Los maquilladores, como los cirujanos plásticos, como los fotógrafos, operamos sobre la zona más delicada de los seres humanos, trabajamos sobre la carne viva de la vanidad. Cuando por primera vez fingí ser maquillador para ayudar a un amigo -un fotógrafo que quería impresionar a sus clientes desplegando su inexistente equipo de colaboradores- no suponía que éste sería, alguna vez, mi principal medio de vida. Sobre todo, no podía imaginar que iba a convertirse en una vocación.
Me gusta entregarle a la gente la felicidad de verse por un rato más parecida a sus sueños. La expresión de alegría de mis clientes al mirarse al espejo es parte de mi placer, me siento como un autor que se complace en la risa o el llanto de los espectadores. También, a veces, sucede lo contrario: la decepción o el horror. Cualquiera de mis colegas podría hablarte de la furia -el dolor- de hombres y mujeres a los que el espejo no les devuelve la imagen que pretendían lograr. La decepción es más frecuente en los hombres, aunque lo demuestren menos, porque las mujeres conocen mejor las posibilidades y los imposibles del maquillaje, mientras que los hombres imaginan que un buen trabajo sobre las canas, una sabia acción en contra de las arrugas, a ellos, que nunca se habían tocado la cara, les devolverán la figura y la virilidad impaciente de los veinte años. Algunos, los que no son capaces de sostener el misterio de la mirada, se ven de golpe absurdos, como viejos mamarrachos, se enfurecen o se entristecen, siempre te odian.
Por eso, cuando trabajo para clientes nuevos, y en particular para una fiesta, exijo ensayos previos, quiero conocer a la persona cuya cara voy a someter a mi imaginación, a mis manos, debo tener una larga charla, entender sus deseos, que generalmente no consisten sólo en una caracterización. Hay que ensayar, ponerse de acuerdo, asegurarse de que no habrá sorpresas de último momento, cuando media hora antes de la fiesta el hombre o la mujer descubran que no toleran esa cara asombrada y furiosa en el espejo, o que, simplemente, se imaginaban otra cosa.
La mujer de Goransky, por ejemplo, no sólo quiere ser una muchacha esquimal, sino que pretende ser una esquimal de ojos violetas parecida a cierta actriz famosa. Estuve trabajando con ella, con su cara, con su personalidad, estudiándola un poco para saber hasta qué punto sería capaz de engañarse a sí misma, hasta qué punto podría ayudarme a hacerle creer que había comenzado a parecerse a esa mujer considerada alguna vez la más hermosa del mundo, pero que -por suerte para mí- no murió en la cumbre de su belleza sino que siguió su camino hacia abajo, hacia el deterioro, engordando y envejeciendo sin sabiduría, de modo que toda una serie de imágenes se superpuso a la imagen perfecta con la que mi clienta soñaba, haciéndola menos precisa, más imperfecta.
Y mientras intentaba transformar a esa mujer mayor, que ni siquiera en su adolescencia debió haber sido hermosa, en una joven esquimal de ojos violetas, veía, todo el tiempo, reflejada en el espejo, la cara de mi padre.
Muy pocos entre mis colegas, sólo los más jóvenes y audaces, eligen trabajar sin espejo, ocultar las fases lentas y desagradables de la transformación, apostar al efecto final, a la feliz sorpresa del cliente mirándose como si se viera por primera vez. La experiencia enseña a evitar ese riesgo, es preferible que la persona se vea deliberadamente afeada, con el pelo cubierto por una toalla, deformada por la falta de sombras, de juegos y matices, que instala una capa de base demasiado gruesa. Es preferible que pueda controlar en el espejo la progresiva reaparición de la vida, una vida artificial, recreada en ese rostro que empezamos por convertir deliberadamente en la máscara lisa, inexpresiva, de una estatua.
Lo primero que hice en el caso de Soledad Goransky fue, como siempre, cubrir las líneas de las cicatrices que deja el lifting en los bordes de la cara, sobre todo arriba de la frente, casi en la línea de inserción del pelo. Son líneas muy finas, blancas y brillantes. Lo más práctico es cubrirlas con lápiz delineador de color algo más oscuro que la piel. Aunque parezca ilógico, es más fácil hacer desaparecer debajo de la base de maquillaje una línea oscura que una clara. El peinado hacia adelante, el flequillo sabiamente desparejo, terminan de encubrir ese secreto obvio que no se complace en ser exhibido.
