Capítulo 18 UNA SOLA DIRECCIÓN

Pasaban un par de minutos de las siete y media cuando nos reunimos con Azuara y Morcillo en un bar de la plaza. Su informe, después de varias horas y media docena de entrevistas, podía resumirse muy brevemente, y Morcillo, que no era propensa al derroche, obró en consecuencia:

– Nadie conoce a esa rubia. Fuera cual fuera la relación entre los dos, creo que tenemos que deducir que era muy reciente.

Medité sobre esa idea, y sus posibles implicaciones de cara a la investigación. Si ninguno de sus amigos había visto nunca a Iván con aquella chica, si la única que podía reconocerla, y no con seguridad, era Desirée, que estaba además en La Palma, parecía evidente que aquélla no era una pista llamada a ofrecer resultados inmediatos. Y había otra que estaba mucho más caliente. Decidí olvidarme por el momento de la rubia y concentrar todos los esfuerzos en lo que ahora me quemaba. Les puse en antecedentes:

– Nosotros hemos dado con algo, aunque todavía lo tenemos que confirmar. Parece que el Moranco es más importante de lo que hemos creído hasta aquí, y que está en relación con otro pájaro más importante aún. Da la impresión de que no nos hemos enterado de nada hasta ahora porque alguien ha impuesto una ley del silencio que alcanza a nuestros propios confidentes. Hace media hora quedamos con uno que ha faltado a la cita.

Morcillo me escuchaba con atención. Nunca había sido partidaria del móvil del ajuste de cuentas entre traficantes, pero eso no quitaba, interpreté, para que lo asumiera disciplinadamente si su superior se lo pedía.

– Chamorro y yo vamos a seguir un hilo que acaban de darnos -continué-. Lo que quiero que hagáis vosotros es moveros por todas partes, preguntando al mayor número posible de gente por el Moranco y la Cheli. Empezad por el local que tienen en las afueras, que ahora estará ya concurrido de clientes. Y luego seguid por los sujetos de la lista que os va a pasar Chamorro. Pero no dejéis de preguntarle a cualquiera, en cualquier bar. Y sacadle la placa a todo el mundo, y si a alguno lo veis nervioso le dais caña. Quiero que en toda la puta isla se sepa que la Guardia Civil está buscando a esos dos.

– A tus órdenes, mi sargento -acató Morcillo.

– Pero por favor, tened cuidado. Que uno pregunte y el otro ande atento y cubriendo siempre las espaldas.

– Descuida. Aquí éste, además de buena vista, tiene buen oído.

– Pues en marcha.

Morcillo, siempre seguida por Azuara, subió al coche y lo puso al instante en movimiento. Aunque no conducía tan al límite como Anglada, tampoco se andaba con melindres. Al pensar en Ruth, una ráfaga de recuerdos vino a turbar mi serenidad. Pero me la sacudí en seguida y cogí el teléfono.

Llamé al teniente Guzmán, para ponerle al corriente de los últimos acontecimientos. En eso habíamos quedado, de forma que él, a su vez, pudiera tener siempre informado al subdelegado del gobierno, en caso de necesidad. Después de hacerle el resumen de noticias, le pregunté si por casualidad sabía quién era el propietario del hotel que nos había dicho Johnny.

– Ni idea, Vila -respondió-. Eso, alguien de la propia isla.

– Bueno, le preguntaré a Nava.

– Lo que parece es que os está cundiendo -dijo.

– A ver, mi teniente. Yo no afirmo nada hasta que no lo compruebe.

– ¿Te hacen falta refuerzos? El subdelegado del gobierno me ha dicho que moviliza lo que le pidamos.

– No, creo que con los que estamos aquí es suficiente.

Tu gente es buena, aunque eso no hace falta que te lo cuente yo.

– Te agradezco que me lo cuentes, en todo caso.

– Seguimos. A tus órdenes.

– Espera un momento, Vila. ¿Puedes?

Por espacio de unos diez segundos, se hizo el silencio en la línea, apenas roto por el rumor de alguien que hablaba con Guzmán en voz no muy alta.

