A Sandy Bell lo vemos poco. Todas las noches se presenta en vivo en el canal. Durante el día graba exteriores y algunos bloques especiales, además de supervisar el resto de la producción. Cuida mucho su relación con la prensa: las entrevistas y sesiones de fotos son parte de su trabajo. También preside la Fundación Esebé, que protege a las personas sin recursos que desean cambiar de sexo, o a las que han pasado por el cambio quirúrgico-hormonal y necesitan ayuda psicológica para adaptarse o ayuda legal para que la sociedad los acepte.
Con evidente deliberación jamás se refiere a ninguna cuestión referida a los ancianos impedidos ni a las Casas de Recuperación. Eso lo hace insospechable y le permite ayudar a alguna gente en problemas, nos explicó su hijo adoptivo. Es un adolescente flaco y hosco al que debe resultarle duro cargar con semejante papá, que lo adoptó cuando era recién nacido. La Fundación Esebé también ofrece asesores legales a los matrimonios entre personas del mismo sexo o a solteros/as no tradicionales que quieran adoptar.
Sandy dice tener unos cuarenta años y se jacta públicamente de no haber atravesado ninguna cirugía, excepto la extirpación del vello facial. En los reportajes asegura que sus pechos han crecido naturalmente a causa de la comida macrobiótica. Tiene una cara bellísima, exquisitamente femenina, pero lo delatan la altura, los enormes pies, los hombros anchos y las caderas angostas. Los disimula usando unas túnicas audaces que exhiben sus piernas bien formadas y se abren hasta el nacimiento de los pechos.
En un almuerzo quise hacer una referencia amable a su pivoteo sexual entre dos géneros y usé la palabra travestí. Sandy reaccionó como ante una desagradable ofensa. Con paciencia y mal humor nos explicó la diferencia entre un travestí y un transexual. Él se considera una mujer, una auténtica mujer en un cuerpo masculino, no un hombre afeminado. Sin embargo, su indignación no condice con la pública vanagloria de Sandy en relación con sus genitales, que insiste en afirmar íntegros, presentes y masculinos.
El chico de Sandy Bell parece muy molesto con nuestra presencia y trata de librarse de nosotros haciéndonos sentir una incomodidad equivalente. Pero, ¿adonde más podríamos ir por el momento? Cora sabe dónde estamos a través de Margot, aunque ninguna de las dos tiene el teléfono o la dirección de Sandy.
Yo mismo pido un taxi y salgo del barrio cuando quiero hacer un llamado. Sandy nos pidió que tomáramos esa precaución: los periodistas buscan escándalos por cualquier medio y no les basta con los escándalos previstos, controlados y cuidadosamente organizados que él les ofrece constantemente. Ya salí varias veces para comunicarme con Goransky y el resto de mis clientes. Organicé con cuidado los horarios para el día de la fiesta. Voy a empezar temprano con los trabajos menos importantes y me quedaré allí toda la noche para cuidar y retocar mi obra cuantas veces sea necesario. No tengo nada que perder, pero tampoco nada que temer. En la fiesta estaré protegido. Aunque los guardias de la Casa nos busquen allí, para entrar tendrían que vérselas con el personal de seguridad de Goransky, otro pequeño ejército privado. Además, estoy seguro de que la búsqueda ya amainó: nadie tiene motivos para suponer que mi padre sigue vivo.
Un par de veces desde que estamos aquí el famoso travesti -o transexual- recibió periodistas, fotógrafos o camarógrafos en su casa. En esas ocasiones, para que nadie nos vea, nos encerró en su cuarto de trabajo, en el primer piso. Papá ya puede subir las escaleras con ayuda, apoyándose en mí. También puede pararse solo -si está sentado en una silla alta y con apoyabrazos- y hasta caminar un poco, arrastrando los pies, dentro de la casa; se ejercita todo lo que puede. Lo veo mejorar día a día con una mezcla de orgullo y horror.
– Como Barba Azul con sus mujeres -nos explicó Sandy, guiñando el ojo con coquetería-, les permito a los fotógrafos entrar en todos los cuartos menos en uno. Un buen secreto público los estimula. Si de todos modos alguien se las arregla para entrar cuando ustedes están ahí, pueden darle un palo por la cabeza: ¡así hacía Barba Azul!
