más o menos.
– Bien. ¿Algo más?
– Sí. -Se pasó delicadamente los dedos por el hombro que Jack le había golpeado con la puerta del coche-. Si quiere saber quién mató a la vieja, debería de hablar con el bastardo que anoche me dislocó el jodido brazo. Sospeché de él en cuanto le vi la cara a la luz. Estaba siempre husmeando por ahí, entrando y saliendo de la casa como si fuera suya, pero se aseguraba condenadamente bien de que Ruth no estuviera dentro. Lo distinguí dos o tres veces junto a la iglesia, esperando hasta que no hubiera moros en la costa. Calculo que él es quien debería de interesarle, si es verdad lo que me contó Ruth de que las muñecas de la vieja estaban cortadas con un cuchillo Stanley.
Charlie lo contempló con curiosidad.
– ¿Por qué dice eso?
– Limpió una de las lápidas mientras estaba esperando, raspó la tierra que estaba pegada en las letras. Y no sólo esa vez. Estaba de verdad fascinado con esa lápida. -Pareció pagado de sí mismo-. Y además usó un cuchillo Stanley para hacerlo, ¿no? Después me acerqué a leerla… «¿Merecía ser despreciado por mi creador, bueno y sabio? Puesto que fuiste tú quien me dio el ser. Entonces parte de ti debe morir conmigo.» Algún tipo llamado Fitzgibbon, que la palmó en 1833. Pensé en usar la misma frase cuando llegue el momento. Da bastante en el clavo, ¿no le parece?
– No tendrá ni una sola oportunidad. En estos días censuran los epitafios. La religión se toma a sí misma en serio, ahora que las congregaciones han comenzado a desaparecer. -Se puso de pie-. Es una lástima, la verdad. El humor nunca le ha hecho daño a nadie.
– ¿Entonces ahora está interesado en él?
– Siempre he estado interesado en él, muchacho. -Charlie sonrió con tristeza-. La muerte de la señora Gillespie fue muy artística.
Cooper encontró al inspector disfrutando de una tardía pinta de cerveza sobre bocadillos de queso y cebolla, en el Dog and Bottle de Learmouth. Se sentó con un suspiro en el asiento que había junto a él.
– ¿Los pies vuelven a causarte problemas? -preguntó Charlie, compasivo, a través de un bocado de pan.
– Eso no me importaría demasiado -refunfuñó Cooper-, si mi interior hubiese envejecido al mismo ritmo que mi exterior. Si me sintiera como alguien de cincuenta y seis años, probablemente no me molestaría. -Se frotó las pantorrillas para restablecer la circulación-. Le he prometido a la mujer que volveremos a salir a bailar cuando me jubile, pero a este paso tendré que hacerlo con bifutores.
Charlie sonrió.
– ¿Así que no hay nada de verdad en eso de que eres tan viejo como te sientes?
– Ninguna en absoluto. Eres tan viejo como tu cuerpo te dice que eres. Todavía me sentiré como si tuviera dieciocho cuando sea un viejo de noventa postrado, y continuaré sin poder jugar a fútbol en la selección inglesa. El único que siempre he querido ser, ha sido Stanley Matthews -comentó, melancólico-. Mi padre me llevó a verlos a él y al Blackpool cuando ganaron la copa en 1953, como regalo de cumpleaños cuando cumplí los dieciséis. Fue pura magia. Nunca lo he olvidado.
– Yo quería ser Tom Kelley -dijo Charlie.
– ¿Quién es?
El inspector rió entre dientes mientras se limpiaba los dedos con una servilleta.
– El fotógrafo que persuadió a Marilyn Monroe de que posara desnuda para él. Imagínatelo. Marilyn Monroe completamente desnuda y tú al otro lado del objetivo. Eso sí que habría sido mágico de verdad.
– Estamos en la profesión equivocada, Charlie. No hay ningún encanto en lo que hacemos.
– Entonces, ¿la señora Marriott no te ha levantado el ánimo?
– No. -Volvió a suspirar-. Le hice una promesa. Le dije que no usaríamos lo que me dijo a menos que no tuviéramos más remedio, pero de momento no veo cómo podemos evitarlo. Si no tiene importancia para el caso, soy el tío de un mono. Primero, Joanna Lascelles no era la única hija de la señora Gillespie. Tuvo otro hijo trece o catorce meses más tarde, engendrado por el marido de la señora Marriott. -Relató los antecedentes para beneficio de Charlie-. La señora Marriott creía que ella había matado al bebé cuando nació, pero la mañana del día seis la señora Gillespie le dijo que había sido un chico y que lo había dado en adopción cuando nació.