– Acaban de pasarme un fax -regresó la voz de Guzmán-. Te va a gustar lo que dice. Es del laboratorio, en Madrid. Coincidencia morfológica y de color entre las dos muestras de cabello. La de hace dos años y la de ayer. El análisis de ADN tardará un par de días, pero nos dan esperanzas. Por lo que se ve, han podido extraer del bueno en alguna de las muestras.

No dije nada. Debía asimilarlo, aún. Si era cierto lo que Guzmán suponía, teníamos la firma del asesino. Siempre puede obtenerse del cabello ADN mitocondrial, pero eso sólo sirve para descartar al sospechoso, en caso de divergencia, o para dar una alta probabilidad, en caso de que coincida. Sin embargo, si hay ADN del que Guzmán llamaba bueno, es decir, nuclear, lo que requiere que el cabello no sólo tenga la raíz, sino también que al desprenderse se encuentre en unas condiciones determinadas, la identificación puede realizarse con una probabilidad superior al 99,9 por cien.

– ¿Qué te parece? -preguntó.

– Que andamos de suerte -opiné-. Que no es tan listo. Y está nervioso.

– Dale, Vila. Le estás pisando los talones. Ahora no cabe duda.

Apenas perdí un minuto en comunicarle la noticia a Chamorro y celebrarla. Marqué el número de la casa-cuartel, pero cuando iba a llamar, mi teléfono móvil se apagó súbitamente. Tardé en comprender lo que había pasado.

– Batería a cero. Déjame el tuyo -le pedí a Chamorro.

Mi compañera, antes de entregarme su aparato, tuvo que encenderlo. Seguía llevándolo desconectado, ya sabía por qué. En cuanto volvió a la vida, se puso a pitar desaforadamente. Tenía un montón de mensajes.

– Pasa de ellos -dijo, mientras me lo tendía-. Luego los borro.

Iba a marcar otra vez el número de la casa-cuartel cuando experimenté una repentina iluminación. Saqué mi cartera y rebusqué en ella hasta encontrar la tarjeta en la que el ex concejal me había apuntado su teléfono.

Le llamé. Mientras sonaba el tono, le dije a Chamorro:

– Acaba de ocurrírseme un atajo.

Mi compañera escuchaba intrigada.

– Sí -atendió la llamada el propio Gómez Padilla.

– Juan. ¿Cómo está usted? Soy Vila, el guardia.

– Ah, sargento. Cómo está. Mal, supongo. No sé qué decirle que no sea inútil. Imagino que ha sido un golpe duro.

– Ya ve. Pero estamos tratando de remontarlo, no nos queda otra. Y a lo mejor nos puede ayudar.

– Si puedo, lo haré. No lo dude.

Le di el nombre del hotel que nos había dicho Johnny.

– Lo conozco, sí, ¿qué pasa con él? -inquirió.

– ¿Conoce también a su dueño?

– Un poco, sí. Es difícil no conocerle.

– ¿Y diría que ese hombre le aprecia?

Gómez Padilla se tomó aquí un instante, antes de responder.

– No, no lo diría. ¿Adónde quiere ir a parar?

– No se lo puedo decir aún. Pero le agradecería que me facilitara el nombre de ese individuo, me contara lo que sepa de su vida y milagros y, si no es abuso y dispone de alguna información, me indicara dónde cree que podría encontrarlo en caso de que quisiera hablar ahora mismo con él.

El ex concejal, llegado a este punto, no podía dejar de sacar conclusiones. Era el riesgo que corría, pero creí que merecía la pena. Por lo pronto, Gómez Padilla accedió a mi petición. Cuando me despedí de él, apenas diez minutos más tarde, tenía en la cabeza un perfil, si no fiel (eso debería contrastarlo, como todo), sí bastante pormenorizado de aquel tipo. Y tenía también una dirección, la de su presunto centro de operaciones.

– ¿Qué? -casi me imploró Chamorro, devorada por la curiosidad.