Los clientes esperan que un maquillador sea mujer o sea gay. No es un prejuicio: es una opinión formada en base a experiencias. La mayor parte de mis colegas lo son. Pintar y pintarse la cara es una tarea que durante siglos se consideró tan femenina como para que muchas feministas renunciaran a hacerlo. Los clientes -hombres y mujeres- se sienten incómodos cuando descubren o sospechan que mis inclinaciones son diferentes de las del promedio de la gente de mi oficio. Soledad Goransky lo notó enseguida. La sentí inquieta bajo mis manos, que trabajaban en su cara cubriéndola con sucesivas capas de maquillaje: la crema humectante, el lápiz para tapar las cicatrices, el trabajo de los colores de fondo, más oscuro allá y más claro aquí para modificar el óvalo de la cara, acentuar los pómulos, disimular la doble barbilla, afinar la nariz, la base espesa para cubrir su piel tensa pero cuarteada por los liftings, el polvo invisible que atenúa ciertos brillos, la invención de otros brillos deliberados, el rubor en polvo avivando toda la cara.
No quería mencionar delante de ella el guión del que había sido excluido, todavía me dolía el golpe. Preferí preguntarle sobre la fiesta.
Me describió la compleja negociación que les permitiría alquilar por varios días, para convertirla en el salón de fiestas, una de las principales estaciones de trenes de la ciudad. Aunque la casa de Goransky sea lo bastante imponente como para seducir a inversores y entretener a productores de televisión, en este momento la moda es alquilar un lugar habitualmente destinado a otros fines -una fábrica, un depósito, una casa tomada, un sanatorio, un banco- y convertirlo en pocos días en un suntuoso Palacio de Fiestas, antes de devolverlo a sus dueños y a su actividad habitual. Es una moda absurda y desmesuradamente cara. Cuando se alquila el local de una empresa de servicios hay que incluir compensaciones a los usuarios, cuando se usa una casa tomada cuesta mucho desalojar aun provisoriamente a los habitantes, que temen perder su techo para siempre. Ese costo disparatado, aparentemente insensato, es coherente con el significado esencial de las fiestas: una gigantesca demostración de poder.
Pero mientras conversaba sobre otros temas, mientras percibía con un costado de mi mente los pasos obligados de mi trabajo, que la experiencia me permitía manejar en forma mecánica, yo seguía viendo la imagen de mi padre atado a su dolor. El centro de mi mente revisaba alternativas fluctuando entre los puntos más extremos. Desde sacar a papá de la Casa de cualquier modo, hacerme cargo de él, luchar por salvarlo, hasta olvidarme de todo el asunto y optar por lo que hace la mayoría: no volver a verlo -durante días, durante años- hasta que me llamasen para informarme de su muerte. Al fin no pude evitar llevar la conversación hacia el núcleo de mi obsesión.
– ¿Está en un hospital o en una Casa? -Soledad era una mujer alta y fuerte, una buena persona, había algo confiable en ella que me permitía hablar sin censura.
– Una Casa. Una buena, parece -le dije, aliviado de poder hablar del tema con alguien más que con Cora.
– Todas son buenas. Si está en una Casa no se preocupe, no corre peligro.
– ¿Lo sabe por experiencia?
– En cierto modo. Tenemos inversiones en Casas, rinden bien. Los hospitales son peligrosos porque necesitan rotación rápida. Pero si lo aceptaron en una Casa, es que va a durar: ellos saben, están muy bien administradas.
Durante todo el día seguí visitando clientes, tratando de aturdirme con el trabajo. Afuera la temperatura era elevadísima. La bocanada de aire caliente que me recibía cuando pasaba de un recinto con aire acondicionado a otro me erizaba el vello de los brazos. Intenté maquillar a un hombre muy gordo en un lugar donde el aire acondicionado no funcionaba y tuve que desistir, la humedad constante de la piel me impedía aplicar los colores. Había organizado una cita después de otra y me obligué a escuchar las voces, a prestar atención a las palabras de los otros. Durante todo el día estuve oyendo, al mismo tiempo, los quejidos de mi padre. No podía escapar, estaba tan atrapado como él. Me obligué a no volver a la Casa. Sabía que Cora estaba allí, al lado de la cama, insultándolo y tratando de hacerle tomar un caldo de pollo.