Charlie se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes de curiosidad.
– ¿Sabe lo que sucedió con él?
Cooper negó con la cabeza.
– Al parecer estaban gritándose la una a la otra, y ese detalle le fue arrojado por la señora Gillespie cuando le cerró la puerta. La señora Marriott dice que Mathilda quería hacerle daño, así que podría no ser siquiera verdad.
– Bien. Continúa.
– Segundo, y esto es lo verdaderamente impresionante, la señora Marriott robó unos barbitúricos en el dispensario de su padre que, según ella, Mathilda usó para asesinar a Gerald Cavendish. -Detalló lo que le había contado Jane, sacudiendo la cabeza de vez en cuando al llegar a la parte desempeñada por James Gillespie en la tragedia-. Ese tipo es un mal elemento, chantajea a todo el mundo, hasta donde puedo juzgar. La pobre mujer está aterrorizada por la posibilidad de que él vaya a hacer público lo que sabe.
– Se lo tiene bien merecido -comentó Charlie sin compasión ninguna-. ¡Vaya un grupo de corruptos que eran todos! Pensar que dicen que hasta hace poco que el país no ha comenzado a irse al garete… Dices que fue a ver a la señora Gillespie la mañana del asesinato. ¿Qué más le dijo la señora Gillespie?
– ¿Asesinato? -preguntó Cooper con un deje irónico-. ¿No me dirás que por fin estás de acuerdo conmigo?
– Continúa hablando, viejo sinvergüenza -dijo Jones con impaciencia-. Me tienes en vilo.
– La señora Gillespie comenzó mostrándose muy fría y compuesta, le dijo a la señora Marriott que todo el asunto estaba fuera de sus manos y que no estaba dispuesta a pagar la cantidad de dinero que le exigía James. Por lo que a ella respectaba, ya no le importaba lo que la gente dijera o pensara de ella. Nunca había habido duda ninguna de que Gerald se suicidó, y si Jane quería confesar que le había robado drogas a su padre, era asunto suyo. Mathilda negaría tener conocimiento alguno de las mismas. -Abrió su libreta de notas-. «Se ha pecado más contra mí de lo que yo he pecado», dijo, y le aconsejó a la señora Marriott que, respecto al bebé, las cosas iban a ponerse peor antes de que mejoraran. Continuó diciendo que la señora Marriott era una estúpida por haber mantenido a su esposo en la ignorancia durante todos estos años. Tuvieron una pelea terrible durante la cual la señora Marriott acusó a la señora Gillespie de arruinar las vidas de todas las personas con las que entraba en contacto, momento en el cual la señora Gillespie le ordenó salir de la casa con las siguientes palabras: «James ha estado leyendo mis papeles privados y sabe dónde está la criatura. Carece por completo de sentido guardar silencio durante más tiempo». Entonces le dijo que era un chico y que lo había dado en adopción. -Cerró la libreta-. Yo apuesto a que los «papeles privados» eran los diarios, y que las cosas iban a ponerse peor porque la señora Gillespie había tomado la decisión de reconocer a su hijo ilegítimo e inutilizar las armas de James. -Se frotó la mandíbula con cansancio-. No es que ese argumento tenga mucho más sentido que el de antes. Más o menos hemos decidido que quienquiera que estuviera leyendo los diarios fue la misma persona que los robó y que asesinó a la anciana, y yo continúo diciendo que James Gillespie no habría llamado la atención sobre los diarios si fuera la parte culpable. La psicología de eso es por completo errónea. ¿Y qué móvil tenía para matarla? Era muchísimo más valiosa viva, como víctima de chantaje. Seamos realistas, no era sólo el asunto del bebé lo que tenía contra ella, era también el asesinato del tío.
– Pero es probable que eso no pudiera demostrarlo, después de tanto tiempo, y estás haciendo demasiadas suposiciones -dijo Charlie con lentitud-. «Se ha pecado más contra mí de lo que yo he pecado.» -repitió-. Esa frase es del Rey Lear.
– ¿Y?
