– Bueno, parece que a vosotras no hace falta presentaros -constató el teniente Guzmán, vista la confianza con que Anglada saludaba a Chamorro.
– No -admitió mi compañera, con mal disimulada frialdad.
– Claro que no -confirmó Anglada, mucho más entusiasta-. Aquí esta chica y yo hemos pasado unos cuantos apuros juntas, ¿eh?
Chamorro dejó que la otra le pusiera la mano en el hombro y se lo estrechara de modo afectuoso. Pero dio la impresión de que aquel contacto la complacía tanto como el baboso mordisco de un zombi.
– Desde la academia de guardias hasta el curso de cabo -explicó Anglada-. Y ahora. Parece que nos fuéramos persiguiendo, tú.
– Muy bien, en ese caso, sólo tengo que presentarte al sargento Bevil… -se atascó el teniente.
– Bevilacqua -le auxilié.
– Eso, Be… vi… la… cua. Él es el responsable de la investigación. Ésta es la cabo Anglada. Irá con vosotros a La Gomera. Conoce la isla, el asunto, en fin, no se me ocurre que haya nadie más indicado que ella.
– A sus órdenes, mi sargento -me saludó Anglada, mientras yo sentía cómo el fuego de sus ojos negros me taladraba hasta el occipital.
– Encantado -repuse, sin perder del todo la compostura.
– Bevical… -dudó Anglada-. Perdón, no lo he cogido bien.
– Bevilacqua -repetí, con la paciencia que me asiste desde niño a este respecto-. Aunque puedes llamarme Vila. Es lo que hacen todos.
– ¿Resultaré demasiado poco original si pregunto de dónde le viene ese apellido tan peculiar, mi sargento?
A veces me doy un poco de asco. Como entonces, cuando en lugar de dejar que me aflorase el cansancio que me produce esa pregunta mil veces repetida, me esforcé en sonreír para ella, aunque en mi respuesta, como suelo, distara de ofrecerle la verdad, que sólo a mí me incumbe:
– Mi abuelo era uno de los guardaespaldas de Mussolini. Se salvó de milagro de que le limpiaran el forro junto a su jefe y consiguió que le diera asilo el régimen de Franco al final de la Segunda Guerra Mundial.
Anglada sopesó mi respuesta. Guzmán pareció creérsela.
– No jodas -dijo el teniente.
– Me temo que nos están diciendo amablemente que no seamos cotillas, mi teniente -dedujo Anglada, con un brillo de perspicacia en la mirada.
Noté que Chamorro aguardaba mi reacción. Que me observaba. Me había visto otras veces en este trance, y estaba atenta a registrar cualquier mínima diferencia en mi comportamiento. Así que hice lo de siempre.
– Era broma -confesé-. Es una historia mucho más vulgar. No creo que resulte interesante para nadie, aparte de mí.
No ofrecí contarla, y nadie me lo pidió. Tras guardar el equipaje en el maletero, subimos al coche. Dejamos a las dos mujeres en la parte delantera y el teniente y yo nos acomodamos en el asiento de atrás. Anglada sorteó como pudo los autobuses que a la entrada de la terminal cargaban o descargaban pilas de alemanes e ingleses, ya fuera en estado de lechosa palidez, rumbo a la playa rodeada de apartamentos de la que no saldrían en los próximos quince días, o intensivamente achicharrados y listos para ser expedidos de vuelta a sus oscuros lugares de residencia en el Norte. Antes de aquel día sólo había estado en Tenerife una vez, diez años atrás, y el panorama parecía haber empeorado bastante. La aglomeración era demencial.
– ¿No se supone que estamos en temporada baja? -pregunté.
– Aquí, en Tenerife, ya no hay temporada baja -respondió Guzmán-. Otra cosa es en las islas pequeñas, como La Gomera o La Palma, aunque tampoco les quedan más que un par de telediarios, no te vayas a creer.
Ya habíamos salido del recinto aeroportuario, y la visión de las apiñadas urbanizaciones próximas intensificó mi sensación de agobio.
