Capítulo 13

A la mañana siguiente, tras marcharse el último paciente, Jane Marriott entró a paso de marcha en el despacho que Sarah tenía en Fontwell, y se dejó caer con firmeza en una silla. Sarah la miró.

– Pareces muy enojada -observó mientras firmaba unos papeles.

– Estoy enojada.

– ¿Con qué?

– Contigo.

Sarah cruzó los brazos.

– ¿Qué he hecho?

– Has perdido la compasión. -Jane golpeó con un dedo severo la esfera de su reloj-. Solía regañarte por la cantidad de tiempo que pasabas con tus pacientes, pero te admiraba por las molestias que te tomabas. Ahora, de repente, entran y salen como trenes expresos. La pobre señora Henderson estaba al borde de las lágrimas. «¿Qué he hecho para ofender a la doctora? -me preguntó-. Apenas si ha tenido una palabra amable para conmigo.» La verdad es que no deberías de permitir que todo este asunto de Mathilda te afectase, Sarah. No es justo para los demás. -Inspiró con gesto de admonición-. Y no me digas que yo soy sólo la recepcionista y que el médico eres tú. Los médicos son falibles, igual que el resto de nosotros.

Sarah empujó algunos papeles por el escritorio con la punta del lápiz.

– ¿Sabes cuáles fueron las primeras palabras que me dijo la señora Henderson cuando entró? «Calculo que puedo volver a verla sin correr peligro, doctora, visto que fue la perra de su hija quien lo hizo.» Y te ha mentido. No tuve ni una sola palabra amable para con ella. Le dije la verdad por una vez, que el único problema que tenía era su carácter bilioso y que podía curarse de inmediato si buscara lo bueno de la gente en lugar de lo malo. -Blandió el lápiz bajo la nariz de Jane-. Estoy llegando rápidamente a la conclusión de que Mathilda tenía razón. Este pueblo es uno de los lugares más repugnantes de la Tierra, poblado por fanáticos por completo ignorantes y de mente malévola que no tienen nada mejor que hacer en sus vidas que sentarse y juzgar a cualquiera que no encaje en sus mezquinos estereotipos de perogrullada. No es la compasión lo que he perdido, sino las anteojeras.

Jane le quitó a Sarah el lápiz de la mano antes de que pudiera alojársele en la nariz.

– Es una vieja viuda solitaria, que tiene poca o ninguna educación, y a su manera muy torpe estaba intentando pedirte disculpas por haber llegado a dudar de ti. Si no tienes la generosidad de espíritu necesaria para disculpar su torpe diplomacia, entonces no eres la mujer que yo creía. Y para tu información, ahora cree que sufre de una enfermedad muy severa, a saber, carácter bilioso, para la cual te niegas a darle tratamiento. Y lo ha atribuido a los recortes de los servicios de sanidad y al hecho de que, como mujer vieja, ahora la consideran prescindible.

Sarah suspiró.

– Ella no fue la única. Están todos exultantes porque piensan que lo hizo Joanna, y me sienta mal que usen mi consultorio y me usen a mí para degradarla. -Se pasó los dedos entre el pelo-. Porque eso ha sido todo el día de hoy, Jane, una especie de burla y vituperio infantil contra la última víctima que han encontrado, y si Jack no hubiera decidido hacer el gilipollas, no habrían tenido tanto de lo que hablar.

– No lo creas -dijo Jane con acritud-. Lo que no pueden conseguir de otra manera, se lo inventan.

– ¡Hah! ¡Y tú tienes el valor de arrojarme a las llamas por cinismo!

– Oh, no supongas que no estoy tan irritada como tú por la estupidez de ellos. Por supuesto que lo estoy, pero es que yo no espero nada más. No han cambiado por el solo hecho de que haya muerto Mathilda, ¿sabes?, y me parece que es un pelín absurdo acusar a la señora Henderson de que ve sólo lo malo de la gente cuando el más grande exponente de eso acaba de dejarte una pequeña fortuna. La visión que la señora Henderson tiene de la gente es por completo santa comparada con la que tenía Mathilda. Ella sí que tenía un carácter bilioso.

– De acuerdo. Aceptado. Pasaré a ver a la señora Henderson camino de casa.

– Bueno, espero que seas lo bastante clemente como para disculparte con ella. Tal vez soy demasiado sensible pero parecía muy afectada, y no es propio de tí ser cruel, Sarah.

– Me siento cruel -gruñó ella-. Sólo por saberlo, ¿hablas así con los médicos varones?

