Veintinueve

Por primera vez tengo la sensación de estar escribiendo cartas. Me gusta. Es uno de los efectos de escribir a mano. Hay otros: la mano agarrotada y la muñeca dolorida. Hace años que no escribía a mano más que algún número, un nombre, un par de palabras. Es cuestión de ejercicio, como todo trabajo físico, pero las labores del campo no son la mejor ejercitación para reaprender a sostener un lápiz. El trabajo bruto me endurece las articulaciones. Por un tiempo tuve las manos ampolladas y lastimadas, ahora están encallecidas.

Con un optimismo que el tiempo ha vuelto absurdo, Bradbury anticipó, en Farenheit 451, un mundo en el que había sido necesario prohibir la literatura para que desaparecieran sus lectores. Ese mismo optimismo lo llevó a imaginar una comunidad marginal de lectores memoriosos, convertidos en libros vivientes, como una suerte de paraíso para personas buenas, inteligentes, sensibles y generosas. La loca ilusión de que los buenos lectores son mejores que el resto de los seres humanos.

Los Viejos Cimarrones no son mejores que el resto de los seres humanos. Son viejos: sus virtudes se han atenuado y se concentraron sus defectos. Tienen en común ese extraño desapego por la vida del prójimo que a los jóvenes les cuesta comprender. La muerte ajena no los conmueve. Son ávidos, suspicaces, se odian unos a otros y están en una permanente, silenciosa lucha por el poder.

Las quintas de Highland han sido convertidas en verdaderas quintas. Los viejos ocupan unas veinte casas. Los parques, los jardines y las canchas no son lo bastante grandes como para los cultivos extensivos de cereales, pero tenemos unas huertas magníficas.

No creas que descubrí ningún goce perdido en el trabajo del campo. Siempre fui rata de cemento. Odio el campo, los perros, los insectos, los animales. Odio incluso los árboles, lo que es poco común. Odio quitar las malezas, revolver la tierra, odio carpir, zapar, sembrar. Pero en la cosecha, no puedo evitarlo, siento placer y hasta orgullo a pesar del esfuerzo: verdadero alimento producido por mis manos.

Los trabajadores somos pocos. Trabajadores es el nombre que nos dan los viejos. Pero somos esclavos. Nos necesitan, sería demasiado peligroso contratar gente de la zona tomada. A los demás los conozco de lejos, no nos permiten estar juntos. Dormimos separados, encerrados en los galpones de herramientas. Trabajamos la tierra, cuidamos los pocos animales, hacemos tareas de mantenimiento en las casas. Los viejos tienen prohibido usarnos para su servicio personal, incluso los minusválidos. Prefieren colaborar entre ellos, empujarse uno al otro las sillas de ruedas, limpiar las escaras de los que tienen que estar acostados, cocinar para los que no pueden valerse, cuidar a los locos, a los seniles. Tienen un miedo inteligente a la peligrosa proximidad que se establece entre el servidor y su amo.

Mi padre sigue manteniendo en secreto nuestra relación. Delante de los demás me trata con aspereza, pero no tanto como para llamar la atención. Aquí todos fingen amar y haber sido intensamente amados por sus hijos. Las viejas, sobre todo, hablan de ellos constantemente, como una forma más de competencia. Escuchándolas, me pregunto qué clase de padre pude haber sido, cuando yo mismo fui una especie de hijo eterno, monótono, que no vivió más que para desmentir o conquistar a su propio padre.

En los raros momentos en que nadie puede verlo, papá derrama sobre mí esa ternura pegajosa que siempre usó para obtener lo que quería.

– Eni: hijito -me dice-. Estoy demasiado viejo. A mi lámpara se le termina el kerosén. ¿No ves cómo se me va apagando la luz? Hay que aguantar un poco más, hasta que se cansen de buscarme. Después nos vamos juntos, hablo con mi abogado, salimos del país.

No le contesto. Quiere mantener abiertas todas las posibilidades. Entretanto, no la pasa mal. Lleva camisas a cuadros y un mameluco azul que no debe usar para trabajar porque está siempre impecable. Alguien se ocupa de cuidarlo y servirlo.

Lo quiero matar.

Todos decimos o pensamos así alguna vez de alguien a quien odiamos ferozmente durante unos instantes, en un acceso de rabia infantil. Lo quiero matar. Después el acceso pasa, el instante pasa, la vida sigue y volvemos a ser los mismos de siempre: gente adulta, inteligente, tolerante, que no está dispuesta a tomarse el trabajo o el riesgo de matar a nadie.

Muchas veces pensé que quería matar a mi padre. Matarlo sin dolor. Cortar en pedazos su cadáver, quemarlo, destruirlo, hacerlo desaparecer de este mundo.

Cuando decidiste irte, por ejemplo, para no tener que elegir entre él y yo. Pero entonces te fuiste y no lo hice.

Cuando lo creí agonizante, por ejemplo. Quise darle una muerte muy dulce, matarlo por amor: nunca había tenido una excusa semejante. Tal vez por eso no lo hice.

Ahora quiero matarlo sin excusas, quiero matarlo para restituir el orden original del universo, quiero matarlo para librarme de él y para obligarlo a cumplir con la ley de la vida, a la que se resiste, quiero matarlo para no tener que escucharlo reírse nunca más, quiero matarlo por esclavizarme de todas las maneras posibles, quiero matarlo para no verlo comer con esa avidez vital y repugnante con la que se aferra a este mundo, quiero matarlo porque alguna vez lo deseaste, quiero matarlo porque se me da la gana.

Quiero matarlo.

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