Veintiocho

Íbamos por la Panamericana hacia Del Viso. Hacía más de treinta años que mi padre no tocaba el volante de un auto. Manejaba como un chico en un parque de diversiones. Mis desesperados intentos por sacarlo de la ruta incluían la promesa de llevarlo a donde se le diera la gana. Era una promesa sincera: en un auto robado, después de haber atropellado a uno de los enanos de Goransky, no tenía mucho para elegir.

Por la autopista se podía circular sin problemas pero nadie hubiera elegido una salida a la altura de Del Viso. Era zona tomada. Fuera de los límites de la Capital casi no había tierra de nadie. Había barrios cerrados, barrios tomados, villas y nada más. En los barrios cerrados los propietarios no querían contratar gente del lugar y se traían el personal de la ciudad. Las tomas solían empezar desde adentro, desde la gente de servicio, a veces apoyados por los guardias de seguridad si no se los elegía con cuidado.

Alguna vez pasé un fin de semana en Highland, uno de los countries más bonitos de la zona, en casa de amigos. Después soñé muchas veces que alguna vez podríamos estar juntos, vos y yo, en un lugar así: tu cuerpo desnudo hendiendo el agua de la pileta en un crowl perfecto, colmado de esa gracia poderosa que exhiben los atletas, deslizándose sin esfuerzo. Las gotas, después, sobre tus pechos, concentrándose primero y evaporándose lentamente al sol. Cuando te lo conté me dijiste que nunca habías aprendido a nadar con estilo, que te daría vergüenza nadar desnuda: como si tuviera algún sentido discutir un sueño. Pero siempre me discutías los sueños, los desbaratabas, te daba miedo dejarlos en pie, como si una parte de ellos, una torre demasiado alta pudiera irrumpir en la realidad, sospechosa como la punta de un iceberg surgiendo de golpe en mitad de una selva tropical.

Ese día, al llegar, habíamos visto un grupo grande de mujeres mal vestidas, algunas con sus hijos, esperando del lado de afuera del alambre tejido. Era cerca del mediodía y el sol caía a pico sobre las caras sudorosas. Había varias amontonadas como vacas a la sombra de un cartel. Estaban esperando que alguna señora las eligiera para darles trabajo por el día, o por el fin de semana. Había también unos pocos hombres, que se ofrecían para tareas pesadas o de mantenimiento.

– Un día -comentó mi amigo- todos estos entran a caminar para delante y chau.

Las muy jóvenes, las viejas, las que tenían hijos estaban en desventaja, pero también tenían menos pretensiones. Todos los veranos alguno de esos chicos se ahogaba en las piletas privadas: porque no sabían nadar como los hijos de los socios, porque muchas piletas no tenían protección y porque sus madres, ocupadas con su trabajo, se olvidaban por un momento de vigilarlos.

Aquella noche, en Highland, me dormí con esfuerzo, y me desperté al rato con el sonido de bombos y tambores. Duró muchas horas. El resonar sordo, violento, de los instrumentos se mezclaba con el croar de las ranas y con cánticos y gritos aislados que no alcanzaba a descifrar. Lo comenté en el desayuno. Mis amigos se rieron.

– Son los murguistas -me explicaron-. La murga de Del Viso. Se la pasan todo el año ensayando para los carnavales.

Le eché un vistazo al plano que me mostró mi padre y vi que ésa era nuestra meta. Íbamos a Highland. Seiscientas casas de lujo con jardines y piletas, convertidas en barrio tomado, como el resto de Del Viso.

Un poco antes de llegar pasamos por Miraflores, que al estar sobre la ruta había podido resistir como barrio cerrado. Más fácil de defender que Highland, rodeado por todos lados. Para protegerse, sus dueños no sólo hubieran necesitado guardias en los límites: habrían tenido que establecer y defender un camino de acceso para sus autos blindados, algo casi imposible -o por lo menos demasiado caro- en zona tomada.

Tuve miedo cuando nos apartamos de la autopista. El escándalo intermitente de los grillos era tan temible como el silencio. Había luna. A pesar de la falta de iluminación alcanzaba a ver ranchos y malezas a los costados del camino. Mi sorpresa fue enorme cuando estuvimos a punto de chocar contra mis recuerdos, tan poco cambiados por la nueva realidad: el alambre tejido y la casilla de guardia.

Pero la zona cerrada y protegida era muchísimo menor que la que yo había conocido. En la casilla de guardia nos detuvo un par de viejas armadas con ametralladoras Uzi. Al escuchar la contraseña dejaron de encañonarnos, pero no soltaron las armas. Nos hicieron bajar del auto y la que estaba más cerca nos palpó sin mucha prolijidad, con sus torpes manos rígidas, mientras la otra se mantenía alerta.

– Qué calor, ¿no? -comentó-. ¿Siempre hizo tanto calor para esta época? ¿Será que uno se olvida?

– No, es que hace más calor cada año. El trópico se nos viene encima -le contesté-. Eso pasa porque están talando el Amazonas.

Ése es el tipo de respuestas que ayuda a congraciarse con la gente.

En la oscuridad, era difícil diferenciarlas: como los bebés, los viejos se parecen entre sí. Además de buscar armas, le pasaron la mano por la cara a mi padre, por el pelo y la barba, para asegurarse de que no fuera maquillaje. A la luz de la lámpara potente con la que nos iluminaban, vi el rojo de la sangre que ya empezaba a amarronarse en el parachoques y el guardabarros del lado izquierdo. Contamos nuestra historia. Una de ellas subió con nosotros al auto y nos indicó el camino a la residencia de los jefes.

