Capítulo 2

Una semana más tarde, la recepcionista llamó a la oficina de la doctora Blakeney.

– Hay un tal sargento detective Cooper en la línea. ¿Puede hablar con él?

Era lunes y Sarah tenía guardia por la tarde en el consultorio de Fontwell.

Le sonrió con expresión de disculpa a la mujer embarazada, tendida como una ofrenda de sacrificio sobre la camilla. Posó una mano sobre el receptor.

– ¿Le importa si contesto a esta llamada, señora Graham? Es bastante importante. Tardaré lo menos posible.

– Adelante. Estoy disfrutando del descanso. Una no tiene muchas oportunidades cuando es el tercero.

Sarah le sonrió.

– Pásame la llamada, Jane, por favor. Sí, sargento, ¿qué puedo hacer por usted?

– Hemos recibido los resultados de la autopsia de la señora Gillespie. Me interesaría conocer su opinión.

– Adelante.

Al otro lado de la línea se oyó ruido de papeles.

– «Causa directa de la muerte: pérdida de sangre. Se encontraron restos de barbitúricos en el cuerpo, no los bastantes como para resultar fatales. También se encontraron restos en el vaso de whisky, lo que apunta a que disolvió los barbitúricos antes de beberlos. Había absorbido algo de alcohol. Ausencia de magulladuras. Laceraciones halladas en la lengua, donde el bocado herrumbroso de la mordaza provocó un sangrado superficial. Nada debajo de las uñas. Leves erupciones de ortiga en las sienes y mejillas, y roces menores en la piel, debajo de la estructura de la mordaza, ambas cosas coincidentes con la colocación del artilugio por sí misma y con la posterior disposición de las ortigas y margaritas. No hay ninguna señal que indique que haya opuesto resistencia. La mordaza no estaba sujeta a su cabeza y podría habérsela quitado, en caso de querer hacerlo. Las heridas de las muñecas coinciden con precisión con la hoja del cuchillo Stanley hallado en el piso del baño, la de la muñeca izquierda hecha con un corte diestro en sentido descendente, y la de la muñeca derecha con uno zurdo en sentido descendente. El cuchillo había sido sumergido en el agua, probablemente caído tras una de las incisiones, pero había una huella dactilar de un dedo índice, perteneciente a la señora Gillespie, a un centímetro y tres milímetros de la hoja del arma, en el mango. Conclusión: suicidio.» -Hizo una pausa-. ¿Sigue ahí? -preguntó pasado un momento.

– Sí.

– Bueno, ¿qué piensa?

– Que la semana pasada me equivoqué.

– Pero no cabe duda de que los barbitúricos del vaso de whisky la perturbaron.

– Mathilda detestaba tragarse algo entero -replicó con tono de disculpa-. Aplastaba o disolvía todo en licor antes de tomarlo. Tenía un miedo mórbido a ahogarse.

– Pero su reacción inmediata al verla fue decir que era la última persona de quien esperaría que se suicidara. Y ahora ha cambiado de opinión. -Sonaba como si estuviera acusándola.

– ¿Qué quiere que le diga, sargento? Mi intuición continúa diciéndome lo mismo. -Sarah le echó una mirada a la paciente que estaba poniéndose nerviosa-. Yo no habría esperado que ella se arrebatara su propia vida, pero las intuiciones son un sustituto pobre de las pruebas científicas.

– No siempre.

Ella aguardó, pero él no continuó hablando.

– ¿Hay algo más, sargento? Tengo una paciente conmigo.

– No -replicó él, con voz desalentada-. Nada más. Era una llamada de cortesía. Puede que se la cite para prestar declaración en las diligencias, pero eso será algo formal. He pedido un aplazamiento mientras comprobamos uno o dos detalles pero, de momento, no estamos buscando a nadie más en relación con la muerte de la señora Gillespie.

Sarah le dedicó una sonrisa alentadora a la señora Graham. «Estaré con usted en seguida», le dijo sólo con el movimiento de los labios.

– Pero usted piensa que deberían de estar haciéndolo.

