No me pareció oportuno, ni prudente, visitar de improviso a Margarethe von Amsberg. Aunque nunca haya llegado a ejercer como psicólogo, al menos no en el terreno de la práctica clínica, con lo que se me quedó de lo que me enseñaron en la facultad, y el sentido común, no podía sino juzgar desaconsejable presentarme sin más ante aquella mujer para remover las aguas pantanosas de un trauma tan intenso y prolongadamente sostenido.
Llamé pues a la madre, a fin de anunciarle nuestra visita y tratar de convenir con ella la hora en que pudiera recibirnos con menor trastorno. Margarethe, a juzgar por cómo sonaba su voz a través de la línea telefónica, me pareció, de entrada, una persona en precaria posesión de su cerebro.
– Sí, ¿quién es? -murmuró, con voz desmayada.
– Soy el sargento Vila, de la Guardia Civil -dije, despacio-. Ayer estuve hablando con su cuñado, creo que él ya la avisó de que la llamaría.
– ¿Villa, dice usted? -preguntó, recelosa-. No, él me dio otro apellido. Uno así como, italiano, espere, lo tengo apuntado por ahí.
– Sí, quizá le dij…
Pero antes de que pudiera explicarle nada, oí el inconfundible ruido que hace un auricular al dejarlo sin mucho cuidado sobre una superficie dura. Margarethe tardó más de medio minuto en volver a irrumpir en la línea.
– A ver -dijo-, el apellido que yo tengo aquí apuntado es…
– Bevilacqua -me adelanté.
– Be-vi-la-gua -recitó, indiferente a lo que yo acababa de decirle.
– Eso es. Pero como resulta un poco difícil de pronunciar…
– Y usted me ha dicho que su apellido es… ¿Viña? ¿Qué pasa, por qué no me llama ese Bevila… Bevilagua? -inquirió, angustiada.
– Soy yo mismo -expliqué, resignado-. El sargento Bevilacqua. Me llaman Vila porque a la mayoría de la gente se le hace más fácil.
– No lo entiendo. ¿Por qué si se llama de una manera deja que le llamen de otra? ¿Por qué me dice que se llama como en realidad no se llama?
Aquella conversación empezó a parecerme un déjà-vu de las muchas veces en que me he visto sumido en una situación absurda, y especialmente de la sensación que me acometió cuando, con veinte años, y por prescripción de un profesor sádico, me metí entre pecho y espalda el famoso Tractatus de Wittgenstein. De todo el libro, sólo se grabó en mi memoria la última frase: sobre aquello de lo que no se puede hablar, hay que callar. Un consejo lleno de inteligencia, que puse en práctica con aquella mujer.
– Mire, no se preocupe usted, llevo mi identificación, y si quiere se la dejo, llama usted a su cuñado y que él le confirme mi apellido. Lo que quería saber es si le viene bien que nos pasemos a verla hoy.
– Un momento, antes quiero saber quién es usted y por qué…
– Escúcheme, señora von Amsberg -la corté yo esta vez-. Soy quien lleva ahora el caso de su hijo, y estoy tratando de concertar una cita.
A eso sucedió un grato silencio en la línea. Parecía haber logrado transmitirle mi firme propósito de no secundarla en su debate lógico-metafísico. Miré el reloj: la una y cuarto. Un poco tarde para verla por la mañana.
– Si no tiene inconveniente, nos pasaremos por su casa a las cuatro -le propuse-. ¿Le parece bien?
– Bueno, sí, no creo que…
– A las cuatro entonces. Hasta la tarde, señora von Amsberg.
Colgué antes de que pudiera arrastrarme a otro callejón sin salida. Por un momento temí haber sido demasiado brusco, o quizá, ruinmente, columbré las posibles consecuencias adversas de una queja de Margarethe ante su cuñado por el trato desabrido de aquel sargentucho llegado de Madrid. La perspectiva de tener que interrogarla aparecía ahora ante mí con toda su potencial incomodidad. Pero igual me daba. No iba a poder eludirla.
Comimos con Nava y su gente. Tuve así ocasión de conocer a otros dos implicados en los sucesos de la noche de autos, el guardia Siso y el cabo Valbuena. Entre bocado y bocado, aproveché para recabar también su testimonio y completar así mi dibujo mental de lo que había sucedido. El relato de Siso no nos proporcionó grandes novedades respecto de lo que nos había aportado Anglada, con quien había vivido la persecución y posterior hallazgo del coche utilizado para el crimen. Lo que sí hizo fue explicarnos por qué había sospechado al ver pasar aquel vehículo, y de paso, nos ayudó a perfilar, no demasiado, la descripción de quienes viajaban en él.