– No.

– Ya veo.

Jane se picó.

– Yo no veo nada. Te tengo cariño. Si tu madre estuviese aquí te diría lo mismo. Nunca debes permitir que los acontecimientos amarguen tu naturaleza, Sarah. Deja esa debilidad en particular para las Mathildas de este mundo.

Sarah sintió una ola de afecto por la mujer mayor, cuyas mejillas de manzana se habían puesto rosadas de indignación. Su madre, por supuesto, no diría nada semejante; se limitaría a fruncir los labios y decir que siempre había sabido que Sarah era amarga en el fondo. Hacía falta alguien con la generosidad de Jane para ver que los otros eran ineptos en diplomacia, o débiles, o estaban desilusionados.

– Estás pidiéndome que traicione mis principios -dijo con suavidad.

– No, querida mía. Estoy pidiéndote que te atengas a ellos.

– ¿Por qué tengo que perdonar a la señora Henderson por llamar asesina a Joanna? No hay más pruebas contra ella de las que había contra mí, y si me disculpo será una aceptación tácita.

– Tonterías -replicó ella con decisión-. Será cortesía para con una anciana. La forma en que manejes el tema de Joanna es una cuestión por completo diferente. Si no apruebas la manera en que está tratándola el pueblo, debes demostrarlo de una forma muy pública de manera que a nadie le quepa ninguna duda de dónde reside tu simpatía. Pero -los ojos de la mujer anciana se suavizaron al posarse sobre la más joven- no descargues tu fastidio sobre la pobre Dolly Henderson, querida mía. No puede esperarse que ella vea las cosas como tú y como yo. Ella nunca disfrutó de nuestra educación liberal.

– Me disculparé.

– Gracias.

Sarah se inclinó hacia delante de forma repentina y le dio un beso en la mejilla a la otra.

Jane pareció sorprendida.

– ¿Por qué ha sido eso?

– Oh, no lo sé. -Sarah sonrió-. Por sustituir a mi madre, supongo. A veces me pregunto si los sustitutivos no son bastante más buenos en su tarea que los originales. Mathilda también lo hizo, ¿sabes? No era toda ella un carácter bilioso. Podía ser tan dulce como tú cuando quería.

– ¿Por eso estás cuidando a Ruth? ¿Es una especie de quid pro quo?

– ¿No lo apruebas?

Jane suspiró.

– Ni apruebo ni desapruebo. Sólo pienso que es un poco provocador, dadas las circunstancias. Cualesquiera sean las razones que tú tienes para hacerlo, el pueblo le ha dado la peor interpretación a esas razones. ¿Sabes que andan diciendo que Joanna está a punto de ser arrestada por el asesinato de su madre, y que por eso Ruth se ha ido a vivir contigo?

– No me había dado cuenta de que las cosas estuviesen tan mal como eso. -Sarah frunció el entrecejo-. Dios, son absurdos. ¿De dónde sacan esa basura?

– Suman dos y dos y les da veinte.

– El problema es… -hizo una pausa-, que no hay mucho que yo pueda hacer.

– Pero, querida mía, lo único que hace falta es una explicación de por qué Ruth está con vosotros -sugirió Jane-, y entonces podrás acallar estos rumores. Al fin y al cabo, tiene que haber una explicación.

Sarah suspiró.

– Depende de Ruth el explicarlo, y en este momento no se halla en posición de hacerlo.

– En ese caso, invéntate una -dijo Jane sin rodeos-. Dásela a la señora Henderson cuando la veas esta tarde, y mañana por la noche ya habrá dado la vuelta al pueblo. Lucha con fuego contra el fuego, Sarah. Es la única forma.


La señora Henderson se sintió conmovida por las disculpas presentadas por la doctora Blakeney por el mal temperamento manifestado en el consultorio, pensó que era muy amable por su parte el molestarse en acudir a su casita y se mostró de acuerdo en que si uno había pasado toda la noche cuidando a una persona de diecisiete años que presentaba síntomas de mononucleosis infecciosa, tenía que estar irritable al día siguiente. Con la salvedad de que no entendía por qué Ruth tenía que alojarse con ella y su esposo en esas circunstancias. ¿No sería más adecuado para ella quedarse con su madre? Mucho más adecuado, convino Sarah con firmeza, y también Ruth lo preferiría, por supuesto, pero, como la señora Henderson sabía, la mononucleosis infecciosa era una enfermedad vírica extremadamente dolorosa y debilitante, y debido a la probabilidad de su recurrencia si no se cuidaba de modo adecuado al paciente, y teniendo en cuenta que era el año de los exámenes de bachillerato de Ruth, Joanna le había pedido a Sarah que la aceptara en su casa y la curara lo antes posible. Dadas las circunstancias, con el testamento de la señora Gillespie y todo eso (Sarah adoptó un aire de apropiado azoramiento), difícilmente podía negarse, ¿verdad?

