Mi padre huele a mierda. Entre los olores medicinales y antisépticos, jabonosos, de la sala de Terapia Intensiva, es posible percibir un débil rastro que se va acentuando al acercarse a su cama. Sobre el vientre agujereado, una bolsa de plástico recoge sus excrementos semilíquidos, escasos, de bordes desflecados y de color amarillento. Un tajo horrendo, carnicero, le une el vientre con el ano, ahora inútil.
La operación fue un éxito.
El cirujano estaba de buen humor y nos permitió verlo antes de que ingresara a la sala de Terapia Intensiva: papá estaba despierto, curiosamente lúcido.
– Esta vez te creíste que sonaba -me dijo con increíble alegría. Pálido, despeinado, con cara de cadáver y una voz de campanas al viento.- ¡Falta para que te libres del viejito!
La felicidad le había amainado al día siguiente, en la Sala. No hay soledad como la de Terapia Intensiva. Me dejaron pasar con mi madre. Ella se le acercó con una expresión de extraordinaria dulzura.
– Mi frutilla, mi joya, mi diamante -le dijo, esquivando tubos y cables para besarlo en la cara-. Nunca te olvides de que yo te quiero tanto, tanto.
Papá dio vuelta la cara.
– Sácamela de encima.
Casi a la fuerza conseguí apartar de la cama a mi madre, que se echó a llorar.
– ¿Dónde está el hombre que yo quiero? En esa cama hay un viejo asqueroso con feo olor. No me van a engañar, yo lo conozco bien a mi marido: es un muchacho buen mozo que hace chistes.
– Mamita -le acaricié el pelo reluciente de tan blanco-. Míralo. Recién le estabas hablando. Es mi padre.
Mamá me miró severamente, como alguien a quien en un momento de grave dolor se le hace una broma estúpida.
– Tu papá. Y qué. Si un viejo asqueroso es tu papá no quiere decir que también sea mi marido.
Otra vez empezaron a desbordar lágrimas de sus ojos velados por las cataratas, formando charquitos en los diques de las arrugas.
– Alguien me robó a mi hombre. Yo lo voy a encontrar. Hoy abrí el ropero y me tranquilicé porque dejó toda la ropa: entonces piensa volver.
Ella tenía razón. ¿Por qué tenía que creer que ese viejo destrozado era su marido? ¿Acaso esa pobre vieja demente era la madre joven y linda de la que yo estaba tan orgulloso en la escuela? Locura es la lógica estúpida de la vigilia que insiste en que la identidad se sostiene a lo largo del tiempo y las desdichas. Como si yo, sin vos, fuera la misma persona.
Cuando llegó el momento de irnos entendí por qué mi hermana se había negado a entrar. Mientras le acariciaba la frente para despedirme, papá empezó a rogar que no me fuera, que lo acompañara, que no lo dejara solo otra vez. Al mismo tiempo, sin que yo me diera cuenta, enganchó uno de sus dedos artrósicos en el ojal de mi saco. Cuando quise enderezarme estaba atrapado. Agradecí la crueldad de la Sala de Terapia que me obligaba a dejarlo. Una enfermera me ayudó a desprenderme.
Mi hermana en cambio nunca pudo desprenderse de ese gancho que la tenía sujeta desde su nacimiento. Cora había venido a llenar el espacio que se ahondaba entre mis padres y su destino fue enredarse con papá en una madeja de amor y odio que terminó por absorber toda su energía vital. Nunca pudo irse de la casa, nunca pudo inventarse una historia distinta de la que habían planeado para ella, esa vida estéril que al mismo tiempo le reprochaban, refregándole su fracaso.
Papá usó todos sus recursos para ejercer control y poder sobre nosotros: nos atormentaba con la culpa, nos penalizaba con el castigo, usaba el poder de su fuerza física cuando éramos chicos y el de su dinero cuando fuimos grandes. Era capaz de aunar el dominio del torturador y el de la víctima. Nos controlaba usando la mentira, la verdad, la inteligencia y el sabio conocimiento de nuestras debilidades y deseos. También nos quería: apasionadamente. Sólo para él.
