Diecisiete

No quería volver a la Casa. No tengo que darte muchas explicaciones: soy cobarde. Si no lo fuera nunca habría aceptado compartirte.

Los hombres con miedo somos como los bebés que se tapan la cara para esconderse: lo que no podemos ver no existe, no sucede, no amenaza. No quería volver a ver el sufrimiento de mi padre. Tampoco podía hacer otra cosa. Entré por una puerta del costado. Saludé al guardia en nombre de Cora. Es la entrada que ella usa los días de semana, cuando están prohibidas las visitas. Por allí se pasa directamente a la zona de Terapia Intermedia sin tener que cruzar toda la Casa.

Adentro estaba fresco, como siempre. Sobreponiéndose a toda otra sensación, el aire acondicionado me hizo suspirar de puro placer físico.

La enfermera que le estaba cambiando el suero a papá no se sobresaltó, como si la presencia de familiares fuera un hecho desacostumbrado pero no imprevisible.

– Qué fuerte, su papá. Tuvimos que atarlo para que no se arranque todo -me dijo-. Ya que está aquí ayúdeme a cambiarle la aguja, esta vena no da más.

Una pierna de papá temblaba convulsivamente debajo de las sábanas. El vientre abultado por la hinchazón subía y bajaba desacompasadamente al ritmo de su respiración angustiosa.

– No la dejes -me dijo mirándome a los ojos-. Por favor que no me vuelva a clavar esa aguja. Por favor.

– ¿Hace falta? -pregunté-. ¿Es imprescindible? -El paciente no se está alimentando, así no se va a recuperar. El suero lo mantiene hidratado.

Lo agarré fuerte de la mano atada mientras la enfermera buscaba la vena. Papá lanzó un alarido horrible. La enfermera instaló la aguja en el primer intento, la aseguró con tela adhesiva, controló el goteo. Para mí, todo había pasado muy rápido, pero mi padre seguía gritando.

– Ya está, ya terminé, señor Kollody. Por el volumen de su voz era evidente que la enfermera lo conocía, o quizás estaba acostumbrada a que todos los viejos fueran más o menos sordos.

Pero mi padre gritaba todavía, aullaba sin palabras y yo le apretaba la mano, se la apretaba cada vez con más fuerza, hasta que su boca reseca por el miedo y el dolor, con la dicción confusa por la ausencia de la dentadura postiza, consiguió controlar el grito lo suficiente para hacerse entender.

– ¡La mano! -se quejaba horriblemente mi padre-. ¡Me estás destrozando la mano! Lo solté aterrado.

En ese momento se abrió la puerta de golpe y entró, como un viento repentino y helado, la gerenta de la Casa. Había llegado corriendo por el pasillo y jadeaba sin dejar de sonreír.

– Señor Kollody, ya le dije que no grite, está molestando a la gente que vive al lado, ¿no ve que tiene la cama pegada a la medianera? -le dijo a mi padre en tono severo-. Qué hace usted acá -siguió, dirigiéndose a mí-. Si su padre sigue portándose así vamos a tener que mudarlo a otro cuarto, no queremos quejas de los vecinos.

No podía creer lo que estaba escuchando. Empecé a odiar a esa mujer con una rabia que desconocía en mí.

– Necesita calmantes -le dije, tratando de controlarme.

– Le estamos dando dosis importantes de Klosidol. Otros que están peor se arreglan con menos.

– Pero él necesita algo más fuerte, cada paciente es distinto, yo no entiendo mucho. ¿Morfina?

– Usted tiene buenas intenciones -me dijo la mujer-. Pero no sabe nada. Usted me está pidiendo que le acorte la vida a su padre.

– Yo quiero salvarlo -dije, desconcertado-. El dolor también mata, puede hacer un paro cardíaco.

– Venga a hablar a mi oficina -dijo ella.

La seguí con una sensación de felicidad repugnante, porque la excusa de salvar a mi padre del dolor me permitía irme sin culpa de esa habitación donde los quejidos absorbían todo el oxígeno necesario para respirar.

– No te vayas. Sácame de aquí -volvió a suspirar dolorosamente.