– No cuando usted es la que ha recibido todo el dinero -fue la considerada contestación de la señora Henderson, pero sus ojos llorosos se nublaron de perplejidad-. ¿Ruth va a regresar a Southcliffe cuando se mejore, entonces?

– ¿Adonde más iba a ir? -murmuró Sarah, desvergonzada-. Como ya he dicho, es su año de exámenes de bachillerato.

– ¡Vaya, ésa sí que es buena! Se están diciendo mentiras y de eso no cabe duda. ¿Quién mató a la señora Gillespie, si no fue usted y no fue la hija?

– Dios lo sabe, señora Henderson.

– Resulta que Él sí que lo sabe, así que es una lástima. Porque Él no se lo cuenta a nadie. Está causando muchas molestias por guardarse la información para Él solo.

– Tal vez se suicidó.

– No -replicó la vieja con decisión-. Eso nunca lo creeré. Yo no le diré que me gustara mucho, pero la señora Gillespie no era ninguna cobarde.


Sarah supo que Joanna estaba en Cedar House, a pesar del terco silencio que respondió a su llamada al timbre. Había visto el resuelto rostro blanco en las sombras del fondo del comedor y la breve expresión que indicaba que la había reconocido, antes de que Joanna se escabullera al pasillo y fuera de su vista. Más que su negativa a abrir la puerta, fue la expresión de reconocimiento lo que despertó el enojo de Sarah. Aquí el problema era Ruth, no el testamento de Mathilda ni los embustes de Jack, y aunque habría podido simpatizar con la reticencia de Joanna a abrirle la puerta a la policía, no podía perdonar que la mantuviese cerrada a la persona que ella sabía que estaba dándole cobijo a su hija. Ceñuda, Sarah se puso en camino por el sendero que rodeaba la casa. ¿Qué clase de persona, se preguntó, ponía su enemistad personal por delante de la preocupación por el bienestar de su hija?

Mentalmente visualizó el retrato en que estaba trabajando Jack. Había atrapado a Joanna en un prisma triangular de espejos, con su personalidad descompuesta como luz refractada. Era una extraordinaria representación de identidad confusa, más aun porque por cada imagen había una sola imagen reflejada en el enorme espejo que rodeaba la tela. Sarah le había preguntado qué representaba esa única imagen.

– Joanna como quiere que la vean. Admirada, adorada, hermosa.

Señaló las imágenes del prisma.

– ¿Y ésas?

– Ésa es la Joanna que suprime con las drogas -replicó él-. Una mujer fea y a la que no aman, que fue rechazada por su madre, por su marido y por su hija. Todo lo de su vida es ilusión, de ahí el tema de espejos.

– Es triste.

– No te pongas sentimental conmigo, Sarah, ni con ella, ya que estamos. Joanna es la mujer más egocéntrica que he visto en mi vida. Supongo que la mayoría de los adictos lo son. Dice que Ruth la rechazaba. Eso es una sandez. Era Joanna quien la rechazaba porque Ruth lloraba cada vez que la cogía en brazos. Se trataba de un círculo vicioso. Cuanto más lloraba la niña, menos inclinada se sentía a quererla. Afirmó que Steven la rechazaba porque le daba asco su embarazo, pero en la frase siguiente admitió que no podía soportar el alboroto que armaba él por Ruth. Fue ella, según creo, quien lo rechazó a él.

– Pero ¿por qué? Tiene que haber una razón.

– Sospecho que es muy sencilla. La única persona a la que quiere o es capaz de querer es ella misma, y dado que su vientre hinchado la hacía menos atractiva se resintió con las dos personas responsables de ello, a saber, su esposo y su bebé. Apostaría dinero por el hecho de que es a ella a quien el embarazo le resultaba repulsivo.

– Nada es nunca tan sencillo, Jack. Podría ser algo muy grave. Una depresión posparto no tratada. Trastorno narcisista de la personalidad. Incluso esquizofrenia. Tal vez Mathilda tenía razón, y está de verdad desequilibrada.