– El rey Lear se volvió loco y le dio por vagar por los campos cercanos a Dover con una corona de plantas silvestres en la cabeza, porque sus hijas lo habían despojado de su reino y su autoridad.
Cooper gimió.
– Yo pensaba que era Ofelia la que tenía la corona de plantas silvestres.
– La suya era una diadema de plantas silvestres -lo corrigió Jones con frivola pedantería-. Era el rey Lear quien llevaba una corona. -Pensó en el epitafio de la lápida de Fontwell-. Por Dios, Tommy, este caso tiene una simetría encantadora. Jack Blakeney ha estado usando un cuchillo Stanley para limpiar inscripciones mortuorias en Fontwell.
Cooper lo miró con expresión ceñuda.
– ¿Cuántas jarras de cerveza te has bebido?
Charlie volvió a inclinarse hacia delante, con sus agudos ojos explorando el rostro de Cooper.
– Estudié el Rey Lear en el colegio. Es una obra magnífica. Toda ella trata sobre la naturaleza del afecto, el abuso de poder y las fatalidades definitivas del espíritu humano.
– Igual que Hamlet, entonces -dijo Cooper con acritud-. Y también Ótelo, ya que estamos.
– Por supuesto. Eran todas tragedias con la muerte como consecuencia inevitable. El error del rey Lear fue malinterpretar la naturaleza del afecto. Le confería más peso a las palabras que a los hechos, y dividió su reino entre dos de sus hijas, Gonerila y Regania, que él creía que lo querían pero que, en realidad, lo despreciaban. Era un anciano cansado que quería abdicar de las cargas del Estado y vivir el resto de su vida en paz y tranquilidad. Pero era también extremadamente arrogante y despreciaba la opinión de cualquiera que no fuese la suya. Su suposición temeraria de que él sabía qué era el afecto sembró las semillas de la destrucción de su familia. -Sonrió-. No está mal, ¿eh? Casi palabra por palabra igual al ensayo que yo escribí en el formulario del día seis. Y en su momento yo aborrecí esa brillante obra. Me han hecho falta treinta años para ver sus méritos.
– Yo llegué al Rey Lear hace algunos días -señaló Cooper-, pero sigo sin ver la relación. Si ella hubiera dividido sus posesiones entre la señora Lascelles y la señorita Lascelles, podría haber habido un paralelo.
– No lo entiendes, Tommy. El Rey Lear fue la más trágica de todas las obras de Shakespeare, y la señora Gillespie conocía bien la obra de Shakespeare. Maldición, hombre, esa mujer pensaba que todo lo que escribió él era un evangelio. Había un tercer descendiente, no lo olvides, al que se expulsó sin un penique. -Se puso de pie-. Quiero a Jack Blakeney en interrogatorio dentro de media hora. Sé buen chico y tráelo. Dile que tu jefe quiere hablar con él sobre el hijo de la señora Gillespie que fue adoptado.
Lo que ninguno de ellos sabía era que Jack Blakeney había sido arrestado en Mill House media hora antes, a continuación de la llamada que los Orloff hicieron al 999, y de las histéricas aseveraciones hechas por Joanna Lascelles de que él no sólo había intentado matarla sino que reconoció haber matado a su madre.
El inspector se enteró de ello en cuanto regresó de almorzar. Cooper fue informado por radio y se le ordenó regresar de inmediato. Se tomó un poco de tiempo, sin embargo, para sentarse durante cinco minutos, en deprimida desilusión, en un desierto camino rural. Las manos le temblaban demasiado como para conducir de una manera competente, y sabía, con una horrible sensación de derrota, que su tiempo se había acabado. Había perdido lo que fuera que había hecho de él un buen policía. Siempre había sabido lo que sus superiores decían de él, pero también había sabido que se equivocaban. Su punto fuerte había sido su capacidad para juzgar con exactitud a la gente con la que trataba, y por mucho que dijeran los demás en sentido contrario, solía acertar. Pero nunca había permitido que la simpatía que sentía por un delincuente y por la familia de un delincuente se interpusieran en el camino de un arresto. Tampoco le había visto validez alguna al permitir que el trabajo policial lo deshumanizara o destruyera la tolerancia que, íntimamente, pensaba que era lo único que colocaba al hombre por encima de los animales.
