Mientras el teniente y yo rendíamos pleitesía al subdelegado del gobierno, Chamorro y Anglada esperaban abajo, en el coche. Por el gesto que le vi a mi compañera cuando volvimos a encontrarnos, no me estaba especialmente agradecida por haberle ahorrado el trago de soportar al gran hombre. Y es que, a cambio, había tenido que pasar más de una hora en forzada soledad e intimidad con Anglada, lo que no parecía en modo alguno preferir. Anglada, por el contrario, se mostraba exultante. Daba la sensación de apreciar de veras a Chamorro y de sentir una alegría sincera ante la perspectiva de trabajar con ella, lo que hacía que me intrigase aún más la seca actitud de mi subordinada. Si bien, por diversas razones, no deseaba dejar aquella compañía que llevábamos, que distaba de desagradarme, por otra parte empezaban a entrarme ganas de quedarme a solas con mi adusta Virginia, para tener ocasión de interrogarla acerca de su insólito comportamiento.
El teniente Guzmán, sin embargo, perseveró en su papel de solícito anfitrión. Nos ofreció ir a cenar de tapas.
– Ya que tenéis que quedaros aquí por narices esta noche, habrá que ayudaros a sacarle un poco de jugo a Santa Cruz, ¿no? No es la ciudad más bonita del universo, pero bueno, puede tener su puntillo.
– No queremos que os molestéis -dije-. Tendréis vuestra familia.
– Mi mujer lleva diecisiete años de servicio -repuso Guzmán-. Ya sabe que con su marido no se puede contar. Y aquí Ruth no responde ante nadie.
– Y no me molesta nada ir a tomar algo con vosotros -dijo Anglada.
La mayoría de las guardias que conozco, cuando ofician de tales, uniformadas o no, hacen esfuerzos por no ostentar su feminidad. Eso no quiere decir que se vuelvan masculinas, como algún necio se adelantará a deducir, sino, simplemente, que impiden que aflore demasiado la mujer que son. Pero Anglada no debía de considerar necesaria semejante cautela. Al pronunciar la última frase, había puesto su aliento de hembra en cada palabra, y sobre todo, en aquella mirada que insistía peligrosamente en atravesarme, como el alfiler atraviesa la mariposa para clavarla en la cartulina donde quedará expuesta a la contemplación de los interesados y también de los indiferentes. Lo que me costaba discernir era si Chamorro, que me escrutaba con un gesto severo e inquietante, podía contarse entre los primeros o entre los segundos. Y con esa ominosa duda corroyéndome, movido en parte por la urbanidad, pero también porque me apetecía, acepté la invitación.
Fue una noche agradable, en términos generales, pese al reproche continuo que constituía la envarada presencia de Chamorro, quien ni siquiera con un par de vinos logró relajarse mucho. Me caía bien Guzmán, y me aliviaba de veras que no me recibiera como a un enemigo y tuviera aquel empeño en mostrarse amable y colaborador. En cuanto a Anglada, aunque más bien habría debido preocuparme, me gustaba constatar que era una de las mujeres más atípicas e interesantes que me había encontrado en la empresa. Había algo en ella que me parecía difícil de casar con la idea de que era una guardia. No habría podido decir qué, porque procuro no apresurarme a creer que uno ha de ser de determinada forma por el hecho de que la vida le lleve a estar aquí o a trabajar allá, aunque sólo sea porque a menudo he sido víctima (y también beneficiario) de tal simplificación. Pero, si se me permite usar la misma expresión que Kafka usara a propósito de Kierkegaard (y así, de paso, me complazco en descolocar a quienes tienen su idea manida de lo que debe leer un sargento de la Guardia Civil), algo me hacía pensar que Anglada no estaba del mismo lado del mundo que las demás guardias que me había tropezado. Y averiguar en qué sentido y hasta qué punto eso era así, me parecía, no lo oculto, un bonito incentivo para encarar con cierto afán mi inmediato futuro. Eso es todo lo que un hombre como yo le pide a la vida: tener algo estimulante en lo que ocupar las próximas dos semanas. En otra época fui mejor, tenía un proyecto. Pero desde hace algunos años, quizá demasiados, lo único que me hace mirar más allá es que engendré un hijo que espero que recorra un largo camino y al que me gustaría tener ocasión de acompañar, durante el trecho en que pueda serle de alguna ayuda.