– Cómo han podido dejar que construyan todo eso -observé.
– Ya ves. Vivimos de ellos -constató el teniente-. De darles sol, marcha y alcohol barato durante todo el año, en su idioma y a su gusto. Entre medias, se ha ido a tomar por saco esta isla, que era una maravilla de la Naturaleza. Pero supongo que lo más importante es que la gente coma, y el paisaje queda muy bien para los carteles, pero no le llena la panza a nadie.
– La Gomera todavía es otra cosa -dijo Anglada-. Mucho más tranquila y mucho menos triturada. Ya verá, mi sargento.
– Sí -se adhirió Guzmán-. Ahí habéis tenido suerte. Ya que no podemos decir que la hayáis tenido con el asunto que os trae por aquí.
– No se preocupe, mi teniente -le tranquilicé-. Estamos habituados a convivir con la desesperación. Y a veces hasta sacamos algo en limpio.
– No te compraría el negocio, desde luego. Vamos, que no lo querría ni regalado. Además, me imagino que lo normal es que os reciban de uñas. Si ya es ingrato hurgar en cosas viejas, cuando encima están torcidas…
– Bueno, no se crea, este asunto no es peor que otros.
– Hombre, ya lo sé, vuestra fama os precede. Vuestros casos salen en la tele, y hasta leí una vez un reportaje sobre vosotros en un suplemento dominical. Estamos muy impresionados de conoceros en persona.
– No me tome el pelo, mi teniente. Ni se crea lo que lee en los suplementos dominicales. Usted ya sabe lo que es este trabajo. Mucha calle, mucho sueño perdido y paciencia franciscana. Aparte, ayuda estar un poco gilipollas, para comérselo todo por el mísero sueldo que paga la empresa. Pero ningún periodista haría un reportaje con eso, así que le dan otro lustre.
– Era broma, Vila -dijo Guzmán-. Y vamos a tutearnos, anda, que este culo que gasto se ha comido muchas horas de patrulla en el todoterreno, y no hace tanto tiempo como para que me haya olvidado.
– Como quieras. Procuro tomar primero la distancia a la gente.
– Pues pasa de chorradas, tío. Yo me siento policía, punto, y entre tú y yo, espero que pronto se acabe el rollo militar. Ya sé que a la gente le gustan los desfiles, y si me apuras a mí también; verlos, quiero decir. Porque cuando me toca disfrazarme y agarrar el sable me siento como un payaso, qué quieres que te diga. Aparte de que el puto uniforme me canta en seguida los centímetros de barriga que he ganado desde la última vez que me lo puse.
Como cualquiera, y especialmente como cualquiera en el país donde me ha tocado vivir, tengo mi opinión respecto de casi todo, incluido el asunto que Guzmán acababa de sacar. Pero he llegado a la conclusión de que no es necesario ni oportuno decir siempre y ante todos lo que piensas, y de que hay cuestiones respecto de las que más vale pecar por defecto que por exceso. Así que me cuidé de respaldar o rebatir los juicios del teniente y me limité a aprovechar la confianza que a raíz de ellos me otorgaba.
– El caso es que, oye, es curioso -volvió a hablar Guzmán-. Si te dijera que echo de menos aquellos tiempos… Los del sucio Nissan y andar todo el día por los caminos. A mí lo que me gusta es el campo, y no esto.
Lo que señalaba el teniente era la autopista por la que avanzábamos hacia la capital. Anglada, que llevaba el coche (sin permitirle en ningún momento bajar de ciento cincuenta, dicho sea de paso), se sumó a su opinión.
– Reconozco que a mí también me gustaba patrullar por el campo -dijo-. No sé, hay muchos momentos en que te relaja. Como cuando ves salir o ponerse el sol, o como cuando se levanta de pronto una tormenta.
– A eso me refiero, por ejemplo -ratificó el teniente, nostálgico.
