Diez

Un día, hace tiempo (vos ya te habías ido pero mis hijos todavía vivían aquí), fui a visitar a mi padre y me lo encontré en la cama, incorporado contra un almohadón, chupando un cubito de hielo. Se había hecho sacar todos los dientes. Me sonrió con las encías lastimadas y con orgullo.

– ¿Vos te crees que me dolió? Puedo aguantar eso y otras cosas peores: verte así -me miró con desprecio, resumiendo en un gesto esa mezcla de pena y triunfo que le provocaban mi fracaso, la ropa raída, las piernas flacas, el escaso ancho de mis hombros.

Ya no tenía sus dientes ni había forma de hacerlos volver, de manera que no valía la pena enojarse con él. Mamá andaba un poco ausente en esos días y se limitaba a traerle más hielo. Pero yo estaba furioso con Cora.

– ¡No te importa nada! ¿Por qué lo dejaste?

– ¿Te crees que me preguntó?

En el sistema de salud para jubilados los dentistas cobraban por capitación, es decir, por cada viejo que se anotaba en su registro, necesitara o no atención odontológica. De ese modo, lo que menos le convenía al profesional era arreglar los dientes de sus pacientes: con cada trabajo perdía tiempo y dinero en materiales. El dentista de mi padre lo había convencido de que podía ahorrarse penas y dolores sacándose todos los dientes de una vez y reemplazándolos por una dentadura postiza.

– No vas a conseguir en el mundo una dentadura tan barata -me dijo papá muy contento.

– No vas a dejar que se ponga esa basura -le dije a Cora.

– ¿Por qué yo? ¿Acaso soy más hija que vos? Todas las dentaduras postizas traen problemas. Si me meto, la culpa va a ser mía. Si lo dejo, no lo vamos a escuchar quejarse más.

Tenía razón. Cuando se le curó la boca, su dentista le puso a papá una dentadura blanca, enorme, perfecta, que le daba un aspecto un poco ridículo. Sobre todo, lo hacía extrañamente parecido a todos los viejos que andaban por ahí con la misma dentadura, como repentinos hermanos de sangre.

Una sola vez lo escuché hablar mal de sus dientes nuevos. Estábamos en un asado y uno de mis hijos le preguntó cómo era comer carne con dentadura postiza.

– Imagínate que entras en una habitación llena de mujeres -dijo papá-. Todas hermosas, todas de dieciocho años, todas con las tetas al aire. Pero no te podes sacar los guantes.

Por eso lo odiaba, por eso lo amaba. Aunque en ciertas circunstancias pusiera el dinero por encima de todo, mi padre también era capaz de beberse la vida a grandes tragos, gozando con el egoísmo absoluto de un bebé. Se lanzaba de cabeza al río de la vida mientras yo me quedaba en la orilla dudando y haciendo cálculos. Diciéndome a mí mismo que me preocupaba por los demás, intentando solazarme con mi conciencia ética, cuando quizás sólo tenía miedo.

Tengo presente, ahora, la imagen de la dentadura de mi padre, mientras busco en casas de ortodoncia una prótesis apropiada para la boca de mi cliente muerto, el compañero de Romaris. Quiero algo mejor, más natural que esos dientes de artificio, demasiado perfectos.

La puesta en escena de Margot no ha modificado mi interés profesional en este trabajo, ni siquiera mi simpatía por Alberto Romaris, que me tiene un poco de miedo y se ruboriza cuando me ve.

En su momento intentó explicarme lo que había pasado con lágrimas en los ojos, no sé si de pena, de vergüenza o de miedo. Cuando se aseguró de que no habría reacción violenta de mi parte, quiso más: que nadie lo supiera. No porque sus amistades vieran con malos ojos su relación con una mujer; al contrario, esa demostración de nuevas e inesperadas posibilidades eróticas lo dotaría probablemente de prestigio. Sino por una suerte de supersticiosa creencia (pero nunca me lo diría, se lo diría) de que el rumor pudiera llegar a oídos del cadáver. Como si su amigo, su amor, su compañero pudiera enterarse de algún modo, antes de ser enterrado, de que Romaris estaba siendo tan velozmente infiel a su memoria.

