Diecinueve

Pocas veces en mi vida había visto a mi madre en el peculiar estado de excitación en que la encontré hoy. Parecía extrañamente feliz. Tenía las mejillas arrebatadas y una mirada confusa pero ardiente. Desde que estaba en la Casa, su conducta parecía dominada por el tipo de medicación que experimentaban en ella. Por momentos la veíamos, como en mi visita anterior, totalmente desprovista de emociones, indiferente a nuestra presencia, convertida en un pedazo de carne al que todo le daba lo mismo, como si se hubieran acentuado ciertas características de su personalidad habitual. En cambio, cuando le devolvían las emociones, como ahora, surgían violentas, masivas, descontroladas.

Mamá nos tomó de la mano a Cora y a mí. Dijo que quería contarnos un secreto y nos llevó a la habitación que compartía con otra mujer casi tan perdida como ella. Nos hizo sentar en su cama y nos contó, interrumpiéndose a cada momento con risitas atrevidas, que estaba enamorada. Que se había puesto de novia con el muchacho que arreglaba los aparatos de aire acondicionado. Que él era joven pero eso no importaba. Que planeaban tener muchos hijos. Que su único problema en la Casa era una enfermera lesbiana, que la acosaba sexualmente. Me miró sacando la punta de la lengua con picardía: asomando el extremo reseco y blanquecino de su lengua entre los labios sumidos, cuarteados y deformados por las arrugas verticales de fumadora. Obligó a Cora a inclinarse para hablarle en secreto.

De chica, en vacaciones, Cora tuvo un accidente con la bici y se raspó feo la frente y las mejillas. Ahora, mientras mamá le hablaba al oído, en la cara de Cora, como siempre que algo la ruborizaba, empezaron a teñirse de rojo las antiguas cicatrices. Tironeé de ella para salvarla.

– Vamos. Tenemos que ver a papá, y Mamá hizo pucheros.

– Mi papá está enfermo -nos dijo lloriqueando-. Tengo miedo, se va a morir.

Por los pasillos de la Casa, tan parecidos a una nave, caminamos hacia la zona de Terapia Intermedia. Por momentos tenía la sensación de que el piso se movía y me tomaba de la barandilla. Mamá nos seguía. Era difícil librarse de ella. No parecía desdichada. Cada vez que nos cruzábamos con un enfermero, con uno de los viejos, con alguien del personal de limpieza, mamá festejaba el encuentro con guiños y mohines. Todos parecían acostumbrados y algunos le contestaban tirándole un besito, o haciéndole una reverencia. Cora y yo ni siquiera necesitábamos mirarnos para saber que pensábamos lo mismo: mi madre tenía quizás la posibilidad de ser más feliz aquí, en la Casa, de lo que había sido el resto de su vida.

En la habitación de mi padre las camas estaban ocupadas por dos viejas esqueléticas, conectadas a diversos aparatos y, aparentemente, en estado vegetativo. Papá no estaba. Pero se escuchaban sus quejidos.

Orientándome por el sonido, entré en la habitación de enfrente; la puerta cerrada amortiguaba el sonido de los gemidos suaves y rítmicos. Aislado en su sordera y en el dolor, sin sus lentes, papá no podía vernos si no nos acercábamos a él. La gerenta estaba allí discutiendo con un médico y dos enfermeras. En cuanto me vio, se dirigió a mí con una sonrisa que contrastaba con sus palabras acusadoras.

– Su padre tiene un carácter imposible -me dijo-. No hay ningún motivo para que sienta dolor. ¿Hay motivo, doctor?

– No hay -dijo el médico, pero no se atrevía a mirarme a los ojos.

– Otra vez se quejaron los vecinos y hubo que cambiarlo de habitación.

– ¿Por qué no lo sedan para que no moleste? -pregunté, esperanzado.

– Ah, sí, ya me olvidaba. Usted es el de las soluciones fáciles. Una buena dosis de morfina para librarse rápido del problema.

