Uno

Si se mira durante un tiempo un cuadrado rojo y después se fija la vista sobre un papel en blanco, se ve un cuadrado verde. Así, como un efecto óptico, como una mancha de sol en la retina que baila, brillante y molesta, delante de los ojos, veía yo, constantemente, en colores que cambiaban del negativo al positivo, la foto en colores del tumor que obstruía el intestino de mi padre.

Estaba cansado. Había dormido poco. Nunca fue fácil el sueño para mí, siempre tuve que engañarlo, seducirlo para que se me entregara. Pero en los últimos años, el sueño se convirtió en un lujo inesperado que trato de gozar cuando se presenta, sin pretensiones de horario o de lugar, como a una amante casada.

Me sentía mal. La visita de mi padre, su presencia breve y brutal, me había dejado sin fuerzas.

Si hubieras estado conmigo, te habría mostrado la foto. Hubieras apartado la vista con asco, con reproche: pero no estás y yo necesito compartirla aunque sea con tu recuerdo malhumorado.

Era una foto obscena, de intención claramente pornográfica: ninguna insinuación, ningún intento de expresión artística, la máxima crudeza. Había sido tomada mediante una pequeña cámara al extremo de un tubo largo y flexible, en una rectoscopia. Mostraba una mucosa rosada y húmeda que parecía el interior deforme, impensable, de un sexo de mujer. El tumor era negro, con los bordes deshilachados. No había transición, no había un oscurecimiento progresivo que llevara a ese abrupto cambio de color. Al contrario, un reborde violentamente rojo, como el que podría haber hecho un chico con un marcador para separar claramente la figura del fondo, delineaba sus límites -se hacía necesario recordar que esa enérgica frontera no servía para detener su avance- y era el único elemento en la fotografía que hacía pensar en el dolor.

Prendí el televisor para sumergirme en un mundo brillante que transformara la imagen fija en mi retina en un baile de luces y sombras. Ésa es la teoría: un clavo saca otro clavo, una imagen se borra con otra imagen, una mujer se olvida con otra mujer.

Con el control remoto en la mano, cerré los ojos para elegir al azar y me propuse quedarme allí donde el azar me lo marcara. No quería dejarme llevar por esa impaciencia loca que nos hace cambiar de un canal al otro en busca de algo imposible y maravilloso, algo que no existe, algo tan improbable como la Fuente de la Juventud, o la Ciudad del Oro, en busca del entretenimiento supremo, el Nirvana, la pérdida del yo, búsqueda sin ilusiones que nos hace apagar el aparato convencidos de que no hay nada, absolutamente nada entre los cientos de posibilidades que se nos ofrecen, que merezca el esfuerzo de nuestra atención, de nuestra intención.

Si en lugar de someterme voluntariamente al azar hubiera decidido elegir, me habría quedado mirando las entrevistas de Sandy Bell, ese travestí ingenioso que tomó su nombre de un dibujo animado y que a veces logra interesarme. Pero el azar me destinó el programa semanal del presidente. Fue una distracción y un alivio.

El pobre hombre, su gabinete, la gente de su partido, se esforzaban por atraer la volátil atención de los espectadores y votantes combinando periodismo inteligente con números musicales y habilidades de comediantes. Por supuesto, era sobre todo propaganda política, pero la producción no era mala. Como cierre del ciclo aparecía esa imagen que estamos acostumbrados a ver en tantos comerciales, el presidente en una demostración de equilibrio que al principio parece precario pero se va mostrando firme a medida que logra superar obstáculos y situaciones difíciles.