– Tal vez, pero si lo está, entonces la culpa fue por completo de Mathilda. Por lo que he podido conjeturar, se humilló ante Joanna y las actuaciones de Joanna desde el primer día. -Hizo un gesto hacia el cuadro-. Cuando dije que todo en su vida era ilusión, lo que quería decir era: todo es falso. Ésta es la fantasía que quiere hacerte creer, pero estoy seguro en un noventa por ciento de que ella misma no la cree. -Posó un dedo en el triángulo central del prisma que de momento no contenía nada-. Allí es donde estará la verdadera Joanna, en el único espejo que no puede reflejar la estilizada imagen que tiene de sí misma.

Resultaba inteligente, pensó Sarah, pero ¿era verdad?

– ¿Y cuál es la verdadera Joanna?

Él contempló el cuadro.

– Por completo implacable, creo -dijo con lentitud-. Por completo implacable cuando se trata de salirse con la suya.

La puerta de la cocina estaba cerrada, pero la llave que Mathilda había escondido debajo del tercer tiesto de flores a la derecha continuaba en su lugar y, con una exclamación de triunfo, Sarah saltó sobre ella y la metió en la cerradura Yale. Sólo tras haber abierto la puerta y cuando estaba sacando la llave de la cerradura para dejarla sobre la mesa de la cocina, se preguntó si alguien le habría dicho a la policía que esa entrada de Cedar House era tan fácil si uno sabía lo que había debajo del tiesto. Ella, desde luego, no lo había hecho, pero es que lo había olvidado por completo hasta que la necesidad de entrar le había estimulado la memoria. La había usado en una ocasión, hacía meses, cuando la artritis de Mathilda había sido tan grave que no pudo levantarse del sillón para abrir la puerta delantera.

Con delicadeza, dejó la llave sobre la mesa y la miró fijamente. La intuición le dijo que quienquiera que hubiese usado la llave por última vez había matado a Mathilda Gillespie, y no necesitaba ser Einstein para darse cuenta de que si las huellas dactilares de esa persona habían estado en la llave, acababa de destruirlas con las suyas propias.

– ¡Oh, Jesús! -dijo con sentimiento.

– Cómo se atreve a entrar en mi casa sin permiso -anunció Joanna con una vocecilla tensa desde la entrada del pasillo.

La mirada de Sarah fue tan feroz que la otra retrocedió un paso.

– ¿Quiere bajarse de su ridículo pedestal y dejar de ser tan pomposa? -le espetó-. Estamos todos metidos en la mierda y lo único que hace usted es alzarse sobre su lastimosa dignidad.

– Deje de decir palabrotas. Detesto a la gente que las dice. Es usted peor que Ruth, y ella tiene la boca como una cloaca. Usted no es una dama. No puedo entender por qué mi madre la toleraba.

Sarah inspiró profundamente, con enojo.

– Es usted irreal, Joanna. ¿En qué siglo se piensa que está viviendo? ¿Y qué es una dama? ¿Alguien como usted que no ha dado golpe en toda su vida pero es aceptable porque no dice palabrotas? -Sacudió la cabeza-. No, en mi opinión, no lo es. La dama más grande que conozco es una cockney de setenta y ocho años que trabaja con los indigentes de Londres e impreca como un soldado. Abra los ojos, mujer. Lo que le gana el respeto de los demás es la contribución que hace a la sociedad, no la lealtad estirada a algún principio anacrónico de pureza femenina que murió el día en que las mujeres descubrieron que no estaban condenadas de por vida a embarazos interminables y crianza de niños.

Los labios de Joanna se afinaron.

– ¿Cómo ha entrado?

Sarah hizo un gesto hacia la mesa.

– Usé la llave que había debajo del tiesto.

Joanna frunció el ceño con enojo.

– ¿Qué llave?

– Ésa, y no la toque por nada del mundo. Estoy segura de quienquiera que haya matado a su madre tiene que haberla usado. ¿Puedo utilizar el teléfono? Voy a llamar a la policía. -Salió al pasillo pasando ante Joanna-. También tendré que llamar a Jack para decirle que llegaré tarde. ¿Le importa? Es de suponer que el coste de las llamadas se pagará del dinero de su madre.

Joanna fue tras ella.

– Sí, me importa. Usted no tiene ningún derecho de meterse aquí por la fuerza. Ésta es mi casa y no la quiero aquí dentro.

