Me gustaba discutir con vos. Me gustaba tu apasionamiento inútil y a veces lo provocaba. Así era nuestro contrato: la pasión era tuya, los desbordes emocionales; a mí me correspondía cierta frialdad sonriente, una calma en la esgrima intelectual que me permitía observar tus flancos descubiertos, y podría haberme conducido a la estocada definitiva si no fuera porque de pronto, por una hábil torsión del discurso, tu entusiasmo hacía volar las palabras espadas por el aire y ya no era esgrima, sino una lucha cuerpo a cuerpo en la que siempre me ganabas.
Hablabas, por ejemplo, de los derechos de la mujer, de su gozosa asunción del poder, y yo te recordaba, a propósito, para provocarte, los efectos dolorosos que esa nueva situación está produciendo en la sociedad. Te hacía notar -mi razonamiento no tenía intersticios- que las mujeres se ocuparon a lo largo de los siglos de los chicos, los viejos y los enfermos, que ahora son entregados a las instituciones: guarderías, Casas, hospitales. Y como estas instituciones emplean personal femenino -mano de obra mal paga-, las mujeres siguen ocupándose de los chicos, los viejos y los enfermos, pero en lugar de los débiles propios, a los que están ligadas por un vínculo de amor, tienen que atender, como si los amaran, pero sólo por dinero, a personas desconocidas, a débiles ajenos.
Te enfurecías cuando no conseguías destruir mis argumentos. Despeinada, enojada y desnuda, cómo te amaba: yo era el que había decidido el color de tus mejillas, me pertenecías un poco más. Me divertía provocarte.
Hoy no puedo evitar el recuerdo de esa discusión. Vengo de la Casa, escribo para olvidarme de lo que vi, para no olvidármelo nunca.
El domingo, día oficial de visita, después de pasar por la habitación de mi padre, mamá, Cora y yo tomamos el té en el comedor de la Casa. Había otras visitas, no muchas, sobre todo para los internados recientes. Tendrías que haber visto qué bonito, qué alegre es ese lugar. Un hábil arquitecto había elegido muebles de madera clara, láminas de materiales sintéticos en tonos marfil, sillas torneadas imitación Thonet con apoyabrazos para que a los viejos les resultara más fácil ponerse de pie. En las paredes hay cuadros grandes, reproducciones de obras maestras tan conocidas, tan infinitamente reproducidas, que han perdido su potencia revulsiva original y ya no son arte sino apenas una tenue, refinada decoración. Las mucamas, disfrazadas de campesinas holandesas, con zuecos y cofias -no todas las Casas deben ser así: sospecho una fantasía de nuestra gerenta, tiene cara de amar los tulipanes, flores previsibles y prolijas-, servían té, café, tostadas, galletas y mermelada a los viejitos y a sus visitas. Era un salón grande, lleno de gente, y lo primero que se escuchaba era el silencio.
Los viejos no hablaban. Algunos eran mucho más jóvenes que papá, pero todos coincidían en la mirada perdida y atormentada. Los más vitales estaban concentrados en consumir lo que les habían servido. Los pocos visitantes del mundo exterior no parecían capaces de encontrar temas de conversación con los internados, aunque algunos hablaban entre ellos en voz muy baja. Cuando había dos viejos en la misma mesa, ni siquiera se miraban. Esa idea sobre la camaradería que sería posible establecer entre los internados, esas amistades o rencores que se ven en las películas quedaban relegados a su esencia: una idea cinematográfica. Sordos, aislados, y en la mayoría de los casos con serios problemas mentales, los viejos no parecían tener ningún interés en comunicarse entre sí.
Mamá estaba sentada entre Cora y yo. El café era de malta, el té tenía gusto a pis, no logré identificar de qué estaban hechos el pan y las galletas pero era evidente que, tal como había amenazado la gerenta, allí no había nada que pudiera hacer mal. Se trataba de alimentarse correctamente: fibra y subsistencia. Fuera de los dormitorios, el comedor era el único lugar donde los internados se encontraban con sus parientes; habían traído también a varios viejos conectados a sus sondas nasogástricas. Sentados en sillas de ruedas, no hubieran podido hablar aunque quisieran, pero tampoco sus ojos vacíos expresaban intención de comunicarse.
– Yo pensé que los viejitos se entretenían más entre ellos -le comentó Cora a la mucama que nos traía el té-. Que jugaban a las cartas, por ejemplo.
– ¿No son divinos? -preguntó retóricamente la mucama, echando una mirada en derredor-. A veces los hacemos jugar a las cartas, cuando tenemos tiempo. Hay que ponerles las cartas en la mano, y ayudarlos a tirarlas sobre la mesa. Da trabajo.