Estuve en varias casas de ortodoncia. No era la primera vez que buscaba una dentadura para un cadáver. En este caso, los golpes que había recibido el muerto le habían hecho saltar la mayoría de los dientes. Usé una pinza para extraer los restos de muelas rotas que le quedaban y con una pasta de plástico blando, de un azul intenso y una consistencia parecida a la de un chicle masticado saqué un molde de las encías retraídas. Un vaciado en yeso me permitió obtener una buena reproducción. No hacía falta mandar a hacer los dientes a medida, los cadáveres no necesitan que la dentadura les quede cómoda. Conseguí una prótesis completa bastante adecuada y con paciencia artesanal, trabajando con fotos, me dediqué a reproducir las leves imperfecciones que la hicieran aproximarse a lo que podría haber sido la auténtica dentadura del hombre si no hubiese estado torcida y arruinada. Una levísima mancha de nicotina aquí, una tonalidad de marfil viejo, apenas más oscuros los colmillos, algo desparejos los incisivos. Convertí la retracción de los labios en una suave sonrisa que dejara ver los dientes sin exhibirlos.

Disfruté cruelmente, con orgullo profesional, la emoción de Romaris cuando vio el cadáver, listo para ser exhibido en el velorio. Su reacción no fue original. Cuando los deudos ven por primera vez mi obra terminada, se entregan al impulso más natural: una caricia, un beso, o simplemente poner su mano sobre la mano del cadáver. Romaris le tocó la frente y, como todos, se retiró espantado: no hay forma de maquillar la textura de la piel, la temperatura, la consistencia de un hombre muerto. Por primera vez pudo relajarse lo suficiente como para llorar de verdad, con lágrimas, en vez de emitir esos sollozos secos como tos de perro en los que se ahogaba cuando estuvo en casa. Se sorprendió mucho. Me dijo sobre mi trabajo todo lo que yo esperaba y cuando se sintió mejor tomó varias fotos.

Ir al hospital se ha convertido en parte de mi rutina de todos los días. Ayer tuve una larga charla con uno de los médicos. Papá acaba de sufrir otra intervención en la que volvieron a unir las partes de su intestino que habían quedado sueltas: podrá volver a controlar su esfínter. El médico me explicó que antes pasaban muchos meses entre una operación y la otra. Las nuevas técnicas, menos cruentas, permiten acortar el lapso. En unos días lo mandan a una Casa de Recuperación. Allí tendrá que pasar varias semanas en el sector de Terapia Intermedia antes de sumarse a la actividad regular de los demás viejos.

El doctor, un hombre joven, había sido seducido por el encanto social de mi padre y por la forma inesperada en que se estaba curando de sus heridas. Parecía dolido de que una persona tan vital tuviera que ingresar a una Casa. Pero, aunque la convalecencia sea rápida, papá no podrá manejarse en forma independiente por un buen tiempo. No hay otra solución. Ahora Cora aceptó internar también a mamá.

– Lo importante es que estén juntos -me dijo, tratando de hacerse ilusiones que no tenía. Con una alegría rencorosa, como la de esos que deciden enterrar en la misma tumba a una pareja de padres a los que siempre les costó compartir la frazada.

Conseguimos del médico una recomendación para las autoridades de la Casa que nos permitiría, en los primeros días, hacer visitas más frecuentes que las que habitualmente se autorizan. El médico escribía la nota auténticamente emocionado de comprobar cómo, a pesar de las costumbres tan duras de nuestra sociedad, a pesar, incluso, de las normas legales, el amor familiar se había desarrollado entre nosotros hasta ese punto. Noté que tenía los ojos húmedos, pensando quizás en su propio padre o en sus propios hijos. Entonces me di cuenta de que papá había sido más sabio que ninguno. Supe que esa dependencia con la que nos tenía encadenados, en la que se mezclaban intensamente el odio, el dinero, el miedo y el amor, era mucho más efectiva que el simple cariño filial: de hecho nos estábamos desprendiendo con más facilidad de mi madre, a la que, sin embargo, queríamos con un afecto tanto menos contaminado, menos confuso.

¿Queríamos? Habíamos querido. La locura se parece a la muerte.