– Lo que más me llamó la atención -dijo- fue que llevaran gorras de visera. ¿Para qué va a llevar alguien gorras de visera, de noche y dentro de un coche? Ya sé que hoy hay gente rara que hace de todo, como ponerse pantalones rotos, tatuarse mariposas en la ingle o agujerearse la nariz. Pero no era normal. Dos tíos, los dos muy tiesos, y los dos con la misma gorra.
– ¿Eran iguales, las viseras? -le pregunté.
– No puedo asegurarlo. Eran oscuras, eso es todo lo que vi. El caso es que los dos iban bastante quietos, y el coche un poco deprisa. Por eso sospeché.
– ¿Cómo eran esos hombres? -intervino Chamorro.
– No me dio tiempo a fijarme mucho. Pasaron rápido, ya le digo. El conductor era un poco más bajo, quizá. Dos hombres, entre veinte y cuarenta y cinco años. No podría precisarle más. Y tampoco descartaría que alguno de ellos o los dos tuvieran cincuenta, si estaban en buena forma física.
– ¿Podría ser uno de ellos el concejal? -sugerí.
Siso no dudó.
– Sí. Pero no puedo afirmar que lo fuera. No les vi la cara.
– ¿Y el otro, Iván López?
– Lo mismo le digo.
Era de suponer que nuestros compañeros de policía judicial de Tenerife ya hubieran hecho con Siso la misma comprobación, antes de imputar a Gómez Padilla. Pero en cualquier caso, teníamos que confirmarla.
En cuanto al cabo Valbuena, había un extremo del que sólo él podía dar cuenta: la llamada anónima que había alertado del abandono del coche y había dado pie a sospechar que el propio concejal hubiera simulado el robo de su vehículo.
– No sé, tampoco hay mucho que decir -explicó-. Dejando aparte lo extraño del asunto, me pareció una llamada de denuncia como cualquier otra. El tipo estaba más o menos nervioso, como suele pasar, pero el hecho lo contó con la suficiente claridad, me pareció convincente. En cuanto a que no quisiera identificarse, bueno, ya sabe que pasa muy a menudo. La gente no quiere líos, y se les comprende, tal y como funcionan los juzgados.
– Ya sabes cómo citan luego a los testigos los jueces -comentó Nava-, y cómo los interrogan los abogados. A la gente le jode, que los traten casi como a delincuentes, y que encima se expongan a las represalias de los malos de verdad, sólo por haberse prestado a colaborar con la justicia.
– Imagino que por eso hablaba en susurros -añadió Valbuena-, por si se grababa la conversación y la voz podía servir luego para localizarle.
– Pero la conversación no se grabó -deduje.
– Pues mire, mi sargento -dijo Valbuena-, tenemos el aparato, pero es una castaña y aquella noche no funcionaba. Ésa es la cruda verdad.
– ¿Puedes recordar, al menos, qué acento tenía?
Valbuena se paró a hacer memoria.
– Pues, como de aquí, pero no muy cerrado.
– ¿Podría ser alguien que estuviera imitándolo, el acento?
– Eso depende. En todo caso, debía tratarse de alguien que lo imitara bastante bien. A mí me sonó natural, no como una caricatura, que es como suena cuando los peninsulares intentan hacer el canario.
– ¿Y su edad?
– Buf. Ahí puedo precisarle todavía menos que Siso. Era un hombre que todavía tenía toda la voz, eso sí. Entre veinte y setenta…
Entre todas las incertidumbres que rodeaban el caso, una afirmación podía hacerse casi con seguridad: si el concejal era inocente, aquella denuncia telefónica formaba parte del montaje para inculparlo, y el autor de la llamada estaba envuelto en el crimen. Habría deseado poder tener más información acerca de él, pero por algo se empieza. Un hombre con cierto aplomo, nacido en las islas o con el suficiente conocimiento del habla como para imitarla y entre veinte y setenta años. Era poco, sí, pero mejor que nada.
Después del almuerzo, volvimos a quedarnos solos con el sargento primero. Pasaban cinco minutos de las tres.
– ¿A qué hora has quedado con la madre? -preguntó Nava.
– A las cuatro.
