Violet Orloff buscó a su esposo en él salón, donde estaba mirando las primeras noticias de la noche en el televisor. Bajó el volumen y detuvo su anguloso cuerpo ante la pantalla.
– Estaba mirándolo -dijo él con suave reprobación.
Ella no le hizo caso.
– Esas dos mujeres horribles de al lado han estado gritándose como un par de pescaderas, y pude oír cada palabra. Deberíamos de haber seguido el consejo del tasador e insistido en tener una pared doble a prueba de sonido. ¿Qué va a pasar si se la venden a unos hippies o a gente que tenga hijos pequeños? Vamos a volvernos locos con sus peleas.
– Espera y veremos -dijo Duncan mientras cruzaba sus regórdetas manos sobre el amplio regazo.
Nunca podía entender cómo era posible que la avanzada edad, que a él le había proporcionado serenidad, a Violet le había traído sólo una agresiva frustración. Se sentía culpable por ello. Sabía que nunca debería de haberla llevado de vuelta a vivir en semejante proximidad con Mathilda. Era como poner una margarita junto a una orquídea e invitar a la comparación.
Ella lo miró con expresión ceñuda.
– ¡Puedes ser tan irritante a veces! Si esperamos y ya veremos, será demasiado tarde como para hacer nada. Creo que deberíamos exigir que se hiciera algo antes de que la vendan.
– ¿Has olvidado -le recordó él con amabilidad- que si pudimos pagar esta casa en primer lugar fue precisamente porque no había insonorización y Mathilda consintió en rebajarla cinco mil libras cuando el tasador señaló la deficiencia? Difícilmente nos hallamos en posición de exigir nada.
Pero Violet no había acudido a discutir de exigencias.
– Pescaderas -repitió-, chillándose la una a la otra. Al parecer, ahora la policía piensa que Mathilda fue asesinada. ¿Y sabes qué ha llamado Ruth a su madre? Puta. Dijo que sabía que su madre hacía de puta en Londres. Bastante peor, de hecho. Dijo que Joanna era -su voz bajó hasta un susurro mientras sus labios, con un movimiento exagerado, formaron las palabras-, una puta jodedora.
– Buen Señor -dijo Duncan Orloff, sacado de su serenidad por el sobresalto.
– Puedes decirlo. Y Mathilda pensaba que Joanna estaba loca, y Joanna intentó asesinar a Ruth, y está gastando su dinero en algo que no debería y, lo peor de todo, Ruth estuvo en la casa la noche en que murió Mathilda y se llevó los pendientes de Mathilda. Y -dijo con un particular énfasis, como si no hubiera dicho «y» varias veces-, Ruth ha robado también otras cosas. Es obvio que no le han contado nada de eso a la policía. Creo que deberíamos informarles.
Él parecía levemente alarmado.
– ¿Te parece que es asunto nuestro, querida? Al fin y al cabo, nosotros tenemos que continuar viviendo aquí. Odiaría que pasaran más cosas desagradables. -Lo que Duncan llamaba serenidad, otros lo llamaban apatía, y el escándalo organizado hacía dos semanas por los alaridos de Jenny Spede le había resultado en extremo perturbador. Ella lo miró con fijos ojillos astutos.
– Tú sabías desde el principio que había sido un asesinato, ¿verdad? Y sabes quién lo hizo.
– No seas absurda -replicó, con un rastro de enojo en la voz. Ella dio un furioso golpe con el pie contra el suelo.
– ¿Por qué insistes en tratarme como a una niña? ¿Te crees que no lo sabía? Lo he sabido durante cuarenta años, hombre estúpido. Pobre Violet. La segunda en todo. Siempre la segunda. ¿Qué te dijo ella, Duncan? -Sus ojos se entrecerraron hasta ser dos rendijas-. Ella te dijo algo. Sé que lo hizo.
– Has estado bebiendo otra vez -replicó él con frialdad.
– Tú nunca acusaste a Mathilda de beber, pero es que ella era perfecta. Incluso borracha, Mathilda era perfecta. -Se tambaleó muy levemente-. ¿Vas a informar de lo que he oído? ¿O tendré que hacerlo yo? Si Joanna o Ruth la asesinaron, no merecen salir con bien. Espero que no vayas a decirme que no te importa. Yo sé que te importa.
