Tengo que vivir como si todo esto no estuviera sucediendo. Mientras papá no esté en condiciones de caminar, no tiene sentido sacarlo de la Casa. Estoy tratando de olvidarme de que existe, aunque sea por un rato.
Eso es lo que hice inútilmente toda mi vida, me dirás, tratar de olvidar la existencia de mi padre como olvidamos los humanos la existencia de la muerte, para poder seguir adelante como si fuéramos eternos. No te burles de mí. Me basta con la sonrisa burlona, despectiva, de mi padre, sobreimpresa en tu recuerdo.
Olvidando, o tratando de olvidar, entonces, dediqué los últimos días a cuestiones de trabajo. Me comuniqué con algunos de los nuevos clientes recomendados por Goransky, que necesitaban ayuda para lucirse en la Fiesta del Polo, de la que se empieza a hablar ya en ciertos círculos. Por razones profesionales pero también personales, asistí al velorio del compañero de Romaris. Quería proteger a mi efímera obra durante su exhibición.
Romaris era por el momento la nueva víctima de la pesada bondad de mi amiga Margot. Por favor, que nadie lo sepa, me había pedido él, cuando se aseguró de que no estaba celoso ni le guardaba rencor, refiriéndose a su inesperada relación con Margot.
No se lo cuentes a nadie, dice la gente, involucrando en ese Nadie a los conocidos comunes. Pero yo no había conocido de este hombre más que su cara verdosa a la luz fluorescente del ascensor. ¿Acaso teníamos algún Nadie común a quien yo pudiera contárselo? No se lo cuentes a nadie, me había pedido Romaris, y sin embargo allí estaba, el día del velorio, jadeando de auténtico dolor y al mismo tiempo luciendo jactanciosamente a Margot ante el asombro y la admiración de sus amigos.
El velorio fue digno y modesto, en nada semejante a una fiesta. Alguna vez trabajé como maquillador para una fiesta gay y tenía la fantasía de que esto se le iba a parecer. Los heterosexuales nos asomamos con una curiosidad maligna, voyerista, a ese mundo del que conocemos poco, del que tenemos, sobre todo, una idea teórica y, en el mejor de los casos, bien intencionada. Esa enorme y para muchos temible sociedad secreta, cuyos miembros no necesitan llevar distintivo ni identificación porque se reconocen mirándose a los ojos.
Mi fantasía era absurda. Un velorio es un espectáculo de entrada libre que incluye a los vecinos, el portero, los primos lejanos. Todo se realizó en un clima de extrema discreción.
La ex esposa del difunto y sus hijos estaban en buenas relaciones con Romaris. Al llegar lo abrazaron con afecto. Sus padres, ya casi en ese límite peligroso de edad en el que no conviene mostrarse más de lo imprescindible, habían venido sin embargo a acompañarlo.
El gasto más importante era el ataúd de sándalo y caoba, con manijas bañadas en oro, y la comida, de una calidad exquisita. El local era uno de esos salones intermedios que se alquilan tanto para velorios como para fiestas. Estaba decorado con flores naturales.
Había mucha gente que se iba agrupando en círculos: los parientes, los amigos, las relaciones de trabajo. Ciertas caras me resultaban vagamente familiares. Por habérmelos cruzado en la entrada o en el ascensor, conocía de vista a algunos amigos de la pareja. Saludé también a varios vecinos del edificio. Para mi sorpresa, cerca de media noche llegó Sandy Bell, el famoso travestí de la tele, a quien nunca nadie había visto en ropas de varón. Usaba un vestido negro, tranquilo y elegante. Gracias a los tratamientos con hormonas y los agregados quirúrgicos, sólo la altura y la forma de los huesos hacían pensar en un hombre. Aunque ni siquiera en el teatro Sandy Bell se había exhibido desnudo -jugaba a mostrar y ocultar su cuerpo con un anticuado pudor femenino-, no se olvidaba de aclarar en todos los reportajes que la cirugía le había agregado ciertos dones artificiales sin quitarle ninguno de los que poseía por naturaleza. Sandy Bell era una persona inteligente y su programa de juegos y entrevistas me gustaba. Me sorprendió encontrarla -¿encontrarlo?- en persona. No me lo imaginaba formando parte del círculo de amigos de nuestros ceremoniosos vecinos de abajo, siempre con sus trajes de funcionarios.
Aquella noche, en casa, después de bajar el volumen de la música, me había retirado discretamente para permitir que Romaris y Margot tuvieran tiempo de tranquilizarse, vestirse y retirarse sin escándalo. Desde entonces había conversado muchas veces con Alberto, pero en cambio no había vuelto a ver a Margot ni había hablado con ella. Sabía que nos íbamos a encontrar en la ceremonia, Margot no se perdería un velorio por nada del mundo.
