Capítulo 11 UN BAÑO DE MUGRE

Nos fuimos directos al hotel. Por su emplazamiento un poco apartado, y su clientela casi unánimemente foránea, era uno de los sitios más apropiados para desarrollar nuestro conciliábulo sin testigos inoportunos. La noche era suave y apetecía estar a la intemperie. Nos sentamos junto a la balaustrada que delimitaba el recinto de la piscina. A lo lejos se veían las luces de Tenerife. Abajo, el puerto y las calles del pueblo. Soplaba una brisa sostenida que refrescaba la atmósfera y le proporcionaba una singular limpidez.

Allí Chamorro nos puso al tanto de lo que había dado de sí su tarde como fingida reportera. Había logrado hablar con varios amigos de Iván y con un par de individuos vinculados al trapicheo de hachís. El camuflaje había funcionado bastante bien; no por casualidad era el que siempre se escogía en caso de apuro. A la gente no le gusta hablar con la policía, porque teme tener que repetir lo que le diga en un lugar tan poco atrayente para el ciudadano medio como el estrado de un tribunal. Sin embargo, a un periodista le es más fácil despertar la locuacidad del paisanaje. Puede largarse desde el anonimato, y existe la perspectiva, halagüeña en mayor o menor medida para la vanidad de cada cual, de acabar leyendo en letra impresa lo que uno cuenta, viéndose por añadidura aludido como «fuentes solventes», «fuentes conocedoras de los hechos» o cualquier otra fórmula de similar prestancia.

También es verdad que los malhechores curtidos se saben el truco, como se saben muchos otros, y que con ellos puede resultar contraindicado y fracasar de forma bastante estrepitosa. Pero aquella tarde Chamorro no había tenido que lidiar, al parecer, con nadie de esas características.

Nos contó, en primer lugar, lo que les había sacado a los amigos.

– De entrada, mi sargento -dijo-, ninguno es precisamente una lumbrera. Ni siquiera demuestran una mínima astucia. Les asusta un poco el asunto, claro, a fin de cuentas se trata de lo que se trata, y no dejan de tener la intuición de que hay algo peligroso detrás. Pero no me ha costado nada enterarme de lo que voy a contaros. Lo primero, y desmintiendo a la madre, que Iván, en los meses previos a su muerte, parecía andar sobrado de efectivo. Se había vuelto un espléndido, cuando hasta entonces tiraba más bien a roñoso. Pagaba copas a diestro y siniestro, y hasta invitaba a pastillas y rayitas con cierta frecuencia. Aunque todo esto, y aquí viene la parte más interesante, también podría considerarse como una actividad promocional.

– ¿Quieres decir lo que sospecho? -pregunté.

– Sí, mi sargento -afirmó, satisfecha-. Reconocido por tres de ellos. Iván les vendió en alguna ocasión mercancía. Se había iniciado como camello, por lo menos para los amiguetes. El dato es que tenía acceso a alguien que le vendía más de lo que necesitaba para su propio consumo.

– Pues entonces tenemos al fin un indicio -reflexioné-. La primera pista de que podríamos estar, después de todo, ante el vulgar ajuste de cuentas. Si no fuera por la presencia en el embrollo del coche del concejal.

– Eso parece -dijo Ruth, con expresión concentrada.

– A partir de ahí, eso sí -continuó Chamorro-, los chicos empiezan a hacer aguas. Se vuelven mucho más imprecisos y mucho menos fiables.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Anglada.

– Ninguno me pudo dar razón de quién le vendía la droga a Iván. O estaban al margen de esa faceta de la vida de su amigo o, si alguno la conocía mejor, aquí sí que ha tenido cuidado de callarse. También les hice la pregunta del millón de dólares, cómo no. Por probar, no pasaba nada. Uno optó por decir que no tenía ni idea, me pareció el más sensato de todos. Los otros, sin ningún apoyo concreto, suscribieron la teoría de Margarethe. Que Iván, por alguna razón, se cruzó en el camino de alguien importante, que lo quitaron de la circulación sobre la marcha y que luego el que sea ha movido los hilos para que dos años después el asesino siga suelto. Intenté que me justificaran su afirmación, pero todo lo que me dijeron fue que eso era lo que se decía por ahí, que todo el mundo pensaba eso, y cosas por el estilo.

