Violet Orloff permaneció inmóvil, de pie en la cocina de Wing Cottage, escuchando la pelea que había estallado en el corredor de Cedar House. Tenía el aspecto culpable de una fisgona, desgarrada entre el impulso de marcharse y el de quedarse donde estaba pero, a diferencia de la mayoría de los fisgones, estaba libre del temor a ser descubierta, y venció la curiosidad. Cogió un vaso del lavavajillas, apoyó el borde contra la pared, y aplicó el oído sobre el fondo. Las voces se hicieron de inmediato más próximas. Quizá fue una suerte que no pudiera verse a sí misma. Había algo indecente y furtivo en la forma en que se inclinó para escuchar, y su cara tenía la misma expresión que tendría la de un mirón que espía por una ventana para ver a una mujer desnuda. Excitada. Impúdica. Expectante.
– ¿… piensas que no estoy enterada de lo que haces en Londres? Eres una puta jodedora, y la abuela también lo sabía. Todo esto es tu jodida culpa, y supongo que estás planeando follártelo para dejarme a mí fuera.
– No te atrevas a hablarme de esa manera. Tengo unas ganas tremendas de lavarme las manos por lo que a tí respecta. ¿Te crees que me importa un comino si vas o no a la universidad?
– Así eres tú siempre. ¡Celos, celos, jodidos celos! No puedes soportar que yo haga nada que tú no has hecho.
– Te lo advierto, Ruth, no pienso escuchar esto.
– ¿Por qué no? ¿Porque es verdad y porque las verdades duelen? -La voz de la muchacha era llorosa-. ¿Por qué no puedes comportarte como una madre, aunque sea de vez en cuando? La abuela era más madre que tú. Lo único que tú has hecho ha sido odiarme. Yo no pedí nacer, ¿verdad?
– Eso es infantil.
– Me odias porque mi padre me quería.
– No seas absurda.
– Es verdad. Me lo dijo la abuela. Me contó que Steven solía quedarse embobado conmigo, me llamaba su ángel, y que tú solías ponerte hecha una furia. Dijo que si Steven y tú os hubierais divorciado, Steven no estaría muerto.
La voz de Joanna era glacial.
– Y tú le creíste, por supuesto, porque eso era lo que querías oír. Eres igual que tu abuela, Ruth. Pensaba que esto se acabaría cuando ella muriese, pero no podría haberme equivocado más, ¿no es cierto? Tú has heredado cada una de las gotas de veneno que tenía dentro.
– ¡Oh, eso es fantástico! Márchate, como haces siempre. ¿Cuándo vas a encararte con un problema, madre, en lugar de fingir que no existe? La abuela decía que ése era tu único logro, el de barrer las cosas desagradables bajo la alfombra y luego continuar como si nada hubiese ocurrido. Por amor de Cristo… -su voz aumentó hasta el grito-, ya has oído al detective. -Debió de captar la atención de su madre porque la voz volvió a bajar-. La policía piensa que la abuela fue asesinada. ¿Qué se supone que debo contarles, entonces?
– La verdad.
Ruth profirió una carcajada salvaje.
– Bien. Así que yo les cuento en qué te gastas el dinero, ¿verdad? ¿Les cuento que la abuela y el doctor Hendry pensaban que estabas tan jodidamente loca que estuvieron pensando en internarte? Jesús… -La voz se le quebró-. Supongo que será mejor que sea realmente sincera y les cuente cómo intentaste matarme. ¿O mantengo eso en silencio porque si no lo hago no tendremos ni una maldita esperanza de presentar una contrademanda por el dinero? A una no se le permite beneficiarse del asesinato de la propia madre, ¿sabes?
El silencio se prolongó tanto que Violet comenzó a preguntarse si no se habrían marchado a otra parte de la casa.
– Eso depende por completo de tí, Ruth. No siento ninguna compunción en absoluto respecto a decir que tú estuviste aquí el día en que murió tu abuela. No deberías de haber robado los pendientes, pequeña zorra estúpida. O, ya que estamos, todas las otras malditas cosas que tus pegajosos deditos no pudieron resistir. Tú la conocías tan bien como yo. ¿De verdad pensabas que no se daría cuenta? -La voz de Joanna estaba ronca de sarcasmo-. Hizo una lista y la dejó en la mesita de noche. Si yo no la hubiese destruido, a estas alturas estarías arrestada. No estás haciendo ningún secreto del pánico que sientes por ese estúpido testamento, así que la policía no tendrá ningún problema para creer que si estabas lo bastante desesperada como para robarle a tu abuela, probablemente estabas también lo bastante desesperada como para asesinarla. Así que yo sugiero que mantengamos la boca cerrada, ¿te parece?