– Te sientes puteada, claro -continuó Anglada-. Sobre todo al principio, cuando te toca como me tocaba a mí salir con el guardia viejo de turno y por la noche veías al caimán roncar en el asiento de al lado y tú como una idiota tratando de seguir despierta. Pero tiene su encanto incluso eso, estar ahí, sola con tus pensamientos, cuando todos los demás duermen.
No podía ver el rostro de Chamorro, sólo su nuca. Le imaginé un gesto impenetrable, y sentí deseos de volver a estar a solas con ella para preguntarle el motivo de su antipatía hacia aquella chica. La estaba llevando al extremo de hacerla parecer mucho más estirada de lo que en realidad era.
– Y a ti, mi sargento, ¿te gustó tu época rural? Porque la tendrías, ¿no?
Al oír la pregunta de Anglada, dos pensamientos se cruzaron en mi cerebro. Uno: su teniente me había autorizado a tutearlo, pero yo no le había dado permiso a ella para tutearme a mí. Tampoco iba a ofenderme por eso, pero me hizo temer que aquella mujer hubiera percibido algo de la impresión que me había causado, cosa que siempre lesiona la vanidad de uno. Dos: no estaba seguro de que me apeteciera, aún, contarle mi historia.
Mi respuesta, no obstante, no fue del todo elusiva:
– No, yo nunca he estado en un puesto. Cuando salí de la academia, me fui directo al infierno y allí me pasé tres años.
– ¿Al infierno? -preguntó Anglada.
Demoré a propósito el momento de pronunciar la palabra.
– Intxaurrondo, Guipúzcoa.
– Te tocó la china -observó, seria.
– Me tocó, sí. Aunque todo depende del talante de cada uno.
– ¿Por qué?
– Está bien para probar cómo funciona eso que dice el Duque en su cartilla: «Sereno en el peligro». Es el lema que tienen a la puerta del cuartel.
– Nunca me ha apetecido mucho, la verdad -dijo el teniente.
– Ahí está, alguien tiene que ocuparse. Y hay a quien le atrae. Si quieres buscar tus límites, es el mejor lugar para encontrarlos.
Lo dije sonriendo, para quitarle dramatismo, pero logré que el silencio se instalara en el interior del coche. Los ojos negros de Anglada me buscaron con curiosidad en el retrovisor, y no debo ocultar que eso, aunque vaya en mi desdoro reconocerlo, me satisfizo. Chamorro, que permanecía con los labios sellados, también me miró de reojo. Sabía que aquél era un capítulo de mi vida que nunca, o muy excepcionalmente, sacaba a relucir con extraños. Le había dado pistas más que suficientes para sospechar algo raro en mi actitud. O no la conocía o en cuanto pudiera me lo haría notar.
Durante el resto del viaje, y una vez que llegamos a la comandancia, Anglada y Guzmán nos pusieron en antecedentes sobre el caso. Fue entonces cuando Anglada nos reveló que estaba destinada en La Gomera en la fecha del crimen, y nos refirió lo que de éste había conocido de primera mano, más o menos en los términos que ya conté al comienzo, aunque algunos detalles los supe más tarde. Su memoria parecía clara y fiable, y resultaba una narradora ordenada y puntual. Casi no tuve que preguntarle nada; ella se adelantaba a decirme cuanto pudiera interesarme saber. No me extrañaba que, en cuanto había podido, Guzmán la hubiera fichado para su equipo de policía judicial. Tenía cabeza, aplomo y madera de investigadora. Sin embargo, ella apenas había participado en las pesquisas que habían concluido con la detención e imputación del concejal Gómez Padilla. Se había incorporado a la unidad de policía judicial poco antes del juicio, cuando ya estaba todo el trabajo hecho. El que había corrido con el peso de la tarea, a las órdenes de Guzmán, había sido un sargento que después había pedido destino en la Península. Tras aportarnos ese dato, el teniente se apresuró a aclarar:
– No por el desafortunado desenlace de este caso, sino porque su familia está allí. Aunque ya te puedes imaginar que el asunto López von Amsberg no lo tenemos incluido en nuestro disco de grandes éxitos.