– No -replicó Sarah con aspereza, mientras cogía el teléfono de la mesa del vestíbulo-. Según el testamento de su madre, Cedar House me pertenece. -Buscó el número de teléfono de Cooper en su libreta-. Y usted está aquí sólo porque me he opuesto a que la desalojen. -Se llevó el receptor al oído y marcó el número de la comisaría de Learmouth, observando a Joanna mientras lo hacía-. Pero estoy cambiando de opinión con rapidez. Francamente, no veo por qué tendría que tenerle más consideración de la que usted está dispuesta a tenerle a su propia hija. Sargento detective Cooper, por favor. Dígale que soy la doctora Blakeney y que es urgente. Estoy en Cedar House, Fontwell. Sí, espero. -Posó una mano sobre el micrófono-. Quiero que venga a casa conmigo y hable con Ruth. Jack y yo estamos haciendo todo lo que podemos, pero no servimos como sustitutos de usted. Ella necesita a su madre.

Un pequeño tic aleteó en una comisura de la boca de Joanna.

– No me gusta nada que interfiera en cosas que no le incumben. Ruth es bastante capaz de cuidar de sí misma.

– Dios mío, usted es de verdad irreal -dijo Sarah con profundo asombro-. Le importa una mierda, ¿verdad?

– Está haciendo esto deliberadamente, doctora Blakeney.

– Si se refiere a mis imprecaciones, entonces, sí, tiene toda la razón del mundo -replicó Sarah-. Quiero escandalizarme tanto de mí misma como lo estoy de usted. ¿Dónde está su sentido de la responsabilidad, perra despreciable? Ruth no se materializó del aire. Usted y su esposo pasaron un momento jodidamente bueno cuando la hicieron, y no lo olvide. -De forma abrupta, dedicó su atención al teléfono-. Hola, sargento, sí, estoy en Cedar House. Sí, también ella está aquí. No, no hay ningún problema, es sólo que creo saber cómo entró el asesino de Mathilda. ¿Le ha contado alguien que ella guardaba una llave de la puerta de la cocina debajo de un tiesto de plantas junto a la carbonera de la parte de atrás? Ya lo sé, pero lo había olvidado. -Hizo una mueca-. No, ya no está allí. Se encuentra sobre la mesa de la cocina. La usé para entrar. -Se apartó el receptor del oído-. No lo hice a propósito -dijo con frialdad pasado un momento-. Ustedes deberían de haber registrado con un poco más de minuciosidad al principio, y así no habría pasado. -Colgó el receptor con una fuerza innecesaria-. Las dos tenemos que quedarnos aquí hasta que llegue la policía.

Pero la compostura había abandonado a Joanna.

– ¡Salga de mi casa! -chilló-. ¡No permitiré que se me hable así en mi casa! -Corrió escaleras arriba-. ¡No se saldrá con la suya! ¡ La denunciaré al consejo médico! El fango se pega. Les diré que asesinó usted al señor sturgis y luego a mi madre.

Sarah la siguió de cerca, la observó entrar en el baño y cerrar la puerta con un golpe, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

– Las pataletas y convulsiones puede que hayan dado resultado con Mathilda, pero puede estar condenadamente segura de que no funcionarán conmigo. ¡Maldición! -rugió de pronto, poniendo la boca cerca de la puerta de madera de roble-. Es usted una mujer de cuarenta años, vaca estúpida, así que compórtese de acuerdo con su edad.

– ¡No se atreva a hablarme así!

– Pero es que me saca usted de quicio, Joanna. Sólo siento desprecio por la gente que no puede funcionar a menos que esté drogada hasta la estupidez. -Tranquilizantes, había conjeturado Jack.

No hubo respuesta.

– Necesita ayuda -continuó con tono flemático-, y la mejor persona para proporcionársela se encuentra en Londres. Es un psiquiatra especializado en toda clase de drogadicción, pero no la aceptará a menos que esté bien dispuesta a dejarlo. Si le interesa le daré una carta para él; si no lo está, le sugiero que se prepare para las consecuencias a largo plazo que tienen las sustancias adictivas sobre el cuerpo humano, comenzando con la única cosa que usted no quiere, Joanna. Envejecerá usted con mucha mayor prontitud que yo, Joanna, porque su química física se encuentra bajo un ataque constante y la mía no.

– Salga de mi casa, doctora Blakeney. -Estaba comenzando a calmarse.

– No puedo, hasta que llegue el sargento Cooper. Y no es su casa, recuerde, es la mía. ¿Qué está tomando?

Hubo un largo, largo silencio.

