Ocho

Cuando volvió la luz de la mañana mi vecino seguía vivo para celebrarlo. Tomamos juntos un desayuno liviano, le prometí que ese mismo día iría a la empresa de pompas fúnebres a examinar el cadáver de su amigo y lo mandé a su casa pero no se fue.

Me rogó que lo dejara quedarse una noche más. Tenía miedo de dormir solo. Como un recuerdo ácido, mal digerido, volvió a mi mente la imagen de su departamento y de su amigo, rotos, destripados, expuestos. La cara todavía joven de Romaris, con los ojos enrojecidos y una cierta falta de control nervioso sobre la boca, tenía tal expresión de pánico que me conmovió. Me imaginé las bromas tontas que me harían algunos de mis amigos, los de Zum Zeppelin, por ejemplo, si conocieran a mi provisorio inquilino. Como no suelo permitirme la compasión -vicio de ricos- me justifiqué a mí mismo diciéndome que el señor Romaris era un cliente: no son tantos, los tengo que cuidar.

El hombre temblaba como afiebrado. Le alcancé el termómetro; tenía la temperatura muy baja. El día anterior había seguido adelante anestesiado por el golpe brutal de los acontecimientos: su compañero había muerto asesinado, él mismo había matado a un hombre. Todavía estaba en estado de shock y el leve temblor con el que se había despertado parecía aumentar a cada momento, pasaba de las manos a las muñecas y los antebrazos, llegaba con la máxima intensidad, como una ola que rompe, hasta sus hombros, que se sacudían sin control. Lo obligué a tomar un relajante muscular y lo dejé acostado en mi propia cama.

Mi trabajo no es de los que se hacen sólo por dinero. Por pura satisfacción personal pero también porque empezaba a sentir pena y afecto por Romaris, quería obtener algo más que un aspecto decente para el cadáver de su amigo. Me hubiera gustado darle al pobre hombre la sorpresa de ver a su muerto querido por última vez con una dentadura blanca y pareja. Estaba pensando en posibles soluciones para el problema de la mandíbula destrozada cuando llamó Goransky. Este hombre vive inmerso en su propio mundo de ficción, entre las imágenes de sus sueños. Sus llamadas, cuando no me irritan, me hacen bien: tienen la virtud de alejarme de toda realidad indeseable, como si estuviera recibiendo una comunicación telefónica desde el futuro, desde algún paraíso perdido o incluso desde un infierno poco temible, de utilería, cuyas llamas se pueden manipular a voluntad.

Goransky planeaba una gran fiesta para promocionar su gran película. Me habló de los dos Polos, del continente Antártico y del Ártico, de cómo reproducir la aurora boreal en un galpón cualquiera, me habló de las grandes ballenas, del krill y los esquimales y de los periodistas y los distribuidores y los dueños de salas y los políticos. Como de costumbre, estaba en estado de pasión, enamorado de su propia idea: una gran fiesta era precisamente lo que necesitaba antes de empezar a filmar. Empezamos a hablar de su disfraz y pasamos enseguida al tema de la caracterización. Quería obtener ciertos efectos especiales y no sólo me entregaría su propia cara sino la de otros invitados muy selectos, muy ricos, muy importantes: acumulaba adjetivos tratando de seducirme.

Podría haber sido una buena noticia si a esta altura no conociera tan bien a mi director. Goransky no es una persona capaz de mirarte a los ojos y decirte sin vueltas que tu trabajo como guionista se terminó, que se disipó la magia. No puede hacerlo porque no es capaz de enfrentarse al espejo, mirarse a los ojos y decirse a sí mismo que su trabajo como director se terminó, que nunca va a filmar esa película en la An tártida por más guionistas que contrate, por más tractores-trineos para desplazar las cámaras en la nieve que esté dispuesto a comprar. Entendí que me lo estaba diciendo de otro modo, no fue una sorpresa, lo esperaba. En todo caso aprecié la delicadeza de su despedida al proponerme un trabajo que incluía buenos contactos, en lugar de desaparecer sin comentarios.

Antes de pasar por la empresa de pompas fúnebres para enfrentarme con mi nuevo problema, estuve un rato con papá en el hospital.

Se está recuperando, te decía, de manera casi desagradable para una persona de su edad. Lo encontré semisentado. Tenía a un costado la bandeja con los restos del almuerzo que le había traído Cora. Mientras estuve allí se dedicó a mirar con tanto fervor la comida de su compañero de cuarto que el muchacho terminó por compartir el postre con él. Mamá se aferraba a la mano de Cora como si fuera una nena y miraba a mi padre con una sorpresa que parecía siempre nueva.

Cuando escuchó el relato del ataque al departamento de abajo, mi padre hizo una sobria comparación entre mi reacción y lo que él hubiera hecho en mi lugar, sin mencionar en ningún momento la palabra cobarde. Ahora se imponía intercalar la anécdota del látigo de alambre, y en efecto no se hizo esperar.