Con el corazón apesadumbrado, encendió el motor y emprendió la carrera de vuelta a Learmouth. Había juzgado mal a los dos Blakeney. Peor aún, no podía ni empezar a seguir los vuelos de fantasía de Charlie Jones sobre el Rey Lear, ni comprender la terrible simetría que había detrás de las inscripciones mortuorias y los cuchillos Stanley. ¿No le había dicho el señor Spede que el cuchillo Stanley hallado en el piso del baño era uno del cajón de la cocina? Lo de la corona creía entenderlo. Quienquiera que hubiese adornado a la señora Gillespie con ortigas había visto la relación simbólica entre ella y el Rey Lear. Entonces, ¿cómo había llegado Ofelia a llevarlos por un camino falso? «Diademas silvestres», recordó, y la referencia hecha a ellas en el baño por parte de la doctora Blakeney.
Una intensa tristeza le oprimió el corazón. Pobre Tommy Cooper. Era, al fin y al cabo, sólo un viejo absurdo y bastante cochino que jugaba con fantasías sobre una mujer que era lo bastante joven como para ser su hija.
Una hora más tarde, el inspector Jones retiró la silla que había delante de Jack y se sentó al tiempo que encendía la grabadora y grababa la fecha, la hora y quiénes estaban presentes. Se frotó las manos con expectativa ante el reto.
– Bueno, bueno, señor Blakeney, he estado deseando este momento. -Le dedicó una ancha sonrisa a Cooper, que se encontraba sentado con la espalda contra la pared y miraba fijamente al suelo-. El sargento ha estimulado mi apetito con lo que me ha contado sobre usted, por no mencionar los informes de su contratiempo con la policía de Bournemouth y esta última pequeña gresca en Cedar House.
Jack entrelazó las manos detrás de la cabeza y le dedicó una sonrisa lobuna.
– En ese caso, espero no decepcionarlo, inspector.
– Estoy seguro de que no. -Entrelazó los dedos sobre la mesa que tenía delante-. Dejaremos a la señora Lascelles y el incidente de Bournemouth a un lado de momento, porque estoy más interesado en la relación que tenía con la señora Gillespie. -Parecía muy satisfecho de sí mismo-. He descifrado la corona floral que tenía puesta en la bañera. No la de Ofelia, en absoluto, sino la del rey Lear. Acabo de mirarlo. Acto IV, escena IV, donde Cordelia lo describe como «coronado con palomilla exuberante y balluecas, con bardana, cicuta, ortigas, cardaminas». Y luego, en la escena VI, una anotación de escena. «Entra Lear fantásticamente coronado con plantas silvestres.» ¿Estoy en lo cierto, señor Blakeney?
– A mí ya se me había ocurrido que Ofelia era una interpretación muy improbable. Yo adiviné la de Lear cuando Sarah me describió la escena.
– Y Lear, desde luego, tiene más sentido.
Jack alzó una ceja irritada.
– ¿Ah, sí?
– Oh, sí. -Se frotó las manos con regocijada expectación-. Creo que va más o menos así. Lear tenía dos hijas viles, Gonerila y Regania, y una hija amante, Cordelia. A Cordelia la desterró por negarse a halagarlo con palabras vanas; a Gonerila y Regania las recompensó porque eran lo bastante engañosas como para mentirle con el fin de recibir su parte de las riquezas de él. Por Gonerila y Regania, tomemos a Joanna y Ruth Lascelles. Por Cordelia, tomemos al hijo que la señora Gillespie entregó en adopción, es decir, al que desterró, y que nunca recibió un solo penique de ella. -Sostuvo la mirada de Jack-. Ahora bien, en la obra, Cordelia regresa para rescatar a su padre de la brutalidad que las otras dos hermanas le están infligiendo, y creo que eso también sucedió en la realidad, aunque hablando en un sentido puramente figurado, por supuesto. Ni Joanna ni Ruth fueron brutales con la señora Gillespie, sólo desesperantemente decepcionantes. -Dio golpecitos con los índices entre sí-. Cordelia, el hijo entregado en adopción al que Mathilda había renunciado hacía tanto tiempo, reaparece milagrosamente para recordarle que el amor todavía existe para ella, que no es una persona tan amargada como ella creía ser y que, por último, le ha dado el ser a una persona que tiene unas cualidades de las que ella podría estar orgullosa. ¿Qué tal estoy haciéndolo, señor Blakeney?