Veníamos de ver a mi padre y yo me sentía agradecido a la vida por haber salido de esa habitación y miserable por estar afuera. Me mantenía sentado precariamente en el borde de la silla y no lograba decidir si lo que iba a hacer a continuación era escaparme de allí mientras pudiera, o volver corriendo para estar al lado de papá.
Mamá estaba muy tranquila. Había entrado en una indiferencia torpe que parecía provocada por la medicación. Un moretón violeta, hinchado, le deformaba la nariz. Según las enfermeras, se había caído tratando de subirse a una silla para alcanzar algo de un estante muy alto, algo que sólo ella podía ver: tanteaba en el aire buscando el sombrero de papá, con la idea de que nadie podía irse muy lejos sin sombrero. La historia era verosímil y sin embargo yo sospechaba. ¿Cómo saber que no le habían pegado? Su exagerada quietud me hacía pensar que le habían dado sedantes para controlarla mejor. Había perdido, por el momento, los síntomas floridos de su locura. No nos hablaba de mensajes secretos, no parecía tener alucinaciones, incluso nos había reconocido con una especie de resignación aburrida. Sus respuestas eran coherentes pero desprovistas de toda emoción. Las manos torpes tenían dificultades para sostener la taza por el asa y elegía el pan porque apenas podía levantar las galletitas chicas; además de su viejo problema de artrosis parecía haber perdido la motricidad fina. Tenía costras blancas de saliva seca depositada en la comisura de los labios. Hablaba con voz pastosa, como si le costara organizar los movimientos de la lengua.
Cora la miraba contenta, con una sonrisa de buen humor.
– ¿Viste qué bien está hoy mamá? -A mí me da miedo.
– Te da miedo porque sos egoísta: ¿no ves que no sufre?
– Te traje caramelos -le dije a mamá, casi al oído. Cora se enojó.
– ¡Ya sabes que están prohibidos! El azúcar le hace mal.
Traté de pasarle a mamá, disimuladamente, un paquetito de caramelos rellenos por debajo de la mesa. Pero ella no parecía interesada, no hizo ningún gesto para tomarlos ni para rechazarlos. Daba la sensación de que nuestra visita la molestaba o la aburría.
De pronto sucedió algo horrible. A instancias de Cora, que le insistía en la importancia de alimentarse bien, mamá tomó un gran trago de seudo-café con leche. Pero, como si hubiera olvidado de golpe la secuencia de movimientos necesaria para tragar, se quedó con el líquido en la boca, haciendo un buche, como un niñito pequeño que se niega a comer.
– Traga, mamita-dijo Cora.
– Escupí, escupí acá -le dije yo, acercándole una taza vacía.
– Es mejor que trague -insistió Cora.
– Da lo mismo, la cosa es que lo saque de la boca.
Escupí, mamá.
– A ver, mamita, ¡para dentro! -dijo Cora.
– No tenes que tomártelo si no te gusta -dije yo.
Pero mamá parecía congelada en un instante eterno, con los carrillos hinchados y la boca llena de líquido: algunas gotas se le escapaban entre los labios fuertemente cerrados y le corrían por la barbilla. Nos miraba con ojos desesperados, pero su angustia no parecía tener ninguna relación con lo que le estaba pasando. No podía escupir ni podía tragar y daba la sensación de que iba a quedarse siempre así, durante horas y horas, en un buche eterno y torturante.
Pedimos ayuda. En mi fantasía, lo que haría la enfermera sería aplicarle un golpe violento, con los puños cerrados, contra los carrillos hinchados. Eso era lo que temía, quizás porque yo mismo sentía la tentación de golpearla así, como quien hace explotar una bolsita de papel que acaba de inflar soplando. Pero la enfermera no hizo más que acariciarle tiernamente el pelo y le trajo una especie de delantal protector, de plástico, tomado con velero en el cuello, como los que usan en las peluquerías para proteger la ropa.
– Hasta dos horas se quedan a veces así -nos dijo-. Hay que tener mucha paciencia. Al final se les cae todo de la boca. Abrirles las mandíbulas es imposible: hay que ver la fuerza que tienen todavía.
En nuestra desesperación por no volver a quedarnos solos con esa especie de muñeca arrugada, como un trapo mal planchado, de color amarillento y ojos desesperados, que había sido nuestra madre, le hacíamos preguntas a la enfermera para retenerla junto a nosotros un rato más: dos minutos, cinco minutos, un cuarto de hora más.