A falta de poder cambiar impresiones con el sargento, lo hicimos con los guardias que habían colaborado con él. La más curtida era una mujer, la misma que había tenido la oportunidad de interrogar a la inefable Desirée. Tanto al exponernos sus ideas sobre la muchacha, como sobre el conjunto del caso, Morcillo, que así se apellidaba la guardia, se mostró cooperadora y relajada. Parecía tener el sentido común y el rodaje suficientes como para saber que en el trabajo policial, como en todo, a veces se mete la pata hasta el fondo y ni el mejor está libre de que le pase. El otro guardia, Azuara, más joven e inexperto, se condujo, en cambio, de un modo incómodamente defensivo. Me hizo sentir todo el tiempo como un examinador.
– Tranquilo, hombre -acabé por decirle-. Que me he leído el expediente. Sé que os lo currasteis, yo no estoy buscándole las vueltas a nadie.
Sin embargo, hubo algo que desde el primer momento me llamó la atención, y no favorablemente. La investigación se había centrado de forma casi exclusiva en la hipótesis de que el asesino fuera el concejal. Se disponía de muchos datos y muy contrastados acerca de éste y, en particular, acerca de su inquina hacia el muerto. Pero de Iván López von Amsberg, la información no resultaba demasiado abundante. Por los testimonios de parientes y vecinos se habían procurado los investigadores una razonable aproximación a su carácter. No habían averiguado, por el contrario, demasiado acerca del modo en que ocupaba su tiempo. Morcillo sólo me pudo decir:
– No tenía oficio conocido. La actividad en la que se le recuerda, mayormente, era pasearse por ahí en una moto de gran cilindrada, que venía a ser una especie de prolongación de su personalidad, y a la que por lo visto dedicaba sus únicos desvelos. Durante una época, mantuvo con unos descerebrados como él un bar de copas. Y parece que también fue instructor de submarinismo, pero debieron de echarle antes de que matara a alguien.
– ¿Y eso? -se interesó Chamorro.
– Sí, vamos, de una embolia; así se llama lo que les da a los que suben demasiado deprisa, ¿no? Lo que me extraña es que no le diera a él.
– Se diría que no tienes una gran opinión del difunto -observé.
Morcillo pareció calibrarme durante unos instantes. Era la primera vez que se tomaba tiempo antes de responder. Yo la observé a mi vez, tranquilo. Era una mujer de treinta y pocos años, seguramente un poco más grave y descreída que sus compañeras de colegio que no habían tenido la ocurrencia de ingresar en la Guardia Civil y ocuparse de indagar crímenes.
– Usted ya sabe, mi sargento, estoy segura -dijo al fin- Hay veces, cuando ahondas un poco, que acabas llegando a la conclusión de que tampoco se ha perdido gran cosa. Lo de esta criatura es el ejemplo perfecto.
– Tampoco era tan malo, mujer -apuntó Anglada, que durante toda la conversación había permanecido en segundo plano.
– No digo que hiciera mucho mal, más que a sí mismo y a su madre, que para eso lo parió -aclaró Morcillo-. No tengo información para asegurarlo. Pero tampoco me consta que le hiciera ningún bien a nadie.
Chamorro tomó entonces la palabra, y al hacerlo me demostró haber leído con atención no sólo el expediente, sino también los recortes de prensa.
– ¿Y qué nos puedes decir del asunto ese de las drogas que sacó la abogada de Gómez Padilla en el juicio?
Morcillo sonrió.
– Bueno, qué te voy a decir. Que el niño, como tantos otros de su edad, le daba a las pastillas, el hachís y la cocaína siempre que podía. Que para conseguir todo eso trataba con gente que infringía la ley, por supuesto, por la sencilla razón de que si no, al menos en este país, no puedes comprarlo. Ahora bien, de ahí, a convertirlo en narcotraficante, hay un pasito.
– No es necesario que él traficara -dijo Chamorro.
Morcillo se volvió a mi compañera. Por primera vez, me pareció advertirle una sombra de susceptibilidad en el semblante.