– Con mucha imaginación.
Charlie profirió una larga carcajada.
– La única pregunta es: ¿quién es Cordelia?
Jack no respondió.
– Y, ¿llegó aquí buscando a su madre o fue la pura casualidad quien lo trajo? ¿Quién reconoció a quién, me pregunto?
Una vez más, Jack no contestó, y las cejas de Charlie se unieron de golpe con gesto feroz.
– No está obligado a responder a mi pregunta, señor Blakeney, pero sería muy imprudente olvidar que estoy investigando un asesinato y un intento de asesinato. Ya sabe que el silencio no le ayudará.
Jack se encogió de hombros, al parecer impasible ante las amenazas.
– Aunque algo de eso fuera verdad, ¿qué tiene que ver con la muerte de Mathilda?
– Dave Hughes me contó hoy una interesante historia. Dice que lo observó a usted mientras limpiaba una lápida del cementerio de Fontwell, dice que era obvio que usted estaba tan fascinado por ella, que se acercó para leerla cuando se hubo marchado usted. ¿Recuerda lo que dice?
– «George Fitzgibbon 1789-1833. ¿Merecía ser despreciado por mi creador, bueno y sabio? Puesto que fuiste tú quien me dio el ser, entonces parte de tí debe morir conmigo.» Lo busqué en los archivos de la parroquia. Murió de sífilis como resultado de una vida disoluta. María, su pobre esposa, murió de lo mismo cuatro años más tarde y fue enterrada en el suelo al lado de George, pero no tuvo lápida porque sus hijos se negaron a pagarla. En los archivos hay un epitafio escrito, y el de ella es todavía mejor que el de él: «George era lujurioso, grosero y malvado, me pegó la sífilis, está con el diablo». Corto, y va al grano. El de George era ridiculamente hipócrita en comparación.
– Todo depende de quién creyera George que era su creador -dijo Charlie-. Tal vez era a su madre, su creadora, a la que quería llevarse al infierno consigo.
Con gesto ocioso, Jack trazó un triángulo en la superficie de la mesa.
– ¿Quién le dijo que Mathilda tenía un hijo que había entregado en adopción? Alguien fiable, espero, porque está usted construyendo un castillo de mil demonios sobre esa información.
Jones captó la mirada de Cooper, pero hizo caso omiso del ceño fruncido de advertencia. Como había dicho Cooper, las posibilidades que tenían de respetar las confidencias de Jane Marriott eran escasas.
– La señora Jane Marriott, cuyo esposo fue el padre del chico.
– Ah, bueno, en ese caso es una fuente muy fiable. -Vio el destello de emoción en los ojos del inspector y sonrió, genuinamente divertido-. Mathilda no era mi madre, inspector. Si lo hubiese sido, me habría sentido emocionado. Yo adoraba a esa mujer.
Charlie se encogió de hombros.
– Entonces, la señora Gillespie mintió respecto a que tenía un hijo varón, y Cordelia es su esposa. Tiene que ser uno de ustedes dos, o ella no habría hecho ese testamento. Ella no iba a cometer el error de Lear y legarle sus riquezas a las hijas que no lo merecían.
Pareció que Jack estaba a punto de negarlo, y luego se encogió de hombros.
– Imagino que Mathilda le dijo a Jane Marriott que era un niño, por despecho. Nunca se refería a ella por su nombre, sino que la llamaba la «remilgada criatura del consultorio». Era cruel por su parte, pero es que Mathilda solía ser cruel. Era una mujer profundamente infeliz. -Calló para ordenar sus pensamientos-. Me habló de la aventura que había tenido con Paul, después de que acabara su retrato. Dijo que faltaba algo en el cuadro y que ese algo era culpabilidad. La atormentaba por completo. Culpabilidad por haber renunciado a su bebé, culpabilidad por no haber sido capaz de enfrentarse con el asunto, culpabilidad por culpar a los llantos de Joanna de la adopción del segundo bebé; en última instancia, supongo, culpabilidad por ser incapaz de sentir afecto. -Volvió a guardar un breve silencio-. Entonces Sarah apareció como por encanto y Mathilda la reconoció. -Vio la expresión de incredulidad en la cara de Charlie Jones-. No de inmediato y no como la bebé que había entregado, sino de modo gradual a medida que pasaron los meses. Había demasiadas cosas que encajaban. Sarah tenía la edad correcta, su nacimiento tuvo lugar el mismo día que el de su bebé, sus padres habían vivido en el mismo barrio de Londres en el que se encontraba el apartamento de Mathilda. Lo más importante es que ella creyó reconocer una similitud en los gestos de Sarah y Joanna. Tenían la misma sonrisa, la misma forma de inclinar la cabeza, el mismo truco de mirarlo a uno atentamente mientras hablaba. Y desde el principio, Sarah aceptó a Mathilda tal y como la encontró, por supuesto, de la misma forma que acepta a todo el mundo, y por primera vez en muchos años Mathilda se sintió valorada. Era un cóctel muy poderoso. Mathilda estaba tan convencida de haber encontrado a su segunda hija, que me abordó y encargó que pintara el retrato. -Sonrió con tristeza-. Yo pensé que mi suerte había cambiado, pero lo único que ella quería, por supuesto, era una excusa para averiguar más sobre Sarah de la única persona disponible que sabía algo que mereciese la pena.