En ese momento se me acercó con la enorme dignidad que confiere el luto, incluso cuando sólo se trata de compartir el luto ajeno. Vestida en delicados tonos de gris, procuraba, muy correctamente, llamar la atención lo menos posible. No se acercaba a Romaris a menos que él la llamara. Lo cierto es que él la llamaba con alguna frecuencia.
– ¿Cómo están tus padres? -me preguntó.
Para obtener una mirada de preocupación compasiva sólo tuvo que reacomodar la postura de un par de rasgos en su compuesta expresión de acompañante de hombre en pena.
– Cosas mías -le contesté, con enorme fastidio.
– Ya sé que son cosas tuyas: por eso me interesan.
Vos que me conoces tan bien (¿o tan mal como yo te conozco a vos?) Siempre tuve la sensación de ser transparente a tus ojos tan brillantes para atravesarme, tan opacos para dejarme entrar, vos que me conoces, digo, ¿te parece que su truco pudo haber dado resultado, después de todo? Si no era una vaga comezón de celos, si no era aunque sea una piedrecita incómoda en algún punto sensible de mi amor propio, ¿de dónde me venían esas repentinas ganas de violencia, ese intenso deseo de darle un bofetón por estúpida, por infeliz, por estar sobreactuando el ridículo papel de la mujer del viudo de otro hombre?
Romaris sufría un nuevo acceso de dolor cada vez que entraba un grupo de personas, como si cada cara, cada mirada, le trajera otra época, otro ángulo del hombre con el que había convivido. Cuidando su discreto protagonismo, Margot echaba ojeadas a la entrada mientras hablaba conmigo.
Me fui de allí con una sensación de confusión. ¿Quién era yo, qué quería, qué sentía? ¿Qué derribó tu ausencia, qué dejó en pie entre mis posibilidades de sensación o sentimiento? Qué tentación la de entregarme al tango, decidir de una vez para siempre que la vida es una herida absurda.
Tenía unas desesperadas ganas de caminar por la ciudad, por la verdadera ciudad, no por un centro de compras, no por un seguro y previsible caminódromo. Pasé por casa a buscar mi pistola. No me importaba mucho si me serviría para defenderme o no: en ese momento la deseaba de una manera rara.
En el cielo nocturno, que la contaminación pintaba de un vago tono rojizo, había estrellas. Líquidas luces de cuarzo titilando en la gigantesca pantalla del universo. Fui eligiendo las calles más seguras, yendo siempre hacia el centro. De día, en la zona bancaria, se puede caminar entre la multitud sin graves problemas; los punguistas, arrebatadores y ladrones profesionales se cuidan de no hacer daño. De noche, en la zona que rodea a la Casa de Gobierno hay mucha vigilancia y pocos delitos.
Opté por una de las posibilidades más seguras de caminar al aire libre: unirme a la Marcha de las Madres. Vos y yo y tantos otros queríamos y admirábamos a las Madres de Plaza de Mayo. Te provocaría horror ver lo que este mundo ha hecho de su orgullosa resistencia.
Sus marchas de los jueves, en Plaza de Mayo, se convirtieron en un símbolo internacional de lucha por la justicia y por la libertad. Tuvieron tanto éxito que se convirtieron en una especie de punto de peregrinación para esa fauna generosa, culposa, colmada de buenas intenciones que suelen producir los países ricos. Con el tiempo llegaron a ser una atracción turística más, como Bariloche, o las Cataratas del Iguazú. Las agencias de turismo se encargaron de reemplazar con extras a las Madres que iban muriendo de enfermedad o vejez. Las marchas se volvieron cotidianas, permanentes, se incluyeron en los tours diurnos y en los de Buenos Aires at night, para que pudieran aprovecharlas incluso los turistas que pasaban poco tiempo en la ciudad.
La Plaza de Mayo está siempre flanqueada por ómnibus de compañías de turismo. Me sumé a una columna de neocelandeses que habían traído ilusionados sus pañuelos blancos para participar en el desfile. Los destellos de los flashes nocturnos perforaban la iluminación difusa, lechosa de la Plaza.
Respiré profundamente. Era tan agradable caminar al aire libre. En mi bolsillo, mi mano empuñaba el arma con una naturalidad inesperada. De pronto estaba aprendiendo a comprender un fenómeno que siempre había sido un misterio para mí: el de los locos asesinos que entran de golpe a un restorán o una escuela con una ametralladora en la mano, el de los que se sitúan en una terraza cómoda para matar a desconocidos con sus armas de mira telescópica. De pronto sentí la pistola como la continuación más lógica posible de mi propio brazo y supe que si disparaba contra la columna de turistas sentiría la descarga precisamente así: como una descarga natural, con un alivio sólo comparable al que produce orinar largamente, con fuerza, después de haber retenido durante mucho tiempo el líquido en la vejiga hinchada.