Entre los aspectos que hicieron placentera aquella expedición por el ambiente de Santa Cruz de Tenerife estuvo el gastronómico. Guiándonos por el criterio experto de Guzmán, natural de Ciudad Real, pero con dos décadas de servicio en el archipiélago y ya casi canario de alma, optamos por las especialidades locales y nos mantuvimos al margen de cualquier sofisticación. De hecho, de todo lo que pedimos, mi paladar se inclinó por los dos manjares más simples: el queso palmero asado y las papas arrugadas con mojo rojo y mojo verde. Lo de las papas y el mojo, que recordaba vagamente de mi anterior estancia allí, iba a convertirse en una adicción en los días sucesivos. Al principio pelaba las papas, pero al verme Guzmán me advirtió:
– Aquí sólo pelan las papas los turistas.
Deduje que se trataba de una grave falta de etiqueta, o peor aún, de gusto, y a partir de entonces empecé a comerlas con la piel, lo que en efecto resultaba mucho más sabroso. Mientras hundía papa tras papa en el mojo, alternando el rojo con el verde, notaba la mirada admonitoria de mi compañera siguiendo cada uno de mis poco ascéticos ademanes. Chamorro no probó las papas, ni el queso palmero, y preferí abstenerme de insistirle para que lo hiciese. No quería dar lugar a hacerla parecer más violenta de lo que ya de por sí se la veía. Comió un poco de ensalada y un par de trozos de jamón, y luego, eso sí, un dulce autóctono elaborado con almendra. Con aquello, pensé, su cerebro dispondría de la glucosa suficiente para funcionar en condiciones y para que no debiera preocuparme por su rendimiento. En realidad, como superior jerárquico suyo, sólo ese extremo me incumbía.
Por muchos signos se advertía que no estábamos en la Península. No sólo por la tibia noche primaveral en mitad del invierno, o el esplendor de las muchas plantas que se veían por doquier y que en Madrid resultaban desconocidas. Lo que más intensamente marcaba la diferencia era quizá el suave y cansino acento con que hablaba la gente, y sobre todo el ritmo al que se vivía y se trabajaba. Hubimos de aguardar fácilmente media hora, antes de que nos fuera dado ver en la mesa el primer plato de comida. Yo procuré hacerme de buen grado a los usos del lugar, e incluso buscarles el aliciente. Es la ventaja que tiene vivir siempre sintiéndote un poco extranjero, sin llegar a reconocer del todo ningún sitio como tu hogar. Te vuelve curioso y despegado, y naturalmente comprensivo. A Chamorro, en cambio, parecía exasperarla la invariable cachaza con que se movía el personal. Acabó exteriorizando su disgusto cuando comprobó que la tónica se mantenía incluso en el bar de copas en el que recalamos al final de la velada.
– ¿Son siempre así de lentos? -preguntó, inquieta, o quizá concentrando en esa cuestión un malestar ajeno a la parsimonia del camarero.
– No -repuso Anglada, sonriente-. Esto es Santa Cruz, donde actúan los camareros más rápidos de las islas. En La Palma son aún más lentos. Y en La Gomera ni te lo imaginas. Llegan a olvidarse de ti, como te descuides.
– Está exagerando un poco -anotó el teniente-. Pero la verdad es que aquí se tiene otro sentido del tiempo. No encontrarás a muchos con un cohete en el culo, como toda esa gente que se ve corriendo por Madrid.