Por supuesto que le importaba -era sólo Violet la persona por la que sentía una aparatosa indiferencia- pero, ¿es que no tenía ella ningún sentido de la autoconservación?
– Imagino que Mathilda no fue asesinada por diversión -dijo, sosteniéndole la mirada durante un momento-, así que te insto a ser muy cautelosa en lo que digas y en cómo lo digas. En general, creo que sería mejor que lo dejaras en mis manos. -Pasó el brazo más allá de ella para subir el volumen del televisor-. Es el informe del tiempo -observó, haciéndole un gesto grave para que se apartara a un lado, como si las presiones atmosféricas del día siguiente en todo el Reino Unido tuvieran algún interés para un anciano gordo, blando, que nunca se movía de su sillón si podía evitarlo.
Ruth le abrió la puerta a Jack con una expresión malhumorada en sus oscuros ojos.
– Esperaba que no regresaría -dijo sin rodeos-. Ella siempre consigue lo que quiere.
Él le sonrió.
– También yo.
– ¿Sabe su esposa que está aquí?
El entró en el vestíbulo pasando ante ella, apoyó la tela de Joanna contra una pared y dejó en el suelo el maletín.
– ¿Es eso asunto tuyo?
Ella se encogió de hombros.
– Ella es quien tiene el dinero. Todos perderemos si usted y mamá la sacan de quicio. Tienen que estar locos.
Él se sintió divertido.
– ¿Esperas que yo vaya a lamerle el culo a Sarah para que tú puedas darte la buena vida? Olvídalo, tesoro. La única persona por la que yo lamería un culo sería por mí mismo.
– No me llame tesoro -le espetó ella.
Los ojos de él se entrecerraron.
– Entonces, no me juzgues por tus propias pautas. El mejor consejo que puedo darte, Ruth, es que aprendas un poco de sutileza. No hay nada más disuasor que una mujer descarada.
A pesar de toda su madurez exterior, todavía era una niña. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Le odio.
Él la estudió con curiosidad durante un momento, y luego se marchó en busca de Joanna.
Nadie podía acusar a Joanna de carecer de sutileza. Era una mujer de inteligencia en palabras, vestido y acto. Ahora se encontraba sentada en el salón suavemente iluminado, con un libro abierto en el regazo, el rostro impasible y el cabello como un halo plateado en la luz que manaba de la lámpara de mesa. Sus ojos se alzaron un breve instante en dirección a Jack cuando él entró, pero no dijo nada y sólo le hizo un gesto en dirección al sofá para que se sentara. Él prefirió quedarse de pie junto a la repisa de la chimenea, para observarla. Pensaba en ella en términos de hielo. Glacial. Deslumbrante. Estática.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella tras largo rato de silencio.
– Mathilda tenía razón con respecto a tí.
No hubo expresión ninguna en los ojos grises de ella.
– ¿Respecto a qué, en particular?
– Dijo que eras un misterio.
Ella le dedicó una leve sonrisa pero nada dijo.
– A mí me gustaba ella, ¿sabes? -prosiguió Jack, pasado un momento.
– Seguro. Despreciaba a las mujeres pero sentía admiración por los hombres.
«Había mucho de verdad en eso», pensó Jack.
– Sarah le gustaba mucho.
– ¿Lo crees así?
– Le dejó tres cuartos de millón de libras. Yo diría que eso fue un indicio bastante bueno de que le gustaba.
Joanna reclinó la cabeza en el respaldo del sofá y lo contempló con una mirada sorprendentemente penetrante.
– Había supuesto que conocías mejor a mi madre. A ella no le gustaba nadie. ¿Y por qué atribuirle un motivo tan mundano? Ella habría considerado un legado de tres cuartos de millón de libras en términos del poder que podía comprar con ese dinero, no como una retribución para alguien que le había hecho un pequeño favor. Mi madre nunca tuvo intención de que ese testamento fuera el definitivo. No se trataba de otra cosa que de una obra de teatro montada para que Ruth y yo la encontráramos. El dinero compra poder con la misma eficacia, si uno amenaza con no entregarlo.
Pensativo, Jack se frotó la mandíbula. Sarah había dicho algo muy parecido.