– No es lo que piensa tu Machaquito -le dije a Anglada.

– No -confirmó.

– ¿Quién es Machaquito? -preguntó Chamorro.

– Uno de los confidentes de Ruth -expliqué.

– Pero bueno, lo suculento viene ahora -anunció Virginia.

– Vamos, tía, nos tienes en ascuas -pidió Anglada.

– Los otros dos -dijo Chamorro-. Rufino Heredia, alias Rufo, y Juan Sandoval, alias Johnny. Honrados comerciantes al por menor. Y el Johnny, un salido de cuidado, puestos a decirlo todo. Para suerte de la investigación y fastidio de la investigadora. El Rufo confirma lo que dicen los amigos de Iván. Que el chico se había metido a intermediario, a pequeña escala. Que aunque era un poco tontaina, había tenido la fortuna de hacer algún buen contacto, porque de la noche a la mañana empezó a pasar material de primera, y a jactarse de que podía traer más. Pero que no le duró mucho, porque fue entonces, o pocos días después, cuando desapareció. Y lo siguiente que supo fue que lo habían encontrado degollado en el parque nacional.

– Lo que me pregunto es en qué limbo vive el gilipuertas de Machaquito para no haberse enterado de nada de todo esto -bufó Anglada-. Voy a tener que decirles a los de Tenerife que se nos ha ido al guano como confidente.

– Y lo mismo puedes decirles de los otros -añadí.

– Ya. Es que Machaquito pasaba por ser el bueno.

– Esperad -dijo Chamorro-. La bomba viene con Johnny. Por cierto, que me ha dado a entender que Margarethe le compra o le ha comprado a él alguna vez el hachís que consume, aunque no creo que esto invalide su testimonio. En fin, no sé si es que en algún momento se le ha pasado por la cabeza la posibilidad de ligar con la periodista; desde luego he tenido que pararle las manos un par de veces, y al final decirle que me iba a tratar de sacarles información a los municipales, para que se me despegara. El caso es que no sólo ratifica todo lo que cuenta el Rufo. Ha llegado más allá, hasta donde el Rufo, por más que le he insistido, no ha querido soltarse. Me ha dado un par de nombres. No dice que sea alguno de ellos el que se lo cargó. Pero que por ahí puedo empezar a tirar del hilo, aunque me ha advertido que él no tiraría, y que ni se me ocurra mencionar que me lo ha dicho él.

– ¿Qué nombres son ésos? -se interesó Anglada.

– Bueno, en realidad lo que me ha dado son sus apodos -dijo Chamorro-. La Cheli y el Moranco. Son pareja, o algo así.

– ¿Te suenan? -le pregunté a Anglada.

Ruth asintió, lentamente.

– Claro que me suenan. Y como esto sea algo más que una quedada de ese Johnny, a alguno va a haber que fundirle los plomos pero bien.

– ¿Quiénes son?

– La Cheli regenta un bar, en la carretera que va hacia el sur. Con un negociete de alterne, cinco o seis habitaciones, nada del otro mundo, y que ya andaba bastante de capa caída cuando yo me fui. El Moranco es o era su compañero sentimental, o como quieras decirlo. Fichado por tráfico, con algún juicio pendiente, y con otros antecedentes por delitos menores.

Decididamente, el asunto parecía derivar hacia el mundo del lumpen. No dejaba nunca de llamarme la atención: cómo era posible que un niño mimado, con dinero por su casa y alternativas de vida, resbalase hacia el sumidero. Pero el caso de Iván no era, ni mucho menos, el primero que me encontraba. De todos modos, era prematuro arrojarse a sacar conclusiones.

– Creo que al menos hoy me he ganado el jornal -dijo Chamorro.

– No nos entusiasmemos -la enfrié-. No nos toca todavía cantar victoria, sino comprobar si ese Johnny te ha pasado información fetén o carnaza para llevarte al huerto. A ti no, a la periodista atontada, quiero decir.

– Es que mira que me extraña -dijo Anglada-. Esto no es Madrid o Barcelona. Aquí todo el mundo se conoce. No puede esconderse tan fácilmente algo así. Si por ahí van los tiros, vamos a quedar como la chata.