– Valium -replicó Joanna, por último-. El doctor Hendry me lo recetó cuando regresé aquí después de la muerte de Steven. Intenté asfixiar a Ruth en la cuna, así que mi madre lo llamó y le imploró que me diera algo.

– ¿Por qué intento asfixiar a Ruth?

– Parecía la cosa más sensata que hacer. Yo no estaba funcionando demasiado bien.

– ¿Y la ayudaron los tranquilizantes?

– No lo recuerdo. Estaba siempre cansada, eso sí lo recuerdo.

Sarah le creía, porque podía creer algo así de Hugh Hendry. Síntomas clásicos de depresión posparto, y en lugar de darle a la pobre mujer un antidepresivo para levantarle el ánimo, el idiota la había sumido sin remedio en un estado de letargía dándole sedantes. No era de extrañar que le costara tanto llevarse bien con Ruth, cuando una de las consecuencias trágicas de la depresión posparto, cuando no se la trataba adecuadamente, era que las madres tenían dificultad para desarrollar unas relaciones afectivas naturales con sus bebés, a quienes veían como la razón de su repentina incapacidad para funcionar. Dios, pero si eso explicaba muchísimas cosas sobre esta familia, si las mujeres de la misma tenían tendencia a la depresión posparto.

– Yo puedo ayudarla -dijo Sarah-. ¿Me permitirá que la ayude?

– Muchísimas personas toman Valium. Es perfectamente legal.

– Y muy eficaz en las circunstancias adecuadas y bajo una supervisión correcta. Pero usted no lo obtiene de un médico, Joanna. Los problemas de la adicción al diazepán están tan bien documentados que ningún médico responsable continuaría recetándoselo. Lo que significa que usted tiene un suministrador privado y que las tabletas no le resultan baratas. Los medicamentos del mercado negro nunca lo son. Permítame ayudarla -repitió.

– Usted nunca ha tenido miedo. ¿Qué puede saber de nada si nunca ha tenido miedo?

– ¿De qué tenía miedo usted?

– Tenía miedo de dormirme. Durante años y años tuve miedo de irme a dormir. -De repente se echó a reír-. Pero ya no. Ella está muerta.

Sonó el timbre de la puerta.


El sargento Cooper estaba de un humor muy picajoso. Las últimas veinticuatro horas habían resultado frustrantes para él, y no sólo porque había tenido que trabajar durante el fin de semana y se había perdido el almuerzo del domingo con sus hijos y nietos. Su esposa, cansada e irritable ella misma, le había echado la inevitable reprimenda sobre su falta de compromiso para con la familia. «Tienes que plantarte -le dijo-. La fuerza policial no es tu propietaria, Tommy.»

Habían retenido a Hughes durante la noche en la comisaría de policía de Learmouth, pero lo habían puesto en libertad sin cargos al mediodía siguiente. Tras su persistente negativa de la tarde anterior a decir nada en absoluto, volvió aquella mañana a su declaración anterior, a saber, que había estado conduciendo sin rumbo por ahí antes de volver a la casa que ocupaba. Dio las nueve como hora de llegada. Cooper, al que Charlie Jones envió a hablar con los jóvenes que compartían la casa ocupada con él, había regresado con una profunda irritación.

– Está apañado -le dijo al inspector detective jefe-. Tenían la coartada preparada. Hablé con cada uno por separado, les pedí que me dieran cuenta de sus movimientos la noche del sábado seis de noviembre, y cada uno de ellos me contó la misma historia. Estaban mirando el televisor portátil y bebiendo cerveza en la habitación de Hughes cuando él entró a las nueve en punto. Se quedó allí durante toda la noche, al igual que su furgoneta, que estuvo aparcada en la calle, delante de la casa. Yo no mencioné a Hughes ni una sola vez, ni dejé entender que estuviese para nada interesado en él o su maldita furgoneta. Me ofrecieron la información gratuitamente y sin que se la pidiera.

– ¿Cómo podían saber que nos había dicho las nueve?

– ¿El abogado?

Charlie sacudió la cabeza.

– Muy improbable. Tengo la impresión de que su cliente no le gusta más que a nosotros.

– En ese caso, es una cuestión acordada de antemano. Si lo interrogan, Hughes siempre dirá que ha regresado a casa a las nueve.

– O están diciendo la verdad.

Cooper profirió un bufido de burla.