– Se llama Pascual Pizarro, aunque los amigos, como los enemigos, prefieren llamarlo PP. Es promotor inmobiliario, hotelero, tiene una empresa de transporte marítimo. Gómez Padilla le denegó licencias para algunas tropelías en el litoral. Un par de ellas las está haciendo, ahora.

– No entiendo nada -dijo Chamorro-. ¿Y qué podría tener que ver alguien así con todo esto? ¿No estarán tratando de despistarnos?

– No lo sé, Chamorro. Estoy pensando demasiadas cosas a la vez como para poder elegir una y decírtela. Me ha dado una dirección donde cree que podemos encontrarle. Vamos allá y le probamos el temple.

– ¿Tú crees?

– No perdemos nada.

– A lo mejor es peligroso.

– Pues montamos la pistola antes de llamar. Y ya sabes, serenos en el peligro, que es lo que nos toca por ser tan capullos y meternos a esto.

El móvil de Chamorro empezó a sonar.

– Oh, no -dijo.

Examiné la pantalla del aparato. Indicaba el número desde el que estaban haciendo la llamada. Se lo mostré.

– ¿Es él?

– Apágalo, anda.

Me quedé mirando el número. Apreté la tecla de descolgar.

– ¿Qué haces? -susurró Chamorro.

La tranquilicé con la mano.

– Dígame -respondí.

– ¿Virginia?

No me gustaba su voz, aunque eso ya podía preverlo. Denotaba la falta de estilo y de discernimiento que caracteriza al varón desairado.

– ¿Quién es usted? -pregunté, calmosamente.

– ¿Quién es usted?

– ¿Va a repetir todas mis preguntas?

– Quiero hablar con Virginia, ¿quién coño eres tú?

No respondí en seguida.

– Para ti, si no aprendes modales, el aliento de Satanás.

– ¿Qué?

– Voy a explicarle una cosa, cabo. Conozco su nombre, el de su unidad, el de su jefe y el del jefe de su jefe. Y me permito recordarle que el uniforme que todavía le dejan vestir le exige, si recuerda usted la cartilla que debió estudiarse, no recurrir jamás a vejaciones, malas palabras ni malos modos. Eso incluye abstenerse de molestar a las personas que no desean tratarle.

– ¿Con quién estoy hablando?

– Mire, cabo, escúcheme porque sólo se lo diré una vez. Valore la importancia que tiene para usted estar dónde está y hacer lo que hace. Porque si vuelve a marcar este número le garantizo que se le acabará y tendrá que emplearse de matón en un puticlub de carretera comarcal. Buenas tardes.

Corté la comunicación y le devolví el teléfono a Chamorro. Lo cogió sin articular palabra. Me encogí de hombros.

– Si es un psicótico, la he cagado -admití-. Pero si sólo es un mierda, como me parece, ese teléfono tuyo no va a volver a sonar.

Chamorro se quedó mirando el aparato mientras lo sujetaba con dos dedos, como si manchase o quemara.

– Dios te oiga -deseó.

– Si vuelve a llamarte, dímelo, y le fundo los plomos. Hay mil maneras de hacerlo, aunque mida uno noventa. Ten en cuenta que llevo una pila de años tratando con gente que se carga a otra gente. Torres más altas han caído, a manos de enemigos más pequeños. Me sé todos los trucos.

Chamorro meneó la cabeza.

– Estás como una cabra. Y hasta ahora no me había dado cuenta.

– Tranquila -dije-. No le mataré si no es imprescindible. De hecho, prefiero que viva, para que pueda sufrir el martirio de estar consigo mismo.

– La verdad, no sé si me ha salido el mejor defensor.

– Confía en mí -le pedí, ahora en serio-. Si no está loco, sólo se trata de quitarle la sensación de que le sale gratis darte la tabarra. En cuanto no se sienta impune, se achantará. Y si está loco, habrá que averiguarlo y andar atentos, para encerrarlo en un cuarto acolchado o ponerlo a hacer cestos de mimbre antes de que pueda perjudicar a alguien.