– Pudo bastar con que no pagara lo que debía -añadió Chamorro.
Morcillo se mordió el labio. Luego volvió a sonreír.
– Para eso, habrían tenido que fiarle. Pero yo no le habría fiado ni un céntimo a Iván López von Amsberg. Y un camello no es más confiado que yo.
Pudimos hablar largamente con nuestros compañeros, y resolver sin ninguna prisa todas las dudas que nos había planteado la lectura del expediente. Y es que, según nos dijeron en su oficina, el subdelegado del gobierno no podría recibirnos hasta por la tarde. Sin embargo, había dado instrucciones de que no se nos ocurriera salir hacia La Gomera sin verle. Eso iba a obligarnos a hacer noche en Tenerife, cosa que en principio no entraba en nuestros cálculos, pero obviamente el subdelegado del gobierno tenía en la cabeza cuestiones más importantes que nuestros miserables problemas de alojamiento. Por fortuna, el teniente Guzmán nos echó una mano para conseguir un hotel. Además de eso, tuvo el detalle de invitarnos a almorzar en un restaurante económico, pero digno. Se notaba que le gustaba oficiar de anfitrión, y no se le daba nada mal. Su amabilidad, y las facilidades que nos había dado para revisar la investigación que había llevado a cabo su gente, absteniéndose de interferir mientras hablábamos con ellos, me animaron a consultarle un extremo algo peliagudo. Admito que me costó hacerlo, no sólo porque él pudiera considerarlo una impertinencia por mi parte, sino también por si le inclinaba a tomar una decisión contraria a mis apetencias personales. Prevaleció en mí, no obstante, el rigor profesional. Aprovechando un momento en que nos quedamos a solas él y yo, le pregunté:
– ¿Por qué no me has asignado a Morcillo?
Guzmán me observó con interés.
– ¿La preferirías?
Había cierta picardía en la pregunta, que preferí pasar por alto. La verdad es que Morcillo era una mujer mucho menos atractiva que Anglada.
– No sé -repuse, en un tono neutro-. Participó en la investigación. Conoce bien el caso. Parece curtida, y lista.
– Anglada también es lista. Ya lo verás.
– Entiéndeme, no quiero meterme donde no me corresponde. Ni digo que Anglada no pueda aportar cosas. Sólo es que me choca que no elijas para acompañarnos a quien mejor domina los antecedentes del caso.
– Tengo tres razones. Y si quieres te las digo.
– Oye, mi teniente, que no tienes por qué justificarte. Tú mandas.
Guzmán asintió, conciliador.
– La primera razón -dijo- es que Anglada se presentó voluntaria, cuando dije que veníais. Cosa que no hizo Morcillo. La segunda es que Anglada también está al tanto de los antecedentes del caso, y además conoce la zona y algunos detalles mejor que nadie. De hecho, cabe pensar que vio al asesino. Y la tercera es que Morcillo, aunque sepa disimular, está quemada con esto. Prefiero que llevéis a alguien que pueda cogerlo con entusiasmo.
– Está bien, entendido.
Lo dije con un improcedente alivio. A partir de ese instante me propuse vigilarme. No podía dejar que mi cerebro se distrajera con lo que no debía. Ésa es una disciplina que me he impuesto y que he tratado de seguir no pocas veces a lo largo de mi existencia. Siempre con resultados lamentables, porque, para qué engañarnos, uno es mal gobernante de sí mismo.