– Pues yo que tú iría poniéndome en camino -recomendó-. Junto con el harén investigador que llevas a tus órdenes, no te quejarás.
La broma sexista le gustó bastante poco a Chamorro. A Anglada no pareció molestarla demasiado, o había aprendido a dejar que esas cosas le resbalaran. De reojo vi que en su rostro había una suave y remota sonrisa.
– No voy a llevarme al harén, como tú lo llamas -repuse-. Anglada se queda aquí. Así que tendréis que explicarme cómo se llega a la casa.
Mis dos compañeras y a la sazón subordinadas me parecieron en ese instante presas de una desorientación similar. No era mi intención causarles tal desconcierto, aunque mentiría si dijera que no me confortaba percibirlo. En todo caso, me apresuré a justificarle a Anglada mi decisión:
– La madre te conoce, y seguramente te identifica con la investigación anterior, la que no dio el resultado que ella hubiera querido. No es una persona muy centrada, así que mejor evitar cualquier cosa que pueda levantarle suspicacias. Lo que espera ver son los especialistas de Madrid, caras nuevas. Y eso es lo que vamos a mostrarle. Luego nos reunimos y te contamos.
– Como tú mandes, mi sargento -acató Anglada.
Después de recibir las orientaciones pertinentes, Chamorro y yo emprendimos la marcha. Me puse al volante del Opel Corsa y vi durante un segundo por el retrovisor cómo Anglada y el sargento primero quedaban atrás, de pie ante la fachada de la casa-cuartel. Notaba que a Ruth, pese al razonamiento que le había expuesto y con el que se había tenido que conformar, le hacía poca gracia permanecer en la retaguardia mientras Virginia y yo nos metíamos en harina. En cuanto a lo que pensara mi compañera, era imposible colegirlo de su impenetrable expresión. Por mi parte, me hallaba en una de esas peculiares coyunturas en que uno disfruta apartándose de lo que le apetece, porque siente el poder de hacerlo e intuye que tendrá oportunidad de recobrarlo más adelante y en mejor situación. El pequeño desplante me otorgaba cierta ventaja sobre aquella chica un poco demasiado impetuosa que me interesaba, aunque no debiera; y a la vez, cumplía escrupulosamente con mi deber y nadie podía acusarme de postergarlo en beneficio de otras consideraciones. No podía hacerlo, sobre todo, la silenciosa mujer que iba a mi lado.
Seguimos las indicaciones que nos habían dado y ellas nos llevaron por una carretera que pronto se encaramaba a lo alto y permitía apreciar hermosas panorámicas marinas. El paisaje que atravesamos era al principio de una aridez bastante implacable, aunque luego, cuando iniciamos el descenso, vimos valles donde la vegetación hacía acto de presencia e incluso llegaba a extenderse con cierta profusión. La casa de Margarethe von Amsberg formaba parte de un núcleo de población no demasiado grande, y era una de esas construcciones modernas que imitan, con mediana fortuna, la arquitectura tradicional del país. Era una casita blanca, recogida, y estaba, eso sí, muy bien situada. Desde ella se tenía buena vista del mar.
La primera impresión que me transmitió la madre de Iván López no se correspondió mucho con mis expectativas. Habiendo sido advertido de su desarreglo mental, y habiendo podido comprobarlo personalmente por teléfono, esperaba ver a alguien cuyo aspecto delatase en cierto modo aquel carácter. Pero quien nos recibió aquella tarde en la puerta de la casita blanca, después de accionar el mecanismo eléctrico que bloqueaba la cancela exterior, era una enhiesta mujer de cuarenta y tantos años que, lejos de exhibir el menor desaliño, iba bien vestida y conservaba en buena medida una belleza que en su juventud había debido distinguirla de manera impactante. En cuanto abrió la boca, sin embargo, manifestó lo que encerraba aquel envoltorio.
– ¿Quién es ella? -preguntó, a bocajarro, señalando a Chamorro.
– Mi compañera -dije, sin prisa-. Virginia. La cabo Chamorro. Trabaja conmigo, en la unidad central. En Madrid.
Margarethe von Amsberg procesó lentamente mis palabras, mientras miraba de arriba abajo a mi compañera. Pero un instante después se apartó del umbral y nos indicó que pasáramos. Dejé que Virginia fuera primero.