– Un síntoma de inteligencia -opiné-. Cuanto más corres, menos tiempo vives. No porque mueras antes, que normalmente también, sino porque el tiempo pasa más rápido, y sobre todo, le sacas menos provecho.
– Me sorprende esa filosofía en alguien de Madrid -dijo Guzmán-. Habría jurado que allí todos creen que la vida les cunde más que a nadie.
– Bueno, el zapatero que trabaja deprisa hace más zapatos, sí -dije-. Eso es bueno para el que se los calza o los vende. Pero no necesariamente para el zapatero. Se trata de decidir qué vale más, el zapatero o el zapato.
– Parece bastante claro, ¿no? -afirmó el teniente.
– Por lo menos -concedí-, no caben muchas dudas acerca de cómo ha resuelto esa cuestión la civilización occidental: en favor del zapato. Lo que a mi juicio resulta un poco más dudoso es si la razón está del lado de quienes promocionan el modelo triunfante o de quienes se resisten.
– ¿Tienes dudas, realmente? -preguntó Guzmán, con aire socarrón.
– Con el corazón lo veo claro -dije-. El corazón dibuja una línea recta y se acabó. Pero el cerebro va de otro modo. Al cerebro le gustan los laberintos. Lo que dice el cerebro es que este sistema, a la vez que produce infartados y especuladores de toda índole, disminuye la mortalidad infantil. Y entonces le tiende una trampa al corazón. ¿Cuánto vale la sonrisa de todos los niños que gracias a la prosperidad económica ya no tienen que morirse?
– Se siguen muriendo los niños a espuertas, ahí, en ese continente que tenemos justo enfrente -intervino Anglada.
– Si se lo dices al que gobierna el negocio te dirá que la culpa la tienen, precisamente, la abulia de sus padres y su incapacidad para imitarnos.
– Lo que es una canallada, después de chuparles la sangre.
– Desde luego. El sistema estimula la eficacia, no la piedad.
– ¿Y eso te parece aceptable?
La observé. No había ningún reproche en su mirada, tan sólo una juguetona expectación. Parecía complacerse en forzarme a exhibir mis ideas y buscarles las vueltas. Pero yo también estaba jugando, así que seguí:
– En conciencia, no lo acepto. En la práctica, sí. Como la mayor parte de la gente que vive en el lado cómodo del mundo. Cada cuatro años acude a votar masivamente a quienes simpatizan o contemporizan con esa manera de organizar el cotarro. Y los que no votan, consienten de una forma o de otra. Nadie está muy disconforme con chupar del caño gordo del embudo.
– Bueno, ahí están los antisistema, ¿no? -objetó.
– Unos pardillos, en el mejor de los casos. Después de quemar las calles de la ciudad de turno, siempre delante de las cámaras de televisión, conectan el móvil y llaman a la novia para contarle la hazaña. Han puteado a los polis, los bomberos y los empleados de la limpieza, pero en ningún momento perjudican al enemigo, que es quien tiene las televisiones y las empresas de teléfonos móviles. Cada palabra que le dicen a la novia es dinero que le meten en el bolsillo. Y el enemigo, claro, se ríe a mandíbula batiente.
Chamorro, que había permanecido más bien ausente, rompió en ese instante su silencio. Antes de que abriera la boca, ya sabía que no iba a aplaudirme, pero me pilló de improviso la dureza con que sentenció:
– No hagáis caso de nada de lo que está diciendo. Aunque trate de parecer un corrosivo, luego es como la madre Teresa de Calcuta.
– ¿Y eso? -preguntó Anglada, ostensiblemente divertida con el giro que mi compañera acababa de imprimirle a la conversación.
– En el fondo, ahí donde lo ves, no hay nada que le tire más que socorrer huérfanos, consolar viudas y confortar madres. Incluidas las de los asesinos. Les da su número de teléfono para que lo llamen cuando los hijos lo pasan mal en la cárcel. Y entonces va a visitarlos. Les lleva revistas.
– Vaya -observó Anglada-. Aunque no me choca.