– Yo aprendí mi oficio en un mundo sencillo, doctora Blakeney, donde prestábamos atención a las intuiciones, pero entonces las llamábamos corazonadas. -Profirió una risa hueca-. Ahora se frunce el ceño ante las corazonadas y las pruebas forenses son Dios. Pero las pruebas forenses no son más fiables que el hombre que las interpreta, y lo que yo quiero saber es por qué no hay picaduras de ortiga en las manos y dedos de la señora Gillespie. El doctor Cameron comenzó por decir que tenía que haber llevado guantes, pero en esa casa no hay guantes manchados de savia, así que ahora piensa que el agua tiene que haber anulado la reacción. No me gusta ese tipo de incertidumbre. Mi corazonada me dice que la señora Gillespie fue asesinada pero yo soy un indio y el jefe dice: déjelo. Esperaba que me proporcionara usted algunas municiones.

– Lo siento -dijo Sarah, impotente. Murmuró una despedida y colgó el receptor con una expresión pensativa en sus oscuros ojos.

– Era por la anciana señora Gillespie, supongo -comentó la señora Graham con tono prosaico. Era la esposa de un granjero para la cual el nacimiento y la muerte tenían poco misterio. Las dos cosas sucedían, no siempre de modo conveniente, y los porqués y los cómo eran de una gran irrelevancia. El truco era cómo arreglárselas después-. No se habla de otra cosa en el pueblo. Horrible forma de hacerlo, ¿no cree? -Se estremeció con gesto teatral-. Cortarse las muñecas y luego ver cómo la sangre cae al agua. Yo no podría hacer eso.

– No -convino Sarah mientras se frotaba las manos para entibiarlas-. ¿Dice que cree que la cabeza del bebé ya ha encajado?

– Mm, ya no falta mucho.

Pero la señora Graham no iba a dejarse desviar con tanta facilidad, y había oído lo bastante del final de la conversación de la doctora como para despertar su apetito.

– ¿Es verdad que tenía una jaula en la cabeza? Jenny Spede ha estado histérica desde entonces. Una jaula con zarzas y rosas dentro, dijo. La llama constantemente la corona de espinas de la señora Gillespie.

Sarah no vio ningún mal en contárselo. La mayor parte de los detalles ya se sabían, y la verdad era probablemente menos dañina que las historias de horror que iba explicando la mujer de la limpieza de Mathilda.

– Era una reliquia de familia, una cosa llamada mordaza para chismosas. -Colocó una mano sobre el abdomen de la mujer y palpó en busca de la cabeza del bebé-. Y no había ni zarzas ni rosas, nada en absoluto que tuviera espinas. Sólo unas pocas flores silvestres. -Omitió deliberadamente las ortigas. Las ortigas, pensó, sí que resultaban inquietantes-. Era más patético que atemorizante. -Los dedos que sondeaban se relajaron-. Está usted bien. Ya no le queda mucho tiempo. Tiene que haber calculado mal las fechas.

– Siempre las calculo mal, doctora -replicó la mujer con tranquilidad-. Puedo decirle al minuto cuándo debe parir una vaca, pero cuando me toca el turno a mí -se echó a reír-, no tengo tiempo para marcar calendarios. -Sarah le dio el brazo para ayudarla a sentarse-. Una mordaza para chismosas -continuó la mujer, pensativa-. ¿Chismosa, como en el caso de una mujer de lengua afilada?

Sarah asintió con la cabeza.

– Se usaron hasta hace dos o tres siglos para hacer callar a las mujeres, y tampoco era sólo para las mujeres con lengua afilada. A cualquier mujer. Las mujeres que desafiaban la autoridad masculina, dentro de su casa y fuera de ella.

– ¿Y por qué calcula usted que lo hizo?

– No lo sé. Tal vez estaba cansada de vivir. -Sarah sonrió-. Ella no tenía la energía de usted, señora Graham.

– Oh, la muerte puedo entenderla. Nunca le he visto mucho sentido a luchar por vivir si la vida no merece la pena de luchar por ella. -Se abotonó la camisa-. Lo que quiero decir es, ¿por qué lo hizo con la mordaza en la cabeza?

Pero Sarah sacudió la cabeza.

– Tampoco lo sé.