– Pero ¿por qué Sarah? ¿Por qué no dejárselo a un hogar de perros? Habría conseguido el mismo propósito.
– He estado preguntándome eso mismo -murmuró ella al tiempo que desviaba los ojos hacia la ventana-. Pienso que tal vez sentía por tu mujer todavía más antipatía que por mí. ¿Imaginas que Ruth y yo nos habríamos quedado calladas si hubiésemos visto la grabación de vídeo mientras mi madre estaba aún viva? -Se pasaba una mano arriba y abajo con movimiento rítmico por el brazo opuesto mientras hablaba. Era un acto de extraordinaria sensualidad pero ella parecía no darse cuenta de que lo hacía. Volvió la cabeza para mirar a Jack. Tenía los ojos extrañamente vidriosos-. La posición de tu esposa se habría vuelto insostenible.
– ¿Qué habríais hecho? -preguntó Jack, curioso.
Joanna sonrió.
– No demasiado. Tu mujer habría perdido sus pacientes en el plazo de seis meses una vez que se supiera que había persuadido a una paciente rica de dejarle toda su fortuna. Los perderá de todas formas.
– ¿Porqué?
– Mi madre murió en circunstancias sospechosas y tu esposa es la única persona que se ha beneficiado de su muerte.
– Sarah no mató a Mathilda.
Joanna sonrió para sí.
– Dile eso a la gente de Fontwell. -Se puso de pie y se alisó el vestido negro sobre el vientre plano-. Estoy lista -dijo.
Él frunció el entrecejo.
– ¿Para qué?
– Sexo -replicó ella con indiferencia-. Has venido para eso, ¿no es cierto? Usaremos la habitación de mi madre. Quiero que me hagas el amor a mí de la forma en que se lo hiciste a ella. -Sus extraños ojos se posaron sobre él-. Disfrutarás muchísimo más conmigo, ¿sabes? A mi madre no le gustaba el sexo, pero presumo que eso lo descubriste tú mismo. Nunca lo hacía por placer, sólo para obtener algo. Un hombre jodiendo le repugnaba. Le recordaba a los perros.
A Jack, la observación le pareció fascinante.
– Pensaba que habías dicho que sentía admiración por los hombres.
Joanna sonrió.
– Sólo porque sabía cómo manipularlos.
Las noticias de que Mathilda Gillespie había dejado a la doctora Blakeney tres cuartos de millones de libras se habían extendido por la aldea como un reguero de pólvora. Aparecieron a primeras horas de la mañana del domingo, pero quién las propagó fue un misterio. No había ninguna duda, sin embargo, de que Violet Orloff fue quien soltó el interesante rumor de que Jack Blakeney se había instalado en Cedar House. Su automóvil había permanecido en el camino de entrada toda la noche. Las malas lenguas comenzaron a agitarse.
Jane Marriott tuvo buen cuidado de mantener una expresión natural cuando Sarah hizo una aparición sorpresa a la hora del almuerzo del miércoles.
– No te esperaba -dijo-. ¿No deberías ir camino de Beeding?
– He tenido que ir a la parroquia para que me tomaran las huellas dactilares.
– ¿Café?
– Supongo que te habrás enterado. Todos los demás lo saben.
Jane encendió la tetera eléctrica.
– ¿Respecto al dinero o respecto a Jack?
Sarah profirió una carcajada sin alegría.
– Eso hace que la vida sea muchísimo más fácil. Acabo de pasar una hora haciendo cola fuera de la parroquia, escuchando las burdas indirectas de personas a las que deberían de haberles diagnosticado muerte cerebral hace años. ¿Quieres que te cuente cuál parece ser la opinión actual? Jack me ha dejado para irse a vivir con Joanna porque está tan escandalizado como todos los demás de que yo haya usado mi posición como médico de cabecera de Mathilda para persuadirla de olvidar sus deberes para con su familia en mi favor. Éste es el mismo Jack Blakeney que, apenas la semana pasada, todo el mundo estaba encantado de odiar porque vivía a costa de su pobre esposa.
– Oh, querida -dijo Jane.
– Lo siguiente que estarán diciendo es que yo maté a la vieja bruja antes de que pudiera volver a cambiar el testamento.