– Bueno, ante todo no vamos a precipitarnos -reiteré mi cautela-. ¿Sabes dónde localizar a esos dos pajaritos?

– A la Cheli, en su local, supongo -respondió Anglada-. Al Moranco, no sé por dónde andará ahora, pero nos enteramos rápido.

– Pues ya tenemos tajo para mañana tú y yo, mientras Virginia termina con los que le quedan de la lista.

Nos quedamos contemplando la noche durante unos instantes. En especial Chamorro, que siempre aprovechaba cuando salíamos de Madrid.

– Bonito cielo -observó-. Por algo ponen aquí tantos telescopios.

– Sí -se mostró de acuerdo Anglada-. Pero el espectáculo de verdad es subirse una noche al Roque de los Muchachos, en La Palma.

– Ya lo sé -dijo Chamorro-. Dos mil quinientos metros. Por encima de las nubes, y sin ciudades cerca. Menudo observatorio.

– La Palma -me acordé, de pronto-. Joder, se me ha pasado llamar a Desirée. Recordádmelo mañana, por favor.

– ¿Sigues creyendo que debemos ir a verla? -consultó Anglada.

– Claro. Todo está como estaba. Con más fichas en el tablero, nada más.

Para terminar la noche, Anglada propuso ir a tomar algo al bar del hotel. Chamorro alegó cansancio y se descolgó del plan. Por mi parte, durante un segundo estuvieron a punto de inclinarme a aceptarlo las chispeantes pupilas de Anglada. Pero en última instancia se impuso la prudencia, o la pereza que sentía ante la posibilidad de tener que continuar nuestra conversación donde la habíamos dejado, o sea, en mi conformidad o disconformidad con la vida que me tocaba arrastrar por haberme incorporado a la cofradía del tricornio. Lo más cortésmente que pude, decliné la invitación.

– Qué modositos sois, en Madrid -juzgó Anglada-. Vale, ya veo que no voy a poder corromperos. Pues nada, antes que beber sola, me iré a la habitación y me tragaré alguna gilipollez de las que pongan en la tele.

De modo que, a eso de las doce menos diez, nos disolvimos y cada mochuelo tiró para su olivo. Aquella noche tardé un poco más en dormirme. Por un lado, me ocupó el inventario de las líneas de investigación que teníamos abiertas. Quizá demasiadas, si alguna no empezaba a cuajar pronto. Alguna de ellas, además, me desanimaba bastante. No me apetecía nada iniciar el recorrido consabido entre los delincuentes profesionales. No sólo resultan más instructivos, desde el punto de vista antropológico, los crímenes cometidos por gente corriente. También suele ser más limpia y menos enojosa la investigación. Por otra parte, pensé en el equipo a mis órdenes. Distaba, eso resultaba evidente, de funcionar de manera armoniosa. Chamorro seguía sin tragar a Anglada, aunque lo disimulase, y empezaba a picarme no saber cuál era la razón de su animadversión. Y Anglada era una subordinada doblemente problemática. Por su actitud, que no me lo ponía siempre fácil, y porque, a la vez, no dejaba de excitar mis instintos más comprometedores. La única ventaja que podía apreciar era que se trataba de una situación pasajera. Tan pronto como hubiéramos cerrado aquel caso, el equipo se desharía. Por primera vez, deseé con cierta impaciencia que eso ocurriese.

La mañana siguiente, después del desayuno, nos dirigimos a la casa-cuartel. Allí pusimos al corriente a Nava de nuestras averiguaciones de la víspera. El sargento primero coincidió con Anglada:

– Me preocupa que se nos haya podido colar algo así. Me preocupa un huevo. Como eso sea verdad, voy a poner firme a más de uno.

Las palabras de Nava venían reforzadas por la irritación que transmitía su semblante. Fijándose bien, hasta tenía mala cara. Tan cansada y ojerosa que me vi en la obligación de interesarme por su salud.

– ¿Estás bien? -le pregunté-. No tienes muy buen aspecto.

– No es nada -respondió-. La niña. Anda todavía echando muelas y las noches son un martirio chino. Apenas he dormido una hora del tirón. Lo llevo fatal, porque tengo el sueño ligero y me desvelo en seguida.