Cora elogió la nueva habitación, que para mí era exactamente igual a la anterior. Ante la gerenta mi hermana tomaba una actitud humilde, comprensiva, tratando de coincidir con las opiniones de la mujer, buscando argumentos para darle la razón.

– Mi papá se puso muy viejo de repente -dijo mamá entonces, acercándose a la cama-. Papito, papito querido, te extraño mucho – y empezó a acariciarle la frente con movimientos maquinales, con un compromiso sin afecto.

– Hay que hacerle una canalización a la altura del hombro para pasarle el suero, así no vamos a tener que cambiárselo de vena a cada rato. Es para que sufra menos -dijo el médico.

– ¿Por qué no lo duermen?

– Porque la anestesia le va a hacer mal. Tiene efectos secundarios. Si su padre no fuera tan caprichoso, si tomara líquido, no tendríamos que hidratarlo con suero -dijo la gerenta.

– Papá siempre fue caprichoso, vos sabes eso, siempre hizo lo que se le dio la gana, la señora tiene razón. ¡Ni que lo hubiera conocido de toda la vida! -dijo Cora.

– A ver si ustedes lo convencen de que coma, así no hay que ponerle la sonda nasogástrica-dijo el médico, y por un momento me pareció ver un brillo de piedad atravesándole la cara.

– Déjenme solo con él -pedí.

– Vamos a hacer la canalización. Después se lo dejamos.

Papá estaba increíblemente fuerte todavía y el médico lo sabía porque pidió ayuda. Dos enfermeros y la gerenta se inclinaron sobre él para inmovilizarlo. Atarlo a la cama no bastaba. Quisieron hacernos salir.

– Déjenme que le explique lo que le van a hacer -rogué-. Nada más que eso.

– Nosotros se lo vamos a explicar, no se preocupe -dijo el médico-. Señor Kollody, le estamos buscando una buena vena en el hombro, ¿sabe?

Pero sin el audífono mi padre no lo oía y no tenía la menor idea de lo que le estaba pasando. Las cuatro personas que se esforzaban sobre él apenas lograban retenerlo en la cama.

– ¡Tiene que gritarle en el oído! ¿No ve que así no entiende nada!

– Saquen a ese hombre de acá -dijo el médico.

Y sus tres ayudantes dejaron por un momento a mi padre para dirigirse a mí. Demostré mi buena voluntad saliendo de la habitación sin que tuvieran que emplear la fuerza. Papá me había reconocido y me seguía con sus ojos velados, enceguecidos, mientras volvía a aullar.

Cora se había alejado hacia la habitación de mamá. Yo me quedé en el pasillo sintiendo el clamor de mis tripas que se rebelaban como si cada grito de mi padre fuera un pinchazo en el intestino.

– ¡Asesinos! ¡Mi hijo! -gritaba papá-. ¡Eni! ¡Sálvame! ¡Socorro! ¡Policía! ¡Asesinos! ¡Dejen entrar a mi hijo!

Después seguí escuchando aullidos inarticulados, ya sin palabras, que se alejaban de mis tripas hacia arriba y me destrozaban el pecho a la altura del esternón. ¿Qué sentiría el médico que estaba trabajando sobre su cuerpo? El sexo y la tortura, provocar placer y provocar dolor, no es posible estar más cerca del cuerpo de otro.

Cuando todos salieron volví a entrar en la habitación.

Quería acariciarlo, pero no sabía dónde. Su carne desnuda asomaba aquí y allá entre los tubos y los aparatos.

– Te voy a sacar de aquí, papito -le dije en el oído-. Te voy a salvar.

– Quiero morir en paz, Eni -me dijo papá-. No me voy a salvar, no quiero vivir, no quiero nada. Solamente quiero morir en paz. Prométeme por tus hijos que me vas a sacar de aquí para morirme en paz.

Se lo prometí.

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