Siete

Cuando escuché los golpes y las detonaciones hice lo que hacemos todos: me aseguré de que los mecanismos de seguridad de mi departamento estuvieran funcionando. Puse música a todo volumen para no escuchar los gritos, me encerré en el baño y abrí la ducha. Sentado en el inodoro, miserable, analicé las probabilidades matemáticas de que esos locos -los ladrones profesionales no hacen ruido- bajaran a mi departamento.

Me hubiera gustado ducharme para sacarme el olor a miedo pero desnudo me sentiría todavía más indefenso. Quería y no quería saber lo que estaba pasando en el departamento de abajo, temblaba de terror y de sucia curiosidad al mismo tiempo. Una pequeña parte de mí se alegraba de que el ataque me estuviera dando la razón: por pura mezquindad del consorcio no tenemos guardia las veinticuatro horas, como otros edificios de la zona. El personal de seguridad son los mismos ladrones, aducen los vecinos que se oponen al gasto. ¿Y no es acaso una garantía que lo sean? Ladrones, es decir, gente de familia, personas cuyos fines en la vida no son tan diferentes de los nuestros: han optado por otros medios, eso es todo. Hay un cierto respeto, hoy, en la sociedad, por un ladrón profesional, todos preferimos ser asaltados por alguien que sabe lo que quiere y cómo conseguirlo.

Antes se explicaba el vandalismo como una rabia juvenil. Un rato más tarde vi el cadáver de uno de los asaltantes. Era un anciano de barba crecida con una pierna de palo. Ya no se trata de pandillas de muchachitos drogados, hay incluso familias enteras de locos, hombres y mujeres, gente de distintas edades; a veces las bandas llevan chicos.

El departamento donde se estaba produciendo el ataque era el de los vecinos de abajo, esos dos hombres que vivían juntos desde hace años. Romaris era el apellido que aparecía en el registro de expensas y eso era lo más concreto que sabía de ellos. Llegaste a conocerlos: nos encontrábamos en el ascensor, los saludábamos apenas y sin embargo eran importantes, eran parte de nuestros pocos conocidos comunes, existían en el mínimo sector de intersección de tu historia y la mía. Jugábamos a inventarles vidas, parentescos, aventuras cada día diferentes, y todas parecían encajar con sus hábitos poco regulares. Eran dos hermanos, una pareja de amantes, dos viejos amigos, un tío con su sobrino, eran socios, empresarios textiles, hojalateros, anticuarios, equilibristas, profesores.

Cuando volvió el silencio no tuve que cerrar la ducha para darme cuenta. Era tan potente que se escuchaba por debajo del sonido de mis parlantes a todo volumen. Abrí la puerta con infinita cautela. Los demás vecinos se asomaban de a poco, como tortuga espiando desde sus caparazones.

Calculamos que la policía llegaría en la próxima media hora. Hacen lo que pueden. Como en un incendio o en un terremoto, nadie se atrevía a usar el ascensor. Con otras personas, bajé despacio por las escaleras. El cadáver del viejo, muy sucio, estaba tirado boca abajo en el pasillo. ¿Escapado de alguna Casa? Alguien lo dio vuelta con el pie. Tenía un tiro en la frente, un orificio muy pequeño, oscuro, por el que casi no salía sangre pero que dejaba asomar una sustancia espesa, de color amarronado.

La puerta del departamento estaba abierta y mostraba su interior revuelto, destrozado, obscenamente expuesto. Los vidrios rotos se mezclaban con restos de vajilla y trozos de objetos irreconocibles, zapatos, peines, el contenido del tacho de basura, libros deshojados y una asombrosa cantidad de estampillas que alguien había dejado caer como una piadosa nevada sobre el naufragio.

Los dos estaban ahí: los vecinos de abajo, nuestros amigos imaginarios. El hombre grande con la cara poceada por el acné, estaba muerto. No es que quiera ahorrarte la descripción del cadáver, no lo estoy haciendo por vos: trato de olvidarme de lo que sentí en el estómago en el momento de verlo.

El otro, el más joven, miraba el cadáver deforme, mutilado, desde la profundidad de un estupor tan grande que no parecía estar en este mundo. Tenía en la mano el arma que había usado contra los atacantes. La sostenía de un modo curioso, como si fuera peligrosa en sí misma y no por lo que era capaz de disparar como se sostiene una sartén con aceite hirviendo.

Cada uno de nosotros es el centro de su propio universo: un segundo antes de entregarme a la compasión sentí como un golpe en el pecho, que había muerto uno de mis pocos testigos. Los vecinos de abajo, aquellos que escucharon nuestros nombres, aquellos que escucharon tus gritos de perra y que sonreían imperceptiblemente -o así me hubiera gustado imaginarlo- cuando los encontrábamos en las escaleras.