Me fui detrás de la gerenta que caminaba con pequeños pasos gentiles, siempre sonriendo, mientras daba indicaciones muy precisas, a las mucamas o enfermeras que encontraba por el camino. Una camisa endurecida, cerrada hasta arriba, le cubría los pechos pesados, pero la pollera era curiosamente corta y apretada: el ruedo se incrustaba casi en los muslos gordos, blandos, poceados y cubiertos de un vello rubio muy largo y espeso.

Entramos a la oficina y cerró la puerta. Su despacho era como ella, todo plástico y brillos metálicos, correcto y desagradable.

– Su papá se porta como un chico malcriado -me dijo-. No tenga miedo que no se va a morir. Usted, como mucha gente, piensa que el dolor mata y se equivoca.

– Gente mucho más joven se muere en la tortura -le discutí, desconcertado.

– Usted lo ha dicho, gente más joven. Los viejos son diferentes, hay que aprender a conocerlos. Se le van de las manos por un resfrío mal curado y en cambio aguantan cosas increíbles. Lo que mata es el shock doloroso, causado por un estímulo repentino y agudo. En el caso de su padre ese peligro está controlado. El dolor sordo, constante, que siente ahora, no hace daño. -Exijo que le den calmantes más fuertes. -Usted, aquí, no exige nada. Calmantes más fuertes son los opiáceos. No se inventó nada mejor. Algún derivado de la morfina: lo que usted propuso no es absurdo. Pero claro, están los efectos secundarios.

– ¿Qué le preocupa? ¿Que un viejo agonizante se vuelva adicto?

– Me preocupan los costos. La adicción es cara de sostener a cualquier edad, pero eso no es nada: le estoy hablando de la muerte.

– ¿Me quiere asustar hablando de la muerte de mi padre? ¿Un hombre de esa edad?

– ¿Por qué relaciona la edad con la muerte? Mire las estadísticas. Hoy, en el mundo, un bebé recién nacido tiene más probabilidades de morirse que un viejo.

– No importa si hay que pagar aparte. Si no tiene la morfina, yo se la consigo, la traigo, se la inyecto, todo bajo mi responsabilidad.

– Aquí la responsable soy yo, usted no me puede librar de eso. No sé cuánto le importa la vida de su padre. A mí me importa, porque me juego mi trabajo.

Me miró desde atrás de sus anteojitos imitación carey y volvió a sonreír, como arrepentida de haber ido tan lejos, como si haber mencionado el peor de los castigos posibles en este mundo -que no es la muerte, sino perder el trabajo- pudiera ser peligroso, traer mala suerte, atraer mágicamente a lo que se ha nombrado. Intentó otra vez, con una nueva estrategia.

– Mi opinión personal es que la vida de su padre le importa mucho. No es común ver hijos como usted y su hermana.

– ¿Entonces no le van a dar nada más fuerte?

– Los hijos desaparecen rápido. Enseguida empiezan a faltar los domingos.

– ¿No le van a dar morfina?

– Yo no tengo esa autoridad, no soy médica, no puedo recetar, yo no dispongo lo que se les da a los enfermos. No se preocupe, entiéndanos: queremos que su padre mejore y que viva con nosotros muchos años tranquilo y feliz.

– ¿Con qué médico tengo que hablar? -A nosotros no nos conviene que los viejos se mueran. A veces a los hijos sí. Ésta no es una opinión, es un hecho, no lo tome como algo personal. Y no dejaba de sonreír.

El odio crecía dentro del cuerpo hasta desbordar por los ojos, por la boca. No recuerdo haber odiado así. De una manera extraña, el odio se concentraba en mi sexo convirtiéndose en deseo, hubiera querido desgarrar su cubierta de plástico, estrujarle las tetas hasta lastimárselas, violarla con dolor. Nunca había sentido estas ganas de abrirme paso en el cuerpo de una mujer tan intensamente indeseable.

– ¡Al suelo! -gritó una voz aguda y ronca-:

¡Los dos, ahora!

No era la primera vez que oíamos esa orden. La gerenta y yo nos tiramos al suelo sin vacilar. Noté que ella se las arreglaba para caer sobre un timbre mal disimulado en el parquet. Los atacantes eran tres, no se distinguían las caras cubiertas con pasamontañas -pensé absurdamente que debían tener mucho calor en la calle- y estaban vestidos con varias capas de ropa superpuestas en forma tan caótica que hacía pensar en locos, en vándalos, más que en profesionales del robo. La que daba las órdenes parecía una mujer, aunque era difícil asegurarlo.