– No lo imagino haciendo cestos de mimbre, la verdad.

– Seguro que los hace divinos, bien apretaditos, con esos dedos fortalecidos por el uso diario de la porra.

– Mira que eres malo -se rió.

– Sólo si hace falta. Vamos a ver a PP.

Me gustó el lugar donde Pascual Pizarro tenía su oficina, en un edificio pequeño y blanco frente al mar. Aunque estaba muy cerca del centro, a apenas cinco minutos a pie, era muy tranquilo. En el portal lucían varias placas, con los nombres de diversas empresas. Las que le pertenecían.

Había un vigilante jurado, sentado tras un mostrador. En el interior del edificio reinaba una actividad escasa. No en vano ya eran las ocho de la tarde. También Pizarro podía haber dado por terminada la jornada laboral, pero tenía motivos para abrigar esperanzas de que no fuera así. No es infrecuente que los que trabajan para sí mismos, en parte por la codicia, en parte por la desorganización que acarrea el no tener a nadie que les marque el paso, prolonguen la actividad hasta agotar el último resto del día.

– ¿Tenían cita con él? -preguntó el vigilante, cuando le dijimos que traíamos intención de ver al señor Pizarro.

– No.

– ¿Puedo saber quiénes son ustedes?

– Claro -respondí, mientras sacaba la placa-. Guardia Civil.

El vigilante se quedó algo parado. Descolgó el teléfono.

– ¿Por qué asunto debo decirle que quieren verle?

– Ya se lo diré yo. Es una investigación rutinaria. No se preocupe.

El vigilante marcó un número.

– Hay aquí dos guardias civiles que preguntan por el jefe -informó a su interlocutor-. No me han dicho. Una investigación rutinaria, dicen.

Lo tuvieron esperando cerca de medio minuto. Al fin, asintió un par de veces y devolvió el auricular a su base.

– Pueden subir. Por ese ascensor. Cuarto piso. Ya les recogen allí.

– Muchas gracias -dije.

Cuando se abrió el ascensor en la cuarta planta, había, en efecto, una persona esperándonos. Era una mujer de treinta y muchos, vestida informalmente con vaqueros y una blusa liviana y suelta. Era amable, o amable se mostró con nosotros, aunque la tuvieran allí trabajando a esa hora.

– Vengan conmigo, por favor.

El edificio carecía de lujos. Era funcional, y el mobiliario, bastante desprovisto de elegancia, resultaba además anticuado. La mujer nos llevó hasta una zona en la que la vulgaridad y el desaliño quedaban subrayados por el ostentoso revestimiento de madera de las paredes. Quizá en otro tiempo aquella madera había sido aparente. Ahora se la veía deslucida.

La mujer llamó a una gran puerta que se abría en medio de la pared. Una voz atiplada gritó «adelante». La mujer giró el picaporte, empujó la puerta, se apartó a un lado y nos indicó que pasáramos. Al fondo, tras una mesa atestada de papelote, se acababa de incorporar un hombre.

Pascual Pizarro andaría por los cincuenta y tantos. Gastaba una buena barriga y un bigote entrecano y no iba a un buen peluquero o no iba a menudo. La ropa que llevaba era vieja y apagada, y no se veía muy limpia. Su despacho, angosto y feo, terminaba de dar cuenta de su personalidad. Estaba lleno de cuadros hasta el último rincón de pared disponible. Alguno parecía hasta bueno. Ninguno denotaba mucho gusto. Todos debían de ser caros.

– Pasen, por favor -pidió.

Avanzamos hacia él. Antes de que llegara, ya me tendía la mano.

– Pascual Pizarro -se presentó.

– Encantado -respondí-. Soy el sargento Vila. Virginia, mi compañera.

Estrechó también la mano de Chamorro, haciendo con ella una media reverencia. Sólo le faltó decir «a sus pies, señorita», o algo así de rancio. Luego nos invitó a tomar asiento en dos sillas que tenía ante la mesa.