El subdelegado del gobierno nos recibió a Guzmán y a mí (no consideré necesario someter a Chamorro a aquel acto de vasallaje del que yo no podía escabullirme) a eso de las ocho menos diez, después de hacernos esperar unos cincuenta minutos en su antedespacho. Era un hombre de treinta y muchos años, escaso de pelo y con aire de deportista. Vestía de gris con camisa de cuadros y corbata color pastel y miraba a los ojos de un modo apremiante y artificial. Un político al uso, pensé, con un futuro sin duda prometedor. Por lo demás, el tipo se mostró campechano, insistió mucho en aprender a pronunciar correctamente mi apellido (cuyo origen tuvo la elegancia de no preguntarme) y en el rato que pasamos juntos se esforzó en darnos la impresión de no andar apurado y de estar dispuesto a dedicarnos todo el tiempo que necesitáramos. La lástima era que yo no creía necesitar nada de aquel hombre, y la entrevista vino a corroborarlo en gran medida. El subdelegado del gobierno parecía, ante todo, empeñado en demostrar que su intervención en el asunto, aunque inducida por razones familiares, no era ilegítima y se apoyaba en consideraciones de interés público. Era un esfuerzo que respecto de mí podía haberse ahorrado, porque hace mucho que acepté que dondequiera que haya alguien a quien hayan despenado con violencia se me puede obligar a investigarlo, sin que me importen ni la filiación ni la entidad del difunto, sean cuales sean. No me repugna resolver la muerte de un desgraciado y tampoco la de alguien con recursos, ya sean éstos fama o fortuna o parentesco político con un subdelegado del gobierno.
Acaso para ser más persuasivo, el subdelegado habló con franqueza:
– No sé si ha oído alguna vez eso que dicen de que uno no se casa con una persona, sino con un regimiento, el que forman la familia, los amigos y en definitiva la gente con la que se relaciona tu cónyuge -rió moderadamente su propia gracia-. Bueno, eso pasa, y eso me ha pasado a mí. Me casé hace un año, y una parte destacada del lote que venía con mi esposa fue su hermana Margarethe y la tragedia de su hijo. Que es la tragedia de la familia, como se pueden imaginar. De hecho, por su causa conocí yo a la que hoy es mi mujer, porque si ella no hubiera venido de Alemania a hacerle compañía a Margarethe tras el suceso, quizá no nos habríamos encontrado.
Algo indebido debió asomarnos al rostro al teniente o a mí, porque en este punto el subdelegado del gobierno tomó bruscamente un atajo:
– En fin, no les voy a aburrir con el detalle de mis relaciones familiares. El caso es que mi cuñada, como ya supondrán, está obsesionada con la muerte de su hijo. La absolución del acusado en el juicio fue un mazazo para ella, y lo que lleva peor es que pase el tiempo y el caso siga sin resolverse. Desde que nos conocimos y se enteró de que yo me dedicaba a la política, me ha estado agobiando para que hiciera algo. Siempre le dije lo mismo, que el asunto estaba en manos de la policía, bueno, de la Guardia Civil y de los jueces, que no había que entrometerse, que ellos ya hacían todo lo que podían, etcétera. Más o menos la iba capeando, haciendo alguna gestión informal aquí o allá, pero sin emplearme a fondo, la verdad.
El subdelegado del gobierno pareció reconocer con ello alguna clase de culpa. Me lo imaginé en las reuniones familiares, soportando a duras penas el asedio y posiblemente las recriminaciones de su cuñada.
– No hace falta que les diga que hace dos meses, cuando me nombraron subdelegado del gobierno, se me puso muy difícil decirle a mi cuñada que el asunto estaba en otras manos. Desde entonces, la presión que ha ejercido sobre mí ha sido, lógicamente, toda la que ha podido. Y a mí no me ha quedado más remedio que meterme en el caso, informarme a fondo y tratar de decidir de la mejor manera posible una línea de acción. Y con el respeto que quiero que sepan que tengo por su trabajo, he llegado a la conclusión de que aquí no se hizo todo lo que se debía, por razones seguramente comprensibles, pero que no deben servirnos de excusa para quedarnos de brazos cruzados. Por otra parte, creo que debemos plantearnos lo que significa dejar que quede impune un crimen tan notorio y tan sangriento, en una comunidad tan reducida como La Gomera, con la desazón y la mala imagen que eso supone para la ciudadanía. Es entonces cuando yo, no como cuñado de Margarethe von Amsberg, sino como subdelegado del gobierno, entiendo que no tengo otra opción que ordenar que se reabra el caso y se le dediquen los mejores recursos disponibles. Y ahí es donde interviene usted, sargento.