– Imposible. Eran escoria. Si alguno de ellos estaba como un chico hogareño mirando la televisión esa noche, yo soy el tío de un mono. Lo más probable es que salieran a golpear ancianas o apuñalar a los aficionados del equipo de fútbol rival.

El inspector meditó esto.

– No existe nada como una coartada aplicable a todas las situaciones -dijo con tono pensativo-. A menos que Hughes tenga el hábito de cometer delitos después de las nueve de la noche, y sabemos que no lo hace porque Ruth robó los pendientes de su abuela a las dos y media de la tarde. -Guardó silencio.

– ¿Y qué quieres decirme? -preguntó Cooper cuando el otro no continuó-. ¿Que están diciendo la verdad? -Negó la cabeza con gesto agresivo-. No me lo creo.

– Estoy preguntándome por qué Hughes no presentó ayer esta coartada. ¿Por qué estuvo callado tanto tiempo si sabía que sus compañeros iban a apoyarlo? -Respondió a su propia pregunta con lentitud-. Porque su abogado forzó las cosas esta mañana y exigió saber la hora más temprana en que podría haber muerto la señora Gillespie. Lo que significa que Hughes ya le había dicho que estaba cubierto desde las nueve de la noche, y rápidamente salió la coartada.

– ¿En qué nos ayuda eso?

– No nos ayuda -replicó Jones con tono alegre-. Pero si se trata del apaño que tú dices, entonces esa noche tiene que haber hecho otra cosa que requería una coartada a partir de las nueve en punto. Todo lo que tenemos que averiguar es de qué se trata. -Tendió la mano hacia el teléfono-. Hablaré con mi colega de Bournemouth. Veamos qué puede encontrar en la hoja de delitos de la noche del sábado seis de noviembre.

La respuesta fue un nada.

Nada, al menos, que encajara ni remotamente con el modus operandi de Dave Mark Hughes.

De ahí el humor picajoso de Cooper.

Chasqueó la lengua con enfado a Sarah mientras examinaba la llave que había encima de la mesa.

– Pensaba que tenía más sensatez, doctora Blakeney.

Sarah conservó la paciencia con un esfuerzo, recordando la admonición de Jane respecto a que no permitiera que los acontecimientos amargaran su naturaleza.

– Ya lo sé. Lo siento.

– Más le vale esperar que encontremos las huellas dactilares de alguna otra persona, ya que de otro modo podría inclinarme a pensar que esto es una treta.

– ¿Qué clase de treta?

– Una manera de hacer que las huellas dactilares de usted que hay en ella sean legitimadas.

Sarah le llevaba mucha ventaja.

– Suponiendo que haya sido yo quien la usó para entrar y matar a Mathilda, y que hubiese olvidado limpiar las huellas en su momento, espero -dijo con acritud.

– No exactamente -replicó él con tono suave-. Estaba pensando más bien en términos de un acto de buen samaritano en bien de otra persona. ¿Quién ha decidido, sin información, que es inocente esta vez, doctora Blakeney?

– No es usted muy agradecido, Cooper -replicó ella-. No tenía necesidad de hablarle de la llave. Podría haberla devuelto a su sitio y mantenido la boca cerrada.

– Resulta difícil de creer. Tiene sus huellas dactilares por todas partes y alguien la habría descubierto antes o después. -Miró a Joanna-. ¿De verdad que no sabía que estaba allí, señora Lascelles?

– Ya se lo he dicho una vez, sargento. No. Yo tenía llave de la puerta delantera.

Entre ella y la doctora Blakeney estaba pasando algo muy raro, pensó Cooper. El lenguaje corporal era por completo erróneo. Se encontraban de pie la una junto a la otra, sus brazos casi tocándose, y parecían no querer mirarse. De haber sido un hombre y una mujer, él habría dicho que los había pescado en flagrante delito; dada la situación, la intuición le decía que compartían un secreto, aunque cualquiera sabía de qué se trataba y si tenía algo que ver con la muerte de la señora Gillespie.

– ¿Qué me dice de Ruth?

Joanna se encogió de hombros con indiferencia.

– No tengo ni idea, pero diría que no. Nunca me lo ha mencionado, y por lo que sé siempre ha usado la puerta delantera. No tiene sentido dar toda la vuelta hasta la parte de atrás si uno puede entrar por el frente. No hay acceso por este lado. -Parecía honradamente perpleja-. Tiene que ser algo que mi madre inició hace poco. Desde luego, no lo hacía cuando yo vivía aquí.

Miró a Sarah, la cual abrió las manos en un gesto de impotencia.

