Veintiuno

Está durmiendo. Es posible que duerma todavía varias horas. Me lo entregaron con su audífono, sus anteojos, su dentadura y una adecuada provisión de morfina. La medicación servirá para ayudarlo a deslizarse en paz hasta el otro lado, en los próximos días. O para terminar en paz rápidamente si nos descubren. Por primera vez en mucho tiempo escucho su respiración rítmica, profunda, no entrecortada por gemidos. Un hombre que duerme. Que no sufre.

Estamos en el departamento de Margot, en el dormitorio de su hija. No me sorprendió su inmediato entusiasmo por colaborar. Como parte de su personalidad, a Margot le encanta -hasta que se harta, y entonces se vuelve peligrosa- mostrar un grado de entrega que la haga imprescindible, madre de pechos siempre listos y colmados para alimentar al sediento. Tengo la esperanza de que esto sea breve, de que termine antes de que Margot se canse de representar su papel.

Saqué de casa lo que necesitaba para pasar unos días afuera. Algo de ropa, el cepillo de dientes, la pistola. Mi buena Sigma me sirve de consuelo: es poco probable que me sirva para ninguna otra cosa. La saco del bolsillo que está empezando a romper con su peso, la miro, la acaricio y la vuelvo a guardar, preguntándome si tendré alguna vez tanto valor -o tanto miedo- como para apoyármela en el techo del paladar.

Hace un rato hice uno de mis habituales paseos por las señales de cable. Pero esta vez no era un paseo al azar. Cuando me entregaron a mi padre, me avisaron también a qué hora y en qué canal pasarían la grabación del secuestro. Era razonable que tuvieran buenas imágenes. Desde el asalto a la Casa en el que participé como víctima, desde que los guardias sacaron a la calle a esos tres cadáveres con un tiro en la nuca, había más equipos de video que de costumbre apostados alrededor de la Casa: la sangre atrae a las cámaras como la mierda atrae a las moscas. Más que la miel.

La gente que contraté nunca me describió su plan de acción. Por eso miré el programa con interés, tratando de reconstruir los hechos desde la imagen. El relator, con fingida ingenuidad, hablaba de un secuestro. Como no podían entrar con las cámaras adentro de la casa y el comienzo de la acción fue hábilmente disimulado, la grabación empezaba ya cerca del final. Cuatro personas con cascos, máscaras y uniformes de fumigación hacían rodar fuera de la Casa la camilla de mi padre, que parecía tan dormido como lo está ahora. Conmovía imaginar el sudor corriendo sin control en las caras atrapadas debajo de las máscaras de acrílico. Me pregunté qué habría alertado a los equipos de video. Gritos, quizás, o movimientos fuera de lo común. La imagen estaba editada: el canal había comprado las grabaciones de dos o tres cámaras.

No parecía fácil mover a un enfermo con tanta precisión: además de la camilla transportaban el monitor, el suero y otros elementos imposibles de identificar. El cuerpo de mi padre no había sido desconectado de los aparatos, se lo veía rodeado de cables y una aproximación mostró, confusamente para cualquier otro espectador, pero no para mí, los electrodos en el pecho y el tubito del suero que terminaba en el hombro. Con mucha suavidad lo subieron al acoplado hermético de un camión pintado de blanco.

Los muchachos habían entrado en la Casa fingiendo ser fumigadores. ¿Habrán asaltado al auténtico camión de la desinfestadora? ¿O camuflaron uno igual?

Pensé que podrían haber cambiado los tanques con insecticida por gas adormilante. Lamentablemente no había imágenes del interior de la Casa. Me imaginé a mi amiga, la gerenta, tirada en el suelo con sus muslos gordos, poceados y peludos más expuestos que de costumbre, durmiendo con la boca abierta mientras un hilo de baba caía de su dentadura chata hasta formar un minúsculo charquito.

Toda la operación se realizó con mucha calma, hasta que intervinieron los dos guardias que estaban a la entrada.

Una toma más cercana de la casilla de guardia mostró cómo uno de los tipos, el más grandote, se acercaba al otro y lo tomaba del brazo con violencia, como tratando de convencerlo de que saliera. El de anteojos manipulaba la ametralladora con energía pero, prudentemente, parecía decidido a no moverse de la casilla blindada.

La imagen, ahora, se movía descontrolada: un torpe aficionado había tratado de grabar el tiroteo llevando el ojo de la cámara a un lado y al otro para seguir el intercambio de disparos. Era muy difícil entender lo que pasaba, a pesar de los comentarios que intentaban suplir las deficiencias de la imagen. A la mayoría de la gente le gusta esa confusión, que coincide con cierta noción popular de autenticidad; hay camarógrafos expertos que cometen torpezas deliberadas en busca de ese efecto de verosimilitud. En segundo plano se veía a un hombre con una cámara hablando con el conductor del camión: informándole, seguramente, en qué canal y a qué hora podrían ver su propia aventura.

