Veintisiete

El sonido de los cubiertos, los aplausos, la música, las voces, los pasos, ese rumor intenso que sólo se escucha en las caracolas y en las fiestas, se interrumpió de golpe. El silencio se había convertido en una masa sólida que pesaba sobre la fiesta, como un inmenso témpano que amenazaba con aplastar sus oropeles de utilería. Allí, en lo alto de la improvisada escalinata por la que tenían que pasar y eran anunciados todos los invitados, con heraldos y fanfarria, junto a Goransky que lo sostenía tomándole el brazo, estaba mi padre. Sin disfraz. Sin maquillaje. Avanzaba lentamente, apoyado en el bastón, con su paso de viejo fuerte, el pelo largo y la barba blanquísima. Magnífico en su espléndida vejez.

Cuando mi padre le propuso la idea, Goransky debe haber delirado de felicidad. En la época en que trabajábamos juntos en el guión, siempre pretendía interrumpir el desarrollo del relato para superponer escenas más o menos incongruentes en las que determinado efecto visual debía conmover, atrapar, enganchar la atención del espectador, según él siempre propenso a la distracción, a perderse en los laberintos de su propia mente. No quiero que nuestros espectadores estén en el cine como está mucha gente en un concierto, pensando en otra cosa, insistía: hay que sacudirlos, no dejarlos que se pierdan en sí mismos, hay que traerlos de vuelta.

Sin embargo, ninguno de los dos había calculado todo el peso de su audacia. Mi padre bajó la escalera en medio de un silencio preocupante. Cuando empezó a caminar por el salón, los invitados se apartaron a su paso incómodos, asustados. Las orquestas, calculadas por expertos en acústica para sonar separadamente en distintas zonas de la fiesta, divididas por muros de ruido, en el silencio habían mezclado sus voces en una suerte de coro enloquecido para callarse enseguida.

Goransky se había dado cuenta del exceso de su propuesta y ahora se apuraba por las escaleras con la idea de tomar del brazo a mi padre, reunir un grupo de invitados, pedir champán y alegría y hacer un par de bromas que permitieran olvidar o dejar pasar el incidente y volver a la Fiesta, al buen humor.

Papá, en cambio, en la cúspide de su triunfo, no notaba nada que no hubiera previsto y sonreía todo lo que la solemnidad de su papel lo permitía. Nos había visto y venía hacia nosotros abriendo una suerte de herida en la masa compacta de invitados que se apartaban a su paso. Había muchos viejos en la Fies ta, diversamente disimulados o exagerados, pero ningún auténtico Viejo dispuesto a lucirse a cara limpia, en su majestad plena. Era la Máscara de la Muerte Roja sembrando el terror, trayendo la peste, el dolor y la muerte a los desaprensivos convidados del príncipe. Sólo que su cara no parecía una máscara (era la única que no lo parecía) y nadie intentaría arrancársela sólo para descubrir que abajo no había más que el vacío. Era la Muerte Roja misma paseándose en todo su esplendor.

De pronto un grupo de invitados (focas, esquimales, renos) se desprendió valientemente de la masa temblorosa y lo rodeó. A una señal de Goransky la orquesta más próxima había empezado a tocar y un par de mozos ballenatos se acercaron con canapés y bebidas. Casi con un suspiro de alivio colectivo la fiesta volvió a empezar, las masas compactas se desarmaron y desparramaron nuevamente por el salón, el murmullo de arroyo de la fiesta se superpuso a la música, una gorda y alegre Mamá Noel invitó a bailar a mi padre. Sin soltar el bastón en el que se apoyaba por momentos, papá salió a la pista con cierta dignidad que atraía las miradas.

– ¿En qué se parecen? -me preguntó en ese momento Cora-. Mira el grupo que está con papá. Todos tienen algo…

Cora, siempre tan distraída, tan poco atenta a los datos de la realidad, lo había notado antes que yo. Tenían algo, sí. Difícil de definir. Un estilo, quizás. Como si todos se hubieran hecho confeccionar distintos disfraces por el mismo sastre. Para mí era evidente que las caras habían pasado por el mismo maquillador. ¿Una familia? ¿Un grupo de amigos? No era lo que el miedo me sugería.

Me acerqué lo suficiente como para alcanzar a ver la ancha sonrisa de la mujer que estaba bailando con mi padre. En los giros de un vals parecía desplazarse -tan despacio que era difícil asegurarlo- hacia una de las salidas, mientras varias parejas los acompañaban disimuladamente girando con ellos.

La ancha sonrisa: esa dentadura chata, inconfundible, de vaca vieja. Sus muslos gordos enfundados en pantalones abolsados, rojos, de satén, con puños blancos de falsa piel. Me acerqué a papá para hablarle al oído.

– Vamos -le dije, simplemente.

– Es mi hijo -me presentó él-. Buen muchacho, de chiquito se comía las uñas de los pies. Ahora está un poco envidioso pero se le va a pasar.

Como siempre, me hablaba dirigiéndose a otra persona.

– Es gente de la Casa -le susurré.

