Nadie puede humillarte como tus padres. Nadie más en el mundo tiene ese gigantesco poder: el mismo que tenemos sobre nuestros hijos. Vos no tenes hijos -no los tenías cuando te fuiste ni me interesa imaginar tu vida más allá de ese momento-, pero tuviste padres: me entendés.
Nadie como tus padres puede exhibir en público tus miedos más secretos cuando sos chico. Nadie como ellos puede recordarte después, en tu vida de adulto, las promesas de tu infancia, los ideales que empuñaste en la adolescencia.
Nadie como tus padres para conocer tus puntos flacos.
Mis puntos flacos son mis piernas. Muy flacos. "Piernas escuálidas", explicaba el pediatra: un rasgo genético que según él era posible modificar a fuerza de bicicleta. "Para que se desarrollen los músculos" insistía. Así, cuando cierro los ojos, aquello que sube primero hasta mí desde lo hondo de mi infancia no es el sabor de una medialuna mojada en café con leche, no es el olor a algas del verano: es el pedaleo. Una sensación de pedaleo que me hormiguea en la planta de los pies y me sube por todo el cuerpo y me hace inclinarme un poco sobre el manubrio de la bici, lo suficiente como para cortar el viento que ya me está revolviendo el pelo, amistoso, sin la pesada superioridad de las manos de los adultos.
No sólo fui chico alguna vez: también tuve pelo, aunque vos nunca lo llegaras a conocer. Con pelo en la cabeza y una bicicleta entre las piernas, fui un centauro con ruedas que hacían mi felicidad y desdicha, porque los músculos de mis piernas se fortalecieron mucho, pero las pantorrillas y los muslos siguieron tan extrañamente flacos como al principio, como siempre, como ahora. Como dejaban entrever, asomando de la ancha botamanga de sus pantalones, los finísimos tobillos del Superhombre de Alfred Jarry. En la adolescencia descubrí y amé el surrealismo por esos tobillos tan parecidos a los míos. Todavía me da vergüenza sacarme los pantalones por primera vez delante de una mujer.
Por supuesto, ésa era una de las formas de humillación preferidas -por simple, por cercana, por fácil de justificar ante los demás- a las que me sometía mi padre.
– ¿Qué haces con pantalones largos, hijo? Sácatelos de una vez, estamos en la playa.
O en la pileta, o en el club, o en el río o en cualquier otro lugar donde, hablando con voz suficientemente alta, fuera posible convocar las miradas de la gente que nos rodeaba, de las mujeres sobre todo. Gente adulta que lamentaba, solidaria, los problemas de ese vecino tan simpático, tan buen mozo, con su hijo flaco, tozudo, aburrido, ese chico que no parecía interesarse en otra cosa que en su bicicleta y que se negaba o por lo menos se resistía a realizar una de las acciones más lógicas de la tierra: sacarse los pantalones en la playa. Mostrar las piernas.
Llegué a la casa de mi padre una hora después de su llamada urgente sintiendo que me lo merecía todo, hasta el pasado. Abrió la puerta él mismo. Se sentía mejor. Entré pensando que iba a exigirme que mostrara mis piernas, tan flacas y tristes como siempre. Sin embargo se limitó a mirarme en silencio unos segundos. Después me señaló a mi madre y al médico con un movimiento de los ojos.
– Les presento a mi hijo -dijo, como si los otros no me conocieran.
Y era así, exactamente igual: como si me estuviera diciendo sacate los pantalones infeliz.
Mi hermana Cora no estaba. Víctima y parásito de mi padre, disfruta al mismo tiempo de los privilegios de los chicos y los derechos de los adultos: vive en la casa de mis padres pero nunca está con ellos cuando se la necesita. Hablé con el médico secreto. Había llegado al límite de lo que podía hacer sin infraestructura. El tumor tapaba casi toda la luz del recto. Vaya a saber por qué los médicos llaman luz a todo agujero, por oscuro y maloliente que sea. Ahora recomendaba la internación.
La decisión no era fácil. Si se operaba, tenía pocas esperanzas de sobrevivir. Era improbable que un hombre de esa edad lograra resistir una operación tan feroz: había que cortar un trozo de intestino y hacer un ano contra natura. Un agujero en la panza por donde brotaría la mierda mansamente, empujada por los movimientos peristálticos. Si el trozo que amputaban no era largo, si todo salía mejor de lo esperable, una nueva operación, que ahora se hacía no muy lejos de la primera, volvería a unir los dos extremos de tripa que quedaban sueltos y mi padre recuperaría su esfínter. Pero el postoperatorio sería muy largo, estaría impedido durante mucho tiempo, y una vez en el hospital nadie podría evitar que lo mandaran a una Casa.
En las Casas de Recuperación se vive mucho, pero nadie se recupera lo bastante como para volver a salir.