Una puerta se cerró con tanta fuerza que Violet sintió las vibraciones en su cocina.
Jack se recostó contra su banco de pinturas y se frotó la mandíbula sin afeitar, contemplando al policía a través de los párpados entrecerrados. Eso de satánico, pensó el sargento detective Cooper, le sentaba muy bien. Era muy moreno, con ojos resplandecientes en un rostro aquilino, pero tenía demasiadas arrugas de risa para un Drácula. Si este hombre era un diablo, era uno alegre. A Cooper le recordó un irlandés reincidente impenitente que había arrestado en innumerables ocasiones a lo largo de un período de veinte años. Tenía la misma expresión de «tómame-como-soy», un aire de desafío tan sorprendente que las personas que lo poseían eran imposibles de pasar por alto. Con repentina curiosidad, se preguntó si la misma expresión habría contemplado a los demás desde los ojos de Mathilda Gillespie. No lo había notado en la grabación de vídeo, pero había que pensar que las cámaras mentían de modo invariable. Si no lo hicieran, nadie toleraría que le tomaran una fotografía.
– Lo haré -dijo Jack, abruptamente.
El policía frunció el entrecejo.
– ¿Hacer qué, señor Blakeney?
– Pintarlos a usted y su esposa por dos mil libras, pero lo colgaré de una farola si le cuenta a alguien lo que me ha pagado. -Estiró los brazos hacia el techo, desperezando los músculos de la espalda-. Yo diría que dos mil de usted valen diez mil del bolsillo de las personas como Mathilda. Tal vez una escala móvil de precios no sea una idea tan mala, después de todo. Debería de ser el límite del bolsillo del modelo lo que fijara el valor de la pintura, no el arbitrario precio que yo le ponga a lo que valgo. -Alzó las cejas con gesto sardónico-. ¿Qué derecho tengo yo de privar a los vicarios y policías pobres de los objetos de arte? Tú estarías de acuerdo con eso, ¿no es cierto, Sarah?
Ella sacudió la cabeza.
– ¿Por qué tienes que ser siempre tan ofensivo?
– Al hombre le gusto, así que estoy ofreciéndole un retrato subvencionado de él y su esposa en azules, púrpuras, verdes y dorados. ¿Qué tiene eso de ofensivo? Yo lo llamaría halagador. -Contempló a Cooper con aire divertido-. Por cierto, los púrpuras representan la libido. Cuanto más oscuros son, más lascivo el modelo, pero según yo lo veo, recuerde, no según se ve usted mismo. Las ilusiones de su esposa podrían hacerse añicos si yo lo pinto a usted en púrpura oscuro y a ella en lila pálido.
El sargento Cooper rió entre dientes.
– O viceversa.
Los ojos de Jack destellaron.
– Precisamente. Yo no estoy dispuesto a halagar a nadie. Siempre y cuando usted entienda eso, es probable que podamos hacer negocios.
– Y, según presumo, señor, usted necesita el dinero al momento. ¿Sus términos serían en metálico y por adelantado, por casualidad?
Jack enseñó los dientes en una sonrisa.
– Por supuesto. Por ese precio, difícilmente podría esperar otra cosa.
– ¿Y qué garantía tendría yo de que el retrato quedara acabado alguna vez?
– Mi palabra. Como hombre de honor.
– Yo soy policía, señor Blakeney. Nunca acepto la palabra de nadie para nada. -Se volvió a mirar a Sarah-. Usted es una persona sincera, doctora. ¿Es su esposo un hombre de honor?
Sarah miró a Jack.
– Ésa es una pregunta muy injusta.
– A mí me parece justa -dijo Jack-. Aquí se está hablando de dos mil libras. El sargento tiene derecho a cubrirse las espaldas. Dale una respuesta.
Sarah se encogió de hombros.
– De acuerdo. Si me lo pregunta: ¿cogerá su dinero y huirá? No, no hará eso. Le pintará el cuadro y lo hará bien.
– ¿Pero? -la animó Jack.
– Tú no eres un hombre de honor. Eres demasiado irreflexivo y desconsiderado. No respetas la opinión de nadie que no sea tú mismo, eres desleal, y eres insensible. De hecho -le dedicó una sonrisa torcida-, eres una mierda en casi todo menos en tu arte.