Once


Cuando yo era joven muchos geriátricos de lujo exigían a la familia el título de propiedad de un inmueble -por lo general la vivienda de los viejos- para asegurarse el pago de la internación. Así, desde el punto de vista comercial, al geriátrico le convenía que el internado muriera cuanto antes. Para evitar esa distorsión peligrosa, se estableció que las Casas dispongan de la vivienda de los internados -las donaciones o ventas a los herederos están prohibidas- sólo mientras están vivos. Ese dinero se complementa con el subsidio estatal, que aumenta a medida que se prolonga la internación, es decir, la vida del anciano. Aunque las Casas también son obligatorias para los indigentes, en la práctica están destinadas a la clase media: hoy no cualquiera llega a viejo. No sólo las familias: la mayor parte de los ancianos están conformes con el sistema. Confían en el buen ambiente y en la enorme preocupación por su salud que encontrarán en las Casas. Supongo que no te estoy contando ninguna novedad: los países más ricos fueron los primeros en adoptar el sistema, que se extiende por los enclaves desarrollados de este mundo desparejo. Mis padres están internados en una de las mejores zonas de la ciudad, destinada a convertirse pronto en barrio cerrado, en una Casa que exhibe bienestar desde el jardín que embellece su frente. La fachada es de mármol y una escalinata inútil lleva hasta el enorme portal, flanqueado por columnas corintias. A los costados, dos rampas llevan a las pequeñas puertas laterales por las que realmente se entra.

El interior es modesto pero cuidado. No hay derroches ni falta lo necesario. La sala de Terapia Intermedia, donde está mi padre, no huele a medicamentos sino a perfume: un mal llamado desodorante, intenso y floral, flota en el aire de la nave: te traería recuerdos de los hoteles donde nos encontramos alguna vez. No escribo "nave" porque esté pensando en una iglesia, sino porque todo ese sector está diseñado y equipado como el interior de un yate. Las ventanitas chicas y redondas, con forma de ojo de buey, no permitirían el paso de un cuerpo. Eso evita la necesidad de instalar rejas. Las puertas son pequeñas y pesadas, con grandes cerraduras.

Aquí no se ve ninguno de los horrores que difundían en fotos y videos, oponiéndose a la ley, los detractores de las Casas. No hay olor a orina ni suciedad, no se ven esos montones de basura corrompida que obstruían los pasillos del hospital. Las paredes están agradablemente empapeladas con motivos de pájaros, acuarelas de tonos suaves, y tienen adosadas barandillas como barras de un estudio de ballet, para que los ancianos puedan tomarse de ellas y desplazarse con más facilidad. Ese detalle acentúa el efecto de nave grande y sólida, diseñada para atravesar tormentas. Un efecto extraño para alguien que ha creído entrar en un templo griego.

A mamá le permiten deambular libremente, como a otros locos inofensivos. Es posible que con el tiempo llegue a diferenciar a los parkinsonianos de los Alzheimer: por el momento todos me parecen igualmente aterradores. Ni siquiera es necesario verles los ojos: a los enfermos mentales se los reconoce desde lejos, por la postura del cuerpo.

Mamá sonríe con un gesto de felicidad que me compromete. Pero enseguida mira a su alrededor más furiosa que asustada.

– Se creen que mi casa es un hotel -me dice en secreto-. ¡Pero en un hotel se paga! Toda esta gente está aquí sin darme nada, ni un centavo. Comen y duermen completamente gratis.

Entramos a la habitación donde está mi padre, separado de los demás porque sigue necesitando cuidados médicos. Las heridas de la segunda operación se cierran lentamente. Lo veo desmejorado, con un color feo en la piel, triste. Por primera vez tiene miedo en los ojos. Aunque su voz fuerte y dura como siempre lo quiera desmentir.

– Recién viniste y ya te querés escapar. Tenes preparada una buena excusa para irte rápido. Decímela ahora así no perdemos tiempo.

– No tengo apuro, me quedo -miento yo.

¿Por qué tiene que saberlo todo? Sobre todo, ¿por qué tiene que decirlo?

– Acércate, te quiero hablar.

– Pónete el audífono, no se puede hablar si no escuchas.

El audífono está sobre la mesa de luz, no quiero acercarme para gritarle en la oreja, no quiero respirar su olor a enfermedad, muerte, vejez, desinfectante y sangre seca.

– No creas que estoy tan sordo, dijiste pónete el audífono no se puede hablar si no escuchas.

– Papá, estás más sordo que una tapia, no quiero gritar.

– Dijiste papá estás más sordo que una tapia no quiero gritar. Te escucho perfectamente.

– Me remurcia el talido de las lacianas.

– Dijiste si no te pones el audífono me voy. Está bien, alcánzamelo.

En cierto modo, eso es exactamente lo que yo dije. Lo ayudo a ponerse el maldito audífono, que le molesta. Yo mismo estoy empezando a quedarme sordo con pocas ilusiones: los audífonos se acoplan, zumban, son incómodos.