Le compadecí. Conocía aquella sensación.

Recabamos los antecedentes detallados de la Cheli, o lo que es lo mismo, María Consolación Requero Antúnez, y el Moranco, que ante el Registro Civil era Florencio José Torres Esteve. La Cheli estaba limpia, y el Moranco no tenía mucho más de lo que recordaba Anglada. Mientras andábamos en ésas, me sonó el móvil. Era la guardia Salgado, en Madrid.

– Buenos días, mi sargento -dijo-. Perdona por el retraso, pero entre la diferencia horaria, y que los diplomáticos no corren si no les achuchas…

– ¿Cómo dices? -respondí, con la cabeza aún en la Cheli y el Moranco.

– El consulado de España en Caracas -me recordó-. Puedo contarte algo sobre ese Máximo Jesús López Delgado por el que preguntabais ayer.

– Sorpréndeme, Salgado -dije.

– No sé. Tú dirás si te sorprende o no. Alguien con ese nombre se inscribió en el consulado el 21 de diciembre de 1982. No duró mucho tiempo en sus registros. Tuvieron que borrarlo el 17 de febrero de 1983.

– ¿Tuvieron que borrarlo?

– Por defunción -precisó Salgado.

– Pues sí que me sorprendes. ¿De qué murió?

– No está claro. Pero si fue de golpe, como parece, me ha dicho la funcionaría del consulado, no debemos descartar que se lo cargaran. Por lo visto Caracas es una ciudad con un alto índice de homicidios.

– Vaya, hombre.

– ¿Quieres que profundice?

Muerto en 1983, pensé. Demasiado tiempo. Ya teníamos una explicación para el hecho de que el padre de Iván no hubiera vuelto a ponerse en contacto con su familia. Pero, ¿podía esperar que su muerte tuviera algo que ver con la de su hijo? No me parecía que fueran por ahí los tiros, aunque tampoco podía olvidarme sin más del asunto. Dondequiera que uno ponía el ojo, en aquel maldito caso, se le abría un fleco. Le pedí a Salgado:

– Intenta que la funcionaría averigüe algo más.

– No va a ser fácil, ya me avisó. Los archivos de esa época no están informatizados. De milagro, dice que ha sacado esas fechas.

– Bueno, trabájatela. Pero tampoco te quemes. Hoy por hoy no es la vía principal de la investigación. Si cambio de idea, te lo diré.

– A tus órdenes, mi sargento.

Me gustaba Salgado, en el sentido más casto de la palabra. Era una chica que le permitía a uno sentir la comodidad del mando.

Desde el propio puesto hice la gestión que se me había olvidado hacer el día anterior. Los del hotel me atendieron en seguida, pero tardé varios minutos en escuchar al otro lado de la línea la voz aguda y cristalina de Desirée Gómez, la hija del ex concejal Gómez Padilla. Le dije quién era y dónde trabajaba. Antes de que pudiera decirle por qué me ponía en contacto con ella, Desirée se adelantó a informarme, con aquella vocecita infantil:

– Sí, ya sé quién es. Papá me dijo que me llamaría.

– Quisiéramos hacerle unas preguntas -dije, dudando si no debía tutearla en vez de tratarla de usted. Pero cuando no lo tengo claro, siempre opto por la formalidad. Igual que jamás me abalanzo a besuquear a una desconocida. No me gusta llevar la soltura hasta el extremo del avasallamiento, aunque eso me haga un poco más extranjero en el país en el que me toca vivir.

– Ya me imagino -dijo, apagada-. Como la otra vez.

– Siento mucho volver a molestarla.

– Bueno, qué remedio. ¿Cuándo van a venir?

– Cuando pueda atendernos. Lo antes posible. ¿Mañana?

– Es que mañana tengo el día libre y había quedado con unos amigos para ir a la playa. ¿No puede ser otro día?

– ¿Pasado mañana?

– Es domingo -advirtió-. ¿Trabajan en domingo?

– Por nosotros no se preocupe. Si el domingo puede, vamos el domingo.

– Sí, el domingo acabo a las tres y media.

– Pasamos a verla al hotel, ¿le parece?

– Está bien.