– Gracias por recibirnos. Sé que no son horas -me disculpé.

– No se preocupe, yo trabajo hasta tarde. Pero la verdad es que me coge un poco de sorpresa, su visita, sobre todo cuando me han dicho que es para una investigación rutinaria. Supongo que no será exactamente así, porque algo rutinario, a fin de cuentas, siempre puede esperar.

– En parte se trata de algo rutinario y en parte no -expliqué-. El asunto que nos ocupa no es rutinario en absoluto. Lo habrá visto hoy en los periódicos, si no se ha enterado antes por otros medios.

Pizarro me observó, pensativo.

– Se refiere a lo de esa chica, la guardia civil que han matado.

– Sí.

– Me ha dado un vuelco el corazón, cuando me lo han contado. La muchacha estuvo un tiempo destinada aquí. Era muy maja, y parecía que también una buena profesional. Mi más sentido pésame, sargento.

– Gracias -me esforcé por decir.

– Y ya veo que el caso de rutinario no tiene nada. Lo que no entiendo muy bien, y le confieso que me tiene en ascuas, es cómo les trae aquí.

Si tenía algo que ocultar, no lo hacía del todo mal. Su extrañeza parecía auténtica y tenía la medida justa; ni excesiva ni escasa.

– Aquí viene la parte más o menos rutinaria -dije-. A la hora de investigar un homicidio, no hay más remedio que comprobar todos los detalles. Puede ser pesado, y muchos de los detalles que se comprueban luego no valen para nada, pero alguno acaba sirviendo y por eso hay que hacerlo.

– Pues en lo que yo pueda ayudarles, sea lo que sea…

– Le voy a decir sin rodeos por qué estamos aquí. En el cadáver de nuestra compañera había una tarjeta de un hotel. Y al dorso tenía apuntados los nombres de una inmobiliaria y una compañía de transporte marítimo.

PP demostró cierto dominio, y reaccionó sin grandes aspavientos ante la revelación. Pero no le dejó indiferente. Chamorro, aunque no le había adelantado cuál sería la patraña con la que intentaría hacer picar a nuestro adversario, supo fingir como si hubiera sido ella la que la había urdido.

– Hemos indagado sobre esas dos compañías, y sobre ese hotel -continué-, y lo primero que hemos averiguado es que los tres le pertenecen.

Pizarro siguió aún en silencio. Aunque mantenía la compostura, su rostro no aparecía precisamente relajado. Pensé que, si tenía algo que ver con el homicidio, debía de estar pasmado de que en tan poco tiempo hubiéramos llegado a él. Y no por abajo, por mindundis que le denunciasen y cuyo testimonio pudiera negar con una carcajada, sino después de establecer un vínculo directo y concreto, aunque sólo fuera una tarjeta con unas anotaciones, entre el crimen y el conjunto de su entramado empresarial.

– Le voy a ser franco -mentí-. No es mucho más lo que hemos averiguado. Por eso estamos aquí. Para preguntarle a usted.

– Me deja muy asombrado, todo esto que me cuenta -repuso.

– Le cuento lo que hemos encontrado, simplemente.

– Pues no sé. No tengo ninguna explicación -dijo.

Me quedé quieto, desafiándole a sostenerme la mirada. No la rehuyó, pero advertí en sus ojos, o creí advertir, la tensión del esfuerzo.

– Le voy a apuntar algo que hemos pensado, para tratar de hacer un poco de luz. Quizá haya alguien, alguna persona en particular, que trabaje a la vez para sus dos empresas, y que también tenga relación con el hotel.

Se tomó unos segundos para reflexionar.

– Algunas de las personas que trabajan en esta oficina tienen relación con todas mis empresas. Pero son contables, comerciales… No sé qué pueden tener que ver con el asesinato de una guardia civil. Yo si quiere le preparo una lista, faltaría más, pero temo hacerles perder el tiempo.