Cuando era muy joven papá vivió durante un tiempo en el campo. Un hombre mayor y más fuerte que él lo había ofendido y él se vengó cruzándole la cara de un golpe que lo dejó marcado para siempre, con un látigo que tenía en la punta un alambre en forma de gancho. De chico esa historia me impresionaba muchísimo, hasta que empecé a notar groseras variantes en el relato. El hombre a veces era un maestro rural y otras veces un comisario o un militar. Los sucesos se referían a la infancia de mi padre o bien a su adolescencia. La ofensa podía consistir en un insulto verbal en público, en un trato injusto, en una orden humillante. Si en el relato todavía era un chico, al llegar el momento de la venganza mi padre estaba al acecho sobre la rama baja de un árbol y el hombre pasaba a caballo. Si sucedía, en cambio, cuando mi padre ya afeitaba barba, enfrentaba a su rival a pie, de noche, en un cruce de caminos. Otras veces el ofensor estaba en la plaza del pueblo, sentado en un banco con su novia. O bien acostado con ella a la orilla del río. Lo único que nunca variaba era el látigo con la punta de alambre y el golpe limpio, perfecto, que le cruzaba la cara al villano, dejándole una cicatriz para toda la vida, como en Miguel Strogoff.

A pesar de su aparente bienestar, de su renovado apetito y de su histórica rememoración de coraje, cuando vino el kinesiólogo y quiso ayudarlo a bajar de la cama, papá dio un grito de dolor. Tenía la frente empapada de sudor frío.

– Está fingiendo -dijo Cora-. Yo lo conozco bien, doctor. No se levanta porque no quiere.

No se levanta porque quiere que lo levante yo, le oí decir sin palabras, porque quiere que le ofrezca mi cuerpo para apoyar el suyo, porque quiere que cargue con él una vez más, como siempre, pero esta vez no va a contar conmigo, esta vez que se las arregle solo, decía Cora, sin decir nada, y solamente yo podía escucharla.

– Hágame caso, doctor, incorpórelo, él puede. El kinesiólogo tenía dudas pero Cora hablaba con tanta seguridad que por fin se decidió y, organizando una suerte de sostén con las almohadas, lo sentó sobre la horrible herida, mientras explicaba la importancia de ejercitar los músculos que sostienen la columna vertebral. Papá, sin el audífono, no podía escucharlo y se limitaba a gritar y a resistirse, si no con todas sus fuerzas, porque ya no le quedaban muchas, con todo su peso.

Cora ayudó al kinesiólogo y entre los dos lograron enderezarlo sobre la cama con las piernas colgando. Papá dio un suspiro horrible, una mezcla de estertor y quejido, y cayó desmayado. Tal vez.

– Se hace el desmayado -explicó Cora-. Yo lo vi muchas veces. Siempre hace lo mismo cuando algo no le gusta.

Hasta un desconocido podía notar un soplo de odio en la forma en que las palabras se le escapaban de la boca, como si quisiera y no quisiera pronunciarlas.

– Los viejos tienen mañas -dijo el kinesiólogo. Él mismo ya no era tan joven y dudaba, dudaba. ¿Quién puede jurar que conoce la forma y el tamaño del dolor ajeno?

La única que no tenía dudas era mamá.

– Para mí, ese hombre está muy mal -dijo preocupada-. Lo dejan morirse acá solo. ¿No tendría alguien que llamar a la familia?

Después de esa escena, la morgue de la empresa de pompas fúnebres me pareció un ejemplo de armonía.

Nunca te gustó que te hablara de mi trabajo con los cadáveres. Las fiestas, en cambio, te divertían. Las viejas exigiendo al máximo de su piel estirada, esa sensación que tengo por momentos de estar aplicando fond de teint sobre un parche de tambor. Las jóvenes remodelando rasgos de todos modos hermosos, calculando las posibles variantes de la luz artificial o natural, el trabajo sutil de pintar las caras de los hombres, tan desesperados por disimular el maquillaje como por disimular las arrugas. Pero los cadáveres no te gustaban, y cuando sentía que mi conversación te molestaba cambiaba de rumbo. Sólo quería darte placer, ya que era lo único que me permitías darte. Ahora, en cambio, no te voy a dejar elegir. Sin límites externos, mi relato elige sus propios laberintos.

El encargado de la casa mortuoria era un viejo conocido. Me ayudó a sacar de la heladera el cadáver azulado de mi vecino, con su etiqueta colgando del dedo gordo. Qué distinto es un cadáver de la persona que vivió en ese cuerpo, apenas si mantiene un vago parecido consigo mismo cuando estaba vivo, un lejano aire de familia.