En el momento de caer, la gerenta se quitó un anillo y lo hizo rodar hacia un rincón. Yo hubiera jurado un rato antes que la piedra no era más que un pedazo de vidrio. Todo el odio que había sentido contra ella estaba empezando a transformarse en admiración y solidaridad. Las tripas se me aflojaban y el terror subió, agrio, hasta la boca, dejándome un rastro de fuego en la faringe. Escuchaba los sonidos y las voces sin atreverme a levantar los ojos del suelo.

– Las llaves de la farmacia. Ya.

Sabían que en una Casa no había dinero. Querían acceso a las drogas.

– En el cajón del escritorio. A la derecha. Debajo de un montón de sobres -dijo con voz calma y precisa la gerenta.

Me sentí curiosamente protegido por su firmeza. Uno de los atacantes abrió el cajón.

Con la cara contra el piso, no supe en qué momento habían llegado los guardias. Fue increíblemente rápido. Como en la ráfaga de un sueño vi los cuerpos conmoverse con los impactos. Los estampidos retumbaron en mis oídos. Olí un hedor extraño: sangre y azufre. Tirado en el suelo, inmóvil, temblando, no lograba darme cuenta de si uno de los tiros me había dado o no. Los asaltantes habían supuesto que los únicos guardias eran los de la entrada. Y habían supuesto mal.

Escuché al resto del personal de seguridad bajando las escaleras a la carrera. No sé cuánto tiempo había pasado cuando sentí que el pie de la gerenta, calzado con un zapato de tacón alto y grueso, me empujaba un hombro tratando de darme vuelta. Tenía olor a tierra fresca. Sólo entonces logré ponerme de rodillas. Cada vez que movía la cabeza una nube oscura me ennegrecía la visión. Por el momento las piernas no me sostenían. Nadie me preguntó si estaba bien.

La gerenta buscaba algo en el cajón. Sacó una pistola chica en relación con el diámetro del caño. Se acercó a cada uno de los tres cuerpos tirados en el suelo. Yo escuchaba gemidos, pero no podía darme cuenta de dónde provenían, quién estaba vivo y quién estaba muerto, yo mismo estaba emitiendo sonidos descontrolados. Sin pararse a mirar si se movían o no los remató con un tiro impecable en la nuca.

– Con éstos la policía no hace nada. Cuando van a la cárcel, entran y salen -comentó-. Sáquenlos afuera y que vengan las chicas a limpiar.

De pronto me clavó la vista, como si estuviera haciendo un esfuerzo para recordar qué estaba haciendo yo allí.

– ¿Usted quería decirme algo más?

En ese momento yo me arrastraba hacia uno de los cuerpos, sin ningún sentido, sin ninguna intención consciente, como un acto reflejo.

– ¿Buscaban psicofármacos? – preguntó uno de los guardias.

– No, éstos tienen la enfermedad. Querían remedios de los caros, ya les dije mil veces que es un peligro tenerlos aquí.

De pronto me descubrió, avanzando en cuatro patas hacia uno de los cadáveres.

– ¿Adonde va? No se les acerque. Y no les vaya a levantar la capucha que es un asco.

Me fui de allí, todavía no sé cómo. De algún modo mantenían el interior de la Casa libre de cámaras, pero ya había unos cuantos equipos de video en la vereda, aficionados y profesionales, grabando la escena en que el personal de la Casa sacaba los cuerpos sanguinolentos a la calle y entraba otra vez para llamar a la policía. Los guardias sobreactuaban para las cámaras una especie de recia indiferencia.

El taxi me estaba esperando fielmente en la puerta. Había visto entrar a los atacantes pero los taxistas confían mucho en su blindaje y en el servicio que prestan a todos por igual. Cualquiera que saliera vivo de la Casa podía necesitar un vehículo confiable. Abrí la puerta de atrás. Como el auto tenía tapizado nuevo, tuve la deferencia de vomitar en la vereda antes de subir.

Miré lo que había vomitado y vomité otra vez.

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