– Será mejor que lo creas -comentó Jane con desapasionamiento-. No servirá de nada que entierres la cabeza en la arena.
– Estás de broma.
Jane le entregó la taza de café.
– Hablo en serio, querida. Esta mañana había dos que lo comentaban aquí, en la sala de espera. La cosa es más o menos así: nadie de por aquí tenía razones para odiar a Mathilda más de lo normal en los últimos doce meses, así que no es probable que ninguno de ellos la asesinara. Por lo tanto, tiene que tratarse de un forastero y tú eres la única forastera con un móvil que tenía acceso a ella. Tu esposo, con miedo por sí mismo y por la señora Lascelles, se ha mudado de casa para protegerla. Ruth se encuentra a salvo porque está en el colegio. Y por último, aunque no lo menos importante, ¿por qué Victor Sturgis murió en circunstancias tan peculiares?
Sarah la miró fijamente.
– Hablas en serio, ¿de verdad?
– Me temo que sí.
– ¿Debo deducir que se supone que también maté a Victor?
Jane asintió con la cabeza.
– ¿Cómo? ¿Ahogándolo con sus propios dientes postizos?
– Ésa parece ser la opinión general. -Los ojos de Jane rebosaron de pronto de risa-. Oh, querida, no debería de reír, la verdad es que no debería. Pobre viejo, ya fue bastante malo que él mismo se los tragara, pero la idea de que tú lucharas con un anciano de noventa y tres años con el fin de meterle la dentadura por la garganta… -se interrumpió para enjugarse los ojos-, no soporto pensar en ello. El mundo está lleno de gente muy estúpida y muy envidiosa, Sarah. Están resentidos por tu buena suerte.
Sarah meditó sobre el asunto.
– ¿Crees que soy afortunada?
– Buen Señor, sí. Es como ganar la lotería,
– ¿Qué harías con el dinero si Mathilda te lo hubiera dejado a tí?
– Irme de crucero. Ver el mundo antes de que se hunda debajo de su propia contaminación.
– Ésa parece ser la elección más popular. Debe tener algo que ver con el hecho de que estemos en una isla. Todos quieren marcharse de ella. -Removió el café y luego lamió la cucharilla con aire distraído.
Jane se moría de curiosidad.
– ¿Qué vas a hacer con el dinero?
Sarah suspiró.
– Usarlo para pagar un buen abogado, diría yo.
El sargento detective Cooper pasó por Mill House aquel anochecer, camino de casa. Sarah le ofreció una copa de vino, la cual aceptó.
– Hemos recibido una carta referente a usted -le dijo mientras ella escanciaba.
Sarah le entregó la copa.
– ¿De quién?
– Anónima.
– ¿Qué dice?
– Que usted asesinó a un anciano llamado Victor Sturgis por su escritorio de nogal.
Sarah hizo una mueca.
– La verdad es que me dejó su escritorio, y que es bonito. La enfermera jefe me lo dio después de su muerte. Dijo que él quería que lo tuviera yo. Me sentí muy conmovida. -Alzó unas cansadas cejas-. ¿Decía cómo lo maté?
– La vieron ahogándolo.
– Tiene sentido, de una forma horrible. Yo estaba intentando sacarle la dentadura de la garganta. El pobre anciano se la tragó al quedarse dormido en su silla. -Suspiró-. Pero ya estaba muerto antes de que yo comenzara siquiera. Tenía la vaga idea de intentar la respiración boca a boca si podía desbloquearle las vías respiratorias. Supongo que, desde lejos, puede haber parecido que estaba ahogándolo.
Cooper asintió con la cabeza. Ya había comprobado la historia.
– Hemos recibido unas cuantas cartas, por una u otra vía, y no todas hacen referencia a usted. -Sacó un sobre del bolsillo y se loentregó-. Ésta es la más interesante. Vea qué puede sacar de ella.
– ¿Debería de tocar la carta? -preguntó ella, dubitativa-. ¿Qué hay de las huellas dactilares?
– Bueno, eso resulta interesante de por sí. Quienquiera que la haya escrito llevaba guantes.