No había más de quince o veinte casas dentro del cerco de alambre tejido. La cancha de fútbol estaba cultivada. Los jardines habían cambiado. Las calles estaban oscuras. No les sobraba electricidad. Sin embargo, muchas casas estaban iluminadas.

– Los viejos dormimos distinto -explicó la mujer que nos guiaba-. Mientras cumpla con su trabajo, a nadie se le pide que duerma cuando no tiene sueño o que esté despierto cuando necesita una siestita. Al carajo los somníferos.

Era gorda y estaba vestida con una especie de bolsa informe, cómoda y ridícula como un camisón. La casa estaba muy cerca. El alambre tejido protegía apenas la zona de la entrada de Highland, donde estaba la cancha y los terrenos eran más grandes. Los socios viejos habían llamado a ese sector "las quintas".

La casa adonde nos condujeron estaba bien conservada por fuera. La moda del techo de pizarra y el ladrillo a la vista, que duró tantos años, la había protegido de las evidencias de abandono. Un porche amplio con forma de templete, sostenido por una columnata, recordaba a sus dueños originales, deseosos, seguramente, de imitar algunas de las mansiones de las series familiares norteamericanas.

La vieja que nos conducía intercambió una contraseña con los ocupantes y entramos. En su interior, la casa estaba en un estado penoso. Los elegantes muebles "de campo", hechos por las mejores carpinterías de la ciudad con que solían adornarse las casas de los clubes, habían sido reemplazados por auténticos muebles de campo, toscos, torpes, pobres, feos, prácticos. Quedaba algún aparador empotrado y polvoriento, manchado, con quemaduras de cigarrillo. Todo estaba dañado de algún modo. Los artefactos de luz estaban rotos o abollados, había una puerta salida de sus jambas, preferí no pensar en el estado de los baños. El gran living comedor había sido transformado en un depósito de frutas y verduras. Las bolsas de papas se amontonaban en la chimenea apagada, había varios barriles de manzanas y una gigantesca pila de cebollas que llegaba casi hasta el techo. Un viejo inmemorial dormitaba semisentado en los restos de un sillón. Cada tanto emitía un ruido más parecido a un estertor que a un ronquido.

La mujer que nos abrió la puerta era bastante joven: debía tener poco más de setenta años. Me pregunté qué accidente la habría llevado a una Casa de Recuperación. Ahora parecía sana: apenas una leve renguera. Había estado jugando un solitario sobre la mesa grande. Mucha gente de esa edad todavía prefiere juegos fuera de pantalla, la manipulación de objetos. Nos miró con interés, fijamente, con los ojos entrecerrados. Papá, impaciente como de costumbre, harto de silencio, interrumpió el examen.

– ¿Usted manda? ¿Aquí viven los Viejos?

– Nadie manda -dijo la vieja, pero era mentira. Hablaba con autoridad y con estilo-. Viejos Cimarrones nos dicen por esa absurda torsión gramatical del castellano. Tenemos pocos viejos. Las mujeres vivimos más.

– Mejor. Me gustan las mujeres -dijo mi padre.

– No joda. A nadie le gustan las viejas. Pero muchos nos tienen miedo. Tenemos fama de brujas. La gente de la zona no se mete con nosotras. Nos respetan porque nos necesitan. Tenemos médicas, especialistas en sistemas, un buen electricista. Hacemos intercambio. ¿Usted qué sabe?

– Sé comprar y vender mejor que otros.

– Si es verdad, eso sirve. ¿Cómo piensa comprar su entrada?

Yo no me había preocupado por vaciar los bolsillos de mi disfraz antes de abandonarlo en el camino. Ahora no tenía encima ni siquiera mis tarjetas. Miré a mi padre con desesperación. Tendríamos que retomar nuestra absurda fuga.

– Traje morfina -dijo mi padre.

Sacó las cajitas de medicación que yo le había conseguido cuando lo salvé de la Casa. Para morir en paz.

Por un momento los ojos de la mujer brillaron con loca alegría. Sus manos avanzaron hacia las cajas como animalitos con ganas propias. No estaban todas. Papá se había reservado dos o tres para el momento en que las necesitara él mismo, o quizás para comprar alguna otra cosa. La mujer se esforzó por controlarse, fingiendo indiferencia.

– ¿Algo más?

Mi padre me señaló.

– Necesitamos fuerza de trabajo, sangre joven.

Necesitarnos, había dicho mi padre, usando el plural de la primera persona como quien tiene la tranquila seguridad de que ya ha sido admitido.

– Papá, hace años que no soy joven -me reí.

Pero los dos me miraron con sorna. Todo es relativo.

– No soy su padre -dijo mi padre-. Lo obligué a traerme hasta acá.

Y mostró mi bonita pistola Sigma, de Smith y Wesson, que había conseguido ocultar al torpe chequeo. ¿Hubiera sido capaz de disparar contra mí? Ése era el momento de comprobarlo. Era el momento de empujarlos con violencia, de correr mientras estaban en el suelo, los viejos no se levantan fácilmente. Pero la sorpresa o el miedo no me permitieron reaccionar a tiempo. No con la velocidad suficiente para evitar que papá me guiñara un ojo. Un mecanismo automático de respuesta se puso en marcha en mi interior y le devolví el guiño con una media sonrisa, ocultándolo a la mujer como una seña del truco. Fingí asustarme y levanté las manos. Mi padre me había propuesto ser su cómplice y yo había aceptado el juego una vez más, contento y orgulloso como un buen hijo. Como un imbécil.

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