Era el momento en que se iba a depositar sobre mis frágiles hombros el peso del problema, cuyas dimensiones y trascendencia el subdelegado del gobierno, con su fino discurso, se había esmerado en dejar claras.
– Le aseguro que haremos cuanto esté en nuestra mano para merecer esa confianza, señor subdelegado del gobierno -me apresuré a decir, sin arredrarme ante lo inadecuado que resultaba su título para ser declamado con naturalidad en una fórmula adulatoria-. Aunque le aseguro que nuestros compañeros, desde el teniente aquí presente hasta el último de sus hombres, no son peores profesionales que nosotros. Hay que hacerse cargo de que la investigación criminal es siempre una labor incierta. Por otra parte, el trabajo que hicieron ellos nos ayuda a empezar el nuestro con ventaja. Si sacamos esto adelante, será en gran medida gracias a sus esfuerzos.
La forma en que me observó el subdelegado del gobierno me hizo suponer que había logrado parecerle un buen chico y que mi comandante no recibiría quejas de mí. Eso era todo lo que creía poder conseguir de aquella entrevista, así que me permití sentirme contento con mi desempeño.
Pero antes de despedirnos, el subdelegado del gobierno, debo reconocerlo, me suministró algunas pistas útiles para mi trabajo. Y lo hizo casi sin querer, buscando posiblemente llevar a mi ánimo algo distinto.
– Me gustaría que fueran a ver cuanto antes a mi cuñada -dijo, una vez que nos pusimos en pie-. Así tendrá la sensación de que todo está de nuevo en marcha, de que estamos trabajando. Sé que eso la animará mucho.
«Y quizá deje de llamarte todas las noches para abroncarte», pensé, pero no sólo lo comprendí, sino que vi la oportunidad de confortarlo:
– Es lo primero que haremos. La investigación así lo exige.
– Se lo agradezco. Hay algo que debo advertirle, sargento -aquí su tono se volvió confidencial, y sus ojos buscaron los míos sin recurrir al artificio aprendido, con un impulso por primera vez humano y espontáneo-. Mi cuñada es una persona, cómo decirlo… Supongo que lo mejor es no andarme con rodeos. No sé muy bien cómo era antes, pero lo que sí puedo decirle es que la muerte de su hijo la ha trastornado mucho. A veces, podría considerarse que no está en su juicio. Le contará cosas extrañas, o disparatadas, y es posible que no le resulte nada fácil hablar con ella. Puede ponerse agresiva, derrumbarse, en fin, mejor será que no descarte nada. Por otra parte, está sometida a una medicación muy fuerte, conviene que lo sepa. Honestamente, no sé si le resultará demasiado fiable lo que pueda decirle.
– Tendré que arreglarme con ello -respondí-. Es la madre y no puedo dejar de hablar con ella. Pero no se preocupe, que me hago cargo. Es muy duro para cualquiera, quizá lo más duro, ver morir a un hijo.
– También tengo que decirle otra cosa -añadió el subdelegado del gobierno, gravemente-. Esto no se basa en impresiones directas, sino en lo que he podido ir deduciendo aquí y allá, porque a Iván no le conocí. El chico debía de ser un pobre imbécil, una desgracia ambulante. Nadie se merece que le maten, claro, pero ya lo hiciera aquel hombre al que juzgaron o cualquier otro, tenga usted la sospecha de que mi sobrino hizo por buscárselo.
El que faltaba. Todos contra Iván, incluso quien mandaba que se esclareciera su muerte. La brutal declaración del subdelegado confirmaba, por si no lo hubiera intuido antes, que el mundo es un lugar paradójico.
– Bien -dije-. Pero eso, para mí, no tiene mayor importancia.
Al subdelegado parecieron satisfacerle mis palabras. Mejor, pero yo no las decía, ni iba a atenerme a ellas, por satisfacerle a él. No sé si resulta adecuado o inadecuado reconocerlo, pero la verdad es que lo que necesito, para hacer lo que hago, es hacerlo de forma que me satisfaga a mí.