– Eh, hijito, tengo mucho miedo, dame la mano, me duele.

– ¿Te duele la herida?

– No sé. Me duele. La columna, los huesos. Me duele todo. Acércate, quiero decirte algo importante. En el oído. Pero teneme fuerte la mano, eso alivia.

Mamá mira la escena con expresión de curiosidad. Obligarlo a usar el audífono no me sirvió de nada. Otra vez me está haciendo agacharme para acercarme a su boca. Mientras papá me habla al oído, mamá se acerca, le toma la otra mano y tironea para sacarle la alianza. Papá me dice que tiene un plan para salir de la Casa, que va a ser fácil, que Cora ya está al tanto. Me indica disimuladamente cuál es la enfermera a la que tengo que darle el dinero: una mujer joven, morocha, con un lunar peludo que le afea la cara. En cuanto me sienta un poco mejor, dice papá, en cuanto pueda caminar, nos vamos a escapar los dos, y no se refiere a mi madre sino a mí, como dando por sentado que también yo estoy encerrado con él.

Mamá ha logrado quitarle la alianza y me la entrega.

– Lee vos, que tenes buena vista.

Yo no tengo buena vista pero no necesito ponerme los anteojos para saber lo que dice desde siempre en el anillo.

– Es la alianza de papá -le digo-. Aquí dice los nombres de los dos y la fecha en que se casaron.

– Leíste mal: dice la fecha de compromiso. Pero no creas que estoy triste porque se fue, estoy contenta. Yo misma lo eché esta mañana, me cansé de aguantar, le dije que no vuelva nunca más.

Mamá me mira con su mejor sonrisa, por primera vez en mucho tiempo tiene una expresión de alegría. Debe ser la medicación.

Mi padre no está dispuesto a compartir el control de sus bienes mientras esté vivo. No pudo evitar que la Casa le incaute la vivienda, pero se cuida mucho de que sus hijos pongan las manos en el resto de la herencia. Hace bien, supongo. Por eso confía con tanta seguridad en nuestra ayuda para salir de aquí. Como suele suceder, la mayor parte de su dinero -esa fortuna que Cora y yo imaginamos, cuyo monto real desconocemos- está oculta a la voracidad del Estado: plata negra. Sólo su certificado de defunción en manos de cierto abogado nos abrirá las llaves del supuesto tesoro.

Un extraño grito de alegría interrumpe la escena familiar. Es una mujer baja, muy gorda de la cintura para abajo, sin el uniforme de las enfermeras, con la ropa ajustada. Usa una sonrisa que lleva puesta exactamente igual que los anteojos. Tiene la boca grande y los dientes achatados, todos de la misma altura, como si le hubieran limado los colmillos para evitar una forma benigna del prognatismo. Dentadura de rumiante, sonrisa de vaca, ojos inteligentes.

– ¡Qué divina!- vuelve a decir la mujer en tono más bajo-. ¡Es la abuelita de los cuentos! ¿Cómo está mi linda, mi preciosa, mi abuelita de los cuentos?

Y pasa una mano pesada por el pelo blanco de mamá. En efecto, no lo había notado antes, pero han peinado a mamá con un rodete alto que la hace parecer la abuela de Caperucita. La mujer es la gerenta de la Casa.

– ¿Y cómo está hoy mi quejoso preferido? -le dice a papá.

– Quiero café -dice papá.

La mujer me mira, sin abandonar la sonrisa ni por un momento.

– ¿No le dieron café de malta?

– ¡Quiero café! -insiste él.

– El café le hace mal a la gente mayor.

– En el hospital el médico me dejaba comer lo que se me daba la gana, lo que me traían mis hijos. Café, azúcar, carne, sal, comida de verdad.

– Aquí lo vamos a cuidar mucho mejor que en el hospital, mi amor. A ellos no les importaba nada de usted, a nosotros sí. Aquí no le vamos a dar nada que le haga mal.

El estado de mi padre me preocupa. En los pocos días que lleva en la Casa, parece haberse agravado. Salgo de la habitación con la gerenta. Quisiera hablar con alguno de los médicos. La mujer percibe que mi angustia es auténtica y se saca la sonrisa como sí se sacara los anteojos.

– No se preocupe, querido, quédese tranquilo -me asegura-. Aquí no vamos a dejar que su papá se muera.

Y se pone otra vez la sonrisa con montura de plástico imitación carey.

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