Jack señaló con un dedo al sargento.
– Y bien, ¿tengo el encargo, sargento, o estaba sólo trabajando las susceptibilidades de mi esposa para que dijera lo que pensaba de mí?
Cooper adelantó una silla y se la ofreció a Sarah. Ella negó con la cabeza, así que la ocupó él mismo con un suave suspiro de alivio. Estaba haciéndose demasiado viejo como para permanecer de pie cuando había un asiento disponible.
– Seré sincero con usted, señor; de momento no puedo hacerle ningún encargo.
– Lo sabía -dijo Jack con desprecio-. Usted es como esa bola de fango de Matthews. -Imitó el sonsonete gales del acento del vicario-. Me encanta su obra, Jack, sin duda, pero soy un hombre pobre, como usted sabe. -Se golpeó con un puño la palma de la mano contraria-. Así que le ofrecí una de mis primeras obras por un par de miles, y el bastardo intentó negociar conmigo para que se lo rebajara a unos miserables trescientos. ¡Jesús, lloraba! -gruñó-. A él le pagan más que eso por unos pocos sermones piojosos. -Le echó una mirada feroz al sargento-. ¿Por qué todos ustedes esperan algo a cambio de nada? No veo que acepten ustedes una reducción de salario -le echó una mirada a Sarah-, ni la veo a mi esposa, ya que estamos. Pero es que a ustedes les paga el Estado, mientras que yo tengo que matarme a trabajar.
Cooper tenía en la punta de la lengua la observación de que Blakeney había escogido el camino que estaba siguiendo, y que nadie lo había obligado a ello. Pero se contuvo. Había tenido demasiadas discusiones hirientes con sus propios hijos sobre el mismo tema, como para querer repetirlas con un extraño. En cualquier caso, el hombre no le había entendido bien. Deliberadamente, según sospechaba.
– No estoy en posición de encargarle nada en este momento, señor -dijo, haciendo un cuidadoso hincapié-, porque estaba usted estrechamente relacionado con una mujer que podría o no haber sido asesinada. Si yo le entregara dinero, por la razón que fuese, resultaría en extremo perjudicial para sus posibilidades en el tribunal si fuera lo bastante desafortunado como para comparecer ante él. Será una cuestión por completo diferente cuando nuestras investigaciones hayan concluido.
Jack lo contempló con repentino afecto.
– Si fuera yo quien le pagara a usted dos mil libras, puede que tuviera razón, pero no en el caso contrario. Es su propia posición la que está salvaguardando, no la mía.
Cooper volvió a reír entre dientes.
– ¿Me culpa por ello? Es probable que resulte demasiado optimista, pero todavía no he renunciado al ascenso, y los que sobornen a sospechosos de asesinato caerán como una bala de plomo con mi gobernador. El futuro tiene un aspecto muchísimo más brillante si uno llega a inspector.
Jack lo estudió con atención durante varios segundos, y luego cruzó los brazos sobre el deslucido jersey que llevaba puesto. Sintió simpatía hacia aquel detective rotundo, bastante atípico, de jovial sonrisa.
– Bien, pues, ¿cuál era su pregunta? ¿Por qué Mathilda posó para mí con la mordaza de la chismosa en la cabeza? -Miró el retrato-. Porque ella dijo que representaba la esencia de su personalidad. Y la verdad es que tenía razón. -Sus ojos se entrecerraron, evocadores-. Supongo que la manera fácil de describirla es decir que estaba reprimida, pero su represión funcionaba en ambos sentidos. -En sus labios apareció una leve sonrisa-. Tal vez siempre es así. Sufrió abusos cuando era niña y creció con la incapacidad de sentir o expresar amor, así que ella misma se convirtió en agresora. Y el símbolo de sus abusos, tanto activos como pasivos, era la mordaza. Se la pusieron a ella y ella se la ponía a su hija. -Sus ojos se desviaron hacia Sarah-. Lo irónico es que también era un símbolo de su amor, según creo, o de esos ceses de las hostilidades que en la vida de Mathilda pasaban por amor. A Sarah la llamaba su mordaza de la chismosa, y lo decía como elogio. Decía que Sarah era la única persona que jamás hubiera conocido que había ido a verla sin prejuicios y la aceptaba como era. -Sonrió con expresión cordial-. Yo intenté explicarle que eso no era una cosa digna de aplauso… Sarah tiene muchas debilidades, pero la peor de todas según mi opinión es su disposición cándida a aceptar a todo el mundo según la propia valoración de cada cual… pero Mathilda se negaba a oír una sola palabra dicha en contra de ella. Y eso es todo lo que sé -acabó con tono de ingenuidad.