Sarah sacó la carta del sobre y la desdobló sobre la mesa. Estaba escrita en letras mayúsculas:
Ruth Lascelles estuvo en Cedar House el día en que murió la señora Gillespie. Robó unos pendientes. Joanna sabe que se los llevó. Joanna Lascelles es prostituta en Londres. Pregúntenle en qué se gasta el dinero. Pregúntenle por qué intentó matar a su hija. Pregúntenle por qué la señora Gillespie pensaba que estaba LOCA.
Sarah volvió el sobre para mirar el sello de franqueo. Había sido echada al correo en Learmouth.
– ¿Y no tienen ni idea de quién la escribió?
– Ni la más mínima.
– No puede ser verdad. Usted mismo me dijo que Ruth estaba bajo el vigilante ojo del ama de llaves de su colegio.
Él pareció divertido.
– Como ya le dije, nunca le doy mucha importancia a las coartadas. Si esa joven damita quería escabullirse no veo cómo el ama de llaves iba a poder impedírselo.
– Pero Southcliffe está a cuarenta y ocho kilómetros de distancia -protestó Sarah-. No pudo haber llegado hasta aquí sin un coche.
Él cambió de tema.
– ¿Qué me dice de esta referencia a la locura? ¿Le mencionó alguna vez la señora Gillespie que pensara que su hija estaba loca?
Ella consideró la pregunta durante un momento.
– Locura es un término relativo, carente de significado cuando está fuera de contexto.
Él se mostró imperturbable.
– Así que la señora Gillespie sí que mencionó algo por el estilo, ¿verdad?
Sarah no respondió.
– Vamos, doctora Blakeney. Joanna no es paciente suya, así que no está traicionando ninguna confidencia. Y permítame decirle algo más: ella no está haciéndole ningún favor en este momento. Su punto de vista es que usted tuvo que matar a la anciana a toda prisa antes de que tuviera tiempo de volver a cambiar su testamento, y esas sospechas no se las está guardando para sí.
Sarah jugó con su copa de vino.
– Lo único que Mathilda dijo al respecto fue que su hija era una desequilibrada. Dijo que no era culpa de Joanna, sino que se debía a la incompatibilidad entre los genes de Mathilda y los genes del padre de Joanna. Yo le dije que estaba diciendo disparates pero, en el momento, no sabía que el padre de Joanna era el tío de Mathilda. Supongo que ella estaba preocupada por los problemas de los genes recesivos pero, como no hablamos más del asunto, no podría decírselo con seguridad.
– ¿Endogamia, en otras palabras?
Sarah hizo un ligero encogimiento de hombros para asentir.
– Presumiblemente.
– ¿Le cae bien la señora Lascelles?
– Apenas la conozco.
– Su marido parece llevarse bastante bien con ella.
– Eso es por debajo del cinturón, sargento.
– No entiendo por qué se molesta en defenderla. Le ha clavado un cuchillo hasta la empuñadura.
– ¿La culpa por ello? -Apoyó el mentón en una mano-. ¿Cómo se sentiría usted si en pocas semanas descubriera que es producto de una relación incestuosa, que su padre se suicidó con una sobredosis, que su madre ha muerto violentamente ya sea por su propia mano o por la de otra persona y que, para rematarlo todo, la seguridad a la que estaba habituado estuviese a punto de serle arrebatada y entregada a una desconocida? A mí me parece notablemente cuerda, dadas las circunstancias.
Él bebió un sorbo de su copa.
– ¿Sabía usted algo respecto a que en Londres trabajara como prostituta?
– No.
– ¿O en qué se gasta el dinero?
– No.
– ¿Alguna idea?
– No tiene nada que ver conmigo. ¿Por qué no se lo pregunta directamente a ella?
– Lo he hecho. Me contestó, muy airada, que me metiera en mis propios asuntos.
Sarah rió entre dientes.
– Yo habría hecho lo mismo.
Él la miró fijamente.
– ¿Le ha dicho alguien alguna vez que es demasiado buena para ser de verdad, doctora Blakeney? -Hablaba con un toque de sarcasmo.
Ella le sostuvo la mirada pero no dijo una palabra.
– Las mujeres que se encuentran en su posición derriban la puerta de su rival con el coche de su marido o la emprenden con una sierra eléctrica contra los muebles de su rival. Como muy poco, sienten una aguda amargura. ¿Por qué no le pasa a usted?