Podrá parecerte monstruoso pero tolerar esa angustia me parecía un precio razonable -hacía negocios con el destino- con tal de no volver a la habitación donde mi padre jadeaba de dolor.
Por primera vez papá me había visto entrar sin reproches, sin comentarios duros, sin fingir indiferencia ni alegría.
– Hijo -pronunció con dificultad, las palabras formando parte de un gran suspiro-. No me dejes.
Tenía una palidez grisácea en la que se destacaban las ojeras como manchas oscuras. Temblaba. Se quejaba en forma constante, casi involuntaria, como si el aire que salía de sus pulmones hiciera vibrar sus cuerdas vocales más allá de su deseo. Tuve miedo. -¿Qué te duele, papá?
– Todo. Los huesos. Una inyección. Por favor, que me den una inyección. Por favor.
No hacía bromas ácidas, no se quejaba de la comida o del trato de las enfermeras. Estaba ahí tirado en mitad del dolor, hundiéndose en un pantano que se negaba a asfixiarlo del todo.
– Pedile a la enfermera. Dale plata. Que me den una inyección -rogó.
Miré a Cora, que movía la cabeza incrédula.
– Se cree que con su plata puede todo. Si no le hace falta no se la van a dar. Aquí son estrictos.
– ¡Pero no ves que está reventando de dolor!
– Se hace.
Papá parecía agotado y se durmió por un momento. La respiración se le hizo lenta y larga y aun en sueños seguía quejándose, sin pausa, sin recreo, sin perder el ritmo.
– Estás loca, Cora, no ves que dormido también se queja.
– Dormido también se hace. Bueno, es una forma de decir. Es mecánico, ¿no te das cuenta por el ritmo? No es el dolor, es un efecto mecánico de la respiración, algo que tiene en la tráquea.
Papá abrió los ojos aterrados y empezó a jadear, como si estuviera en una crisis de dolor agudo. Cuando mi mujer iba a tener a nuestro primer hijo, asistió a un curso donde le enseñaban a jadear. Después del parto, se reía: como si jadear fuera voluntario, me decía. Como si cuando el dolor viene y te atrapa y te clava las uñas pudieras hacer otra cosa que jadear.
Pero el jadeo de mi padre pasó rápidamente y el cuerpo abandonado sobre la cama volvió a emitir esos lamentos largos, huecos, dolorosos.
Llamé a una enfermera y le pedí un calmante. Trajo una pastilla y un vaso de agua. Le hizo levantar la cabeza para ayudarlo a tragar. Mi padre seguía suplicando por una inyección con una angustia que escapaba a todo razonamiento.
– Voy a buscar a un médico -le dije a Cora. -Hace lo que se te dé la gana -me contestó Cora-. Cómo se ve que no venís todos los días.
Cuando entró el médico mi padre dejó por un momento de ser un pedazo de carne sufriente y su cara tomó una expresión humana.
– Déme algo, doctor. Soy un hombre viejo, no quiero sufrir. Usted es un hombre mayor también, sálveme. Sáqueme del dolor. Déme una inyección.
El médico parecía muy solvente, compenetrado con su papel, un actor que había representado la misma obra durante muchos años recibiendo siempre el aplauso de los públicos más variados.
– Señor Kollody -le dijo, mirando el apellido en la planilla-, le hemos dado un calmante fuerte. Por boca tarda algo más, pero resulta igualmente efectivo.
No supe si mi padre no lo había oído, o no quería escucharlo.
– Usted puede hacer que me den una inyección.
– Por Dios -le dije al médico en voz baja-. ¡Consígale una inyección de cualquier cosa, una inyección de agua, de suero, de lo que sea!
– No te metas -dijo Cora-. El doctor sabe lo que hace. ¡Confía una vez en alguien!
– Lo que tomó lo va a ayudar, señor Kollody -le dijo el médico a mi padre-. Usted tiene que creerme, eso es lo importante.
– Yo le creo, doctor. Póngame una mano sobre la frente. Así. Quédese un momento conmigo. Si usted está aquí, me siento mejor, lo necesito.
Papá desplegaba su seducción inútilmente. El médico parecía más apurado que conmovido. En cuanto consiguió desprenderse de mi padre, se despidió y se fue.
– Sáquenme, por favor, por lo que más quieran, sáquenme, todavía me puedo salvar si me sacan de aquí -dijo papá, antes de volver a sumergirse en el dolor.
– Después hablamos -dijo Cora-. Ahora vamos a tomar el té con mamá. Todavía no conoces el comedor, vas a ver qué lindo.