El detective Cooper decidió en secreto que Jack Blakeney era probablemente uno de los hombres menos ingenuos que jamás hubiese visto, pero le siguió la corriente por sus propias razones nada ingenuas.
– Eso me servirá de mucho, señor. Yo no conocí personalmente a la señora Gillespie, y es de gran importancia para mí entender su carácter. ¿Diría usted que era el tipo de persona que podría suicidarse?
– Sin duda alguna. Y también lo haría con un cuchillo Stanley. Hallaba tanta diversión en hacer un mutis como en hacer una entrada. Posiblemente más. Si ahora nos está observando a los tres examinar los huesos de su cadáver, estará abrazándose con deleite. Se hablaba de ella en vida porque era una loba, pero eso no es nada comparado con la forma en que se está hablando de ella una vez muerta. Le encantaría cada momento de suspenso.
Cooper miró a Sarah con el ceño fruncido.
– ¿Está de acuerdo, doctora Blakeney?
– Tiene un tipo de lógica absurda, ¿sabe? Ella era así, en efecto. -Pensó durante un instante-. Pero ella no creía en la vida después de la muerte, o en todo caso sólo en la de variedad gusano, que significa que todos somos caníbales. -Sonrió ante la expresión de asco de Cooper-. Un hombre muere y es comido por los gusanos, los gusanos son comidos por los pájaros, los pájaros son comidos por los gatos, los gatos defecan sobre las verduras, y nosotros nos comemos las verduras. O cualquier otra cadena que se le antoje. -Volvió a sonreír-. Lo siento, pero ésa era la visión que Mathilda tenía de la muerte. ¿Por qué iba a desperdiciar su último, gran mutis? Creo con sinceridad que lo habría prolongado a costa de cualquier cosa y, en el proceso, haría bailar a tanta gente como pudiera. Tomemos el vídeo, por ejemplo. ¿Por qué quería que le agregaran títulos de crédito y música si sólo iba a verse después de su muerte? Ella iba a mirarlo personalmente, y si alguien entraba mientras estaba haciéndolo, mejor que mejor. Tenía intención de usarlo como palo para azotar a Joanna y Ruth. Tengo razón, ¿verdad, Jack?
– Es probable. Por lo general la tienes. -Habló sin ironía-. ¿De qué vídeo estamos hablando?
Sarah había olvidado que él no lo había visto.
– El mensaje postumo de Mathilda a su familia -replicó ella con una sacudida de cabeza-. Por cierto, que te habría encantado. Se parecía bastante a Cruela de Vile, de Los ciento un dálmatas. Alas de color negro a los lados de una lista blanca, nariz como un pico, y boca como una línea fina. Muy propio para pintarlo. -Frunció el entrecejo-. ¿Por qué no me dijiste que la conocías?
– Habrías interferido.
– ¿Cómo?
– Habrías encontrado la manera -dijo él-. No puedo pintar a la gente cuando te pones a balar en mis oídos tus propias interpretaciones de las personas. -Habló con un falsete burlón-. Pero a mí me cae bien, Jack. Es muy agradable. No es ni la mitad de mala que todos dicen que es. Es una blanda de corazón.
– Yo nunca hablo así -contestó ella con tono de rechazo.
– Deberías de escucharte de vez en cuando. El lado oscuro de la gente te asusta, así que cierras los ojos ante él.
– ¿Es malo, eso?
Jack se encogió de hombros.
– No si quieres una existencia sin pasión.
Ella lo estudió con aire pensativo durante un momento.
– Si la pasión significa enfrentamiento, entonces sí, prefiero una existencia sin pasión. Yo pasé por la desintegración del matrimonio de mis padres, ¿recuerdas? Iría muy lejos para evitar la repetición de esa experiencia.
Los ojos de él destellaron en el cansado rostro.
– En ese caso, tal vez sea tu propio lado oscuro lo que te asusta. ¿Hay un fuego en tu interior que amenace descontrolarse? ¿Un alarido de frustración que sería capaz de derribar tu precario castillo de naipes? Será mejor que reces para pedir brisas suaves y nada de viento fuerte, ángel mío, o te encontrarás con que has estado viviendo en un mundo de ilusiones.