Durante varios minutos después de colgar, se me quedó sonando en el cerebro la voz de aquella chica. Trataba de imaginar cómo sería ahora su propietaria, y el contraste que seguramente, a juzgar por su reputación, produciría su apariencia con el timbre aniñado e ingenuo de aquella voz. Todos o casi todos los hombres guardan en su memoria la huella, y a veces la herida, de una niña así, una niña que se desdibuja sin prisa en la inexorable fuga del tiempo. También yo guardo alguna, y la tenue música de Desirée, escuchada a través del teléfono, me devolvió por un instante a aquella orilla lejana y recóndita de mi adolescencia. Hasta que el hombre desencantado y renunciador que ahora me habita me llamó al orden y me recordó que lo que me incumbía era formar a la tropa y salir al gris combate cotidiano.

– Saca los billetes a La Palma para el domingo -le ordené a Anglada.

– El domingo. Estás hecho un estajanovista, mi sargento.

– No, Anglada, aprovecho el tiempo, nada más. Cualquier día de éstos me suena el móvil y mi comandante me hace saber que no me ha enviado aquí para hacer turismo. No aspiro a haber resuelto nada para entonces, pero sí me gustaría tener algo más de lo que podría contarle ahora.

– Era broma, hombre. Para Virgi y para ti, los billetes, ¿no?

– Si quieres venir también tú, paga la empresa.

Anglada me dedicó una mirada afectadamente temerosa.

– Si te pido tomarme el día libre para limpiar el piso, lavar la ropa y poner al día la plancha, ¿empeorará mucho tu concepto de mí?

– En absoluto -dije-. No es indispensable que vengas. Y es domingo, después de todo. No me gusta putear a la gente.

– Gracias, mi sargento.

A veces, al deficiente sabueso que soy, le falla la intuición. El que me llamó al móvil, un cuarto de hora después, mientras acercábamos a Chamorro al centro del pueblo, no fue mi jefe, sino el subdelegado del gobierno.

– Buenos días, señor subdelegado del gobierno -le saludé, por protocolo y también por alertar a mis compañeras. Para que se abstuvieran de producir cualquier sonido que pudiera arrojar sospechas sobre la seriedad con que nos tomábamos nuestro trabajo. Las dos enmudecieron al instante.

– No se preocupe, sargento -dijo el subdelegado del gobierno-. No le llamo para meter las narices. Y tampoco quiero robarle su tiempo. Ya me contará usted lo que tenga que contarme cuando lo estime conveniente. En realidad esto es una llamada personal. Sólo quería darle las gracias.

Seguí escuchando, más bien atónito.

– Hablé con mi cuñada anteanoche -agregó-. Le han causado ustedes una impresión magnífica, y por lo que me cuenta la han tratado exquisitamente. Lo dicho, que se lo agradezco. Y perdone que no le llamara ayer, pero tuve un día espantoso. Bueno, no le molesto más. Suerte y buen servicio.

– Qué majo, este chaval -comenté, cuando colgó-. Nos da las gracias. Y eso que todavía no hemos hecho nada.

– En Santa Cruz los viejos de colmillo retorcido hacen apuestas -dijo Anglada-. Ninguno cree que llegue a cumplir un año en el cargo.

– Pues es una lástima, si aciertan -dije, conmovido aún.

Dejamos a Chamorro cerca de la plaza, con el encargo de volver a interpretar el papel de periodista con los testigos que le quedaban de la lista de Margarethe, entre ellos Ramón Velázquez y Jorge Fernández, los dos a quienes la víspera Anglada había interrogado sin mucho fruto. Ruth y yo tomamos la carretera del sur, camino del bar de Consolación Requero, alias La Cheli. Según habíamos confirmado con el sargento primero Nava, seguía regentándolo, y seguía manteniendo relaciones con Florencio Torres, alias el Moranco. Nava tenía razones para suponer que sus negocios marchaban como siempre, no le constaba que hubieran ido a más. El Moranco, según él, era un camello de poca monta, y la Cheli, quien en realidad aportaba los medios de subsistencia de la pareja con el bar y sus anexos. En su opinión, el establecimiento de la Cheli era modesto, pero digno, dentro de lo que cabía. Las chicas, varias sudamericanas y un par de marroquíes, no estaban en malas condiciones. Si llegaba, como sucedía periódicamente, la orden de acosar un poco a los clubes de alterne, no sería el suyo por el que Nava empezaría. Aunque nunca podía uno estar seguro, con gente como aquélla.