Aunque a vos y a mí y a muchos otros esas demostraciones casi circenses nos resulten ridículas, la gente común quiere a sus representantes también por eso, por su esfuerzo personal por divertirlos, por hacerles olvidar por un rato la pobreza, la falta de trabajo, la monotonía. Nuestros políticos se hacen cargo en forma directa, con su cuerpo mismo, de la felicidad del pueblo, y el pueblo responde con votos y con amor. Ya todos sabemos, hasta los marginales y los locos, que no son nuestros gobernantes los que nos gobiernan. El presidente parecía agotado debajo del maquillaje denso, con esa expresión extraña de los nuevos viejos a la que nos hemos habituado después de tantos años de cirugías. Otra vez se insinuaban sus típicas bolsas debajo de los ojos enrojecidos; en la barbilla tenía un grano desagradable que la base y el polvo no habían alcanzado a disimular. Era una pena que entregara su cara a profesionales de segunda línea. Me imaginé trabajando sobre esos rasgos: podría haberlo hecho tanto mejor. El maquillador no había considerado los cambios de iluminación en cada secuencia.

Miraba ese programa absurdo con la vaga esperanza de que lo estuvieras viendo en alguna parte del mundo, por curiosidad o por nostalgia, al mismo tiempo que yo. Ahora que no importa desde hace tanto, puedo decirte hasta qué punto estás siempre en lo que hago o en lo que decido no hacer. Te gustaba mucho mirar televisión y supongo que todavía te gusta, que seguís viajando durante horas por los canales, buscando el Elixir Mágico mientras disfrutas, aunque lo niegues, de la búsqueda. Si yo hiciera lo mismo, si saltara al azar subiendo y bajando la numeración de los canales, podríamos no encontrarnos nunca. En cambio al quedarme así, en un programa cualquiera, tengo la casi certeza de que tus ojos van a pasar tarde o temprano por el mismo lugar en el que están los míos, casi como si estuviéramos juntos, casi como si nuestras miradas se tocaran.

Mi padre me dejó la foto sobre la mesa de metal. ¿Olvidada? En otras épocas hubiera hecho varias copias para repartir entre sus conocidos. Ahora, mostrarse muy enfermo es peligroso. De todos modos ya no tiene muchos conocidos. Cuando se persiste en vivir más allá de ciertas fronteras, no suelen quedar amigos con los que celebrar el triunfo.

Me sorprendió escuchar su voz del otro lado de la puerta. Sale poco. Mi madre no sale nunca, casi no ha dejado su departamento en los últimos años. Deberían estar desde hace tiempo en una Casa, pero una combinación de salud, prudencia y dinero les ha permitido sostener su relativa libertad. Ya se sabe cómo son las cosas: si ves a un anciano que excede la edad de la independencia caminando en un centro de compras -y a pesar de la tintura, de las operaciones, se los adivina en la inclinación del cuerpo, en el movimiento de las rodillas, suelen tener el esqueleto tanto más viejo que la piel- podes asegurar que se trata de un anciano poderoso o por lo menos muy rico.

En mi desesperación por compartir con vos todo lo que no nos era posible compartir, te hablé muchas veces de mi padre. Vos me oías sin escucharme, sin impaciencia sin embargo, y nunca conseguí adivinar si te aburrías. En cambio yo me precipitaba sobre cada resto, cada vaga palabra tuya que pudiera darme más información sobre tu vida, tus gustos, tu historia. Saber, por ejemplo, que siempre, desde muy joven, habías odiado el color verde, fue un dato abrumador. Cada vez que elegía un regalo para vos nuestro secreto me obligaba a reflexionar sobre tu personalidad: mis regalos clandestinos tenían que hacerse pasar por elecciones tuyas. Era fácil regalarte libros, discos, copias en video de clásicos del cine o de esas películas viejas y malas que por algún motivo recordábamos los dos y que yo sabía cómo conseguir. Pero a veces necesitaba hacerte un regalo que me llevara más cerca de tu cuerpo. Me decidía, entonces, por un echarpe, un cinturón, una camisa de seda de cualquier color, deseando que apreciaras con cuánta intensidad me cuidaba del verde.