Había dos posibilidades: o Pascual Pizarro era ajeno a la conspiración, o no lo era. En cualquiera de las dos, aunque sin duda en una más que en otra, aquél de entregarnos a su gente para entretenernos y apartar la atención de sí era un gesto de insigne abyección. Supuse que no era por ingenuidad por lo que omitía considerar a quien de forma más inequívoca tenía que ver con las tres entidades, es decir, él mismo. Entre lo uno y lo otro, admito que cualquier simpatía que hubiera podido inspirarme quedó abolida.

– No sé -dudé, haciéndome el tonto-, a lo mejor las actividades de esas empresas tienen alguna relación, o a su vez hay alguna otra entidad con la que se relacionen o tengan negocios. Perdone si lo digo de una forma tan imprecisa, no estoy familiarizado con el mundo empresarial.

– Pues, no sé, pertenecen al mismo grupo, eso es todo lo que puedo decirle -respondió-. Tratos con otras empresas, pues claro, las tres tienen préstamos de los mismos bancos y de las mismas cajas, las tres tienen los mismos auditores, a las tres las asesoran los mismos abogados… Pero mire, de verdad que esto me resulta incomprensible. No alcanzo a imaginar por qué demonios tendría su compañera esa tarjeta con esas anotaciones…

Creí que ya había conseguido descentrarle bastante con aquella maniobra de diversión. Era el momento de acercarse al meollo del asunto.

– No voy a engañarle -dije, despacio-. La verdad es que tampoco nosotros acabamos de entender todo esto. Le agradeceré si puede prepararnos esa lista que nos dijo antes, con todas las personas y empresas que tengan alguna relación con el hotel, la inmobiliaria y la compañía de transporte. Observo que nos aguarda un trabajo poco prometedor, pero qué le vamos a hacer.

– Déme al menos un día. Y se la preparo.

– Gracias. Verá, hay otra cosa que quisiera preguntarle.

– Pregunte usted.

Le hice aguardar mi pregunta durante unos segundos. Y antes de formularla, miré de reojo a Chamorro, de forma que él pudiera percatarse de que lo hacía. Mientras tanto, mi compañera le escrutaba, hierática.

– ¿Conoce usted a Juan Luis Gómez Padilla?

Pizarro no se apresuró a responder. Pero cuando lo hizo, fue firme:

– Por supuesto.

– Perdone, ¿por qué por supuesto?

– Ha sido concejal durante años, ha sido vicepresidente del cabildo, y hasta hace un año salía en los periódicos un día sí y otro también. Ya sabrá usted por qué, me imagino que no necesita que yo se lo cuente.

– No le pregunto si le conoce de los periódicos. Sino en persona.

– También. He tenido que negociar con él a menudo.

– ¿Y qué tal se lleva con él?

– No somos amigos, ni enemigos -explicó-. El cumplía con su papel, y yo con el mío. Las relaciones siempre fueron correctas, aunque no siempre tuviéramos el mismo punto de vista. Creo que es un hombre honrado, como político, quiero decir. De lo otro no sé más que lo que leí en la prensa.

– ¿Tomó alguna vez el señor Gómez Padilla, que usted recuerde, decisiones contrarias a sus intereses empresariales, señor Pizarro?

No podía dejar de ver la intención de la pregunta. Y eso era justamente lo que buscaba, que se viera en la línea de fuego, a ver qué hacía. Pero Pizarro no se arrugó, y optó por reaccionar de una manera didáctica:

– El interés de un empresario es siempre ganar el mayor dinero posible. El político tiene el interés de ganar las elecciones. A veces esos intereses no coinciden. Y el político resuelve. Pero no pasa nada. El juego es así.

– Entiendo que su respuesta a mi pregunta es sí.

– Gómez Padilla, y otros políticos antes y después de él, han tomado decisiones que no me convenían. Con ello contaba. Llevo treinta años en el mundo de los negocios. Debo bregar con disgustos peores que ésos.

– Ya veo -asentí.

PP aprovechó mi silencio, o más bien no quiso que durara.

– ¿Qué tiene que ver todo esto con la muerte de su compañera?

