Treinta

Veía todo confusamente a través del humo: el piso sucio del salón, las paredes ennegrecidas, las lámparas pestilentes. Estaba mareado, con los ojos vendados, cuando me sacaron de la jaula y el juez me levantó para pesarme. Tenía los ojos vendados, vendados, veía todo confusamente a través del humo. El juez me metió la mano entre las plumas, me tocó los espolones. Yo sabía que papá tenía razón.

Aplaudí, aplaudí, veinte piastras a Zambo, grité, veinte millones de piastras, piastras piastras y doblones. Piastras. Yo era Zambo y apostaba por Zambo. La sangre me corría por las venas como si estuviera buscando una salida, el corazón fuerte y veloz, el corazón bombeando un líquido denso, negro, viscoso. Movía hacia arriba y hacia abajo mi brazo hinchado de sangre y sabía que si dejaba de moverlo se secaría, quedaría convertido en una tira negra y seca. Entonces lo movía, a mi brazo, para que la sangre siguiera llegando hasta los dedos, como buscando una salida.

Sentí mi cuerpo breve y caliente cuando lo puse sobre la mesa, mi cuerpo se agitaba, se revolvía entre mis manos, lo sostuve un momento más, inmovilizándolo pero faltaba el aire, me faltaba el aire, le faltaba el aire por culpa del humo de las lámparas, de los cigarros. Entonces me sacaron la venda de los ojos, lo vi lo vi lo vi, estaba ahí sacudiendo las alas y encrespando el plumaje del cuello. Nos abalanzamos, creí que la lucha sería breve. Subí la apuesta, tenía que ganar, aplaudí aplaudimos. Con un terrible golpe de espolón me arrancó la mitad de la cresta y un ojo, estaba bien, estaba bien así. Yo sabía que mi padre tenía razón, sabía que me lo merecía, el dolor era muy claro, tenía sabor a sangre dulzona espesa, veía a pesar de todo. Veía incluso lo que pasaba a mis espaldas. Veía a los apostadores que gritaban, escuchaba sus voces, papá estaba entre ellos y tenía razón, tenía razón. Era yo el que estaba equivocado.

Alcé a Zambo, levanté mi propio cuerpo en el aire, en el aire mis patas flacas colgando, flacas pero con los temibles espolones. Levanté la botella y le bañé la herida del ojo con aguardiente, sentí ardor, ardor, dolor, confié en mis espolones agudos, me lancé contra él. Me aplaudían, estaba ensangrentado, me chorreaban las plumas, goteaban sobre la mesa, rapidísimo el otro me esquivó y se me tiró encima para golpearme otra vez, espolonazo, humo, gritos.

Sentía la mano dormida, ese hormigueo, tenía que seguir moviendo el brazo rítmicamente para bombear la sangre de la mano al hombro, del hombro a la mano. Intentó darme otro espolonazo en la cabeza, el enemigo, lo intentó pero esquivé. Aplaudí, aplaudieron, aclamaciones, gritos, mi padre tenía razón, mi padre no apostaba por mí, no apostaba por mí. Con un certero picotazo le arranqué uno de los barbijos de la garganta, horror. Un barbijo le arranqué, uno de los barbijos de la garganta, caí rodando feliz grité aposté, rodé bajo las patas del otro, de él y vi su pico y desee su pico en mi cuello, descansar, pero aposté, aposté, era mucho dinero en juego, era más que la vida. Un barbijo, un barbijo de la garganta.

Me zafé de su peso enorme sobre mi pecho, falta de aire respirar, respirar, no me hubiera zafado perdón si no fuera por la desesperación de respirar, perdón. Un barbijo, le arranqué un barbijo de la garganta. Heridas sí soportaba, dolor sí, pero la asfixia no se puede controlar perdón, no fui yo, no soy yo, es solamente mi cuerpo, no quise librarme pero mi cuerpo se libró, me libré, me escapé, tan chico yo trepé a su enorme mole resbalosa de sangre, ya estaba casi muerto, de su garganta brotaba materia inconexa fecal vómito gris de su garganta a la que le faltaba un barbijo, un barbijo. Crecí, crecí con un espolonazo, el último, el cráneo le hundí para qué, ya estaba muerto, ya de su garganta se iba, se volaba, pero le hundí el cráneo también y lancé un estridente cacarear anunciando la victoria, mientras mi padre cobraba sus apuestas, cobraba sus apuestas, entonces no gané, vomité aguardiente, me desperté, me desperté, me desperté. Un barbijo, un barbijo.

Me desperté, seguía sin saber lo que era un barbijo y mi sueño no había sido solamente un sueño.