– Estoy atareada con mi castillo de naipes -replicó ella, críptica-. Beba un poco más de vino. -Llenó su propia copa y luego la de él-. No está mal, ¿verdad? Es Shiraz australiano, y bastante caro.
Él se quedó con la impresión de que, de las dos mujeres, Joanna Lascelles era la menos desconcertante.
– ¿Habría descrito la relación que tenían usted y la señora Gillespie como amistad? -inquirió.
– Por supuesto.
– ¿Por qué «por supuesto»?
– Describo como amigas a todas las personas que conozco bien.
– Incluida la señora Lascelles.
– No. Sólo la he visto dos veces.
– No lo pensaría así si se oyera hablar.
Sarah sonrió.
– Tengo un sentimiento de compañerismo con respecto a ella, sargento, igual que lo tengo con respecto a Ruth y Jack. Usted no se siente cómodo con ninguno de nosotros. Joanna o Ruth podrían haberlo hecho en caso de no saber que el testamento había sido cambiado. Jack o yo podríamos haberlo hecho en caso de que lo supiéramos. Ante los hechos, Joanna parece la más probable, motivo por el cual usted no deja de hacerme preguntas sobre ella. Imagino que la interrogó con bastante minuciosidad acerca de cuándo se enteró de quién era su padre, así que sabrá que amenazó a su madre con denunciarla. -Lo miró con expresión interrogativa y él asintió con la cabeza-. Momento en el cual, piensa usted, Mathilda dio media vuelta y le dijo, una sola amenaza más como ésta y te dejo fuera del todo. Así que, por desesperación, Joanna narcotizó a su madre con barbitúricos y cortó las muñecas de la anciana, sin saber que Mathilda ya había cambiado el testamento.
– ¿Qué le hace pensar que no me siento cómodo con ese guión?
– Usted me dijo que Joanna estaba en Londres esa noche.
Se encogió de hombros.
– Su coartada es muy endeble. El concierto acabó a las nueve y media, lo que significa que tuvo tiempo de sobras para bajar hasta aquí en coche y matar a su madre. El forense determinó la hora de la muerte en algún momento entre las nueve de la noche del sábado y las tres de la madrugada siguiente.
– ¿Por qué hora se decanta él?
– Antes de medianoche -admitió Cooper.
– En ese caso, el abogado defensor de ella hará trizas su caso. De todas maneras, Mathilda no se habría molestado en fingir. Le habría dicho sin rodeos a Joanna que había cambiado el testamento.
– Quizá la señora Lascelles no le creyó.
Sarah descartó esa posibilidad con una sonrisa.
– Mathilda siempre decía la verdad; por eso todo el mundo la aborrecía.
– Tal vez la señora Lascelles sólo sospechaba que su madre podría cambiar el testamento.
– Eso no habría constituido diferencia alguna por lo que respectaba a Joanna. Estaba preparándose para usar el codicilo de su padre con el fin de luchar contra su madre en los tribunales. En ese punto, habría importado un comino a quién le dejara el dinero Mathilda, si Joanna podía demostrar que no tenía ningún derecho a él desde el principio.
– Quizás el asesinato no fue cometido por dinero. Usted no deja de preguntarse por el significado de la mordaza. Tal vez la señora Lascelles estaba tomando venganza.
Pero Sarah negó con la cabeza.
– Casi nunca veía a su madre. Creo que Mathilda mencionó que había venido por aquí una sola vez en los últimos doce meses. Sería un enojo notable el que pudiera mantenerse en estado febril durante un período de enfriamiento tan largo.
El sargento vació su copa y se puso de pie.
– La señora Lascelles trabaja como autónoma para un florista de Londres. Se especializa en ramos y coronas de novia. No imagino que unas cuantas margaritas y ortigas pudieran resultarle un problema. -Caminó hacia la puerta-. Buenas noches, doctora Blakeney. No hace falta que me acompañe.
Sarah miró fijamente su copa de vino mientras escuchaba los pasos de él retumbando pasillo abajo. Sentía ganas de gritar, pero tenía demasiado miedo como para hacerlo. El castillo de naipes nunca había parecido tan frágil.
