Si no fuera tan dolorosa, si no me lastimara, observar la locura de mi madre me resultaría fascinante. Sobre todo por el contraste con las psicosis de ficción: esos locos sabios, coherentes y creativos que enfrentan a los médicos con una visión del mundo de los hombres más justa o más poética que la mediocre normalidad. Locos que sirven, por lo general, como vehículo para expresar las concepciones filosóficas del autor o del director de la película. Locos felices a quienes la cordura no les traería más que monotonía o desdicha.
Uno se pregunta, cuando mira esas películas, esas obras de teatro que exhiben formas de la demencia tan cuerdas, tan inteligentes, por qué esos locos brillantes, injustamente encerrados, no son capaces de fingir en el momento apropiado el grado de sensatez que les permitiría recuperar la libertad. Nadie que trate con un psicótico real se hace esa pregunta absurda. Se ha roto el soporte de la memoria y todos los archivos están confundidos y mezclados. Nada se encuentra cuando se lo necesita, no hay programas que permitan extraer las respuestas apropiadas en el momento critico.
Nunca más voy a poder ver o leer algo así sin que la indignación me suba desde las tripas en forma de nausea En el círculo de la locura toda posibilidad de creación ha sido abolida. El delirio de mi madre es repetitivo, doloroso. Una y otra vez vuelve a recibir la noticia de que papá está gravemente enfermo, de que lo operaron, de que está internado en el hospital, de que no sabemos si va a sobrevivir. "¡Cáncer!", repite, llevándose la mano a la frente y después al pecho. Y se echa a llorar. Diez minutos después vuelve a preguntarnos si papá se comunicó con nosotros, si dejó algún teléfono. Nos lleva aparte, a Cora y a mí, para interrogarnos por separado.
– ¿A vos te parece, un hombre de su edad, con una chiquilina? -dice, y me mira a los ojos para comprobar si me parece o no-. Pero qué te pregunto a vos, si sos un hombre, igual que él.
Sigue con Cora.
– Tu papá no volvió en toda la noche y ojalá fuera un accidente pero no es. ¡Ojalá fuera! -y se echa a llorar con el mismo horrible dolor con el que recibe las palabras enfermedad, tumor, operación, hospital.
Si su locura le trajera alguna forma de paz, si fuera para ella más agradable, menos terrible aceptar el abandono voluntario de mi padre que su enfermedad, entonces lo entendería. La demencia como una forma de enmascarar una verdad dolorosa. Ojalá pudiera volverme loco, dicen los que sufren en la cordura, porque no saben de qué hablan. Su locura no le ha dado ningún alivio: mamá está agitada, sufre, respira con dolor, sacando el aire del pecho con un esfuerzo penoso. Abre y cierra los roperos, revisa los cajones, no se resigna a la idea repugnante que quizás temió toda la vida y que ahora, con formas variadas, la locura le instala en la cabeza: la idea de que su marido se hartó de ella para siempre.
El intento que hago de repetir sus palabras las falsea. Para una persona cuerda hay algo imposible de reproducir en el delirio de un loco. La locura se parece a una pesadilla y los sueños no se pueden contar sin transformarlos, sin mentirlos. Hay un saltearse ciertas conexiones lógicas, hay agujeros en el discurso, en el significado pero también en el significante: a veces son simples palabras las que el loco no puede encontrar en su cabeza y cuenta con que su interlocutor disponga de los faltantes necesarios para rellenar esa especie de colador por el que se le escapa el sentido. "Vos me entendés", repite mamá, como una muletilla. "Eso que ya sabes", nos dice. "Lo que te podes imaginar", intentando con desesperación usar la mente de quien la escucha para tender puentes de significado entre riscos que se disgregan, desmoronamientos del lenguaje.
Alguien debe haber hecho una denuncia, porque una asistente social se apareció en el departamento de mamá con dos guardias de una Casa de Recuperación. Cora tuvo una larga charla con ella mientras mamá las miraba con ojos desbocados.
Mi hermana no hizo ningún intento de engañar a la asistente, hubiera sido imposible. El médico secreto le había estado recetando a mamá pastillas para dormir y como efecto secundario la medicación le había provocado alucinaciones. De a ratos miraba a su hija, conversando con la asistente social, que estaba sentada a la mesa tomando un simulacro de té con sabor a avellana mientras los guardias permanecían cerca de la puerta. Otras veces mamá cambiaba de escenario defendiéndose con movimientos bruscos de algo o alguien desagradable, aunque no temible, que se le aproximaba demasiado. Ésos son quizás los peores momentos para los que estamos afuera de su mundo.
Quedarse con un viejo en esas condiciones esta prohibido, severamente penalizado y mal visto por la mayor parte de la sociedad. Pero todo tiene arreglo. La asistente era una de esas personas cuyos principios les impiden aceptar dinero, de modo que se fue de la casa de mis padres llevándose una preciosa porcelana francesa -de chico me intrigaba cómo había logrado el artista imitar la filigrana de los encajes, probablemente el único adorno que tenía algún valor real.
No era una solución sino solamente un respiro. Vendrían otras denuncias, otros asistentes. Los guardias se habían quedado afuera esta vez, pero se decía que eran insobornables: les pagaba la Casa y no el Estado. Hablé con Cora. ¿Por qué estábamos tan empeñados en evitar que nuestros padres fueran a una Casa de Recuperación? Para mamá, nada podía ser peor que ese mundo interno en el que se sumergía cada vez a más profundidad. Nuestro padre no iba a sobrevivir, le dije a Cora, no podía salir vivo de la Sala de Terapia Intensiva: su viejo corazón estaba demasiado gastado. Usé los argumentos de Margot para convencerla pero no fue fácil. ¿Quién es tan ingenuo como para suponer que todo esclavo quiere librarse de su amo?