Me desperté sin aire, sin alivio. Me desperté y era hoy: el día final. El día en que daré a mi padre lo que me pidió tanto y llorando: descanso, paz, soledad.

O lo recibiré de sus manos y es lo mismo.

Estaré en la huerta. Estaré trabajando. Tendré en la mano el azadón. Es muy antiguo el azadón. Su peso concentrado es casi tan fácil de manejar como el de un martillo. Más rápido y controlable que el pico, el azadón, aunque no tan letal.

Será en la huerta, al mediodía, debajo del sol, a la hora de las brujas, de las ninfas. Las ninfas no envejecen, no se maquillan, no se operan, no necesitan controlar sus emociones para evitar que las líneas de expresión les deformen los rostros todos iguales, lisos y perfectos y marmóreos. Las ninfas toman y no dan, las ninfas no se entregan. Será en el silencio del sol, al mediodía.

Entonces, al mediodía, no voy a matar a mi padre o a intentarlo. Lo que voy a hacer es enfrentarme con todos los hombres, como todos los hombres. ¿Acaso elegimos los hombres tener padre? Ningún varón se deja adoptar sin dar batalla, sin bramido. Entrelazar las cornamentas, vencer a todos los hombres, ser el padre.

Entonces, yo estaré con el azadón, al mediodía. Vendrá a la huerta, vendrá a la cita, vendrá mi padre para que yo pueda dejar de ser su hijo.

Ya no es fuerte, no tan fuerte como yo, me digo, voy a poder con él: pero es un viejo fuerte y es mi padre.

Trabajando la tierra, mi cuerpo cambió mucho. Tengo los brazos más gruesos, los hombros más anchos, músculos que no soy capaz de reconocer se mueven de pronto debajo de mi piel, inesperados. Pero también yo soy casi viejo, también para mí empezó la despedida: y él es mi padre.

No estoy temblando, veo todas las cosas visibles e invisibles con una curiosa nitidez, miro mis manos, flexiono los dedos, percibo el aire alrededor de los objetos y todos los bordes cortando el aire como filos. Y él es mi padre. Veo, oigo, percibo los olores. Intenté leer y lo he logrado. Las letras se integran en palabras, las palabras adoptan sentidos, se organizan en frases que tienen significado. Puedo comer, puedo respirar. Hoy es el día en que voy a dejar de ser hijo, y el aire tiene gusto a fuego.

Él es mi padre. Y quién puede estar seguro de que será capaz de levantar sin calor, con violencia fría, controlada, su mano, su azadón, contra su padre.

Pero sobre todo contra el mío.

Además de ser fuerte, además de ser mi padre, tiene mi pistola y la lleva encima. Otra vez me pregunto si sería capaz de usarla contra mí. Sólo si fuera muy necesario, me respondo. Así es mi padre.

Hoy al mediodía, bajo el sol, a la hora de las ninfas, vendrá mi padre. Él mismo me citó en la huerta. Quiere irse. Ponerse en contacto con su abogado, recuperar su dinero, salir del país. Vuelve a necesitarme. Vendrá mi padre y yo voy a enfrentarlo. De la única manera posible: hasta el final y sin palabras.

¿Dije que quería matar a mi padre? Te mentí.

Al mediodía, bajo el sol, quiero crear un mundo nuevo. Quiero crear un mundo para vos: un mundo en el que ya no tendrías que elegir, mi querida. En el que no tendrías que escaparte para no elegir.

Ahora ya no es solamente la sensación de estar escribiendo una carta.

Ahora, por primera vez, desde el último lugar sobre la tierra, te estoy escribiendo una carta.

No sé cómo es tu vida, no sé qué voy a encontrar cuando te vea, pero sé que te voy a buscar para algo que no me vas a negar: para que tanto escribir tenga sentido. Para que me leas.

¿Dije que quería matar a mi padre? Te mentí. Lo único que pretendo es dejar de compartir con él este universo.

Por eso voy a crear un mundo nuevo. Un mundo que llega tarde para todos, un mundo en el que sólo estaré yo o sólo estará él, un mundo en el cual seré intensamente feliz, aunque tenga que mirarlo desde afuera, un mundo en el que su muerte o la mía habrá importado poco. Porque no es la muerte, sino solamente esa nueva forma del universo lo que deseo conseguir: y si para obtenerla debo llamar a la muerte habrá sido, la muerte, apenas una consecuencia, nada más que una reacción adversa y no deseada, un simple efecto secundario.

Voy a seguir escribiendo, voy a escribirte muchas cartas, sólo cartas, y mis palabras de aquí en adelante serán la prueba de que ese mundo que imagino es posible y también la prueba de que sigo en él, de que empecé por fin, huérfano y liviano como el aire, mi verdadera vida.

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