– Era una vieja repelente -dijo la señora Graham, sin rodeos-. Vivió aquí casi toda su vida. Nos conocía a mí y a mis padres desde la cuna, pero nunca nos hizo el más mínimo caso. Éramos demasiado corrientes. Granjeros arrendatarios con estiércol en los zapatos. Oh, por supuesto que se hablaba con el viejo Wittingham, el haragán dueño de la granja de papá. El hecho de que no haya dado golpe desde el día en que nació, sino que viviera de sus rentas e inversiones, lo convertía en aceptable. Pero los trabajadores, los de oficios duros como nosotros… -sacudió la cabeza-, estábamos por debajo del desprecio. -Rió entre dientes ante la expresión de Sarah-. Vaya, estoy escandalizándola. Pero tengo una bocaza y la uso. No quiero tomarme a pecho la muerte de la señora Gillespie. No era una persona que gustase a los demás, y no porque no lo intentáramos, créame. No somos mala gente, los de aquí, pero las personas corrientes tienen un límite de aguante, y cuando una mujer se sacude el abrigo después de que una haya tropezado con ella por accidente, bueno, entonces es cuando uno dice que ya basta. -Bajó las piernas de la camilla y se puso de pie-. Yo, personalmente, no soy muy dada a ir a la iglesia, pero hay cosas en las que creo, y una es el arrepentimiento. Ya sea Dios o sólo la avanzada edad, calculo que todo el mundo se arrepiente al final. Pocos somos los que morimos sin reconocer nuestras culpas, y por eso la muerte es tan pacífica. Y no tiene importancia a quién se le pida perdón, a un sacerdote, a Dios, a la familia, uno lo ha pedido y se siente mejor. -Deslizó los pies en los zapatos-. Supongo que la señora Gillespie estaba pidiendo perdón por su lengua malvada. Por eso se puso la mordaza para reunirse con su Hacedor.


Mathilda Gillespie fue enterrada tres días más tarde junto a su padre, sir William Cavendish, miembro del Parlamento, en el camposanto del pueblo de Fontwell. Aún no se había celebrado la vista de las diligencias del juez de primera instancia, pero para entonces era del dominio general que el veredicto de suicidio sería la conclusión inevitable, si no por boca de Polly Graham, sí por la simple suma de dos más dos cuando la policía de Dorset quitó los precintos de Cedar House y regresó a su cuartel general del balneario costero de Learmouth.

El cortejo era reducido. Polly Graham había dicho la verdad al declarar que Mathilda Gillespie no era una persona que gustara a los demás, y pocos pudieron tomarse la molestia de hallar tiempo en sus atareadas vidas para decirle adiós a una anciana que había sido famosa por su carencia de amabilidad. El vicario hizo todo lo posible en unas circunstancias difíciles, pero fue con una sensación de alivio que los integrantes del cortejo le volvieron la espalda a la sepultura y regresaron por la hierba hasta la puerta de la verja.

Jack Blakeney, acompañante renuente de su esposa que se había sentido obligada por el deber a asistir al entierro, masculló al oído de su mujer:

– Vaya un puñado de sepulcros blanqueados, y no me refiero a las lápidas sino a nosotros, hipócritas, cumpliendo con nuestro deber de clase media. ¿Les viste las caras cuando el reverendo hizo referencia a ella como «nuestra muy amada amiga y vecina»? Todos la odiaban.

Ella lo hizo callar con un gesto de advertencia de la mano.

– Te oirán.

– ¿A quién le importa? -Ellos dos cerraban la marcha, y la mirada de artista de él recorría las inclinadas cabezas que tenían delante-. Supongo que la rubia es su hija, Joanna.

Sarah percibió la descuidada nota de interés de la voz de él y sonrió con cinismo.

– Supongo -concedió-, y presumiblemente, la más joven es su nieta.

Joanna estaba ahora de pie junto al vicario, sus ojos gris claro grandes en el rostro delicadamente demacrado, su pelo de oro plateado como un brillante sombrero al sol. Hermosa mujer, pensó Sarah, pero como de costumbre podía admirarla con absoluta indiferencia. Raras veces dirigía su resentimiento contra los objetos de la lujuria apenas disimulada de su esposo, porque las veía como sólo eso, objetos. La lujuria, al igual que todas las cosas de la vida de Jack que no fuera su pintura, era efímera. Los días en que había confiado en que, a pesar de lo mucho que él apreciara el aspecto de una mujer, no pondría en peligro su matrimonio, habían pasado hacía tiempo y le quedaban pocas ilusiones sobre su propio papel. Ella aportaba el caudal de dinero mediante el cual Jack Blakeney, artista que luchaba para abrirse camino, podía vivir y satisfacer sus muy mundanos deseos; pero como había dicho Polly Graham: «Las personas corrientes tienen un límite de aguante».