– Todo cuanto sé es que la segunda o tercera vez que vine a visitarla, ella no abrió la puerta, así que di la vuelta hasta las puertaventanas y miré al interior del salón. Estaba inmovilizada por completo, la pobre, del todo incapaz de levantarse del sillón porque las muñecas se le habían hinchado desmesuradamente ese día. Formó con los labios las palabras para darme instrucciones: «Llave. Tercer tiesto. Carbonera». Imagino que la guardaba allí para ese tipo de emergencia. Siempre le preocupaba perder la movilidad.

– ¿Quién más estaba enterado?

– No lo sé.

– ¿Usted no se lo dijo a nadie?

Sarah negó con la cabeza.

– No puedo recordarlo. Puede que lo haya mencionado en el consultorio. Hace muchísimo tiempo, de todas formas. Comenzó a responder muy bien a la nueva medicación que le di, y la situación no se repitió. Lo recordé sólo cuando esta tarde di la vuelta por detrás y vi los tiestos.

Cooper se sacó del bolsillo un par de bolsas de polietileno y usó una para arrastrar la llave y hacerla caer dentro de la otra.

– ¿Y por qué dio la vuelta por la parte de atrás, doctora Blakeney? ¿Se negó la señora Lascelles a dejarla entrar por la puerta principal?

Por primera vez, Sarah miró a Joanna.

– No sé si se negó. Puede que no haya oído el timbre.

– Pero es obvio que tenía algo muy urgente que hablar con ella, o no se habría decidido a entrar así. ¿Le importaría contarme de qué se trataba? Supongo que tiene que ver con Ruth. -Era un hombre demasiado viejo y experimentado como para que se le escapara la expresión de alivio del rostro de Joanna.

– Claro -replicó Sarah con tono ligero-. Ya conoce usted mis puntos de vista sobre la educación. Estábamos hablando de la futura escolarización de Ruth.

Estaba mintiendo, pensó Cooper, y se sorprendió por la fluidez con que lo hacía. Con un suspiro interior, tomó nota mental de repasar todo lo que le había dicho. Había creído que se trataba de una mujer sincera, si no ingenua, pero ahora se daba cuenta de que la ingenuidad le pertenecía toda a él. No había un tonto mayor que un tonto viejo, se dijo con amargura.

Pero es que el tonto viejo Tommy se había enamorado un poco.

No hay un refrán más veraz que el que dice que «la venganza es un plato que se come frío». Es mucho más dulce a causa de la espera, y lo único que lamento es no poder transmitirle al mundo mi triunfo. Tristemente, ni siquiera a James, que es un inocentón pero no lo sabe.

Esta mañana me he enterado por el banco de que ha hecho efectivo mi cheque de 12.000 libras y que, por tanto, ha aceptado por defecto la compensación del seguro. Sabía que lo haría. Cuando está implicado el dinero, tiene la intemperada codicia de un niño. Lo gasta como el agua porque el dinero en metálico es lo único que entiende. Oh, cómo me gustaría ser una mosca para posarme en la pared y ver cómo vive, pero puedo adivinarlo, de todas formas. Bebida y sodomía. Nunca ha habido nada más en la vida de James.

Hoy tengo 36.500 libras más que ayer, y estoy en la gloria por ello. El cheque de la compañía de seguros por los varios objetos robados de la caja de seguridad durante las Navidades, mientras Joanna y yo estábamos en Cheshire, ascendía a la asombrosa cifra de 23.500 libras, el grueso de la cual era por el conjunto de joyas y diamantes pertenecientes a mi abuela. Sólo la tiara estaba asegurada en 5.500 libras, aunque imagino que costaba más que eso porque no la había hecho tasar desde la muerte de mi padre. Resulta extraordinario haber tenido un golpe de suerte semejante por objetos que yo, personalmente, no me dejaría poner ni muerta. No hay nada tan feo ni pesado como las complicadas joyas victorianas.

Por el contrario, los relojes de James son cualquier cosa menos vulgares, probablemente porque los compró el padre, y no James. Los llevé a Sotheby's para que los tasaran y descubrí que valían más del doble de las 12.000 libras por las que estaban asegurados. Así pues, tras pagarle a James las 12.000 libras, he conservado las 11.500 restantes del cheque de la compañía de seguros y he adquirido de mi despreciable esposo unos objetos que constituyen una muy buena inversión, valorados en 25.000 libras.

Como ya he dicho, la venganza es un plato que se come frío…

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