De pronto, me sentí no sólo en fuera de juego, sino profundamente estúpido. Y el caso era que me estaba bien empleado. Siempre me lo digo, que mi oficio consiste en observar y escuchar, y no en lucirme ni escucharme. Pero en cuanto uno se descuida, el idiota vanidoso que lleva dentro se pone a pavonearse ante el auditorio. Sabía por qué lo había hecho aquella noche. Miraba a los ojos negros de Anglada, atentos y chispeantes, y en ellos tenía la explicación. Siempre me parecía mentira: que después de tantos tropiezos, después de haberme juramentado tantas veces para atarme corto los instintos, a la menor se abriera una rendija y me fallara la voluntad. Pero lo que más me avergonzaba era haberme puesto a discursear delante de quien tenía el mejor mazo para pulverizarme, quien después de tantos meses y horas de trabajo en común me conocía lo bastante como para dejarme con el culo al aire en cuanto le diera la gana. Me sorprendía, de todos modos, que Chamorro usara el mazo. No era su costumbre, delante de terceros.
Por fortuna, en ese preciso momento llegó, al fin, el camarero con las bebidas. La mía era vodka con limón, que es algo en lo que siempre se puede confiar, relativamente, y que no negaré que me venía al pelo. El vodka resulta de gran ayuda para sobrellevar la sensación de ridículo.
– Pues bien mirado -dijo Anglada, después de largarle un buen sorbo a su gin-tonic-, yo creo que lo ideal es vivir en un lugar como éste. Con todos los beneficios y ventajas de la civilización moderna, y a la vez sin haber perdido del todo el sentido antiguo de la vida y del tiempo. Cuando hablo con mis primos y mis primas de Valencia, me dan lástima. Trabajan como burros, y no tienen más cosas ni mejores que las que tiene la gente aquí.
Aunque Chamorro parecía haberse replegado de nuevo a su hosco mutismo anterior, el correctivo que acababa de infligirme había logrado quitarme las ganas de seguir mariposeando. Preferí cambiar de táctica e invitar a nuestros anfitriones a llevar el peso de la conversación:
– Y vosotros, ¿tenéis mucho trabajo?
– Bueno, la verdad es que solemos estar bastante pringados, lo que aquí nos convierte en los tontos del pueblo -respondió Guzmán-. Somos pocos y llevamos cuatro islas. A veces llegas a las dos de la mañana de levantar un muerto en el Hierro, cagándote en todo, y te suena el teléfono y te dicen que tienes que ir a levantar otro en La Palma. Una alegría. Y la mujer, encantada. No te cuento lo que me llama en esos momentos, porque hasta Anglada, que jura como un camionero, se me podría escandalizar.
– La putada es que sean cuatro islas -dijo Anglada-. Por lo demás, la gente no mata mucho por aquí. Son tranquilos hasta para eso.
– Sí -corroboró el teniente-. El índice de homicidios es más bajo que en la Península. Lo que le va aquí al personal es suicidarse.
– ¿Ah, sí? -pregunté, extrañado.
– Sí, y sobre todo a los palmeros -dijo Anglada, risueña.
El teniente asintió.
– Es verdad, en La Palma se suicidan muchísimo. Cuando la gente ve la isla le sorprende, porque es un lugar especialmente agradable y acogedor. Pero parece que hay una explicación científica y todo. El agua.
– ¿El agua? -preguntó Chamorro.
– Por lo visto tiene muy poco litio -explicó Anglada-. No me preguntes por qué, pero resulta que la falta de litio hace que te deprimas y que acabes tirándote del primer lugar alto por el que pases. Y para colmo, eso, en La Palma, está chupado. Porque puentes y barrancos hay por un tubo.
– De todos modos, no te vamos a engañar -dijo Guzmán-. La inmensa mayoría de las muertes las resolvemos en un par de días, como mucho. Es la ventaja que tiene el entorno insular. Son comunidades cerradas, muy pequeñas a veces, donde todo el mundo se conoce. Y si sabes pegar la hebra a la gente y caerle bien, no te esconden nada. Largan con facilidad.