Todo lo que había sucedido hasta ese momento me resultaba relativamente previsible. De golpe empezó un nuevo horror. Como vástagos de vid convertidos de pronto en animales, retorcidos, suplicantes, vi brotar de la Casa a hombres y mujeres demasiado viejos, enfermos o locos para sobrevivir en el exterior.

Aislados en un sector separado del resto de la Casa, el gas o los disparos o el miedo no les habían hecho efecto. El espectáculo del personal y los otros internados tirados en el suelo -así los veía yo: dormidos o muertos o asustados- no los había afectado. Vieron solamente las puertas abiertas. Esos cuerpos repugnantes y moribundos sólo pensaron en escapar, en salir hacia la libertad. Demencia senil, arterioesclerosis, Parkinson, mal de Alzheimer. Nombres de lo desconocido, nombres de lo que no se puede nombrar. Esos cuerpos que se asomaban empujándose unos a otros, cayendo, caminando sobre otros caídos -ante la fascinación del espectáculo, el camarógrafo había asumido de golpe una alta perfección profesional-, estaban dotados de caras que no pude olvidar por mucho tiempo: la perdición de la mirada era quizás lo peor, los ojos torcidos, brillantes por la locura, caras de viejos con muecas de bebés, caras monstruosas en el terror del delirio, brazos y piernas deformados por la artrosis intentando pasos de danza. Mi madre no estaba entre ellos.

Los viejos se abalanzaron sobre el camión a una velocidad fantástica para sus posibilidades, pero infinitamente lenta para los asaltantes. Una de las enfermeras había salido también y ya se estaba haciendo cargo de la situación, poniéndose delante de la manada para dar vuelta la dirección de la estampida con gritos y órdenes. La mujer no parecía dispuesta a dejar escapar a nadie. El camión se puso en marcha y avanzó a regular velocidad. Por el momento nadie los perseguía. Sobre el final el relator anunció la próxima aventura.

Me gustaba la idea del gas adormilante y sus posibles efectos secundarios. Si mi fantasía resultaba cierta, más de un viejito ya no despertaría, moriría dormido, para su bien, entubado con su sonda nasogástrica.

Por el momento, me había convertido en un prófugo. No volvería a ver a mi madre pero ella me seguiría viendo a mí. Feliz de aquel que puede alucinar a su prójimo: ya no depende de nadie.

En cuanto se haga de día vendrá el médico secreto. Ya pedí que le manden un taxi. El hombre no quería comprometerse, pero lo persuadió mi descripción de los síntomas terminales. Es el final. Con sólo evitarle a mi padre los horrendos cuidados que le propinaban en la Casa, no sobrevivirá más de dos o tres días, mucho menos si le sacamos el suero. La muerte por deshidratación es dura, me explicó el médico. En un cuerpo joven y fuerte, se ve precedida por la gangrena de las extremidades y culmina en un cuadro de asfixia lenta. Pero a la edad y en el estado en que se encuentra mi padre todo habrá terminado en unas horas. Podemos controlar con morfina los síntomas más penosos. Podemos elevar la dosis todo lo que sea necesario, sin preocuparnos por los efectos secundarios.

Es posible que su último lapso de conciencia sea el que siga a este sueño tranquilo, que estoy velando con emoción. Entonces será la despedida.

A último momento hablé con Cora. Respondió con indignación y de ninguna manera aceptó participar en la aventura. Como si se hubiera partido en dos el muro de una vieja represa, el odio contra papá, contenido durante tantos años, afloró como una terrible marejada. A ella no le quedó ninguna esperanza viva, no siente nada por sí misma, no se tolera ningún mérito: odia y se odia al punto en que la venganza le importa más que el orgullo. Además, para Cora es muy importante poder seguir viendo a mamá. Me pregunto, sin embargo, si conseguirá persuadir a las autoridades de la Casa de que no tuvo ninguna relación con el secuestro.

No seré un prófugo por mucho tiempo. Ésta no es una cuestión que incumba a la fuerza pública, siempre escasa, lenta, mal pagada. La Casa pondrá a su pequeño ejército de guardias privados en nuestra búsqueda por unos días y después desistirán: saben de sobra que el destino de los prófugos se resuelve rápidamente. Aunque sepan o sospechen mi participación en esta historia, no tienen poder para someter a los cómplices a castigos aleccionadores ni necesitan hacerlo: hay pocos casos como el mío. Alguna vez un anciano más fuerte o más sano escapa por sí mismo. Pero no van lejos. Los entregan sus propios familiares.

En unos días todo esto habrá terminado. En unos días estaré en la fiesta de Goransky, ganándome la vida, retocando las máscaras transpiradas y quizás felices de mis clientes.

Libre por fin de la imagen de mi padre sumergido en el dolor, voy a estar otra vez, como siempre, pensando en vos: otra vez, como siempre, voy a imaginar tu cara deformada por el placer, otra vez, como siempre, voy a sentir tu forma de mujer en la palma ahuecada de mis manos durante las módicas alucinaciones de mis insomnios. Mi padre habrá muerto más feliz de lo que se merece. Y otra vez, como siempre, mi vida no tendrá sentido.

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