– No lo sé -respondí-. Puede que nada. O puede que algo, es una de esas miles de minucias que no tenemos más remedio que comprobar.

– Me obliga a hacer un ejercicio de deducción, entonces -advirtió-. Bueno, no me importa, soy lector asiduo de novelas policiacas.

– ¿Ah, sí?

– Me encanta Agatha Christie. Me relaja mucho la mente leerla.

– Puedo entenderlo. ¿Y qué es lo que deduce usted?

– Que su compañera andaba investigando algo en relación con Gómez Padilla. Lo que fuera en particular, no lo sé.

– No anda del todo descaminado.

– Era fácil pensar que por ahí iban los tiros.

Le observé con una media sonrisa que dejé que interpretara a su gusto.

– Hay un último detalle que quisiera consultarle -dije.

Apoyó la espalda en el asiento, disimulando su expectación.

– ¿Conoció usted o tuvo alguna vez relación con un chico que se llamaba Iván López von Amsberg? -inquirí.

– El chaval al que mataron hace dos años -precisó.

– Ese mismo.

– No. ¿Qué le hace pensar que pude haberla tenido?

Me encogí de hombros.

– No lo sé, señor Pizarro. Mi compañera y yo venimos de Madrid, no estamos demasiado al corriente de cómo funciona la sociedad de la isla. Quizá traemos ese prejuicio de la capital, que en los sitios pequeños todo el mundo se conoce y se relaciona, de una o de otra manera.

– De vista conoce uno a mucha gente, sí, pero no a toda. Y en cuanto al trato, pasa como en cualquier otro sitio. Uno trata con quien tiene algo en común con uno. Y la verdad, yo, con ese chico… Como no diera la casualidad de que fuera amigo de mis hijos… Pero por lo que sé de él, llevaba una vida muy diferente de la de ellos. Mi hijo está haciendo un máster en Estados Unidos y mi hija está en Madrid, terminando Arquitectura.

– Le felicito. Parece que le han salido estudiosos.

– No puedo quejarme.

– Está bien, señor Pizarro. No le molestamos más.

Nos pusimos en pie. El empresario, satisfecho de haber pasado la prueba, eso debía de creer, nos acompañó hasta la puerta del ascensor. Allí, mientras esperábamos, completó su faena de anfitrión cordial:

– Les deseo suerte en la investigación. Imagino que coger al asesino es el único consuelo que pueden tener tras la pérdida de su compañera.

– Sí -dije, abstraído-. Oiga, perdone si le parece una estupidez, y perdone que hasta en la puerta le siga haciendo preguntas. Pero, ¿no conocerá usted por casualidad a un tal Florencio Torres, al que le dicen el Moranco?

No se me escapó la dilatación de sus pupilas. Se apresuró a contestar:

– Ni idea. ¿Quién es?

– No, si ya me parecía una tontería. Disculpe.

Llegó el ascensor. Entramos. Pizarro sujetó mientras tanto la puerta.

– Sargento -dijo, antes de soltarla.

– ¿Sí?

– Verá, entiendo que está haciendo su trabajo, y que cumple con su deber. Si esa tarjeta estaba ahí, debe investigarlo. Pero no puedo dejar de temer que se esté haciendo ideas equivocadas, y más que nada, para serle sincero, me preocupa el tiempo que vaya a perder por culpa de esas ideas.

– No se preocupe -traté de aliviarle-. No nos asusta el trabajo que haya que hacer, ni el tiempo que tengamos que dedicarle.

– Si puedo darle un consejo, hable con sus compañeros de aquí. Ellos me conocen. Le dirán a qué me dedico y quién soy en esta isla.

– Gracias por el consejo. Así lo haremos. Buenas tardes.

– Buenas tardes.

Soltó la puerta, no podía hacer otra cosa. Un minuto después, ya en la calle, tras dejar atrás al hosco vigilante jurado, Chamorro me dijo:

– Aquí hay tomate, mi sargento.