El local de Consolación Requero, visto desde fuera, me pareció un sórdido tugurio. Por dentro, lo era aún más. Oscuro, las paredes pintadas en colores que en alguna época debieron ser chillones y ahora sólo eran espesos, la barra y el resto del mobiliario cubiertos de un baño de mugre. Sólo había una mujer, de aspecto magrebí, que barría el suelo desganadamente. Cuando nos vio entrar, se quedó bastante descolocada. Ni era la hora en que solían presentarse clientes, ni Anglada y yo debimos darle mucha impresión de serlo. Anglada se le dirigió, como solía, sin especiales preámbulos:

– ¿Está por ahí la Cheli?

– Momento, siniora -repuso la magrebí, y desapareció por una puerta.

Oímos unas voces. Poco después vino una mujer de unos cuarenta años, cuyos rasgos delataban su inequívoca procedencia sudamericana.

– Buenos días -dijo, un poco untuosamente.

– Hola -dijo Anglada-. Buscamos a la dueña.

– La señora Chelo no está -informó la sudamericana-. ¿Qué se les ofrece a ustedes? Si yo puedo ayudarles…

Anglada meneó la cabeza.

– No lo creo. La buscamos a ella. ¿Dónde está?

– De viaje -dijo la mujer.

– Mira, cariño, no nos hagas perder el tiempo -le aconsejó Anglada, con impostada dulzura-. De viaje dónde. Desde cuándo. Hasta cuándo.

– Y, se fueron hace un par de días. De vacaciones, no sé bien dónde. Marcharon a la Península, eso es todo lo que yo puedo informarle. Y no creo que vuelvan hasta final de mes, no me dijeron de cierto.

– De vacaciones. En febrero -desconfió Anglada.

– Eso me dijeron, señora.

– ¿Con quién se fue? -intervine.

– Con el señor Florencio.

Anglada me observó, con un gesto expresivo.

– Ajá. Así que no sabes por dónde paran -recapituló, mientras asentía-. ¿Y si necesitaras hablar con ella? Si te dijera, por ejemplo, que somos de Sanidad y que vamos a cerrar esta cuadra, ¿adónde la llamarías?

– Tengo el número de su celular. De su móvil, quiero decir.

Anglada la observó, desafiante.

– ¿Hace falta que te lo pida por favor? -preguntó.

La mujer bajó los ojos.

– Aguarde. Ahorita se lo traigo.

Se retiró, en todo momento cabizbaja. Volvió con el número anotado en una servilleta de papel. Mientras nos lo tendía, me fijé en el trazo con que había dibujado aquellas cifras, desparejo y tembloroso. Me adelanté a recoger la servilleta y cuando la tuve en mis manos le pregunté:

– ¿Cómo se llama usted, señora?

– Gladys Sánchez, para servirle -respondió, intimidada.

– Muchas gracias, señora Sánchez, y disculpe las molestias.

Me volví a Anglada y le ordené, secamente:

– Vámonos.

– Pero… -se resistió Anglada.

– Vámonos, he dicho -y eché a andar hacia la puerta.

Una vez en el exterior del local, caminé sin detenerme hasta el coche y me instalé en el asiento del copiloto. Saqué mi teléfono móvil y empecé a marcar aquel número. Anglada abrió la otra puerta y se acomodó, lentamente, en el asiento del conductor. Me miró, con aire de inseguridad.

– El teléfono móvil al que usted llama está desconectado o fuera de cobertura -anunció, con su inalterable e indiferente amabilidad digital, la voz grabada de la compañía telefónica.

– Mierda -dije.

Apreté el botón que cortaba la comunicación. Anglada seguía mirándome. Le busqué los ojos. Por primera vez, me pareció francamente indefensa. Y no ocultaré que al verla así, con aquel gesto de zozobra, me pareció aún más bella y apetecible de lo que me había parecido hasta entonces.

– ¿Qué he hecho mal ahora? -preguntó, quejumbrosa.

Medité lo que iba a decir. Hay ocasiones en que uno se siente propenso a cometer una equivocación, y aquélla era una de esas ocasiones.