A la noche quise escribirte pero estaba demasiado sobrio como para concentrarme en la pantalla. Sorprendido por mi propio impulso, bajé a tocarle el timbre a mi vecino Romaris, deseando que estuviera solo -no me hubiera importado encontrarme con alguno de sus amigos, pero, por Dios, no quería ver a Margot-, y terminamos emborrachándonos juntos. También me ofreció fumo, pero tuve miedo de que la marihuana me incentivara la desdicha.
El calor ocupaba todo el espacio disponible y los dos respirábamos con esfuerzo. Al principio no pudimos evitar la referencia forzosa a la falsa primavera de la ciudad, y pronto empezamos a comparar nuestros recuerdos tratando de decidir si era verdad que la temperatura aumentaba tan rápidamente en esta parte del universo. Aunque es más joven que yo, pronto nos encontramos compartiendo fragmentos de memoria sin ninguna excusa. Le mostré fotos de mis hijos, le hablé de los mensajes electrónicos que me escriben desde distintas partes del mundo, las charlas frecuentes y triviales hasta el punto de hacerme desear, absurdamente, aquellas antiquísimas, olvidadas comunicaciones telefónicas de larga distancia de mi infancia, espaciadas, caras, difíciles, en que las voces confusas adquirían una importancia magnificada por el precio del minuto.
Me devolvió la confianza hablándome de los hijos de su pareja con un cariño enorme, se imaginaba que así debía querer uno a sus propios hijos. Estaba equivocado pero para qué decírselo. Aunque no le pregunté nada, me contó que no había vuelto a ver a Margot después del velorio. Se habían despedido con afecto, en buenos términos, pero con la clara noción de que ninguno de los dos deseaba repetir un encuentro.
Muchas veces nos preguntamos cómo vivirían mis vecinos de abajo, esos dos señores de distintas edades, tan parecidos en su manera de vestir, trajes siempre grises, camisas con gemelos, zapatos charolados, el mismo paso rápido y cortés. En el departamento de Alberto Romaris no encontré mucho que objetar: una imitación del clásico sillón de la Bauhaus, una mesa liviana, sostenida frágilmente por un pie central, como una copa y sin embargo sólida, buenas sillas que consideraban la existencia del culo y su relación con la espalda, además de cierto efecto visual.
Mientras hablábamos y bebíamos me pregunté por qué me sentía cómodo con ese hombre tan distinto de mí, cómo era posible que una persona de mi edad descubriera un estilo de amistad que transitaba caminos distintos. Tengo conciencia de estar explorando ciertos límites y te aseguro que me investigué honestamente para tratar de descubrir en mí, inútilmente, algún tipo de interés sexual en el pobre Alberto. Quizás sólo buscaba una grieta en su conversación, una excusa, un refugio para hablar de vos, para preguntarle si te recordaba, si nos recordaba.
Nunca conociste a mis amigos, a nadie que tuviera que ver conmigo. Tus precauciones me volvían loco. Pero cómo saber si de otro modo te hubiera deseado tanto, durante tanto tiempo. Nuestra relación podría haber evolucionado hacia la ternura, hacia el hábito, hacia el amor, y en cambio, gracias a tu riguroso concepto de la clandestinidad, se mantuvo siempre igual a sí misma, sostenida milagrosamente en el deseo a través de los años.
Tengo costumbres de viejo solterón, ahora. Las reuniones de los lunes, por ejemplo: ese grupo heterogéneo de varones que se reúne a cenar una vez por semana en el Zeppelin. Unos se conocen por razones de trabajo, otros son amigos de los socios fundadores y se vieron por primera vez allí. Yo no pertenezco al elenco estable, es demasiado caro ir todas las semanas y me fatiga la necesidad de sostener los viejos juegos adolescentes, las bromas sexuales físicas, verbales, constantes, las jactancias, las soterradas luchas por el poder, esa necesidad de establecer jerarquías que suele darse entre los hombres.
A pesar del extraño episodio de Margot, ese estilo de enfrentamiento estaba ausente en la relación que empezaba a entablar con Romaris. Creo que se parece, en todo caso, a la amistad de un hombre con una mujer a la que no desea, aunque quizás sea deseado por ella.