Ella no respondió y la habitación se llenó de silencio, con sus tres personajes curiosamente abstractos como los retratos de las paredes. Al detective Cooper se le ocurrió, fijo en fascinada inmovilidad en la silla, que Jack Blakeney era un hombre terrible. ¿Devoraba a todo el mundo de la manera en que estaba devorando a su esposa? «¿Un alarido de frustración que derribaría tu precario castillo de naipes.» Cooper había mantenido a su propio alarido bajo control durante años, el grito de un hombre atrapado en los lazos de la rectitud y la responsabilidad. ¿Por qué Jack Blakeney no podía hacer lo mismo?
Se aclaró la garganta.
– ¿Le dijo la señora Gillespie, señor, qué intenciones tenía con respecto a su testamento?
Jack había estado observando a Sarah con atención. Ahora miró al policía.
– No con mucho detalle. Una vez me preguntó qué haría si tuviese dinero.
– ¿Qué le contestó?
– Le dije que lo gastaría.
– Su esposa me ha dicho que desprecia usted el materialismo.
– Muy cierto, así que lo usaría para fomentar mi espiritualidad.
– ¿Cómo?
– Tomaría cantidades de drogas, alcohol y sexo.
– A mí me parece muy materialista, señor. No hay nada de espiritual en rendirse a los sentidos.
– Depende de cómo sea uno. Si se es un estoico como Sarah, el desarrollo espiritual se produce a través del deber y la responsabilidad. Si se es un epicúreo, como yo, aunque debo apresurarme a decir que el pobre viejo Epicuro probablemente no reconocería en mí a un adepto, se produce mediante la gratificación del deseo. -Alzó una ceja con aire divertido-. Por desgracia, la gente frunce el entrecejo ante los epicúreos modernos. Hay algo infinitamente despreciable en un hombre que se niega a reconocer sus responsabilidades y prefiere llenar su copa en la fuente del placer. -Estaba observando con atención a Cooper-. Pero eso sólo se debe a que la sociedad está compuesta por ovejas y es fácil para la propaganda de los publicistas lavarles el cerebro a las ovejas. Puede que no crean que la blancura de la colada de una mujer es el símbolo de su éxito, pero están condenadamente seguras de que sus cocinas tienen que estar bien limpias de gérmenes, sus sonrisas igual de blancas, sus hijos igual de bien educados, sus maridos ser igual de trabajadores incansables, y su decencia moral igual de obvia. Con los hombres, la cosa es todavía peor. Se supone que deben convencerlos de que tienen cojones, pero en realidad los persuaden de llevar un jersey limpio, afeitarse con regularidad, tener al menos tres amigos, no emborracharse nunca y hablar de manera divertida en el pub. -Su severo rostro se abrió en una sonrisa-. Mi problema es que prefiero drogarme hasta perder la cabeza y tirarme a una virgen de dieciséis años, en especial si tengo que quitarle las mallas de gimnasia con lentitud para hacerlo.
«Cristo -pensó Cooper, alarmado, mientras sentía el peso de la mirada del otro sobre su cabeza inclinada-. ¿Podía también leer la mente, el bastardo?»
Fingió anotar algo en su libreta de notas.
– ¿Le explicó todo eso de una manera así de gráfica a la señora Gillespie, o se quedó en lo de gastar el dinero de ella si lo tuviera?
Jack le echó una mirada a Sarah, pero ella contemplaba el retrato de Mathilda y no desvió los ojos.
– Tenía una piel fantástica para su edad. Creo que dije que prefería drogarme y tirarme a una abuela.
Cooper, que era más respetable de lo que él se daba cuenta, se sintió tan escandalizado como para alzar la mirada.
– ¿Qué dijo ella?
Jack estaba divirtiéndose.
– Me preguntó si me gustaría pintarla desnuda. Yo dije que me gustaría, así que se quitó la ropa. Si reviste algún interés para usted, le diré que lo único que Mathilda llevaba puesto cuando hice los bocetos, era la mordaza de la chismosa. -Sonrió mientras sus perspicaces ojos sondeaban al policía-. ¿Lo excita eso, sargento?
– De hecho, sí -replicó por fin, Cooper-. ¿Estaría también en la bañera, por casualidad?