– Pero ¿usted no sabía eso mientras estaba pintándola?
– No. Me pregunté por qué estaba tan interesada en nosotros dos, en cómo eran nuestros padres, de dónde procedían, si teníamos hermanos y hermanas, si yo me llevaba bien o no con mis suegros. Verá, no se limitó a preguntar por Sarah. En caso de que lo hubiera hecho, yo podría haber sospechado. Según fueron las cosas, cuando por fin me dijo que Sarah era su hija perdida, yo me sentía espantado. -Se encogió de hombros con gesto de impotencia-. Yo sabía que no podía serlo, porque Sarah no fue adoptada.
– Sin duda, eso habrá sido lo que la señora Gillespie le preguntó a usted.
– No de esa manera, no. Nunca dijo nada de una forma tan directa.-Volvió a encogerse de hombros ante la cara de escepticismo del inspector-. Está olvidando usted que nadie de Fontwell sabía nada sobre esa criatura, excepto Jane Marriott, y Mathilda era demasiado orgullosa como para permitir que el resto del pueblo atisbara fango siquiera a sus pies. Estaba buscando una expiación privada, no una pública. Lo máximo que nos acercamos al asunto fue cuando ella me preguntó si Sarah tenía una buena relación con su madre y yo le dije que no, porque no tenían nada en común. Incluso puedo recordar las palabras que utilicé. Le dije: «Con frecuencia me he preguntado si Sarah no sería adoptada, porque la única explicación para la disparidad que existe entre ellas dos en apariencia, palabras y hechos, es que no estén emparentadas». Yo estaba hablando con ligereza, pero Mathilda lo usó para construir un castillo en el aire. Más o menos como está haciendo usted en este momento, inspector.
– Pero ella tomó la decisión antes de que usted comenzara a pintar el cuadro, señor Blakeney. Si no recuerdo mal, comenzó a consultar al señor Duggan con respecto al testamento en el mes de agosto.
– Era como una fe -fue la sencilla réplica de Jack-. No puedo explicarlo de ninguna otra forma. Necesitaba compensar a la hija que no había tenido nada, y Sarah tenía que ser esa hija. El hecho de que las edades, las fechas de nacimiento y los modales fueran mera coincidencia, carecía por completo de relevancia. Mathilda había tomado la decisión y lo único que quería de mí era que rellenara los vacíos. -Se pasó los dedos por entre el pelo-. De haberlo sabido antes, la habría desengañado, pero no lo supe, y lo único que conseguí, sin saberlo, fue alimentar la creencia.
– ¿Sabe la doctora Blakeney todo esto?
– No. Mathilda se mostró intransigente respecto a que nunca debía saberlo. Me hizo prometer que lo guardaría en secreto… le aterrorizaba que Sarah pudiera tratarla de modo diferente, dejar de tenerle simpatía, rechazarla por completo… y yo pensé, gracias a Dios, porque de esta forma nadie resultará herido. -Se frotó la cara con una mano-. Verá, no sabía qué hacer, y necesitaba tiempo para buscar la manera de desengañar a Mathilda con suavidad. Si le hubiese dicho la verdad, allí y entonces, habría sido como arrebatarle otra vez a la criatura.
– ¿Cuándo sucedió esto, señor Blakeney? -preguntó Charlie.