La mujer, sin dejar de sonreír, sin dejar de bailar, había levantado los brazos dejando caer hacia atrás las mangas rojas, sueltas, con borde de piel. En el brazo izquierdo llevaba algo que parecía un reloj pulsera sostenido por una gruesa cadena de platino a modo de correa. Inició una maniobra con la mano derecha, como si pusiera el reloj en hora. Papá lo vio antes que yo: eran esposas. Se soltó a tiempo y trató de alejarse a la máxima velocidad que se lo permitían sus viejas piernas. La mujer metió una mano en un bolsillo falso, que entraba en la enorme panza de Mamá Noel y sin sacar el arma disparó sin ruido ni puntería a través de su traje. Una osa de largas pestañas que estaba detrás de mi padre cayó con un gemido, llevándose la mano al pecho. No se veía sangre, tal vez el grueso disfraz la absorbía. Los que estaban con ella no alcanzaron a percibir el disparo. Se escucharon voces pidiendo la presencia de un médico. Supuse que le habían disparado un dardo con alguna sustancia tranquilizante.

Todo sucedía demasiado rápido, yo mismo no sabía lo que estaba haciendo. Mi padre dio un paso al costado, me aferró de la aleta de foca, estuvo a punto de hacerme caer pero logró lo que se proponía, meternos a los dos en medio de un masa compacta de danzantes muy cerca de la orquesta. El personal de seguridad de Goransky trataba de intervenir discretamente para evitar el pánico mientras los guardias de la Casa rodeaban a Mamá Noel. El pánico ya estaba allí, sin embargo, y empezaba a extenderse en círculos concéntricos, como los que produce una piedra al caer en el agua. Íbamos un par de segundos adelante de la primera ola y gracias a eso logramos introducirnos en los establos.

Sin prestar atención al alboroto de los enanos-duendecitos entramos en un vehículo cualquiera, todos tenían la llave puesta, apenas atiné a elegir uno que estuviera cerca de la salida, subimos los vidrios blindados y nos lanzamos contra la barrera. La cola de foca abultaba y la cabeza de mi fantoche chocaba contra el techo del auto. Hacía mucho que no manejaba, era un auto con cambio automático, mi pie buscaba estúpidamente el embrague, apreté el acelerador contra el piso pero no tenía pique. No veía claramente lo que estaba sucediendo, las sensaciones quedaban registradas en mi memoria, pero no llegaba a darles significado. Mi padre estaba mudo, había usado toda su energía para llegar hasta allí y se había desplomado en el asiento sin fuerzas para atarse el cinturón de seguridad. Tenía la cara grisácea. Antes de romper la barrera sentí y descarté un golpe, la rueda izquierda pasando sobre un obstáculo indefinible, blando, ruidoso.

Solté el acelerador en cuanto estuvimos afuera. Era posible que un vehículo de la Casa estuviera apostado a la salida, esperándonos. Pero no tenían ninguna descripción de nuestro auto y durante una cuadra eterna controlé la velocidad para disimular la fuga.

Después nos lanzamos otra vez hacia adelante, hacia la noche, la loca velocidad hizo que durante unas cuadras nos siguiera un patrullero, pero en un callejón atropellamos brutalmente una barricada de asaltantes y la policía optó por dedicarse a atrapar delincuentes más lentos. No pude encontrar el botón del aire acondicionado, sudaba ferozmente dentro de mi foca, debajo tenía puesta mi propia ropa como una segunda capa de abrigo, ahora convertida en una tortura esquimal, sudábamos contra el viento de asfixia que entraba por las ventanillas.

– Adonde vas – preguntó mi padre.

– No sé. Afuera. Salgo de la ciudad.

– Yo sí sé. Déjame el volante.

– ¿Para qué?

– Tengo un plano. Me acompañas hasta ahí y te volvés.

– ¿Vos también crees en esa pavada?

– Paras y me das el volante o lo agarro a la fuerza y nos estrellamos. Me da lo mismo.

No pude convencerlo, no escuchaba. Forcejeamos hasta que cedí. Estábamos en una autopista, le pedí que esperara hasta la primera salida. Su amiga enfermera, en la Casa, le había hablado de la comunidad de los Viejos, le había dado un plano y una contraseña. En algo tenía razón: por qué no intentarlo. Qué nos esperaba en la ciudad sino más persecuciones absurdas. Me palpé para sentir la dureza tranquilizadora de mi pistola, pero no estaba allí. Qué raro. Durante la fiesta me había confortado la presencia de sus setecientos gramos pesando en mi bolsillo.

El traje de foca me decidió. Había llegado al límite de lo que mi cuerpo soportaba, hubiera pagado sangre por sacármelo. Bajé en la primera salida, frené, empecé a desprenderme del disfraz. Mi primer impulso fue entregarle el volante a papá, dejarle el auto robado y alejarme tranquilamente del peligro.

– Te querés ir. Es lógico. Vas a dejarme solo -dijo mi padre, mientras detenía el auto, adivinándome como siempre, con tan amarga seguridad que no pude evitar llevarle la contra.

– Eso es lo que harías vos en mi lugar.

Mi padre me miró con una enorme sonrisa. No pude -no quise- decidir si lo que trataba de transmitirme en esa exhibición de su hermosa dentadura postiza era agradecimiento, ironía o afecto.

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