– No. Estaba muy viva y tendida sobre la cama en toda su gloria. -Se enderezó y encaminó hacia un mueble de cajones que había en un rincón-. Y tenía un aspecto condenadamente fantástico. -Sacó un cuaderno de bocetos del cajón inferior-. Mire. -Arrojó la libreta al otro lado de la habitación, y ésta aleteó hasta caer a los pies del policía-. Como si estuviera en su casa. Son todos de Mathilda. Uno de los seres grandiosos de la vida.
Cooper recogió la libreta y pasó las páginas. En efecto, representaban a la señora Gillespie desnuda sobre la cama, pero a una señora Gillespie muy diferente del trágico cadáver de la bañera y de la bruja amargada con boca cruel de la pantalla del televisor. Dejó la libreta junto a sí, en el piso.
– ¿Durmió con ella, señor Blakeney?
– No. Ella nunca me lo pidió.
– ¿Lo habría hecho si ella se lo hubiese pedido? -La pregunta había sido formulada antes de que Cooper tuviera tiempo de considerar la prudencia de formularla.
La expresión de Jack era ilegible.
– ¿Tiene eso algo que ver con su caso?
– Estoy interesado en el carácter de usted, señor Blakeney.
– Entiendo. ¿Y qué le diría el que yo fuera capaz de aceptar la invitación de una anciana para que durmiera con ella? ¿Que yo soy un pervertido? ¿O que soy infinitamente compasivo?
Cooper profirió una risilla.
– Diría que es señal de que necesita que le revisen la vista. Incluso a oscuras, la señora Gillespie difícilmente podría haber pasado por una virgen de dieciséis años. -Sacó los cigarrillos del bolsillo-. ¿Le importa si fumo?
– Como si estuviera en su casa. -Con un puntapié envió una papelera al otro lado de la habitación.
Cooper encendió el mechero y lo acercó al cigarrillo.
– La señora Gillespie le ha dejado a su esposa tres cuartos de millón de libras, señor Blakeney. ¿Lo sabía usted?
– Sí.
El sargento no había esperado esa respuesta.
– Así que la señora Gillespie sí que le dijo cuáles eran sus intenciones.
– No -replicó Jack, volviendo a sentarse sobre el banco de las pinturas-. Acabo de pasar dos deliciosas horas en Cedar House. -Le dirigió una mirada impasible a Sarah-. Joanna y Ruth tienen la errónea impresión de que yo tengo alguna influencia sobre mi esposa, así que hicieron todo lo posible para ser encantadoras.
Cooper se rascó la mandíbula y se preguntó por qué la doctora Blakeney toleraba esto. El hombre estaba jugando con ella de la misma manera que el grácil gato clava las garras en un ratón medio destrozado. El misterio no era por qué había decidido divorciarse de él de modo tan repentino, sino por qué lo había aguantado durante tanto tiempo. Sin embargo, existía una sensación de desafío no respondido, porque un gato permanece interesado sólo mientras el ratón le sigue el juego, y Cooper tenía la clara sensación de que Jack pensaba que Sarah estaba decepcionándolo.
– ¿Lo sabía antes de eso?
– No.
– ¿Está sorprendido?
– No.
– ¿Los pacientes de su esposa le dejan dinero con frecuencia, entonces?
– No por lo que yo sé. -Le sonrió al sargento-. Si se lo han dejado, nunca me lo dijo a mí.
– ¿Por qué no está sorprendido, entonces?
– Déme una buena razón por la que debería de estarlo. Si me hubiera dicho que Mathilda le había dejado su dinero a la Fundación de Caridad de la Policía o los Viajeros de la Nueva Era, tampoco me sorprendería. Era su dinero y podía hacer lo que quisiera, y que tenga buena suerte. Le advierto que me alegro de que haya sido a mi esposa -hizo un hincapié ofensivo en la palabra- a quien le haya tocado el bote. Eso hará que las cosas me resulten considerablemente más fáciles a mí. No me importa admitir que en este momento ando algo corto de fondos.
– Dios mío, Jack, si supieras lo a punto que estoy de hundirte el puño en esa barriga satisfecha de sí misma… -gritó Sarah con ojos coléricos.
– Ah -murmuró él-, pasión al fin. -Se puso de pie y se le acercó, con las manos muy abiertas en una invitación a que lo hiciera-. Hazlo. Es toda tuya.
Ella lo pilló por sorpresa y le propinó un rodillazo en la entrepierna.
– La próxima vez -dijo a través de dientes apretados- te romperé la tela de Mathilda en la cabeza. Y eso sería una lástima porque probablemente es lo mejor que jamás hayas hecho.