– Lo complicado, en algunos pueblos de las montañas, es llegar a entender lo que te dicen -precisó Anglada-. Al principio yo lo llevaba fatal. Les hacía repetirme todo tres veces y se me acababan cabreando.
– En cualquier caso -dije-, aquí entra y sale mucha gente todos los días. Los que vienen de vacaciones, me refiero. Eso os dará algún problema.
– Eso es lo que menos problema da -respondió el teniente-. Cuando una horda de hooligans se enreda a botellazos y terminan matando a uno, el culpable suele estar con la cabeza abierta tres calles más allá, o en el ambulatorio. Los demás turistas si acaso se matan resbalando en la piscina del hotel, lo que tampoco exige un gran esfuerzo investigador. Otros extranjeros son los propietarios, principalmente alemanes. Ésos lo tienen clarísimo. Se encierran en su búnker y no quieren saber nada del mundo exterior. Si por casualidad matan a alguno, ya puedes contar con que lo ha hecho otro de ellos. Con los indígenas no buscan tener el menor roce. Y viceversa.
– Bueno, en este caso el muerto era medio alemán -recordó Chamorro.
– Y medio canario -completó el teniente-. En los mestizos pesa más lo segundo. Ya veréis a la madre. No tiene ni un tornillo en su sitio, pero puede decirse que está bastante integrada. Habla como una gomera auténtica. Son una minoría, pero son. Los guiris que han cortado amarras y se han mezclado. Y en cuanto al chaval, por lo que sabemos de él era un isleño más. Había nacido allí, y desde pequeñito había tenido trato con los paisanos. Mucho trato, en realidad. Desde los seis o los siete años, por lo visto, pasaba más tiempo en la calle que en su casa. La madre tampoco se aburría, y aunque ahora esté embarcada en una cruzada para que se le haga justicia, cuando el niño estaba vivo no consta que fuera demasiado maternal.
En ese momento, sonó un teléfono móvil. Tenía el pitido muy estridente, tanto como para que pudiera oírse en el local, donde la música no estaba excesivamente alta, pero el ruido de la gente era considerable. Chamorro dio un respingo y sacó de su bolso un aparatito plateado, bastante mono. Debía de ser nuevo, porque no se lo había visto antes. Quizá un regalo.
– Sí -dijo, tras abrirlo-. Sí, un momento, que me salgo. Perdonad.
Se puso de pie y salió fuera del local como una exhalación. El teniente y Anglada la miraron irse, un tanto intrigados. Nada me exigía darles información, pero juzgué apropiado justificar la espantada de mi compañera:
– Debe de ser el novio.
Anglada sacudió la cabeza.
– Anda, ¿tiene novio, la Virgi? Qué jodida, no me ha dicho nada.
– Bueno, lleva poco tiempo.
– ¿Y quién es?
Ya me fastidiaba verme otra vez dando cuenta de la vida sentimental de mi compañera. Bebí un trago largo de vodka y dije:
– No sé quién es. Sé lo que hace.
Anglada sonrió con astucia.
– Guardia -apostó.
– Bingo -confirmé.
– ¿Dónde?
Le sostuve la mirada. No quería parecerle antipático, pero tampoco que se sintiera autorizada a llevar aquel interrogatorio hasta el infinito.
– En Madrid. Y si quieres saber algo más se lo preguntas a ella. Perdona, pero no me gusta chismorrear sobre la vida personal de la gente.
Anglada alzó las manos.
– Entendido. El resto me lo imagino. No deben de estar pasando un buen momento, y por eso a la chica se la ve tan tensa. ¿Es eso?
– Mis labios están sellados, Anglada -la repelí.
Justo entonces empezó a sonar una canción a todo volumen. Anglada tardó un par de segundos en reconocerla. Luego se echó a reír e hizo una seña al tipo de la barra, que a su vez le respondió guiñándole un ojo.