Una noche, cuando mi hermana tenía quince años, llegó a casa más tarde de lo acordado. Encontró a papá tirado en el suelo, con los ojos en blanco. Se moría, quejándose con estertores de ahogado. Cora gritó horriblemente. Después supimos que mamá estaba en el dormitorio, encerrada por fuera. Yo me desperté, salté fuera de mi cuarto y traté de ayudar El corazón de papá parecía latir normalmente. Un poco de taquicardia, quizás. Estaba llamando a una ambulancia cuando su mano cortó la comunicación.
– ¿Sufriste? -le dijo a Cora, que lloraba con angustia asmática-. ¿Es triste perder a un padre? ¿Te dolió? Así me dolió a mí cuando vos no venías. ¡Así te creía muerta!
Me pregunto a veces si saberte muerta me dolería todavía más que esto, que tu deliberada ausencia, tu abandono. Creo que sí. Mi capacidad de sentir celos me ha decepcionado, esperaba otra intensidad. Debería hacerme vomitar de dolor saber que otro hombre tuvo tanto más que tu cuerpo -y también tu cuerpo-, pero solamente puedo pensar en los caminos por los que te fuiste de mí. Mientras duró nuestra relación, casi no tuve celos de tu marido. Hablabas mucho de él, hablabas bien, lo querías. Yo también lo quería como a un viejo amigo: sabía, sin conocerlo, que a pesar de todo éramos socios, que nos complementábamos. Sabía que nuestros destinos estaban atados y que si un día decidías separarte, vivir con otro, ese hombre no iba a ser yo. Así como nos necesitabas a los dos, también nos ibas a descartar al mismo tiempo. No pude prever que el tercer hombre iba a ser a tal punto imposible, destructivo, cercano, que no ibas a irte con él sino de él.
Los días de Terapia Intensiva nos dan tiempo para seguir adelante con nuestras propias vidas. Es el único lugar del hospital donde los pacientes cuentan con una atención que hace innecesaria la presencia de los parientes, al menos desde el punto de vista de la estricta necesidad física. Contra lo que podría suponerse, no hace falta mucho personal: una sola enfermera puede controlar simultáneamente varias terminales. Mientras los indicadores de las pantallas sean estables, lo que les suceda a los enfermos no tiene importancia.
En un lugar no demasiado secreto de mi corazón le deseé a papá una muerte muy dulce, y no por eso me sentí culpable.
Cora no quiere internar a nuestra madre en una Casa de Recuperación. En teoría estoy de acuerdo, en la práctica se hace difícil disimular su estado. Ayer mamá tiró por las escaleras una olla de guiso. Cualquier vecino podría denunciarla. La norma legal trajo alivio social al quitarle a la familia la responsabilidad de decidir el destino de los viejos. A los ciudadanos que cumplen con la ley, les incomoda que otros traten de pasarla por alto.
Ahora que mi padre está internado, mamá y Cora podrían comer algo mejor que esos guisos de pobre, pero ya es tarde para ellas y tienen en la casa unas absurdas reservas de porotos, arroz, polenta y otros alimentos baratos y duraderos. Cientos de cajas vacías se acumulan en los muebles de la cocina. Cora me mostró un cajón lleno de trozos de papel -los resúmenes que imprimen los cajeros automáticos- organizados en paquetes sujetos con gomitas. Mi padre se entretenía pidiendo saldos en los cajeros automáticos para usarlos del otro lado como papel borrador.
En la Sala de Terapia el régimen de visitas es muy rígido. Se permiten dos visitas de treinta minutos por día. Cuando el enfermo está despierto, media hora es nada para tanta soledad; pero cuando está consciente, puede ser demasiado para los parientes. Media hora de eternidad en un rincón del infierno. Cora sigue negándose a entrar a la Sala con distintas excusas. En cambio Margot insiste pesadamente en acompañarme. Asistirme en esta situación de desvalimiento le permite toda clase de fantasías de futuro- si la necesito lo suficiente, ni siquiera hace falta que la ame. Una mujer agotadoramente buena, la pobre Margot. Si su capacidad de venganza se parece a su capacidad de sacrificio, debe ser atroz. Debería cuidarme de su generosidad, pero me resulta demasiado cómoda.