Por esa enorme diferencia entre los vivos y los muertos que todos quisiéramos acortar, el maquillaje de cadáveres es una práctica antigua como el hombre. Lo primero, lo más elemental, debe haber sido la intención de darle al cadáver cierta apariencia de vida. Mejorar ese color amarillento o azulado, que se destaca todavía más cuando la persona ha estado expuesta al sol y los parches de piel bronceada, amarronados y sin brillo contrastan con las zonas cerúleas debajo de la nariz, en las líneas de expresión o las ojeras.

Entre los que pueden permitírselas, las fiestas cambiaron muchas costumbres. Los velorios de los muy ricos son una forma de fiesta y se volvió moda contratar a artesanos como yo -algunos me llaman artista, pero no lo soy-, capaces de lograr algo mejor que un efecto de muñeco de cera. Ya no es sólo la apariencia de vida lo que buscan los deudos sino, en muchos casos, obtener para el muerto, aunque sea por unas breves horas, esa cara que hubiera deseado tener en vida y que las cirugías nunca terminan de lograr porque trabajan sobre tejido vivo, un material capaz de tomar sus propias decisiones.

Es difícil extender el maquillaje sobre la piel de los cadáveres. Sin el sostén de la expresión, la piel fláccida flamea sobre los músculos rígidos. Se tiene la sensación de estar pintando sobre una tela liviana que cubre sin tensión una superficie de madera. En este caso, además, tenía que luchar con heridas y deformaciones. Por el momento, solucioné los problemas más evidentes: compuse los huesos de la cara, cerré las heridas cortantes con pegamento.

Una vez reducidas las deformaciones más evidentes lo mejor es trabajar con una foto o un video, combinando técnicas de maquillaje con otras que son casi de cirugía estética y que sólo me permito con los cadáveres. En los vivos, a veces, reemplazo el hilo y aguja con pegamentos fuertes que por unas horas sostienen la piel floja en su lugar y me permiten achinar los ojos o marcar los pómulos si se me da la gana.

La foto o el video tengo que conseguirlos enseguida, en cuanto pasan unos días a los parientes les cuesta enfrentar las caras que usaba el muerto para seducir a la cámara. Si se busca una cara ideal, la que el muerto hubiera deseado tener, la máscara que hubiera elegido para presentarse ante el mundo, lo mejor es una foto: la gente que nos conoce bien sabe también cuál era nuestra cara preferida. En cambio, si se busca naturalidad, la mirada de los otros, recuperar a la persona no como hubiera querido verse sino como la veían los demás, prefiero trabajar con un video, unos pocos minutos de la persona en movimiento, tan distinta, por lo general, de la que aparece congelada en la foto. Miro las imágenes una y otra vez hasta que yo mismo termino por conocer profundamente al que fue y, sin necesidad de tenerlo delante, puedo trabajar con el cadáver hasta reconstruir algo parecido a los rasgos vivos.

En este caso, no tardé mucho en preparar el material, reconstruyendo la estructura de la cara original como un pintor que prepara su lienzo antes de aplicar el óleo. La dentadura iba a ser lo más difícil. Guardé el cuerpo otra vez en la heladera y me despedí del encargado, que ya conocía mi método de trabajo.

Volví a casa tratando de imaginar cómo sería mi vida de ahora en adelante: me cuesta suponer un mundo en el que mi padre dependa de mí.

A medida que el ascensor se acercaba al sexto piso, se oía cada vez más fuerte la música de ópera. Brotaba de mi departamento invadiendo el pasillo con una energía incómoda, como el olor violento y asocial de un guiso de repollos. Pensé en el Canal de los Suicidas, en particular en ese programa con premios en que los suicidas o, mejor dicho, sus deudos, compiten con videos caseros de muertes espectaculares: los momentos más esplendorosos suelen acompañarse con música de ópera. O quizás una entrevista del famoso travestí Sandy Bell, capaz de combinar hábilmente el concepto clásico de la cultura con los juegos populares más groseros.

Pero en casa el televisor estaba apagado. La música provenía del equipo de sonido y estaba destinada a acompañar la excelente performance de Margot y mi vecino de abajo, el señor Alberto Romaris, en el suelo, desnudos, intensos.

Me alegré por el pobre hombre, el extremo dolor nos lleva a descubrir en nosotros mismos posibilidades inesperadas, quién sabe si no sería su primera vez con una mujer. Parecía haberse recuperado mucho desde esa mañana. No me escucharon abrir la puerta, pero Romaris me vio y soltó a Margot de golpe, en un acceso de pánico.

Margot me sonrió: ella tenía la llave de mi departamento. Debió haberse encontrado con Romaris al entrar y algo le dio la idea de lucirse en un acto de seducción supremo: era evidente que había organizado el espectáculo sólo para mí.

De todos modos me pareció prudente bajar el volumen.

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