Quería irme. Por suerte el mundo está colmado de seres tan solidarios que serían capaces de luchar entre sí por obtener el privilegio de ayudar al prójimo. De hecho un par de vecinas ya se estaban disputando la oportunidad de calmar los sollozos del hombre, que había dejado caer el arma y se ahogaba en un llanto seco, intolerable.

Subí a casa con una vaga sensación de náuseas y una buena excusa para no ir ese día al hospital, donde mi padre se recupera con una rapidez obscena para un hombre de su edad. Muy pronto lo van a operar otra vez, para unir los restos de sus tripas y librarlo del ano contra natura.

Hacía tiempo que pensaba comprarme un arma y supe que había llegado el momento. Cuando se tiene un arma hay que estar dispuesto a usarla, hay que estar dispuesto a matar, repiten las buenas conciencias y las conciencias prudentes. El estado en que estaba el cadáver de mi vecino -la muerte, en ese caso, era sólo un detalle- me persuadió de que también yo voy a ser capaz de usar un revólver. En el peor de los casos, contra mí mismo.

Te sorprendería todo lo que sé sobre armas. Tuve que aprender mucho para la película de Goransky, que ya pasó por todos los géneros, desde la comedia sentimental hasta el policial duro. Me sentía seguro cuando empujé la reja de acero y entré a la armería. Había escrito esta escena muchas veces.

– Una Sigma -pedí sin sonreír.

Es un lindo animal, la Sigma: una pistola corta y sensata de Smith y Wesson. Algo más de setecientos gramos, bajo retroceso, capaz de adaptarse incluso a una mano tan novata como la mía.

– ¿Calibre?

– Nueve milímetros, parabellum -dije, con un dominio de la jerga que disimulaba mi falta de experiencia.

Mientras el armero me daba explicaciones técnicas sobre las ventajas de la Sigma, su mínima reelevación después de cada tiro para que el tirador no pierda el blanco, yo miraba, distraído, hacia la calle. Un hombre y una mujer mal vestidos se acercaron a la reja que protegía el cristal blindado de la puerta. El hombre se aferró a uno de los barrotes y sin llegar a gritar, con la boca abierta en una mueca silenciosa, salió despedido y quedó tendido en mitad de la calle. La mujer escapó corriendo. Desde adentro del local, protegidos por una perfecta aislación acústica, contemplamos la extraña escena muda. Alcancé a ver una cámara de video asomada a un balcón.

– Es raro -comentó el armero-. A veces salen despedidos y a veces se quedan pegados. Con un voltaje tan alto nunca se sabe.

El hombre notó mi expresión y se apuró a darme explicaciones.

– No se preocupe: cuando viene un cliente lo desconecto. Nunca tuve problemas.

Me llevé la pistola sin atender al resto de sus comentarios, aunque acepté probarla y disparé unas cuantas veces en el pequeño polígono de la armería. Había leído tantos elogios acerca de su liviandad que el peso me tomó de sorpresa. Setecientos gramos en un artefacto pequeño y compacto es poco si uno ha tenido otras experiencias, si uno recuerda otras sensaciones con las que comparar. Para mi mano virgen de armas, el juguete pesaba bastante.

En casa la dejé en un estante para tenerla a mano. No quiero llevarla encima. Cuando matan en la calle, la víctima no alcanza a defenderse aunque lleve un arma amartillada lista para disparar. Los ataques callejeros se basan en el efecto sorpresa: se trata siempre de una acción veloz, inesperada, para la que no hay defensa. De ahí que sea tan importante la prevención, no circular a pie, usar los taxis blindados. O tener tu blindado propio, pero eso no es para todos, sólo gente como Goransky se lo puede permitir. Cada empresa se ocupa de llevar y traer a sus empleados. El escaso transporte público es sólo para los que no tienen nada que perder.

Esa noche vino Margot. Hablamos del ataque. Mi relato no la impresionó. Tenía un par de aventuras similares para retrucarme. Como dos enfermos que compiten comparando sus llagas, intercambiamos historias de asaltos y violencia.

Pero cuando se cortó la luz, Margot estaba preparando la cena y habiéndome de su hijita. Su plan de seducción incluye una propuesta de familia reforzada por la deslumbrante calidad de su cocina. Yo mismo no sé por qué el plan no produce el efecto esperado. Algo falla siempre, su estilo abrumador debe tener la culpa. De golpe, con el apagón, quedamos extrañamente iluminados por la llama azul del gas en la cocina.