Estrecharon la mano del vicario.

– Ha sido amable por parte de ambos el asistir. ¿Conocen a la hija de Mathilda? -El reverendo Matthews se volvió hacia la mujer-. Joanna Lascelles, la doctora Sara Blakeney y Jack Blakeney. Sarah era médico de cabecera de tu madre, Joanna. Comenzó la práctica el año pasado, cuando el doctor Hendry se jubiló. Ella y Jack viven en Mill, en Long Upton, la vieja casa de Geoffrey Freeling.

Joanna les estrechó la mano a ambos y se volvió hacia la muchacha que tenía a su lado.

– Ésta es mi hija Ruth. Las dos le estamos muy agradecidas, doctora Blakeney, por todo lo que ha hecho para ayudar a mi madre.

La jovencita tenía unos diecisiete o dieciocho años, era tan morena como su madre rubia, y tenía aspecto de todo menos grácil. Sarah sólo recibió una impresión de intenso y amargo pesar.

– ¿Sabe por qué se suicidó la abuela? -inquirió en voz baja-. Nadie más parece saberlo. -Su cara estaba marcada por un entrecejo fruncido.

– Ruth, por favor -suspiró su madre-. ¿No son ya las cosas bastante difíciles? -Estaba claro que se trataba de una conversación que habían tenido antes.

Joanna debía estar rondando los cuarenta, pensó Sarah, si se juzgaba por la edad de su hija, pero con el negro abrigo como telón de fondo parecía muy joven y muy vulnerable. Junto a ella, Sarah percibió que el interés de Jack se hacía más vivo, y sintió un furioso impulso de volverse contra él y regañarlo en público de una vez y para siempre. ¿Hasta dónde pensaba él que se estiraría su paciencia? ¿Durante cuánto tiempo esperaba él que tolerase su despreciativa y despreciable indiferencia ante el asediado orgullo de ella? Reprimió el impulso, por supuesto. Su crianza y las exigencias de comportamiento de la profesión le imponían demasiadas trabas como para que hiciera otra cosa. «Pero, oh, Dios, un día…», se prometió. En cambio, le habló a la muchacha.

– Ojalá pudiera darte una respuesta, Ruth, pero no puedo. La última vez que vi a tu abuela, estaba bien. Con dolores debidos a su artritis, por supuesto, pero nada a lo que no estuviera acostumbrada o no pudiera soportar.

La muchacha lanzó una despreciativa mirada a su madre.

– Entonces tiene que haber sucedido algo que la trastornara. La gente no se suicida sin motivo.

– ¿Se trastornaba con facilidad? -preguntó Sarah-. Nunca me dio esa impresión. -Sonrió apenas-. Tu abuela era dura como unas botas viejas. Yo la admiraba por eso.

– Entonces, ¿por qué se suicidó?

– Tal vez porque no le temía a la muerte. El suicidio no es siempre una negativa, ¿sabes? En algunos casos se trata de una declaración positiva de elección. Moriré ahora y de esta manera. «Ser o no ser.» Para Mathilda, «no ser» habría sido una decisión meditada.

Sus ojos se le llenaron de lágrimas.

– Hamlet era su obra favorita. -Era alta como la madre pero su cara, aterida por el frío y la angustia, carecía del sorprendente aspecto de la otra. A Ruth, las lágrimas la afeaban mientras que en su madre, un mero destello en las pestañas, realzaba su frágil belleza.

Joanna se agitó, mirando de Sarah a Jack.

– ¿Querrán venir a casa para tomar el té? Seremos unos pocos.

Sarah se excusó.

– Me temo que no puedo. A las cuatro y media tengo consulta en Mapleton.

Jack no lo hizo.

– Gracias, es muy amable.

Se produjo un corto silencio.

– ¿Cómo irás a casa? -inquirió Sarah mientras buscaba las llaves de su coche en el bolsillo.

– Alguien me llevará -dijo él-. Alguien tendrá que ir en la misma dirección que yo.