Esta mañana Margot y yo entramos juntos. Papá dormía o estaba inconsciente. No nos daban muchas explicaciones. A su derecha, en otra cama, había un hombre joven con la cara deformada por golpes y heridas. De pronto empezó a respirar pesadamente, con un sonido ronco y fuerte. Como si hubiera brotado del suelo de mosaicos, apareció un hombre con su cámara de video y comenzó a grabarlo. La enfermera dejó la revista de fotos que estaba hojeando y se paró para echarlo sin apuro, casi dándole tiempo a que terminara su tarea.
Aproveché el incidente para salir sin llamar la atención. Margot se quedó un poco más. En esta media y larga hora los parientes de los internados -somos pocos, la mayoría de los enfermos están solos- nos miramos unos a otros controlándonos para asegurarnos de que nadie escape antes de tiempo a su cuota de asco y espanto.
El hombre de la cámara no había ido lejos. Estaba allí, en la sala de espera, listo para responder a alguna señal seguramente convenida con la enfermera Conversamos sin esperanzas de matar el tiempo distrayéndolo apenas para que pase y se vaya. Se quejaba de su trabajo. Los cámara freelance no tienen sueldo y son miles en la ciudad, una plaga, todos en competencia entre ellos y con los aficionados, tratando de atrapar esas imágenes-verdad que han desplazado casi totalmente a la ficción. En cada Sala de Terapia Intensiva hay alguno, y el arreglo que hacen con las enfermeras no es sólo para que les permitan permanecer al acecho, sino, sobre todo, para que no dejen entrar a otros en su territorio. Éste era un auténtico admirador del viejo Hollywood y consideraba su trabajo como un mal inevitable.
– No entiendo por qué la gente no quiere ver más muertes de película. La muerte de verdad es aburrida, estúpida -protestaba el hombre-. Entran en coma profundo, dejan de respirar, eso es todo. Es muy rara la oportunidad de grabar una agonía.
Margot terminó de cumplir con mi cuota de Sala. La esperé en la puerta del hospital, en el refugio para protegerse de los mendigos. Vino a casa conmigo. Tendrías que verla: sin ser joven, es algo más que linda. Tiene una gracia natural en sus movimientos, un porte que no se pierde con los años. Margot me hace pensar en un venado: una gacela que ha pasado ya la edad de procrear sin perder la humedad conmovedora de sus ojos, la torpeza graciosa de sus patas demasiado largas y sobre todo esa sensación casi física de timidez: como si estuviera dispuesta a escapar -a correr o a refugiarse en sí misma- en cualquier momento. Hice lo que había que hacer prolijamente, desvistiéndola despacio, espectador distante de su placer.
Si hubiera podido comportarme con vos así, con sabiduría, con esa distancia, ¿no te hubiera tenido, como la tengo a Margot, mucho más enamorada de lo que a un hombre le es dado aceptar sin fastidio? ¿Fue solamente mi pasión lo que te hacía diferente? Sin embargo a veces pienso que Margot me odia, que sólo está esperando la oportunidad adecuada para devolverme tanta indiferente gentileza.
– Tu papá se muere. Para mí, esta noche. Está muy viejo, no le va a dar el corazón -me dijo después Margot, creyendo que me daba una buena noticia, mientras jugaba a fumar en uno de esos tubitos de plástico rellenos de no sé qué sustancia capaz de emitir un vapor suave con cada aspiración.
Ella esperaba de mí un suspiro, una señal que expresara pena y alivio al mismo tiempo, pero no pude: de golpe la muerte se me hizo presente en toda su miseria, me sopló eternidad en la oreja. Estaba recostado sobre el almohadón grande, el que más te gustaba. Miré hacia abajo y luché contra la presbicia para enfocar el pelo que me blanquea el pecho, tanto más canoso que el de la cabeza o la barba. Estoy demasiado cerca de la vejez como para pensar en la muerte -en cualquier muerte- sólo con alivio.
Tengo miedo.