Había un erotismo consciente en todos los movimientos que hacía Joanna, y Jack conjeturó que había posado antes, probablemente para fotografías. ¿Por dinero o por gratificación personal? Lo último, pensó. Su vanidad era enorme.
Estaba obsesionada con la cama de Mathilda y con el dormitorio de Mathilda, imitando la postura de su madre contra las almohadas apiladas. Sin embargo, el contraste entre ambas mujeres no podría haber sido mayor. La sexualidad de Mathilda había sido una cosa suave, apagada, en gran parte porque no había interés en ella; la de Joanna era mecánica e importuna, como si los mismos estímulos visuales pudieran excitar a todos los hombres de la misma manera en todas las ocasiones. A Jack le resultó imposible decidir si ella estaba actuando por desprecio hacia él o por desprecio hacia los hombres en general.
– ¿Es una mojigata, tu mujer? -exigió saber ella de modo abrupto tras un largo período de silenciosos bocetos.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Porque lo que estoy haciendo te escandaliza.
Él se sintió divertido.
– Sarah tiene una libido muy abierta y sana, y lejos de escandalizarme, lo que estás haciendo me ofende. Me tomo a mal que me incluyan en la categoría del tipo de hombres que puede ser excitado por posturas pornográficas baratas.
Ella apartó los ojos hacia la ventana y permaneció sentada y extrañamente absorta en sí misma, con sus pálidos ojos desenfocados.
– Entonces cuéntame lo que hace Sarah para excitarte -dijo ella por fin.
Él la estudió durante un momento con expresión impenetrable.
– Sarah está interesada en lo que yo intento conseguir con mi trabajo. Eso me excita.
– No estoy hablando de eso. Hablo del sexo.
– Ah -dijo él con tono de disculpa-, en ese caso nuestros propósitos son divergentes. Yo estaba hablando de amor.
– ¡Qué afectadamente exquisito! -Profirió una risilla-. Deberías de odiarla, Jack. Ella tiene que haber encontrado otro, o no te habría echado de una patada.
– El odio es demasiado pegajoso -replicó él con suavidad-. No deja espacio para nada más. -Con un perezoso gesto rápido de los dedos le arrojó una hoja que había arrancado del cuaderno de bocetos, y observó cómo aleteaba hasta caer sobre la cama junto a ella-. Lee eso -invitó-. Si te interesa, es mi valoración de tu carácter después de tres sesiones. Anoto mis impresiones sobre la marcha.
Con una notable falta de curiosidad -la mayoría de las mujeres, pensó, se habrían apoderado de la hoja con alacridad-, ella la cogió y echó una curiosa mirada a ambas caras del papel.
– Aquí no hay nada.
– Exacto.
– Eso es despreciable.
– Sí -convino él-, pero no me has dado nada que pintar. -Le entregó la libreta de bocetos-. Yo no pinto desnudos satinados, y hasta ahora eso es lo único que me has ofrecido, aparte de una triste exposición de complejo de Electra, o para ser más precisos un complejo de semi-Electra. No hay ningún apego hacia tu padre, sólo una hostilidad compulsiva hacia tu madre. No has hablado de nada más desde que estoy aquí. -Se encogió de hombros-. Ni siquiera tu hija destaca. No has mencionado a la pobre criatura ni una vez desde que regresó al colegio,
Joanna bajó de la cama, se puso la bata y caminó hasta la ventana.
– Tú no lo entiendes -dijo.
– Oh, sí que lo entiendo -murmuró él-. No puedes timar a un timador, Joanna.
Ella frunció el ceño.
– ¿De qué estás hablando?
– De uno de los egos más colosales con los que me he encontrado, y bien sabe Dios que debería de reconocerlos cuando los veo. Podrías convencer al resto del mundo de que Mathilda te trató de manera injusta, pero no a mí. Has estado jodiéndola durante toda tu vida -la señaló con un dedo-, aunque es probable que no supieras hasta hace poco por qué eras tan condenadamente buena en eso.
Ella no dijo nada.
– Aventuraría la conjetura de que tu infancia fue una pataleta interminable, que Mathilda intentó controlar con la mordaza de lenguaraz. ¿Estoy en lo cierto? -Hizo una pausa-. ¿Y luego qué? Presumo que fuiste lo bastante inteligente como para ingeniarte una manera de conseguir que dejara de usarla.