– No sé si has hecho algo mal, Anglada -dije, despacio-, aparte de obligar a tu superior a repetirte una orden. Puede que ciertas cosas haya que hacerlas así, como tú las haces. Pero ése no es mi estilo. Y mientras estés conmigo, te agradecería que me dejaras tratar a la gente a mi manera, y decidir cuándo corresponde presionar a alguien con malos modos.

– Con esas sudacas no puedes andarte con tantas ceremonias, mi sargento. Si no las acogotas un poco, no hacen otra cosa que marearte.

– Voy a explicarte algo, Anglada, para ver si me entiendes. Yo nací en el mismo continente que esa mujer. Mi madre tenía pasaporte español, y por eso puedo pasearme tranquilo por la calle, y reclamar mis derechos, y hasta ser funcionario público, en lugar de trabajar sin papeles en un bar de putas, como le toca a ella. Creo que debo dar las gracias, por la suerte que tuve. Pero soy tan sudaca como ella, y no puedo aprovecharme de mi privilegio para maltratarla. No la maltrataría aunque creyera que ha matado a alguien, salvo que me obligara a ello. ¿Lo entiendes o te parezco idiota?

– Yo no sabía -se disculpó-. No tienes ningún acento.

– Llevo más de treinta años aquí, pero ésa no es la cuestión, Ruth. Creo que eres una buena chica. El otro día te acordabas de los niños que se mueren en África, y seguro que estás llena de nobles sentimientos. Pero lo importante es cómo los pones en práctica. Cómo reaccionas cuando tienes a tu merced a alguien más débil. No sé a ti, pero a mí lo que más me jode es pensar que en algún momento puedo ser el instrumento con el que los que tienen la sartén por el mango pisotean a quienes no tienen nada.

Anglada se agarró al volante, con los ojos bajos.

– A lo mejor a veces soy ese instrumento, sin saberlo -dije-. El único consuelo que me queda es esforzarme por no serlo a sabiendas.

– Vale, tienes razón -admitió-. No hacía falta.

– Tampoco tienes por qué estar de acuerdo conmigo. Pero no te permitiré que me arrastres a actuar contra mis convicciones. Por eso te advierto.

– Tienes razón -repitió-. Y yo también tengo mis convicciones. Es una pena que a fuerza de revolver la basura se te gaste la paciencia y las acabes traicionando, pero eso no es excusa. No volverá a suceder.

Inspiró fuerte y alzó el rostro. Tenía los ojos húmedos, los dientes apretados. Sonrió extrañamente. Pensé que ya había vivido aquello. Y como todas las demás veces en que me ha desconcertado el misterio de un alma femenina, un escalofrío me recorrió el espinazo. Miré otra vez al frente.

– Nadie coge el teléfono -dije-. ¿Tienes idea de por dónde seguir ahora?

Anglada tardó unos segundos en responder.

– Creo que sí -respondió, mientras arrancaba.

Pocos segundos después estábamos de nuevo en la carretera, de regreso hacia la capital de la isla. Anglada me contó por el camino su idea.

A Machaquito lo encontramos donde la otra vez. Dejando pasar la mañana en la terraza de un bar. Estaba hojeando la prensa deportiva, que acababa de llegar con el barco, y no pareció muy contento de volver a vernos, aunque en seguida recicló la expresión recelosa en una mueca servicial.

– Hola, doña Ru, cuánto bueno.

Anglada le hizo seña de que se levantara y nos acompañara. Machaquito dejó un par de monedas sobre la mesa y nos siguió, obediente, hasta un banco cercano. Mi compañera le invitó a sentarse, y sin ningún afecto, pero con relativa corrección, le hizo saber que los frutos de nuestras pesquisas nos inclinaban a considerarle un chivato lamentablemente desinformado.

Machaquito se echó hacia atrás, inquieto.

– Mire, doña Ru, nadie lo sabe todo, pero le juro por la memoria de mi madre que yo a usted no le miento.

– ¿Nos miente el otro, entonces? -preguntó Anglada.

– No sé quién es el otro -se encogió de hombros el confidente-. Si me lo dijera, a lo mejor podía hacerme una idea.

– Como comprenderás, no te lo voy a decir.