– ¡Maldición, mujer, eso duele! -rugió él, aferrándose los testículos y derrumbándose de vuelta sobre el banco-. Yo pedía pasión, no una jodida castración.
Los ojos de Sarah se entrecerraron.
– Se supone que debía hacerte daño, cretino. No pienses siquiera en ponerle las manos encima al dinero de Mathilda. Y desde luego no vas a obtener ni un penique del mío, si puedo evitarlo. ¿Mitad y mitad? Tienes una posibilidad condenadamente magra. Venderé y lo donaré a un hogar para gatos antes que verte llevando una vida de príncipe a costa de mi duro trabajo.
Él metió los dedos dentro del bolsillo de los pantalones Levi's y sacó un papel doblado.
– Mi contrato con Mathilda -dijo mientras se lo tendía con una mano y se masajeaba delicadamente con la otra-. La estúpida vieja la palmó antes de pagarme, así que calculo que sus ejecutores me deben diez mil libras y que su heredera se queda con el cuadro. Jesús, Sarah, me siento verdaderamente mal. Creo que me has hecho una grave lesión.
Ella hizo caso omiso de él para leer lo que decía el papel.
– Esto parece auténtico -dijo.
– Es auténtico. Keith lo redactó.
– No me dijo nada.
– ¿Por qué iba a hacerlo? No era asunto tuyo. Sólo espero tener algún derecho a los bienes. Por la forma en que está funcionando mi suerte, es probable que el contrato sea inválido por haber muerto ella.
Sarah le entregó el papel al sargento detective Cooper.
– ¿Qué le parece? Sería una lástima que Jack tuviera razón. Es su segunda venta importante.
«Se sentía genuinamente contenta por el bastardo -pensó Cooper con sorpresa-. ¡Qué pareja tan peculiar eran!» Se encogió de hombros.
– No soy un experto, pero siempre he entendido que deben satisfacerse las deudas de una herencia. Si le hubiese suministrado alfombras nuevas que ella no hubiera pagado, es de suponer que la deuda sería cubierta. No veo por qué la pintura tiene que ser diferente, en particular si el modelo es la persona fallecida. No se da el caso de que pueda vendérsela a ninguna otra persona, ¿verdad? -Miró la tela-. Teniendo en cuenta, claro está, que podría tener problemas para demostrar que se trata de la señora Gillespie.
– ¿Dónde tendría que demostrarlo? ¿En el tribunal?
– Posiblemente.
Sus ojos brillaron y chasqueó los dedos para indicar que le devolvieran el contrato.
– Confío en tí, Sarah -dijo mientras se metía el papel en el bolsillo.
– ¿Para que haga qué?
– Para que les digas a los ejecutores que no paguen, claro. Para que les digas que no crees que se trate de Mathilda. Necesito la publicidad de una batalla legal.
– No seas estúpido. Yo sé que es Mathilda. Si el contrato obliga legalmente a sus herederos, tendrán que pagar.
Pero él no la escuchaba. Metió las pinturas, pinceles, frascos de trementina y de aceite de linaza en un maletín, y luego quitó la tela de Joanna Lascelles del caballete.
– Tengo que marcharme. Mira, no puedo llevarme el resto de las cosas porque todavía no he encontrado un estudio, pero intentaré volver a buscarlo durante la semana. ¿Te parece bien? Sólo he venido a recoger un poco de ropa. He estado durmiendo en el coche y todo esto huele bastante mal. -Avanzó con pasos silenciosos hacia la puerta, con el maletín colgado del hombro y el cuadro en una mano.
– Un momento, señor Blakeney. -Cooper se puso de pie y le bloqueó el paso-. Todavía no he terminado con usted. ¿Dónde estaba la noche en que murió la señora Gillespie?
Jack le echó una mirada fugaz a Sarah.
– En Stratford -replicó con frialdad-, con una actriz llamada Sally Bennedict.
Cooper no alzó la mirada; se limitó a lamer la punta del lápiz y anotar el nombre en su libreta.
– ¿Y cómo puedo conectar con ella?
– A través de la Royal Shakespeare Company. Está representando a Julieta en una de sus producciones.