Uno de los colegas de Sarah fue a verla cuando estaba concluyendo la consulta de la tarde. Había tres médicos que atendían varios kilómetros cuadrados de la costa y campiña de Dorset, las cuales incluían pueblos grandes, aldeas y granjas diseminadas. La mayoría de los pueblos tenían sus propios consultorios pequeños, ya fuera anexos a la casa del médico o alquilados a los pacientes y, entre ellos, los médicos cubrían toda el área, turnándose y haciendo guardias en una rotación perfecta. Mapleton era el pueblo donde vivía Robin Hewitt pero, al igual que Sarah, pasaba tanto tiempo fuera de él como dentro. También se habían resistido a la lógica de concentrar sus recursos en los pueblos más céntricos, pero resultaba dudoso que pudieran hacerlo durante mucho más tiempo. El argumento, muy veraz, de que la mayoría de los pacientes eran ancianos o carecían de medios de transporte, se veía muy superado por el peso de las presiones comerciales que había ahora en el servicio de sanidad.

– Pareces cansada -comentó Robin, al tiempo que plegaba su cuerpo para sentarse en un sillón que estaba situado junto al escritorio.

– Lo estoy.

– ¿Problemas?

– Sólo los de siempre.

– Domésticos, ¿eh? Líbrate de él.

Ella se echó a reír.

– Supon que yo te digo, con la misma indiferencia, que te libres de Mary.

– Existe una pequeña diferencia, cariño. Mary es un ángel y Jack no lo es.

Pero la idea no carecía de un cierto atractivo. Después de dieciocho años, la complaciente seguridad de Mary era mucho menos atractiva que la inquieta búsqueda de verdades de Sarah.

– No puedo discutir eso. -Concluyó de escribir unas notas y las apartó a un lado con gesto de agotamiento.

– ¿Qué ha hecho esta vez?

– Nada, hasta donde yo sé.

Cosa que sonaba más o menos correcta, pensó Robin. Jack Blakeney convertía en una virtud no hacer nada mientras su esposa convertía en una virtud mantenerlo en su ociosidad. La continuidad de su matrimonio era un absoluto misterio para él. No había hijos, ninguna atadura, nada que los ligara, Sarah era una mujer independiente con medios independientes, y pagaba la hipoteca de la casa. Sólo hacían falta los servicios de un cerrajero para dejar al bastardo fuera para siempre.

Ella lo estudió con expresión divertida.

– ¿Por qué estás sonriendo así?

Él apartó por completo de su mente la fantasía de Sarah a solas en su casa.

– Hoy visité a Bob Hughes. Se sintió muy decepcionado por encontrarme a mí de guardia en lugar de a tí. -Cambió a una buena imitación del acento de Dorset del anciano-. ¿Dónde está la doctora bonita? -dijo-. Quiero que lo haga la doctora bonita.

– ¿Que haga qué?

Robin sonrió.

– Examinarle un forúnculo que tenía en el trasero. ¡Cochino viejo bruto! Si hubieses sido tú, te habría salido con otro, presumiblemente escondido debajo del escroto, tú habrías tenido la diversión de palpar en busca del forúnculo y él se lo habría pasado de miedo mientras lo hacías.

Los ojos de ella bailaron.

– Y por completo gratis, no lo olvides. Los masajes de desahogo son caros.

– Es repugnante. No estarás diciéndome que lo ha intentado antes.

Ella rió entre dientes.

– No, por supuesto que no. Sólo viene a verme para conversar. Supongo que pensó que tenía que enseñarte algo. Pobre viejo. Apuesto a que lo echaste con cajas destempladas.

– Exacto. Tú eres demasiado dócil.

– Pero es que algunos de ellos se sienten tan solos… Vivimos en un mundo terrible, Robin. Nadie tiene tiempo para escuchar a nadie. -Jugó con el bolígrafo-. Hoy fui al funeral de Mathilda Gillespie, y su nieta me preguntó por qué se había suicidado. Le contesté que no lo sabía pero desde entonces he estado pensando en el asunto. Yo debería de saberlo. Era una de mis pacientes. Si me hubiese tomado más molestias con ella, lo sabría. -Le lanzó una mirada de soslayo-. ¿No te parece?