– De eso no cabe duda, Virginia. Lo que no quiero ni pensar es hasta dónde puede llegar, el tomate. A lo peor vamos a necesitar esos refuerzos que le dije antes a Guzmán que no nos mandara. Déjame el teléfono.

Chamorro rebuscó en su bolso. Sacó el teléfono. Estaba apagado.

– Pero qué… Se me ha quedado también sin batería. Olvidé recargarlo.

– Vale. ¿Cómo vivíamos cuando no había móviles?

Buscamos una cabina. Desde allí telefoneé a Morcillo. Le pedí que dejara lo que estuviera haciendo y viniera a buscarnos. Diez minutos después, aparecían ella y Azuara en el coche. Antes de nada, les pregunté por el resultado de sus gestiones. Morcillo resumió: muchas caras de susto, mucha saliva tragada y ninguna respuesta útil. Decidí continuar la reunión en el parador. Me urgía ante todo recargar la batería de mi teléfono. Me preocupaba que Guzmán o mi jefe pudieran estar llamándome y no me encontraran.

Por eso, en cuanto llegamos al parador, los dejé en la terraza y fui a mi habitación para buscar la fuente de alimentación del teléfono. Lo enchufé a la red y lo encendí para ver si tenía mensajes en el buzón de voz. Había nada menos que siete. Cinco no eran más que el ruido de la llamada al interrumpirse. Uno era de Guzmán y el otro de Pereira, confirmando mi intuición. Después de oírlos, decidí llamar primero a Guzmán. Pero antes de que pudiera marcar su número, empezó a sonar el aparato. Descolgué.

– ¿Sí?

– ¿Sargento? ¿Es usted?

– Sí -contesté.

– Al fin. Llevo llamándole un buen rato.

Creí que me engañaba mi oído. Pero no. Era ella. Desirée Gómez.

– Desirée. ¿Cómo estás?

– Creo que tengo algo importante que decirle.

– ¿Sí? Te escucho.

– Verá, esa chica rubia de la moto. Le dije que no había vuelto a verla. Bueno, le mentí un poco. Me pareció verla después, lo que pasa es que no estaba segura por una cosa que… En fin, que me daba, no sé…

– No te preocupes. Así que volviste a verla. ¿Dónde?

– Bueno, eso es lo de menos, ahora. Lo que le importará saber es que he vuelto a verla hoy. Y ahora sí que no tengo ninguna duda.

– ¿Que la has visto hoy? ¿En La Palma?

– No. En el periódico. Aquí tengo la foto. Viene su nombre, debajo.

Desirée me lo leyó, el nombre, con su cristalina vocecita infantil. La escuché decirlo, y tardé un rato en poder hablar. Le pregunté si estaba segura. Me dijo que sí, que era ella, aunque con el pelo recogido. Pensé que estaba equivocándose, hasta que recordé la foto que yo mismo había visto. Entonces en mi mente se deshizo aquel malentendido, y poco a poco fueron deshaciéndose otros. La voz de Desirée volvió a llamarme a la realidad.

– ¿Sigue ahí, sargento?

– Sí. ¿Dónde estás?

– En el hotel.

– No te muevas de ahí. Mando a alguien para que esté contigo.

– ¿Y eso?

– Sólo por seguridad. No te asustes. No pasará nada.

Aún tuve que tranquilizarla un poco más, aunque la impaciencia me mordía el corazón. Cuando conseguí apaciguarla, llamé a Pereira. Le pedí que hablase él con el subdelegado del gobierno, y que entre ambos se pusieran de acuerdo con la juez para organizar todo el dispositivo necesario, cuyas complicaciones y envergadura me superaban. Por mis propios medios sólo podía ocuparme de uno, que era, además, en quien quería concentrarme. Igual que yo había hecho con Desirée, mi comandante, no podía ser menos, me preguntó un par de veces si estaba seguro. Le respondí que de una parte no, pero que de la otra sí. Tan seguro como lo estaba de que en la vida no hay casualidad que explique la coincidencia de tantos detalles en una sola dirección.

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