Te hablé muchas veces de mi padre, pero las palabras imponen límites. Hay que haber participado -por error o por interés- en los juegos que mi padre propone, y en los que sólo gana él, para entender ciertas estructuras de la realidad que el lenguaje no puede imitar. Te hablé demasiado: era lógico que su poder sobre mí aguzara tu curiosidad. Descansando con tu cabeza sobre mi hombro y una media sonrisa distraída, me escuchabas mucho más y mucho mejor de lo que nunca me atreví a desear.

Le abrí la puerta y entró, siempre tanto más alto que yo aunque ahora le llevo casi una cabeza. Se había hecho traer por un taxista, un muchacho joven y discreto que suele trabajar para él y para otros ancianos con dinero. Con inteligente disimulo, apoyándose torpemente uno en el otro, lo había ayudado a subir los tres escalones de la entrada y abordar el ascensor.

Cuando lo vi caminar moviéndose como un muñeco metálico con las bisagras oxidadas, como el Leñador de Lata del Mago de Oz, pensé en mi propia artrosis -tengo dolores en las manos y en las rodillas- y me pregunté -pero ya sabía la respuesta – si me iba a animar a pegarme un tiro antes de quedar totalmente impedido. Esas decisiones fundamentales que uno va dejando para mañana hasta que un día él índice anquilosado ya no tiene bastante fuerza para doblarse sobre el gatillo. Siempre quedan los pisos altos, volar es una de mis viejas fantasías.

Se apoyaba en el bastón. Una parte de su cuerpo dominaba a las demás, obligándolo a inclinarse y apretar el bastón con fuerza, con las dos manos, contra el suelo. El dolor no venía de las piernas sino del vientre. Por momentos se doblaba en dos.

– Hijo mío querido -dijo mi padre, y como siempre, mentía-. Sé que tenes problemas de plata.

Eso era verdad.

Pero a esa altura ya me había dado la foto, es decir, ya había establecido con claridad cuál de los dos tenía más problemas que el otro, porque hasta en eso, hasta en el monto de desdicha quiso siempre ganar mi padre, exactamente igual que en todo lo demás. Me sentí desgarrado entre la brutal realidad de su dolor y la forma en que trataba de extorsionarme con él.

El tumor obstruía casi toda la luz del intestino. Hasta ahora había seguido adelante con enemas, pero no podría resistir mucho tiempo más.

Jadeando entre frase y frase, interrumpiéndose para tomar aliento, mi padre siguió hablando, preocupándose por mí.

– Sos mi hijo, soy tu padre, hay que olvidarse de otras historias que pasaron y se fueron. Queda lo único importante -me dijo-. Quiero ayudarte.

Sacó un paquete con diez mil dólares contados y fajados por la máquina del banco, anunció la cantidad y lo puso sobre la mesa.

– Esta plata es para vos. No digo que es un regalo porque tenes orgullo y también para que tu hermana no piense que alguna cosa le estoy quitando.

Yo había estado a punto de rechazarlo, a pesar del sudor con el que su cara se cubría en cada espasmo, pero ahora me detuve.

– No es un regalo -repitió-. Es un préstamo en dólares al veinte por ciento anual, la primera cuota me la cobro por adelantado, por favor, contá todo y dame dos mil ahora.

Estaba tan sorprendido que sólo pude obedecer. Conté dos mil dólares, los separé del fajo de billetes y se los entregué.

– Tenes que pagarme -siguió mi padre- dos mil dólares por año, que me vas a dar cada vez el día de mi cumpleaños. Dentro de diez años me devolvés el capital, o sea los diez mil. Y si me muero antes, hijito querido, queda saldada la deuda.

Como no sabía si darle las gracias o mandarlo a la mierda, tomé el dinero y me lo guardé.

Cuando se fue, descubrí que me sentía más conmovido que enojado. Era un juego más, otra vez se trataba de ganar o perder, mi padre había hecho una apuesta de diez mil dólares contra la muerte. Y esta vez no le habían dado tiempo de cargar los dados.

Conté otra vez el dinero. Eran ocho mil.

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