Él sacudió la cabeza.

– No empieces por ese camino, Sarah. Es una vía muerta. Mira, tú eres una persona entre las muchas a las que ella conocía y con las que hablaba, incluido yo. La responsabilidad por esa anciana no era sólo tuya. Yo diría que no era tuya en absoluto, excepto en un estricto sentido médico, y nada de lo que le prescribiste contribuyó a su muerte. Murió desangrada.

– Pero ¿dónde trazas la línea divisoria entre profesión y amistad? Nosotras reíamos mucho. Pienso que yo era una de las pocas personas que apreciaban su sentido del humor, probablemente porque era como el de Jack. Malicioso, a menudo cruel, pero ingenioso. Era una Dorothy Parker actual.

– Estás poniéndote sentimental hasta el ridículo. Mathilda Gillespie era una campeona del mal genio, y no te imagines que te consideraba una igual. Durante años, hasta que vendió Wing Cottage para reunir dinero, a los médicos, los abogados y los gestores se les exigía que entraran por la puerta de servicio. Eso solía poner furioso a Hugh Hendry. Decía que era la mujer más grosera que jamás hubiese conocido. No podía soportarla.

Sarah profirió una risa explosiva.

– Probablemente porque ella lo llamaba doctor Hacepoco. Y lo hacía también en su propia cara. Una vez le pregunté si era como descripción de su trabajo, y ella dijo: «No del todo. Tenía con los animales más afinidad que con las personas. Era un burro».

Robin. sonrió.

– Hugh era el médico más haragán y menos capaz que yo jamás haya conocido. Una vez sugerí que comprobáramos sus títulos médicos porque no creía que los tuviera, pero es un poco difícil cuando el tipo en cuestión es un colega de más antigüedad. No pudimos hacer otra cosa que mordernos la lengua y esperar a que se jubilara. -Inclinó la cabeza a un lado-. ¿Y cómo te llamaba a tí, si a él lo llamaba doctor Hacepoco?

Ella se llevó el bolígrafo a los labios y por un momento miró más allá de él. Había una intranquilidad ligeramente neurótica en sus ojos oscuros.

– Estaba obsesionada con esa maldita mordaza. Era algo bastante morboso, en realidad, si uno lo piensa con detenimiento. Una vez quiso que yo me la probara para ver lo que se sentía.

– ¿Y lo hiciste?

– No. -Guardó silencio durante un momento, y luego pareció tomar una decisión sobre algo-. Llamaba a su artritis su «chismosa residente» porque le causaba un dolor tan hostigante… -se dio golpecitos con el bolígrafo en los dientes-, y con el fin de distraerse de él, solía ponerse la mordaza como una especie de contrairritante. A eso me refiero cuando hablo de su morbosa obsesión con el artilugio. La llevaba como una especie de penitencia, como una camisa de pelo de animal. De todas formas, cuando le quité la basura que Hendry había estado prescribiéndole y tuvo el dolor bajo un cierto control, ella dio en llamarme su pequeña mordaza a modo de broma. -Percibió la incomprensión de él-. Porque había conseguido ponerle la mordaza a su «chismosa residente» -explicó.

– ¿Y qué quieres decir?

– Pienso que estaba intentando decirme algo.

Robin negó con la cabeza.

– ¿Por qué? ¿Porque la tenía puesta cuando murió? Era un símbolo, nada más.

– ¿De qué?

– De la ilusión de la vida. Todos somos prisioneros. Quizá fue su chiste final. Mi lengua está refrenada para siempre, algo parecido. -Se encogió de hombros-. ¿Se lo has contado a la policía?

– No. Cuando la vi estaba tan conmocionada que no pensé en ello. -Alzó las manos con gesto de impotencia-. Y el forense y la policía se concentraron en lo que les dije referente a cómo llamaba ella siempre a los geranios que había dentro de esa cosa bestial. Sus diademas silvestres. Es de un pasaje sobre la muerte de Ofelia y, con la bañera y las ortigas, pensé que probablemente tenían sentido. Pero ahora no estoy segura. -La voz murió y ella se quedó sentada contemplando su escritorio.

Robin la observó durante varios segundos.

– Suponiendo que lo que intentó decir es que su lengua estaba refrenada para siempre, ¿te das cuenta de que tiene un doble significado?