La casa tampoco era lo que uno habría esperado de una persona con las facultades psíquicas alteradas. O sí, pero de otro modo. Todo se veía impoluto y perfectamente ordenado. La vivienda estaba decorada con un gusto innegable, y repleta de objetos de artesanía. Aunque no debía de ser fácil ni rápido limpiar todo aquello, no había una sola mota de polvo. Nuestra anfitriona nos ofreció asiento en un sofá de mimbre con almohadones de vivos colores, en un salón desde el que se veía la superficie azul del Atlántico.
– He hecho café -dijo-. ¿Quieren ustedes?
Miré a Chamorro. Ya habíamos tomado, y mi estómago, después de las duras emociones que había vivido durante el día, no mostraba gran entusiasmo ante el ofrecimiento. Pero no parecía conveniente desairarla.
– Sí, muchas gracias -respondí, finalmente.
La mujer trajo una bandeja con dos tazas, dos jarritas y un azucarero. Nos sirvió café y leche a nuestro gusto, según le indicamos, y dejó que cada uno endulzara la mezcla como y cuanto quisiera. Luego se sentó en un butacón, también de mimbre, frente a nosotros. Puso sus manos sobre el regazo y se quedó mirándonos con sus inquietantes ojos azules. Nunca había visto unos ojos así. De un azul tan claro y tan vivo. Azul huevo de pato, había dicho Anglada. Y era una forma precisa de describir su tonalidad.
– En primer lugar -tomé la palabra-, quiero decirle que sentimos tener que obligarla a recordar otra vez un hecho tan doloroso para usted, y tanto tiempo después de que sucediera.
– No se preocupe -dijo-. No me obligan a recordar nada de lo que no me acuerde yo sola, todos los días, y a todas horas. Y lo que más me duele ya no es que mataran a mi hijo. Sino que el que lo hizo ande libre.
Es propio de ignorantes creer que una persona perturbada ha de ser estúpida. Por eso no había incurrido en tal suposición, pero confieso que me sorprendió la desenvoltura con que Margarethe articuló aquellas palabras. Se veía que se había preparado para la entrevista; por lo menos, ya no era la mujer desprevenida y un poco aturdida con la que había hablado por teléfono. Causaba impresión, también, la ausencia casi absoluta de acento extranjero, cosa notable para una alemana, cuya pronunciación nativa tan alejada estaba de la musicalidad insular con que hablaba aquella mujer.
– Comprendo su disgusto -asentí-. Lo que puedo asegurarle es que no vamos a escatimar esfuerzos en este caso. Mi compañera y yo vamos a dedicarnos a él en exclusiva, y aunque está difícil, y no quiero darle falsas esperanzas, sí puedo decirle que tenemos experiencia en esta clase de asuntos y que confiamos en poder resolver éste, como hemos resuelto otros.
– Me alegro. Aunque hayan tardado más de dos años en venir.
No iba a ser sencillo. Lo iba a ser menos aún de lo que preveía.
– Bien -dije-. Tendremos que hacerle algunas preguntas.
– Adelante.
Le hice una seña a Chamorro. Sacó su bloc y abrió el bolígrafo. Margarethe la observó con curiosidad. Pero mi compañera no se precipitó.
– ¿A qué se dedica usted, señora von Amsberg? -preguntó, una vez que estuvo preparada para tomar nota de sus respuestas.
A Margarethe pareció descolocarla la pregunta. Me miró.
– Necesitamos tener un cuadro lo más completo posible de la víctima y de su entorno familiar -le aclaré-. Es una rutina que debemos seguir.
La mujer dudó aún durante unos segundos. Al fin, contestó:
– Tengo una tienda de artesanía, en el pueblo. Vivo de eso, bueno, y de lo que heredé de mi padre.
– ¿Hace mucho que murió su padre? -siguió Chamorro.
– Diez años.
– ¿Puedo preguntarle a qué se dedicaba él?
– Era abogado, en Düsseldorf.
– ¿Sabe usted qué tipo de asuntos llevaba?
– Bueno, cosas de empresas, no sé bien. ¿Importa mucho eso?
– Probablemente no -dijo Chamorro-. Sólo era por completar el dato. Llegó usted aquí hace veinticinco años, más o menos, ¿no es así?
– Sí.
– De vacaciones.
– Sí.
– ¿Y por qué decidió quedarse?
Margarethe no estaba, era obvio, preparada para tener que responder a aquellas preguntas. En todo caso, tras un titubeo, se sometió, dócilmente.