La otra posibilidad que se le presentaba a mi padre era morir reventado en sus propias heces. Descartada la operación, dejar que la obstrucción avanzara hinchando los intestinos de restos alimenticios mal digeridos, cada vez peor digeridos, mezclados con sus células epiteliales, hasta que la materia acumulada y fermentada llegara al estómago produciendo vómitos fecaloides, hasta que piadosamente reventara, por la presión de los gases, alguna zona más débil en la pared de los intestinos, para entonces tapizados de llagas, y la materia derramada en la cavidad produjera una peritonitis bienhechora, final.
Había que elegir entre la operación -y por lo tanto la Casa -, o reventar, o el suicidio.
El médico secreto fingía confortar a mi madre. No es raro que estos personajes trabajen también para las Casas de Recuperación. Lo que cobran en oro no es solamente la atención médica sino sobre todo el silencio, la gentileza de callarse la denuncia de enfermedad o impedimento.
Mamá tenía la mirada opaca, indiferente. Ella siempre vivió un poco así, como envuelta por una nube que le velaba los sentidos, los sentimientos -sobre todo el placer y la alegría-, pero también los colores y parte de la realidad. Me asombraba, sin embargo, no verla retorcerse las manos con desesperación, no entregarse al dolor, la única sensación que la mantenía lúcida. En ese momento no me di cuenta de lo que estaba pasando. Cora tendría que haberme avisado.
Casas de Recuperación. Un nombre lógico. El vocabulario políticamente correcto se expande por el mundo, desterrando del lenguaje las verdades crueles para reemplazarlas por sinónimos más tolerables para la sensibilidad humanitaria. ¿Por qué decir lo que se puede insinuar? Todavía puedo recordar una época en que se los llamaba asilos, y después geriátricos y residencias de ancianos o simplemente residencias, y claro que no eran exactamente lo mismo que las Casas: no eran obligatorios.
El de las Casas es un mundo dentro del mundo, un sector de la vida que nadie conoce a fondo hasta que no le toca entrar en él, así como nosotros fuimos descubriendo juntos el breve universo de los amores secretos.
Mi padre tenía la cara deformada por un espasmo de dolor. Las contracciones intestinales actuaban sobre el sistema del nervio vago produciéndole, además del dolor, sudoración fría, náuseas y lipotimia. Iba a elegir el suicidio, por supuesto. Lo habíamos conversado muchas veces. Ahora vendría el regateo con el médico secreto, cuánto por una muerte breve y feliz, cuánto por otra un poquito más larga, o menos indolora, y si no le convendría al fin tirarse de la terraza y morirse gratis: para dejarla en mejor situación a tu madre, me diría. No quería oírlo, no estaba dispuesto a soportarlo.
Eran las cuatro de la madrugada, en el aire pesado el sudor ajeno parecía condensarse para colarse en mis pulmones y de tanto en tanto el ruido de algún auto, allá abajo, se recortaba en el silencio. Había sido difícil para mis padres mantenerse independientes y libres en un piso tan alto, con tan frecuentes cortes de luz. Pero los viejos y los gatos no quieren abandonar su territorio.
– No vas a operarte -dije, para empezar una conversación que la piedad postergaba más de lo necesario. Lo dije así, sin signos de interrogación, me parecía tan evidente.
– Estás apurado porque tu padre se muera: mejor sentate que falta mucho -intervino mamá, por primera vez.
La ignoré esta vez como siempre la ignoraba él. Papá no me contestó enseguida. Miró la vitrina llena de los más diversos objetos pequeños que habían acumulado en los viajes, apoyó las dos manos sobre la mesa de madera protegida por un vidrio y por un paño que protegía el vidrio y por un plástico para que el paño no se ensuciara. Apoyó las dos manos y se paró. Repentinamente liviana, desbalanceada, la silla se fue para atrás. El médico se apuró a levantarla. Hacía años que esas sillas, de respaldo demasiado pesado, habían perdido su estabilidad original. Despacio, sin mirarme, papá se fue a la cocina y volvió con un vaso de leche y un resto frío de guiso de mondongo que había encontrado en la heladera. Se sentó a comer con una cuchara.
– ¿Tenés hambre? -pregunté con admiración.
– Comer es bueno. Cené temprano, ya es madrugada. Comer es vida -dijo mi padre-. Mirate un poco vos, tan flaco. No tenes peso para pelearle al mundo.
– Su padre qué maravilla: siempre con esa admirable vitalidad -comentó el médico, como si creyera que todavía era posible en esa casa ganarse un extra, una propina.
– Si aunque sea te hubieses recibido de maestro-dijo mamá de pronto-. Tendrías un oficio. Entonces sí uno podría irse tranquilo de este mundo.
Era una observación muy extraña para hacerle a un hombre que había cruzado la línea de la mitad de la vida, que había sobrevivido la parte más importante de sus años sin necesidad de recibirse de maestro. No supe qué contestarle y seguí hablando con papá.
– ¿Te vas a dejar operar? ¿Y después a una Casa?
– Los que tienen deudas -dijo mi padre-, ésos a lo mejor querrán morirse. Para los que somos acreedores, la vida vale la pena. Yo todavía tengo mucho que cobrar.