– Sí -replicó Sarah con tristeza-, que otra persona la refrenó. Pero eso carece de sentido. Quiero decir que si Mathilda hubiese sabido que iba a ser asesinada, no habría perdido tiempo en ponerse la mordaza que estaba en el vestíbulo cuando lo único que hubiera tenido que hacer era correr a la puerta delantera y gritar hasta desgañitarse. Y el asesino se la habría quitado, en cualquier caso.

– Tal vez era el asesino el que estaba diciendo: «Su lengua está refrenada para siempre».

– Pero eso tampoco tiene sentido. ¿Por qué un asesino iba a poner en evidencia que se trataba de un asesinato cuando se ha tomado tantas molestias para hacer que parezca un suicidio? -Se frotó los cansados ojos-. Sin la mordaza, habría tenido un aspecto claro. Con ella, parece cualquier cosa excepto eso. ¿Y por qué las flores, por el amor de Dios? ¿Qué se suponía que debían contarnos?

– Tendrás que hablar con la policía de inmediato -dijo Robin con repentina decisión al tiempo que tendía la mano hacia el teléfono-. Maldición, Sarah, ¿quién más sabía que ella te llamaba su mordaza de la chismosa? Sin duda, ya se te habrá ocurrido que el mensaje está dirigido a tí.

– ¿Qué mensaje?

– No lo sé. Una amenaza, quizá. La próxima será usted, doctora Blakeney.

Ella profirió una risa hueca.

– Yo lo veo más en términos de firma. -Recorrió el contorno del escritorio con las puntas de los dedos-. Como la marca del Zorro sobre sus víctimas.

– ¡Oh, Jesús! -dijo Robin mientras volvía a dejar el receptor en su sitio-. Quizá sea más prudente no decir nada. Mira, fue un evidente suicidio… tú misma has dicho que tenía una obsesión morbosa con ese maldito trasto.

– Pero yo le tenía cariño.

– Tú le tienes cariño a todo el mundo, Sarah. No es nada de lo que enorgullecerse.

– Hablas como Jack. -Cogió el teléfono, marcó el número de la comisaría de policía de Learmouth, y pidió para hablar con el sargento detective Cooper.

Robin la contempló con lóbrega resignación -ella no tenía ni idea de cómo trabajarían las lenguas si alguna vez llegaban a enterarse del apodo que Mathilda le había puesto-, y con actitud desleal se preguntó por qué Sarah habría escogido contárselo a él antes que a nadie. Tenía la extrañísima impresión de que lo había utilizado. ¿Como barómetro para medir las reacciones de otras personas? ¿Como confesor?

El sargento detective Cooper ya se había marchado a casa, y la voz aburrida del otro extremo de la línea se limitó a acordar que pondría en su conocimiento la solicitud de Sarah de que la llamase, cuando llegara a la mañana siguiente. Al fín y al cabo, no había ninguna urgencia. El caso estaba cerrado.

Cuánto detesto mi artritis y la cruel inactividad que impone. Hoy he visto un fantasma pero no pude hacer nada al respecto. Debería de haberlo derribado de un golpe y enviado de vuelta al infierno, de donde vino, pero en cambio sólo pude zaherirlo con mi lengua. ¿Lo ha traído Joanna para que me persiga? Tiene sentido. Ha estado tramando algo desde que encontró esa maldita carta. «Ingratitud, tú, enemiga de corazón de mármol, más monstruosa cuando te muestras en un hijo que en un monstruo marino.»

Pero que utilizara a James, precisamente. Eso nunca lo perdonaré. ¿O es él quien está utilizándola a ella? Cuarenta años no lo han cambiado. Qué aborrecible diversión no habrá tenido en Hong Kong, donde yo había leído que los niños se visten de niñas y les dan a los pederastas la emoción de fingida normalidad mientras se exhiben a sí mismos y su repugnante perversión ante un público inocente. Parece enfermo. Bueno, bueno, qué solución tan encantadora sería su muerte.

En ese caso hice un «negocio de lo más asqueroso». Hoy en día hablan con gran locuacidad de los ciclos de abuso pero, oh, cuánto más complejos son esos ciclos, que la simple brutalidad infligida por los padres sobre los hijos. Todo le acontece a aquel que se une…

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