Es prudente que no deje entrar a los fotógrafos a su cuarto de trabajo, donde hay una buena biblioteca, un escritorio de madera clara, un aparato multimedia con pantalla gigante, un sofá, pero sobre todo un arreglo muy sobrio, en colores que armonizan sin chocar y sin pasar por ninguna gama del rosa. La habitación se distingue bruscamente del resto de la casa, en particular del supuesto dormitorio de Sandy Bell, cargado de muñecas y animales de peluche -gatos, osos y conejos-, donde la convención más anticuada y más ridícula del eterno femenino ha sido llevada hasta las últimas consecuencias. Sandy duerme en su cuarto de trabajo.
Cuando nos encontramos con él, mi padre clava la mirada en Sandy con más curiosidad que la que permite la cortesía. En una de las ocasiones en que estuvimos escondidos en el cuarto de trabajo, lo sorprendí tratando de abrir con una tarjeta de plástico un cajón cerrado con llave. Se la saqué de la mano: todavía estaba lo bastante débil como para manejarlo por la fuerza.
Gary, el hijo de Sandy Bell, es uno de esos muchachos opacos, indiferentes, que deambulan por los centros de compras de la ciudad fumándose un porro con cara de la vida es una mierda.
En estos días supimos por el personal de guardia que un grupo de chicos del barrio un poco mayores que Gary había torturado al perro de un vecino introduciéndole tres tornillos en la cabeza. Varios días después el perro seguía en coma y yo no sabía si mi sensación de asco y horror estaba dirigida a los torturadores o a los dueños del perro, que prolongaban su agonía con todos los medios científicos a su alcance, olvidando la piedad con que se suele tratar a los animales y haciéndolo sufrir como si fuera un ser humano. Nadie sospecha de Gary y con razón. No parece posible que el muchacho sea capaz de vencer la nube de aburrimiento y desprecio en la que se envuelve -aunque sus ojos sean por momento tan vivaces- y salir de ella con la energía suficiente como para atornillar tres trozos de hierro en el duro cráneo de un perro.
Pero a pesar de las apariencias, Gary tiene una pasión. Y si la mantiene en secreto no es solamente porque el motivo de su pasión sea prohibido, desagradable o conflictivo: lo que quiere ocultar es la pasión misma, ese ardoroso interés que podría modificar o destruir su imagen de perfecta indiferencia.
¿Así eras? ¿Cómo me ocultabas cuando no estabas conmigo? ¿Con qué palabras, con qué expresiones conversabas con tus amigas sin hablar de mí? A veces te acompañaba en un taxi hasta un centro de compras sólo para verte caminar sola, para ver cómo te alejabas sin mí, cuál era tu paso, tu disfraz. Me gustaba jugar con la ilusión de que todo lo que vivías fuera de mí era solamente para esconderme, para que nadie pudiera leer en tu deseo, me gustaba pensar que estaba yo, nosotros, la pasión, a tal punto presente en tu conciencia que tenías que fingir un permanente desinterés por todo el resto de las cosas de este mundo para no traicionarte. Pura ilusión: no te habrías enamorado de otro si me hubieras querido como yo lo imaginaba, como yo te quería.
Me hablaste poco de él pero yo ya lo sabía todo. ¿Acaso hacía falta decir algo más que su nombre? No quise ni quiero pensar en esa historia: en su cara tan conocida, en tu arrepentimiento, en tu curiosidad, en lo que yo debo haber hecho o dicho para despertarla, en los meandros que inventaste para llegar a conocer a mi padre, en los recursos que él usó para seducirte.
Llorabas y no tenías pañuelitos de papel y yo no quería dártelos. Te veía llorar como si estuviera detrás de un vidrio grueso, esmerilado. No podía pararme porque las piernas no me sostenían y te miraba llorar desde una distancia y una frialdad absolutas. Con esa calma, desde tanto hielo, tenía la lúcida conciencia de que no me estaba arrastrando por el suelo, de que no te abrazaba las rodillas, rogando, porque sabía que era inútil: sólo por eso. Con esa calma, desde tanto hielo, hubiera querido informarte que no me importaba compartirte con cualquiera, de cualquier modo, que estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, cualquier resto, cualquier hueso, cualquier roto, sucio, inservible pedazo de tu tiempo que estuvieras dispuesta a darme.
Pero no podías, no querías. Estabas horrorizada de lo habías hecho, arrepentida. Te preocupabas demasiado por mi dignidad y hacías bien. Yo te miraba llorar, con calma, con frialdad, con lucidez, te veía refregarte la nariz en la manga y no quería prestarte pañuelitos porque ése era, en ese momento, mi único poder, mi única venganza.