– Gracias. Como persona que posee pruebas materiales, debo advertirle que si tiene intención de continuar durmiendo en el coche, se le solicitará que se presente en la comisaría de policía cada día, porque si no lo hace me veré obligado a solicitar una orden. También necesitamos sus huellas dactilares para poder aislar las suyas de las otras que encontramos en Cedar House. Habrá un equipo de huellas dactilares en la parroquia de Fontwell el miércoles por la mañana, pero si no acude allí tendré que disponer las cosas de forma que acuda a la comisaría de policía.
– Estaré allí.
– ¿Y cuál será su paradero entre tanto, señor?
– Envíe lo que sea a la atención de Joanna Lascelles, Cedar House, Fontwell. -Empujó la puerta con un pie hacia el recibidor y se deslizó por la abertura. Estaba claro que era una cosa que había hecho muchas veces antes, a juzgar por los arañazos y marcas que había en la pintura.
– ¡Jack! -lo llamó Sarah.
Él se volvió a mirarla. Sus cejas se alzaron con expresión interrogativa.
Ella hizo un gesto hacia el retrato de Mathilda.
– Felicitaciones.
Él le dedicó una sonrisa extrañamente íntima antes de dejar que la puerta se cerrara de golpe a sus espaldas.
Los dos, a solas en el estudio, escucharon los pasos de él en las escaleras cuando subía en busca de ropa.
– Es una ley en sí mismo, ¿verdad? -comentó Cooper, y chupó su cigarrillo con aire meditativo.
– Uno de los seres grandiosos de la vida -replicó Sarah, repitiendo conscientemente la descripción que Jack había hecho de Mathilda-, y alguien con quien resulta muy difícil convivir.
– Eso puedo verlo. -Se inclinó para aplastar la colilla contra el borde de la papelera-. Pero es igualmente difícil vivir sin él, me imagino. Deja algo así como un vacío tras de sí.
Sarah apartó los ojos de él para mirar por la ventana. No podía ver nada, por supuesto, ya estaba muy oscuro en el exterior, pero el policía veía su reflejo en el cristal con la misma claridad que si se tratara de un espejo. Habría hecho mejor, pensó, manteniendo la boca cerrada, pero había una sinceridad en los Blakeney que resultaba contagiosa.
– No siempre es así -dijo Sarah-. Es raro en él ser tan directo, pero no estoy segura de si actuó así para usted o para mí. -Guardó silencio, consciente de que estaba expresando sus pensamientos en voz alta.
– Para usted, por supuesto.
Oyeron que la puerta delantera se abría y cerraba.
– ¿Por qué «por supuesto»?
– Yo no lo he herido.
Los ojos reflejados de ambos se encontraron en el cristal de la ventana.
– La vida es un asco, ¿no le parece, sargento?
Las exigencias económicas de Joanna están volviéndose insaciables. Dice que es culpa mía que no consiga encontrar un empleo, culpa mía que su vida esté vacía, culpa mía que tuviera que casarse con Steven y también culpa mía que haya cargado con un bebé que no quería. Yo me contuve para no decirle que no había visto la hora de meterse en la cama del judío y que la pildora había estado en las farmacias durante años antes de que ella se permitiera quedar embarazada. Me sentí tentada de catalogar los infiernos por los que yo pasé: la violación de mi inocencia, el matrimonio con un pervertido, un segundo embarazo cuando apenas me había recuperado del primero, el valor que requirió salir de un abismo de desesperación que ella no podría ni comenzar a imaginar. No lo hice, por supuesto. Ella ya me alarma lo suficiente, como están las cosas, con su frígida antipatía hacia mí y hacia Ruth. Me aterra pensar en cómo reaccionaría si llegara a descubrir que Gerald era su padre.
Dice que soy una avara. Bueno, probablemente lo sea. El dinero ha sido un buen amigo para mí y lo guardo con tanto celo como otros guardan sus secretos. Bien sabe Dios que tuve que usar hasta la última pizca de la astucia que poseía para adquirirlo. Si las mortajas tuvieran bolsillos, me lo llevaría y «¡al infierno con la lealtad!». No somos nosotros quienes poseemos a nuestros hijos, sino ellos quienes nos poseen. Lo único que lamento de morir es que no veré la cara que pondrá Sarah cuando se entere de lo que le he dejado. Pienso que eso será divertido.
Hoy, el viejo Howard me ha citado a Hamlet: «Nos encaminamos a ganar un pequeño trozo de tierra que no tiene más beneficio que el nombre». Yo me eché a reír -a veces es el viejo bruto más entretenido-, y le contesté con una frase de El mercader de Venecia: «Bien pagado es quien bien satisfecho queda…».