– Pues no sé. Pero ándese con cuidado, doña Ru, que hay taraos que no tienen conocimiento y se inventan películas sin saber lo que pue pasar. ¿Quién le dice que no se está fiando de uno de ésos?

– A ver. Seamos prácticos. ¿Dónde está el Moranco?

Machaquito frunció la nariz.

– He oído que se ha ido a dar una vuelta por el híper. Con la novia. Tendrá en mente hacer algunas compras para el verano.

– ¿Por el híper? -pregunté, despistado.

– Por el moro. Marruecos, de dónde saca el chocolate y el mote.

– ¿Y para qué crees tú que se ha llevado a la novia? -dijo Anglada.

– No sé. Yo sólo he oído eso. Ni siquiera sé si se la llevó o no.

– Dinos alguien que pueda contarnos más de ellos.

– La Guagua.

– ¿Y quién es ésa?

– La amiga del alma de la Cheli. Trabajó con ella en otra época. La llaman así porque no le importa subir a varios a la vez, usía entiende…

– Entiendo -dijo Anglada-. No soy una monja.

Machaquito alzó las manos.

– No quise yo faltarle, doña Ru…

– ¿Dónde la encontramos?

Machaquito nos dio, cómo no, el nombre de un bar. Era bastante peor que el que le tenía a él como cliente, peor incluso que el de la Cheli. Cuando entramos allí, toda la concurrencia la formaban un par de tipos somnolientos y siniestros, además del que atendía la barra, un sujeto calvo de prominente barriga cuya indumentaria no debía de haber sufrido el asalto del detergente desde la guerra de las Malvinas, como poco. Los restos orgánicos que salpicaban su camisa habían adquirido colores indescriptibles.

Pedimos un par de cervezas. Las echamos en los vasos. Hasta ahí, era factible llegar. Beber una sola gota requería más arrojo del que yo acerté a reunir. Tampoco Anglada se apresuró. Esta vez, por relevarla del trabajo sucio, y nunca mejor dicho, fui yo el que hizo las preguntas:

– Buscamos a una a la que llaman la Guagua.

Silencio entre los circunstantes.

– Nos han dicho que viene por aquí.

Miradas bovinas, turbias.

– ¿No la conocen?

Uno de ellos empezó a frotarse la barbilla.

– ¿Una que tiene el coño muy grande? -preguntó, con aire aturdido.

Anglada reprimió una carcajada. Los otros apenas sonrieron.

– No disponemos de ese dato, señor -dije-. Pero podría ser.

– Hace meses que no se le ve el pelo -nos informó, abúlico.

– ¿Sabe por qué?

– No. ¿Sabéis vosotros?

Los otros dos menearon la cabeza.

– ¿Sabéis dónde vive? -atacó Anglada.

Nueva negación silenciosa, esta vez de los tres.

– Está bien. Muchas gracias -dije.

Pagué las cervezas y le hice un gesto a Anglada. Ni allí había nada que rascar, ni me apetecía seguir husmeando en aquel ambiente durante más tiempo. Ya empezaba a estar harto del paisaje tabernario, por aquel día. No porque me creyera mejor que ellos (todos somos trozos del mismo barro, pobres monos condenados a buscar placer, soportar dolor y tirar adelante, perplejos y desvalidos); sino porque aquél no era mi mundo ni abrigaba la ilusión de incorporarme a él. No me habría sentido menos a disgusto en una recepción al cuerpo diplomático en el palacio de Buckingham.

– Podríamos haberles metido más caña -dijo Anglada, una vez fuera.

– Sí, puede ser -reconocí-. Pero mira, por una vez, tengo un pálpito: estamos perdiendo el tiempo. Por aquí no vamos a ninguna parte. Y si habéis propuesto al Machaquito para alguna condecoración, yo lo pararía.

– No hemos llegado a tanto -rió Anglada.

En ese momento me sonó el teléfono móvil. Era Chamorro.

– ¿Qué tal? -le pregunté.

– De lástima -respondió-, y cabreada. Uno de estos niñatos subnormales acaba de preguntarme si he salido desnuda en la revista alguna vez.

– Gloriosa jornada -dije.

– ¿Qué?

– Nada. Que dónde te recogemos -claudiqué.

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