El tono de ella era gélido.
– Estaba aterrorizada por esa cosa bestial. Solía tener una convulsión cada vez que ella la sacaba.
– Es fácil de hacer -replicó él con tono divertido-. Yo lo hacía de niño siempre que me convenía. ¿Y qué edad tenías cuando conseguiste solucionar eso?
La mirada peculiarmente fija de ella se demoró en Jack, pero él pudo sentir la creciente agitación bajo la superficie.
– La única vez que me demostraba afecto era cuando me ponía la mordaza. Me rodeaba con los brazos y frotaba su mejilla contra el armazón. «Pobre cariño -decía-. Mami está haciendo esto por el bien de Joanna.» -Se volvió otra vez hacia la ventana-. Yo odiaba eso. Sentía que ella sólo podía quererme cuando estaba más fea. -Guardó silencio durante un momento-. Tienes razón en una cosa. No fue hasta que me enteré de que Gerald era mi padre cuando entendí por qué mi madre me tenía miedo. Pensaba que estaba loca. Nunca antes me había dado cuenta.
– ¿Nunca le preguntaste por qué tenía miedo?
– Ni siquiera formularías esa pregunta si hubieras conocido de verdad a mi madre. -Su aliento empañaba el cristal-. Había tantos secretos en su vida que aprendí muy rápido a no preguntarle nunca nada. Tuve que fabricarme unos antecedentes de fantasía cuando fui al colegio interno porque sabía demasiado poco sobre los míos propios. -Limpió el vaho con un impaciente gesto de la mano y luego regresó al centro de la habitación-. ¿Has terminado? Tengo cosas que hacer.
Él se preguntó cuánto tiempo podría retenerla esta vez antes de que las exigencias de su adicción la enviaran a la carrera al baño. Resultaba infinitamente más interesante bajo las presiones de la abstinencia que cuando estaba drogada.
– ¿A Southcliffe? -inquirió-. ¿El mismo colegio en el que está ahora Ruth?
Ella profirió una carcajada hueca.
– Difícilmente. Mi madre no era tan liberal con su dinero en aquella época. Me envió a un colegio barato de perfeccionamiento que no hacía ningún intento por educar, sino que se limitaba a acicalar las vacas para el mercado vacuno. Mi madre tenía la ambición de casarme con alguien que tuviera título. Es probable -continuó con cinismo- que fuese porque pensaba que un intelectual de clase alta sería tan producto de la endogamia él mismo que no advertiría la locura en mí. -Echó una mirada hacia la puerta-. Se ha gastado muchísimo más dinero en Ruth del que jamás se ha gastado en mí, y no porque mi madre le tuviera cariño, créeme. -Torció la boca-. Fue todo hecho con el fin de aplastar la judía que llevaba dentro después de mi paso en falso con Steven.
– ¿Lo amabas?
– Yo nunca he amado a nadie.
– Te amas a tí misma -dijo él.
Pero Joanna ya se había marchado. La oyó revolver febrilmente en el neceser que tenía en el baño. ¿En busca de qué?, se preguntó. ¿Tranquilizantes? ¿Cocaína? Lo que fuera, no se lo inyectaba. Su piel era inmaculada y hermosa como su rostro.
Sarah Blakeney me dice que su marido es un artista. Un pintor de personalidades. Yo había adivinado que tenía que ser algo de ese tipo. Es lo que yo hubiera escogido para mí misma. Las artes o la literatura.
«También yo he oído hablar bastante de vuestra pintura. Dios os ha dado una cara y vos os hacéis otra.» Cosa bastante extraña, eso podría haber sido escrito para Sarah. Se presenta como persona franca, abierta, con puntos de vista fuertes y decididos y sin contradicciones ocultas, pero en muchos sentidos es muy insegura. Es posible que odie las confrontaciones, que prefiera los acuerdos a los desacuerdos, y que aplaque a los demás si le es posible. Le pregunté de qué tenía miedo y me contestó: «Me enseñaron a ser acomodadiza. Es la maldición de ser mujer. Los padres no quieren quedarse con una solterona entre las manos, así que les enseñan a sus hijas a decir "sí" a todo menos al sexo».
Los tiempos no han cambiado, entonces…