Golpearon a la puerta. No me asusté, los locos no se anuncian, los ladrones profesionales no matan. Sólo para practicar, para ganar en eficiencia y velocidad, y quizás para impresionar a Margot, saqué el arma antes de abrir la puerta. Era mi vecino, el sobreviviente, el mismo al que había visto esa mañana empuñando torpemente un revólver que acababa de usar con impecable precisión.

El hombre se tambaleaba en el marco de la puerta y me miraba con ojos desenfocados. Hablaba con dificultad, como si tuviera que expulsar la voz ronca con gran esfuerzo a través de un laberinto de tubos. Sin embargo, su discurso era coherente, tranquilo, como si el horror lo hubiera afectado sólo físicamente. Se presentó: era el señor Alberto Romaris, el nombre que figuraba en la planilla de expensas.

Nos contó que había llegado a su departamento cuando los locos estaban desde hacía rato y ya casi no les quedaba qué destruir. No tenían armas de fuego y escaparon apenas empezó a disparar. Pero era tarde para salvar a su socio. Compartían un negocio de filatelia, postales y boletos en una galería céntrica. El portero del edificio le había hablado de mi oficio y quería contratarme para trabajar sobre el cadáver, que iba a necesitar algo más que maquillaje si pretendía exponerlo en un velorio.

Me dio el nombre de la empresa de pompas fúnebres donde me esperaba el muerto. Por suerte era gente con la que ya había trabajado. Hay quien se molesta de que los deudos contraten a un freelance cuando ellos tienen su propio personal que se encarga con eficiencia y mucha práctica del maquillaje y el resto de los arreglos.

Volví a recordar el aspecto del cadáver: había sentido miedo y asco cuando era solamente un vecino asesinado por los vándalos. Ahora, convertido en una imagen fotográfica en el archivo de mi memoria, me pareció casi atractivo: un interesante desafío profesional.

Romaris parecía mareado, descompuesto. Margot le ofreció compartir nuestra cena en penumbras pero no quiso. Usaba el mismo traje azul con que lo había visto esa mañana, todavía con el arma en la mano, pero ahora estaba manchado y arrugado. Me ofreció una cifra demasiado alta. Pensé que después de una noche de buen sueño se iba a arrepentir. Preferí dejar el trato para el día siguiente y quise acompañarlo hasta la puerta de su departamento, que había hecho blindar y colocar otra vez en sus goznes enseguida después del ataque.

– Ernesto lo acompaña, vaya tranquilo que se lo presto. Usted se siente mal. Tiene que dormir -le dijo Margot, con esa afectuosa solicitud que usamos para sacarnos de encima el dolor ajeno.

De golpe el hombre se dio vuelta y se aferró a mi hombro.

– Usaba ortodoncia -me dijo-. Le molestaba mucho para comer y a la noche le dolía, pero yo lo obligaba a usar el aparato. Quería que tuviera los dientes parejos.

A continuación vomitó sobre mi camisa.

Eran una pareja, después de todo, en eso no te habías equivocado. No tendría que haberlo dejado dormir en casa, pero el pobre hombre tenía miedo y yo también. Sobre todo me dio pena y prometió lavarme la camisa. Le pedí a Margot que se fuera, quería encerrarme en mi pieza y dormir.

Saqué el colchón de las visitas y lo instalé a Romaris, Alberto, en el living, con una lámpara a pilas. Le dejé el televisor, por si volvía la electricidad pero no el sueño. Pensé en usar el chip de censura para el Canal de los Suicidas pero no lo hice, un hombre adulto tiene derecho a mirar cómo se suicida el prójimo y hasta a imitarlo si se le da la gana.

Yo nunca pensé en matarme. En cambio, en momentos en que el dolor era tan fuerte que nada me importaba mucho, hice algo con lo que había fantaseado desde chico. Una madrugada bajé los seis pisos desde mi departamento descolgándome con cuidado, atado a una soga, de un balcón al otro. Al día siguiente tenía inflamadas y doloridas las articulaciones de los brazos, las palmas desolladas y un derrame cerca de la axila derecha, por un desgarro muscular que en el momento, en la pasión del riesgo y el vértigo, casi no me había dolido.

Así festejé tu partida. En la confusión de mi pena se abría paso una sensación de halago; la elección, la decisión imposible era entre ese otro hombre y yo. Tu marido ya no existía, no contaba. Siempre consideré ese descenso salvaje -sentía el viento pero no el miedo- como un acto de vida, un relámpago en la niebla que me aturdía.

Загрузка...