– Qué cabroncete -dijo-. Bueno, en realidad es un tío majo. Sabe que me gusta y siempre que vengo me la pone.
La canción tenía un ritmo travieso y verbenero. Anglada seguía la música con la cabeza y la letra con los labios. A mí, por el contrario, no me sonaba en absoluto. Escuché lo que en ese momento decía el cantante:
Desde pequeño empezó a alucinar
soñaba con ser como Starsky o Hutch
los polis de peli le hacían flipar
una barbaridad
Romero el madero ha quedado en el bar
con toda la pasma de la ciudad
bebiendo y fumando no paran de hablar
de su virilidad
– Romero el madero, de Ska-P -informó Guzmán-. Aquí la demente ésta se la canta a los pasmas siempre que tenemos que verlos para algo.
– Se ponen como motos, no tienen ningún sentido del humor -dijo Anglada, mientras sacudía los hombros al compás. Aquí tendré que decir que los llevaba descubiertos, que estaban bronceados y que mis pensamientos al verlos agitarse eran poco compatibles con la disciplina castrense.
Mientras tanto, la canción proseguía:
Al tío Romero le gusta sentir
su porra estrellada contra una nariz
si corre la sangre se siente muy bien
cumple con su deber
En eso, vi venir de regreso a Chamorro. Su semblante no aparecía precisamente más relajado que antes de recibir la llamada. Comprendí que era el momento menos indicado para hacerle reparar en aquella canción.
– Deberías escribirles, Anglada -dijo Guzmán-. Les ibas a provocar una crisis de identidad, cuando supieran que tienen una fan picoleta.
– Me mola la música -repuso Anglada-, me mola que se metan con los maderos y sobre todo con los chulos de los antidisturbios.
– Sugiero que cambiemos de tema -dije, una décima de segundo antes de que Chamorro volviera a sentarse a la mesa.
– ¿Por qué? -preguntó Anglada.
– Por qué qué -dijo Chamorro.
– Nada -improvisé deprisa-, decía que no me va mucho esta música. Un poco pachanguera, para mi gusto.
– ¿Quiénes son?-preguntó mi compañera, u
– Ska-P -informó Guzmán, resignado.
– Ah, es verdad. ¿Qué es, del último? ¿Cómo se llamaba? Planeta…
– Planeta Eskoria -completó Anglada, con la rapidez de una conocedora-. No, ésta es una de las antiguas. No me acuerdo del nombre del disco.
– Es divertida esta música, para bailar -opinó Chamorro. ¿Trataba de aflojar un poco, o era por llevarme la contraria? Bebió un trago generoso de su bebida, whisky con cocacola, y empezó a moverse en el asiento.
Coincidí con el teniente. Para los Ska-P habría sido un shock escuchar a dos guardias hablando de su discografía y bailando Romero el madero. Para mí también era una sorpresa descubrir que Chamorro conocía y gustaba de esa música. De vez en cuando, por señales como aquélla, me percataba de que ella pertenecía a otra generación. Una generación de gente que aceptaba sin inmutarse cualquier cosa, como por ejemplo ser policía y encontrar divertidas las canciones de tono subversivo. A mí también me divertían, pero siempre me había empeñado en creer que lo mío era un toque excéntrico, algo que me distinguía de la rígida solemnidad de mis congéneres. Con su naturalidad, Chamorro y Anglada dejaban en evidencia mi tonta presunción. Y lo que era más doloroso: lo obtuso que me volvían los años.