– Me gustó el lugar, y no me gustaba Alemania, ni lo que hacía allí.
– ¿Qué hacía?
– Estudiaba Derecho.
– Por deseo de su padre.
– Sí.
– Y luego conoció al padre de Iván.
Margarethe no contestó en seguida.
– Sí. Y me quedé embarazada, si eso es a lo que se refiere.
– Su relación no duró mucho, por lo que sabemos -apunté.
– No teníamos nada en común, aparte de la atracción física -declaró, sin tapujos-. Vivimos juntos un tiempo, pero no funcionó. Luego nos separamos y él siguió viniendo a ver al niño durante un tiempo. Hasta que se fue.
– ¿Cuándo fue eso?
– Cuando Iván tenía unos cinco años.
– ¿Y desde entonces?
– No he vuelto a saber de él.
– ¿Y no le parece extraño?
Margarethe se encogió de hombros.
– Sí, o no. No todo el mundo le da la misma importancia a la paternidad. A él puede que no le importara. No lo sé. No llegué a conocerle mucho.
– ¿Y no tiene idea de dónde puede estar?
– Todo lo que puedo decirle es que cuando él se fue, alguna gente de aquí emigraba a Venezuela. Y que a él le oí hablar de ir allí también.
– Disculpe si la pregunta le parece indiscreta -la tanteó Chamorro, con cautela-. Desde que el padre de Iván se marchó, ¿ha mantenido usted alguna relación con otros hombres, de forma más o menos estable?
Margarethe se rió.
– Y de forma inestable también -dijo-. Claro. Con muchos. Bueno, no me malinterprete, uno detrás de otro, no a la vez.
– ¿Con alguno de ellos llegó su hijo a establecer un vínculo afectivo?
Se echó hacia atrás, como si recelara de pronto.
– No tuvo tiempo -respondió, seria-. No sé si esto le da una mala imagen de mí, señorita, pero a mí nunca me ha durado mucho ningún hombre. El único hombre importante de mi vida está ahora muerto. Era mi hijo.
– Ya veo -dijo Chamorro.
– Y lo que no entiendo -agregó Margarethe, alzando la voz- es para qué demonios me está preguntando usted todos esos chismes. ¿Intenta aclarar el asesinato de mi hijo o quiere escribir una novela de mi vida?
Me fijé en sus manos. Temblaban ligeramente. Había que ir con cuidado.
– Entiendo que este interrogatorio le resulte molesto e incluso incomprensible, señora von Amsberg -dije-. Y le pido disculpas por ello, pero le ruego que se haga cargo de lo que tenemos entre manos. Sólo contamos con la pista que se siguió en su día, y que ya sabe usted cómo resultó. Nos vemos en la necesidad de no pasar por alto ningún detalle que pueda llevarnos a una posible explicación. Por pequeña que sea la probabilidad.
– Pero es que no entiendo para qué…
– Señora von Amsberg -la atajé, mirándola a los ojos-. Le pido que confíe en mí. Y en mi compañera. Le aseguro que cumple con su deber, nada más. Y que sabe cómo hacerlo. Confíe usted. Por favor.
La madre de Iván podía contenerse a duras penas. Pero lo hizo.
– Es mi última pregunta sobre esto -anunció Chamorro, por si acaso-. En la época en que ocurrió el crimen, ¿tenía usted relaciones con alguien?
– Sí -admitió Margarethe, con un suspiro.
– ¿Continúa esa relación? -pregunté.
– No. Por aquel entonces ya no nos llevábamos muy bien.
– ¿Puede darnos el nombre de esa persona? -retomó el hilo Chamorro.
– Sí, claro. Udo Stammler. Ese, te, a, eme, eme, ele, e, erre. Vive en el pueblo. Es instructor de submarinismo. Pueden encontrarlo en el puerto, todas las mañanas. Aunque no sé para qué va a servirles.
– ¿Sabe si hubo algún problema entre el señor Stammler y su hijo?
Margarethe esbozó una sonrisa triste.
– Sí, lo hubo. Udo se lo llevó a trabajar con él, y al cabo de un par de meses lo despidió. Quizá tuviera motivos, no lo sé, pero a mí no me gustó, qué quiere que le diga. Desde entonces empezamos a discutir.
Chamorro tomaba notas a toda velocidad.
– Pero no pierdan el tiempo. Udo no mataría una mosca. Lo conozco.