– Unas dos semanas antes de que muriera.
– ¿Por qué se lo contó a usted, si no quería que nadie lo supiera?
Jack no respondió de inmediato.
– Fue el retrato -dijo pasado un momento-. Lo llevé para mostrárselo. Todavía no estaba terminado pero quería ver cuál sería su reacción para poder pintar eso en el cuadro. En el pasado he obtenido unas reacciones asombrosas: enojo, conmoción, vanidad, irritación, decepción. Eso lo registro todo debajo de mi firma con el fin de que cualquiera que conozca el código pueda saber lo que el o la modelo pensó del tratamiento que le di a su personalidad. Es una especie de chiste visual. La reacción de Mathilda fue de intenso pesar. Nunca he visto a nadie tan trastornado.
– ¿No le gustó? -sugirió Charlie.
– Exactamente lo opuesto. Lloraba por la mujer que podría haber sido. -Los ojos se le nublaron de afecto-. Dijo que yo era la primera persona que jamás le había manifestado compasión.
– No lo entiendo.
Jack miró al sargento, que continuaba sentado y con la vista clavada en el suelo.
– Tommy sí -dijo-. ¿No es cierto, mi viejo amigo?
Se produjo una breve pausa antes de que Cooper alzara la cabeza.
– El dorado del corazón de ella en el cuadro -murmuró-. Ésa era Mathilda tal y como fue al principio, antes de que los acontecimientos se adueñaran de la situación y la destruyeran.
Los oscuros ojos de Jack se posaron sobre él con afecto.
– Maldición, Tommy -dijo-, ¿cómo es que soy el único que aprecia sus cualidades? ¿Hay algo que se le escape?
Cuando le dije a mi padre que estaba embarazada, se desmayó. Fue un ejemplo de cobardía absoluta. Gerald, por el contrario, se mostró bastante complacido. «¿Es mío, Matty?», preguntó. Tal vez debería de haberme sentido ofendida, pero no fue así. El deleite de él por lo que había conseguido me resultó bastante conmovedor.
Mi padre es por completo partidario de un aborto, por supuesto, y no sólo por el escándalo potencial. Dice que el bebé será mucho más imbécil que Gerald. Me he negado. Nada me inducirá a acercarme siquiera a un abortista de callejón que es lo único que me ofrece mi padre. Dice que conoce a alguien en Londres que lo hará por unos honorarios reducidos, pero no me fío de él ni lo más mínimo, y no le confiaré mi vida a una mujer incompetente con agujas de hacer punto y ginebra. En cualquier caso, si el niño es deficiente como sugiere mi padre, no sobrevivirá mucho tiempo. Gerald está con nosotros sólo porque su necia madre lo cuidó con devoción durante años.
Todas las nubes tienen su forro de plata. Gerald nunca ha sido más fácil de manejar que en estos momentos. El saber que llevo un hijo suyo en el vientre ha borrado de su memoria todo recuerdo de Grace. Significa que tendré que casarme para darle legitimidad al bebé, pero James Gillespie se muestra fastidioso con su insistencia, y se casaría conmigo mañana si diera mi consentimiento.
Mi padre dice que James es homosexual y que necesita una esposa que le confiera respetabilidad, pero, al mismo tiempo, como yo necesito un marido por la misma razón, sin duda podré tolerarlo durante los pocos meses que faltan hasta que nazca el bebé.
Le he dicho a mi padre que le ponga al mal tiempo buena cara, cosa que el necio hombre es incapaz de hacer, y que nos permita a James y a mí hacer usufructo del apartamento que tiene en Londres. Una vez que el bebé haya nacido, yo regresaré a casa. Mi padre se alojará en su club en las raras, ahora muy raras ocasiones en las que esté lo bastante sobrio como para asistir a los debates del Parlamento. Esta velada lloró sus lágrimas de borracho y dijo que yo era innatural, afirmando que lo único que él jamás había querido era que yo fuera dulce con Gerald y lo mantuviera contento.Pero fue Grace quien introdujo a Gerald en el sexo, no yo, y mi padre lo sabe. ¿Y cómo se supone que iba a mantener contento a un imbécil sexualmente activo? ¿Jugando al bridge? ¿Hablando de Platón? ¡Dios querido, siento tal desprecio por los hombres! Tal vez es cierto que soy innatural…