Nos pusieron el disco hasta el final, lo que nos permitió oír, entre otros, temas como Cannabis y Sexo y religión. Aunque hasta no hacía mucho, según me constaba, Chamorro había acudido a misa los domingos, escuchó sin despeinarse, incluso sonriendo, aquel nada católico estribillo:
Disfruta de la vida y afollar que son dos días
y que nadie te reprima, rebelión
contra la hipocresía
En una de esas extrañas elucubraciones a las que uno se da de noche y con un par de copas, pensé en la parte que podía tocarme de responsabilidad en la paulatina paganización de mi compañera. Estaba claro que ni por mi carácter ni por la actividad que conmigo realizaba, le ofrecía un buen ejemplo de vida cristiana. Y se me ocurrió que, en caso de existir Dios, hipótesis que no tenía elementos suficientes para descartar, aquélla sería otra falta apuntada en la página de la libreta negra que iba a condenarme al infierno o, en el mejor de los casos, a algún departamento inferior del purgatorio.
A eso de las dos y media, nos dejaron en el hotel. Al día siguiente debíamos coger el barco a La Gomera y si queríamos aprovechar mínimamente el día teníamos que madrugar. Vendrían a recogernos. Guzmán propuso:
– ¿A las ocho?
– Con eso llegamos al barco de las nueve y algo, y entre diez y media y once estamos allí -calculó Anglada.
– Muy bien, a las ocho -dije-. Muchas gracias por el entretenimiento.
– De nada, hombre -dijo Guzmán-. Un placer.
– Que descanséis -añadió Anglada, con un deje equívoco en la voz.
Antes de entrar cada uno en su habitación, traté de averiguar lo que le sucedía a Chamorro. No era el lugar más apropiado, un pasillo de hotel, pero no siempre puede uno escoger el escenario óptimo.
– Perdona si me meto donde no me llaman -dije, cautelosamente-, pero has estado un poco rara todo el día.
– Pues anda que tú -replicó.
– ¿Yo?
– Por dónde quieres que empiece -dijo, irónica-. Has citado dos veces la cartilla del guardia civil, has largado sobre el tabú de tu época en el Norte…
– Vale, Chamorro. Hablo en serio.
– Y yo.
– ¿Tienes algún problema?
– Ninguno del que me apetezca hablar.
La sonrisa se le había esfumado del rostro.
– Está bien, tus asuntos son tus asuntos. Allá tú. Pero hay otros que me afectan, sobre todo de cara a los días que tenemos por delante. ¿Qué coño te pasa con Anglada? Parece que te hubiera robado un novio.
A veces uno es así de imbécil, pone justo el único ejemplo que no debería poner. Según Freud, es el enanito vengativo del inconsciente, que quiere castigarte por algo. Sea lo que sea, cuando pasa, tiene mal remedio.
– Verás -repuso Chamorro, mordiéndose la lengua-. A lo mejor un día te lo digo. Pero por ahora, no. Ni es el momento ni el lugar para contarte lo que pasa en una camareta femenina de la academia de guardias.
Confieso que mi curiosidad resultó al punto excitada en grado máximo. Pero ya se veía que no iba a satisfacerla en seguida y que además, por la naturaleza del asunto, carecía de autoridad para exigir que se me revelase nada. Opté por la única vía posible, velar por las necesidades del servicio:
– Bien. Tampoco me meto en eso. Pero tendrás que pensar si estás en condiciones de trabajar con ella. Si llegas a la conclusión de que no puedes, habrá que relevar a alguna de las dos. Y te hago notar que no tengo la posibilidad de obligar al teniente a que me asigne a quien a mí me apetezca.
– Recibido. A tus órdenes, mi sargento. Buenas noches.
El ruido que hizo su puerta al cerrarse fue un broche poco alentador para aquella jornada. Algo fuera de lo común le ocurría. Nunca la había visto así, nunca había permitido que sus problemas repercutieran en el trabajo. Con la preocupación corroyéndome, me desvestí y me metí entre las sábanas.
Lo último en lo que pensé antes de dormirme, sin embargo, fue otra cosa. Debo reconocerlo, aunque resulte en cierto modo vergonzante. Pensé que al día siguiente iríamos con Anglada a La Gomera, y que podría seguir mirando de hito en hito sus ojos negros. Para qué mentir. Me hacía ilusión.