Seguíamos discutiendo en el taxi que nos llevaba al hospital por el camino más seguro. Al llegar nos enteramos de que papá había salido de Terapia y lo habían trasladado a una habitación. Estaba mejor Recuperándose.
Duro el viejo, pensé, con una alegría desbordada injusta. ¡Yo sabía que no iban a poder tan fácil con el muy hijo de puta! La miré a Cora, que sonreía tan estúpidamente como yo. No sólo estaba contento sino que sentía unas tremendas ganas de llamarla a Margot y demostrarle hasta qué punto estaba equivocada su bienintencionada predicción. Viste, idiota, que yo tenía razón, viste que no era tan fácil librarse del problema.
Ahora empieza la etapa más complicada. En la habitación de papá hay otros dos enfermos que dependen del exterior para subsistir. El hospital no provee comida. Fuera de las salas de Terapia cada enfermera debe atender a decenas de enfermos. Sólo los indigentes van a los hospitales, que están demostrando ser un pésimo negocio privado. Los concesionarios tienen que restringir los servicios -el personal, la comida, la ropa de cama, la medicación- para que rinda la inversión en aparataje. En medio de pasillos descascarados y ruinosos, baños inundados y acumulaciones de basura, los hermosos aparatos de vidrio y acero brillan como esculturas listos para ser admirados por los humildes pacientes. Nadie -y en particular ningún pobre, ninguna persona de educación elemental y escasos recursos- aceptaría ingresar a un hospital que no contara con una adecuada cantidad y calidad de aparataje, máquinas de nombres imponentes, con pantallas y cristales y rayos de colores y tubos cromados y minúsculas cámaras de televisión.
Mi padre no estaba en su nueva habitación.
Como el buen y el mal ladrón, a los dos lados de su cama, usada pero vacía, había un enfermo recalcitrante y otro arrepentido. A la izquierda, completamente entregado, un viejo dormía con la boca abierta la dentadura postiza colgando y un hilo de saliva espumosa que bajaba por la comisura. A la derecha protestaba y se defendía un hombre joven a quien su hermano o su amigo le estaba haciendo tragar un caldo ligero. El paciente rechazaba el alimento y el muchacho que lo atendía se comía una cucharada tras otra para tratar de tentarlo o para darle el ejemplo, como suelen hacer las madres cuando los chicos no quieren comer: mira qué rico, mira cómo me lo como yo. De hecho, se estaba terminando la comida con aparatosos ademanes de placer.
– ¿Usted es el hijo? Se lo llevaron por un rato -me dijo el muchacho-. Está en Intravé. -¿Intravé?
– In-tra-vide-oscopia -pronunció con dificultad, con la boca llena de sopa.
Corrimos a la Sala de Intravideoscopia. Habían metido a papá adentro de un aparato nuevo y lustroso. Frente a la pantalla que exhibía el funcionamiento de sus órganos, un médico disertaba para nadie en particular, como si hablara para sí mismo. En realidad se estaba haciendo escuchar por otros pacientes, algunos acompañados por sus familiares, que esperaban su turno en camillas o en sillas de ruedas.
Escuché un rato. Había muchas palabras que no entendía y no todas pertenecían a la jerga médica.
Pronto mis pensamientos me llevaron lejos de las palabras del médico y sin embargo seguía mirando fijamente la pantalla. Entonces, sin quererlo, precisamente por ese efecto de atención flotante me di cuenta de que la imagen confusa y brillante que palpitaba rítmicamente en la pantalla era una grabación que se estaba repitiendo una y otra vez y que seguramente volvía a empezar cada vez que se prendía el aparato. Ésa es sin duda la función de la intravideoscopia: persuadir a los pacientes de la alta calidad tecnológica de los servicios que presta la miserable institución. Aun entre los indigentes, los médicos secretos y los curanderos son una feroz competencia para los hospitales, que deben cumplir con cierta cuota de internados para obtener el subsidio estatal.
Ahora quiero contarte lo que sentí cuando me di cuenta de que mi padre iba a sobrevivir, de que iba a ser operado nuevamente y trasladado a una Casa. No es agradable, pero voy a escribirlo de todos modos. Quiero que sepas de mí tanto como yo mismo sé: entregarme en la escritura con la misma ilusión de absoluto que lograbas al darme tu cuerpo, y que se rompía, después, tan rápidamente: porque nunca supe en realidad por dónde andabas, adonde te escapabas en el momento mismo en que se apagaba tu último gemido, en que terminaba tu último estremecimiento. Te ibas, entonces, sin dejar de estar al lado mío, tu mano de niña sobre mi pecho, y eso era quizás lo que más me fascinaba: que tantas veces estuve en vos y nunca te pude entera.
Quiero contarte incluso lo peor, lo más desagradable que veo en mí, sin ocultarte siquiera la generosidad que tiene esa mirada fingidamente cruel con la que trato de engañarte, de engañarme, haciéndonos creer que me observo sin concesiones. Quiero hablarte del placer morboso que se mezcla con la alegría infantil de que mi padre siga vivo. La idea de que ahora va a sufrir, la idea de que, enteramente maniatado, incapacitado para defenderse, esta vez las va a pagar por todas.
Mi torturador atado al potro.