Puede que me equivocara, pero sentí que aquél era el momento. Intuía que ella tenía algo que decirnos, algo que le estaba quemando y que podía ser un disparate, pero que no debía obligarla a callarse por más tiempo.
– Dígame, señora von Amsberg -me dirigí a ella, con toda la calidez que pude imprimirle a mis palabras-. ¿Quién cree usted que pudo hacerle eso a su hijo, si se ha formado alguna idea al respecto?
Margarethe abrió mucho los ojos, y pareció más loca que nunca.
– He hecho algo más que formarme una idea -me espetó, con dureza-. Mientras todo el mundo, incluida la justicia, se olvidaba de mi hijo, no vaya a creerse que yo me he quedado con los brazos cruzados. He hablado con sus amigos y sus amigas. Incluso con la gente a la que le compraba la droga, no crea que me chupo el dedo o que me engaño respecto de lo que hacía mi hijo. Tampoco creo que por el hecho de fumar un poco de hierba o tomar otras cosas fuera malo, ni mucho menos que se mereciera morir así, como casi vino a decir en el juicio la puta esa que defendió al concejal.
Honestamente, nunca he acertado a saber si la locura, o al menos ciertas de sus modalidades, no se corresponden, en realidad, con un nivel insoportable de lucidez. En aquel instante, mientras escuchaba a Margarethe y contemplaba sus ojos inundados de lágrimas, volvió a asaltarme la duda.
– ¿Y qué es lo que le han contado esas personas? -le pregunté.
– Lo que siempre he sabido -replicó, altiva-. Que en la muerte de mi hijo está metido alguien muy gordo, y que por eso, dos años después, no ha ido nadie a la cárcel por el crimen. Es alguien con capacidad para borrar las pruebas, y hasta para manipular a la justicia. Por eso yo ya no me fío de nadie, sargento, ni siquiera de mi cuñado, fíjese lo que le digo.
Reflexioné sobre sus palabras. Exageradas y producto del desvarío, muy probablemente. Lo que no implicaba que debiera echarlas en saco roto. No estaba en condiciones de permitirme el lujo de desdeñar nada.
– Le aseguro que su cuñado se ha tomado un gran interés personal en que el caso se resuelva -dije-. Y que las instrucciones que tenemos son meternos a fondo y aclarar esto como sea. No sé si hasta aquí ha sido de otro modo, aunque le diré que no creo que la investigación se haya llevado con negligencia. Lo que puedo garantizarle es que a mí nadie va a manipularme.
Margarethe se enjugó las lágrimas y me observó fijamente.
– Estoy tratando de imaginar qué tipo de persona es usted, sargento -habló al fin-. Y me da la sensación de que es honrado, y cree lo que dice. Pero eso no me garantiza que pueda sacar adelante este caso. Me temo que si realmente consigue avanzar algo, le apartarán en seguida.
– ¿Tan poderosa cree que es la conspiración? -terció Chamorro.
– Bueno, hasta ahora lo ha sido. El asesino sigue libre.
– ¿Y por qué iba a querer esa gente, sea quien sea, matar a su hijo?
La madre de Iván López bajó los ojos.
– No lo sé. Por lo que me han contado, podría tener que ver con la droga. Esa gente controla muchas cosas. Entre ellas, la droga que llega a la isla. Puede que Iván se enterara de algo que no les convenía que se supiera. Y para ellos, la vida de un chaval de veinte años vale menos que sus negocios. O puede que fuera por aquello otro, por lo de la hija del concejal.
No podía rehuir la pregunta. La formulé, aun con precaución:
– ¿Cree que Gómez Padilla tuvo algo que ver?
Margarethe von Amsberg me midió con aprensión. Ahora que lo recuerdo, creo que adivino lo que pasaba por su cabeza mientras lo hacía. Sabía que todos la tenían por demente, y no quería parecerlo ante mí. Por si yo, pese a todo, era la posibilidad que llevaba más de dos años esperando.
– No lo sé, sargento -dijo, con voz serena-. No digo que sí. No digo que no. Él puede ser uno de ellos, no lo descarte. Lo que sé es esto: alguien gordo, detrás de todo hay alguien gordo. Eso debe buscar usted.
En su mirada había ahora una súplica, que nadie habría podido desoír.
– Está bien, señora von Amsberg -dije-. Ahora, le ruego que nos dé el nombre o la descripción de esas personas con las que ha hablado, y que si es posible nos diga dónde podemos encontrarlas. Iremos a verlas.